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Ruta entre las cumbres

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    El autobús se detuvo en la pequeña plaza del pueblo cuando el sol había alcanzado su cenit. Estaban a mil metros de altitud, y hacía más calor de lo esperado. Medio centenar de jóvenes, todos mayores de dieciocho años, se apresuraron a coger sus pesadas mochilas para echarse a la sombra de los viejos nogales. La mayoría ya se conocían: provenían de la misma ciudad, de los barrios residenciales de la zona sur. Con ellos viajaban dos monitores de la empresa que organizaba ese tipo de rutas y deportes de aventuras. Ellos los guiarían hasta los lagos del Parque Nacional.

    Sacaron los bocadillos y se dispusieron a comer con alborozo, en grupos. Tomás era el único que no sonreía ni parecía especialmente ilusionado. Después de lo sucedido con Rebeca, la que hubiera sido su compañera de excursión y a la que no quería volver a ver ni en caricatura, sólo deseaba perderse entre las montañas y olvidar. Venía solo, dispuesto a expulsar sus penas con sudor y no con lágrimas. Sus amigos, Rubén, Lucas, Guillermo y Alfonso bromeaban entre ellos, quizás con el propósito de animarlo. Los dos primeros estaban agradecidos de poder librarse unos días de sus novias; los otros dos soñaban con encontrarlas entre las presentes. No muy lejos de ellos, las amigas de Rebeca los observaban como halcones al acecho. Intentaban no perderse ningún detalle o gesto que revelase los sentimientos ocultos de Tomás.  

    ―Pobrecito, parece muy afectado. No levanta la vista del suelo ―dijo Lorena

    —Lo que está es avergonzado. Por eso no vino a saludarnos ―apuntó Isabel, sonriendo.

    ―Chica, ¡nadie vendría en su situación! ―matizó Lorena con su natural ingenuidad.

    ―Yo no me creo nada de lo que contó Rebeca. Es una fabuladora y una exagerada ―intervino Ariana.

    Se cruzaron miradas de un grupo a otro. Todos se conocían: frecuentaban los mismos locales. Ellos fueron los primeros en saludar levantando la mano, salvo Tomás que prefirió ignorarlas. Las chicas respondieron con risas, alguna broma y un reto: el último en llegar será el primero en bañarse en el lago, aunque esté a cero grados. Hubo amagos de levantarse. Pero Alfonso disuadió a los suyos, por respeto a Tomás, y Lorena aconsejó prudencia a sus amigas. 

    ―En pie ¡aventureros! ¡A caminar! ―gritó Luis, el monitor jefe, una hora después.

    Tenían por delante cuatro horas de lenta ascensión hasta llegar a la primera zona de acampada. Luis se puso al frente del grupo con su acostumbrada alegría y vitalidad. Impuso un ritmo inicial moderado, asequible para todos. El otro monitor se situó con los últimos. Tomás se unió a sus amigos, siguiéndolos a cierta distancia. Llevaba una mochila grande y pesada, porque acudía sin pareja. Unos metros por detrás, avanzaban Ariana, Isabel y Lorena.

    El sendero se fue haciendo más estrecho a medida que ganaban altura. Durante una hora avanzaron en fila india. Para Tomás fue un alivio, porque las conversaciones murieron a su alrededor y pudo disfrutar del sobrecogedor silencio de las montañas. Para ellas fue una tortura, porque tenían mucho que elucubrar sobre la fracasada velada romántica de Rebeca y Tomás. Ella, en un estado de furia contenida, al día siguiente del suceso, les había contado que era inmaduro e impotente, además de cínico y amanerado, y posiblemente homosexual. De ahí, les aseguraba, que la rechazara y que sólo se atreviera a sugerir ciertas “prácticas perversas”; así las llamó, sin precisar.  

    ―Será maricón, pero lo disimula muy bien ―susurró Lorena.

    ―No camina como hacen los gay, al menos como los que conozco ―dijo Ariana

    ―¿Acaso creéis que Rebeca se equivoca? ―Se indignó Isabel―. ¡Con lo disgustada que está!

    ―No lo sé. Pero no lo descarto ―puntualizó Ariana.

    A media tarde rodearon una cumbre empinada y llegaron a un altiplano extenso, sin arbolado, cubierto de hierba baja, musgo y matorrales. Un camino ancho seguía hacia el norte, donde asomaban las grandes montañas. Tras un breve descanso para beber y recuperar fuerzas, se pusieron de nuevo en marcha, pero ahora formando grupos separados. Tomás prefirió caminar en solitario, a su ritmo, dejando vagar la mirada por aquel paraje desolado. Las chicas lo seguían a un centenar de metros de distancia, sin perderlo de vista. La belleza del lugar sólo las había conmovido durante los primeros diez minutos. La identidad sexual de Tomás les parecía mucho más interesante.

    ―Chicas, ¡tengo una idea! ―dijo Ariana repentinamente.  

    ―Conozco tus ideas, y siempre nos meten o te meten en líos ―la amonestó Isabel.

    ―Es la única forma de conocer la verdad, punto por punto.

    Se detuvieron un momento haciendo un círculo y les contó con detalles su plan. A Lorena le pareció genial, pero demasiado arriesgado. Isabel lo tildó de fantasioso e inútil. Pero las dos coincidieron en que podía ser divertido si Tomás aceptaba la proposición, y que confirmaría sus sospechas si la rechazaba. Sólo faltaba elegir el momento oportuno. Convinieron en que lo mejor era esperar al final, para cogerlo fatigado y desprevenido.

    Luis guió la excursión durante otra hora y media, hasta que llegaron al punto de acampada. Era una zona yerma, de piedras y musgo, por el que serpenteaba un regato de un pie de profundidad. No había árboles alrededor, sólo algún matorral bajo. No se oía nada, salvo el viento, impetuoso y racheado, proveniente del norte. 

    Rubén y Lucas montaron su tienda pegada a la de Guillermo y Alfonso. Tomás prefirió alejarse de los demás e instalarse al lado de una roca solitaria tan grande como un autobús. Se disponía a meter la mochila dentro de su tienda iglú, cuando escuchó pasos muy cerca: Ariana se acercaba resulta. Parecía un scout con su pantalón corto de color caqui, y su camisa militar verde oliva, además del pañuelo rojo al cuelo.

    ―Tomás, ¡hola! ―dijo antes de llegar junto a él―. ¿Cómo estás? No pareces agotado.

    ―Estoy bien, dentro de lo que cabe ―dijo Tomás a la defensiva―. ¿Qué se te ha perdido?   

    ―Nada. Bueno sí. Venía a pedirte un pequeñísimo favor. Resulta que nosotras somos tres,  ―Ariana fue ganando seguridad al ver cómo le rehuía la mirada― y en nuestra tienda estamos un poco, como decirlo, ¿enlatadas? Isabel dice que caben cuatro adultos, pero no contaba con las mochilas.

    ―Pues las dejáis fuera.

    ―Sí, ya. Eso pensamos ―dijo Ariana con gesto contrariado por no prever esa objeción―. Pero aún así es un espacio reducido, el aire se vicia enseguida, y no puedes estirarte a gusto. En cambio siendo dos se puede descansar mucho mejor. Y como tú estás solo, pensé que podrías compartir tu tienda con una de nosotras, en concreto conmigo.  

    ―No sé. La verdad es que preferiría estar solo. Estoy pasando por un momento difícil.

    ―Sí, me lo imagino ―inmediatamente se mordió la lengua por esa imprudencia―. Quiero decir que, ¡pareces tan triste! Pero no te lo pediría si no fuese una urgencia. Entre ellas no voy a poder descansar. Yo necesito espacio y tranquilidad. Supongo que ya conoces la incontinencia verbal de Lorena. 

    ―La he padecido ―dijo con gesto resignado―. Pero, ¿no te preocupa lo que piensen los demás? 

    ―Cada cual que piense lo que quiera. Si a ti no te importa, a mí me es indiferente.

    ―De acuerdo. Pero bajo unas normas. Si las rompes te largas ―Tomás se puso serio―. Sólo quiero poder dormir en paz: no me molestes. Tus problemas o tus angustias te las guardas para ti. Las zapatillas las dejas fuera, con los calcetines. Yo me quedo con la mitad izquierda. Eso es todo, creo.  

    Ariana le tendió una mano, para sellar el acuerdo, que Tomás tardó en coger. Por primera vez se miraron directamente a los ojos durante más de un segundo, en silencio. En ese momento, Tomás ya se estaba arrepintiendo. No confiaba en ella: era demasiado atrevida e imprevisible. Le parecía simpática, le gustaba su voz cantarina, e incluso apreciaba su desparpajo. Sin embargo temía su curiosidad y su seguridad. Además, era amiga de Rebeca. Entre ellos había, pues, un abismo.

    ―Nos vemos luego ―se despidió Ariana, incapaz de ocultar su alegría. Se alejó apresuradamente, a saltitos, como una gacela. La invadía un júbilo difícil de contener: era el triunfo de la astucia, el sabor del éxito anticipado; una sensación sino igualable, al menos parecida a la llegada tardía de un orgasmo. Se había salido con la suya, y lo que mejor de todo es que el pobre no sospechaba nada, o eso creía. Cuando llegó junto a sus amigas casi no podía hablar, le faltaba el aire. 

    Quedaba menos de una hora de luz. La mayoría ya había metido los pies en el agua helada del regato, y había hecho las abluciones imprescindibles. La cena se organizó por grupos, como al mediodía. Cada uno cargaba con sus provisiones, pero había un renacido espíritu de camaradería, que les impulsaba a compartir e intercambiar manjares. Tomás, por el contrario, se mantenía como ausente, sin participar en las conversaciones. Alfonso le pasó varias veces la mano por el hombro, para animarlo, pero él no le hizo caso. En cuanto terminó de cenar se fue a su tienda. Con un poco de suerte, esperaba dormirse pronto, antes de que llegase Ariana. Pero al entrar se quedó sorprendido y asustado al descubrirla cómodamente instalada en el lado derecho. Estaban en penumbra, pero podía distinguir su cuerpo echado de lado, cubierto por un saco de montaña gris, con el brazo por fuera. Al acercarse, vio su rostro pálido que ofrecía una sonrisa natural.

    ―Gracias Tomás ―se apresuró a decir Ariana―. No lo olvidaré este detalle. Te debo un favor.

    ―No es para tanto ―dijo Tomás con turbación y timidez―. Supongo que cualquiera lo haría en mi lugar.

    ―Seguro que sí, pero con intenciones aviesas.

    ―Por mi parte puedes dormir tranquila.

    Ariana se sobresaltó con la respuesta, pero se negó a aceptarla como un indició. Tomás se había quitado el pantalón y se estaba cambiando la camiseta. Ariana vio que llevaba un calzón largo, blanco, bastante corriente, sin florituras. Eso, para ella, era una prueba de peso a favor de sus sospechas. Siempre se imaginaba a un gay con calzones de colores, o tipo tanga.

    ―Hombre, ¡tampoco soy tan fea! ¿O sí te lo parezco? ―dijo con ironía. 

    ―No, no es eso. Perdona ―se apresuró a disculparse―. Lo decía porque soy bastante respetuoso. Además, después de lo que pasó con Rebeca, lo último que deseo es tener un conflicto con una amiga suya.

    ―Ah, sí. ¿Y qué pasó? Ella no quiere contarnos nada. Sólo sabemos que está muy enfadada.

    ―Me sorprende mucho que no os lo haya dicho ―dijo Tomás con recelo. No le gustaba nada el cariz y el rumbo que estaba tomando la conversación. Pero le agradaba escucharla; se sentía atrapado por esa voz melodiosa, alegre y segura.

    ―En realidad, lo que no nos dijo fue lo que sucedió en esa velada. Pero estaba muy furiosa y soltó cosas muy desagradables sobre ti ―hizo una pausa antes de continuar―. Dijo que eras un crío, un inmaduro.

    ―Lo que dijese o lo que diga me trae sin cuidado. Por mi parte sólo merece la indiferencia.

    ―No lo entiendo ―dijo Ariana con disgusto―. ¿Vas a permitir que te calumnie de ese modo?

    ―Se le pasará pronto. Cuanto encuentre a otro idiota que se deje seducir por sus encantos.

    ―Te equivocas. Rebeca es muy rencorosa: nunca te perdonará ―Ariana se acercó a él― y seguirá injuriándote en cada ocasión que tenga. Deberías enfrentarte a ella.

    ―No quiero, y déjalo ya ―dijo con enfado―. No me gustan las peleas. No quiero hacerle daño; a nadie.

    ―Pues deja que yo te defienda. Ya sé que es mi amiga. Pero me parece injusto cómo te está tratando. Y todo por una noche que no salió como ella deseaba. Vamos, confía en mí.

    ―Ariana ―Tomás se sentía molesto― te agradezco mucho tu interés y apoyo. Pero prefiero que no te inmiscuyas. Sólo deseo olvidar lo ocurrido, y descansar. Así que, ¡buenas noches!

    ―¡Buenas noches! ―Ariana se giró hacia el otro lado y añadió con enfado―: ¡cabezota!

    Se quedaron en silencio, dándose la espalda, y dejando un metro de separación entre ellos.  

 

     A la mañana siguiente Ariana se despertó muy pronto. Se pasó una hora tumbada boca arriba, con la vista clavada en el techo, pensando en la situación de Tomás y en lo que debía hacer. Sentía la imperiosa necesidad de salvarlo y protegerlo. Tomás siempre le había caído bien; incluso hubo un tiempo en que su compañía le resultó agradable. Comenzó a tratarlo con acritud e ironía desde el primer día en que lo vio pegado a Rebeca. No entendía cómo podía sentirse atraído por una criatura tan vanidosa y presumida como Rebeca. No cuadraba, salvo que hubiera estado fingiendo, que él también fuera un ser banal y soberbio. Su instinto, su deseo, le decía que no, que él no era así. Por lo tanto, debía averiguar qué ocultaba. 

    ―Tomás, ¡estás despierto! ―dijo asomando por encima de su hombro.

    ―Ahora sí, ¿qué quieres? ―respondió sin girar la cabeza, y sin abrir los ojos.

    ―Voy a cambiarme de ropa ―Ariana habló en voz baja.

    ―No te preocupes; no tengo intención de espiarte.

    ―Lo decía para que no te asustes si me ves desnuda ―bromeó Ariana alzando la voz―. No me gustaría que pensaras que pretendo provocarte o que quiero abusar de ti.

    ―Descuida. Sé que no eres de esas ―enseguida lamentó lo dicho―. No es tu estilo.

    ―¿Ah, no? ¿Y cuál es mi estilo? ―dijo Ariana mientras se quitaba la camiseta (no llevaba sostén).

    ―Tú eres más de insinuaciones, de gestos, de galanterías y duelos verbales. Eres arrojada, pero sin caer en la falta de respeto o en la simple grosería. Quizá seas un poco romántica, apasionada tal vez.

    ―Menudo análisis psicológico. ¡Me has estudiado a fondo! ―sonrió Ariana, ya completamente desnuda. No tenía prisa por vestirse. De hecho lo hacía deliberadamente. Quería probar la resistencia y el temple de Tomás.

    ―Son sólo impresiones mías. Quizás me equivoque. Tiendo a ser un poco crédulo e ingenuo. Algo así fue lo que me sucedió con Rebeca: cuando me di cuenta de lo que ocurría ya era demasiado tarde.

    ―Ya ―Ariana se sobresaltó al escuchar esa revelación. Todavía estaba con los pechos al aire, aunque ya se había puesto el pantalón corto. Recogió su cabello oscuro sobre la nuca y lo sujetó con una horquilla roja. Los dos callaron durante un par de minutos. Ariana acabó de vestirse y enrolló su saco de dormir; ahora tenía mucha prisa. Estaba convencida de la inocencia de Tomás y deseaba ayudarlo, aunque fuera a sus espaldas.  

    ―En fin, ya puedes mirar ―dijo poniendo una mano sobre su hombro―. Me voy con las otras dos lobas. Seguro que están ansiosas por saber si estoy bien. No te preocupes que si preguntan algo no te dejaré quedar mal.

    ―Ariana, me conformaría con que me excluyesen de sus conversaciones.

    ―Eso, Tomás, me temo que será imposible ―dijo desde la entrada de la tienda. Y salió con sus cosas.

    Muchos ya se habían levantado, no tanto para contemplar el amanecer como para estirar y desentumecer los músculos. La noche, a esa altitud, había sido fresca, casi fría. Por suerte, la temperatura subía rápidamente. Ariana se pellizcó las mejillas y se dio unas palmadas antes de entrar en la tienda donde esperaban sus amigas. Las dos seguían acostadas, una frente a la otra, aparentemente relajadas, pero con los nervios a punto de provocarles una arritmia. Contuvieron gritos de júbilo al ver cómo se abría la cremallera y aparecía el rostro de Ariana.

    ―¿Y bien? ―preguntó Lorena con ansiedad, removiendo su cuerpo rollizo―. ¿Qué ha pasado?

    ―Lo sé todo. Bueno, todo no, pero sí lo que queríamos saber ―dijo Ariana exultante sentándose entre ellas―. Rebeca miente, miente como una bellaca. Tomás no es gay, ni mucho menos impotente.  

    ―¿Cómo lo averiguaste? ―Isabel la miró con incredulidad―. ¿Te lo dijo él? ¿Se lo creíste?      

    ―Lo comprobé físicamente ―mintió con una sonrisa tan natural y radiante que sus amigas se quedaron pasmadas, con los ojos como platos y la boca entreabierta. 

    ―Entonces, ¿te lo tiraste? ―dijo Lorena, ávida por conocer los detalles.

    ―Sí. Dos veces ―hizo una pausa―. Por la noche no quiso hablar, pero vi como miraba mis pechos, con deseo. Por la mañana, en cuanto me desperté, me acerqué todo lo que pude a él. Estaba más tieso que una barra de acero. Pegué mi trasero haciéndome la dormida. Incluso con los sacos de  por medio notaba su dureza. Me removí un poco, y él acabó por abrazarme entre suspiros. Su respiración se fue acelerando. Entonces abrí los ojos, me volví, y le ofrecí mi boca. Se despertó mientras nos besábamos, aunque eso no puedo asegurarlo. Lo demás os lo podéis imaginar. Estuvimos más de media hora retozando. ¿Qué más os puedo contar? Que en general se portó bien, y que lo pasé genial.

    ―Sólo a ti se podía ocurrir semejante idea ―dijo Isabel con preocupación.  

    ―No te pongas así. No hicimos nada malo ―se burló Ariana―. Sólo fue una “cogida” entre amigos.

    ―Rebeca te va a matar ―Lorena parecía asustada―. Más vale que guardemos el secreto.

    ―Nada de eso ―saltó Ariana―. Hay que difundirlo. Que se entere todo el mundo. Somos nosotras las que tenemos que estar indignadas con Rebeca. Nos engañó. Nos debe una disculpa.

    Una hora más tarde Tomás se animó a salir de la tienda. Parecía ajeno a todo lo que sucedía a su alrededor, a las risas y las quejas. Desayunó unas galletas y un zumo energético disfrutando de la inmensidad del paisaje. La conversación con Ariana le había dejado una sensación agridulce en el estómago. Le reconfortaba saber que estaba de su parte y le agradaba el tono de su voz. Pero su curiosidad le generaba inquietud: uno nunca podía estar seguro de lo que pretendía, porque sabía camuflar sus intenciones. Lo mejor, pensó, era mantenerla contenta y a cierta distancia.

    Sus amigos estaban sentados junto al regato, rellenando las cantimploras. Ya se habían enterado, por Lorena, del apasionado lance amoroso. Si sólo lo hubiera contado ella, no la habrían creído. Tomás no era tan lanzado como para hacer algo así. Pero al ver como Isabel asentía y la respaldaba, tuvieron serias dudas. Cuando Ariana apareció fingiendo disgusto y se llevó a sus amigas, sus dudas se disiparon. Tomás se acercó a ellos sospechando que algo fuera de lo común había ocurrido. Parecían nerviosos, y lo traspasaban con miradas acusadoras.   

    ―Tomás, ¡ven acá! ―gritó Alfonso―. ¡Bravucón! No sales de una y te metes en otra.

    ―Pero, ¿de qué hablas? ―preguntó Tomás.

    ―Sabemos lo de Ariana ―dijo Lucas con malicia.

    ―Ah, eso. Sí, durmió conmigo. Ella me lo pidió. ¿Y qué? ―dijo Tomás.

    ―Oh, nada. Pero cuando volvamos, Rebeca te va cortar las pelotas ―dijo Alfonso.

    ―Pero si no la toqué; ni la rocé siquiera ―se enfadó Tomás―. Además, no hay nada entre Rebeca y yo. Nunca lo hubo. No sé por qué debería molestarse.

    ―Pues porque Ariana es su amiga de la infancia ―replicó Lucas―. Conociendo a Rebeca, pensará que te acostaste con  ella por despecho, para vengarte. Lo tomará como una afrenta, un desafío.

    ―Además, todo el mundo, y digo bien, todos, creen que te las has “ventilado” ―añadió Alfonso.

    ―No te preocupes, Tomás, que nosotros estamos de tu parte ―dijo Guillermo.

    ―¡Valientes aliados sois vosotros! ―Tomás hizo un gesto de desdén con la mano.

    Rellenó su cantimplora y se marchó a grandes zancadas. El enfado incipiente se diluyó en cuanto estuvo solo. El daño ya estaba hecho, pensó con resignación, y por lo tanto no tenía sentido lamentarse. Lo que no lograba entender es cómo se podía haber difundido tan rápido el rumor de un supuesto acto amoroso. Y lo más grave, cómo es que le habían dado crédito sus propios amigos. El día, para él, no podía empezar peor.

 

    A las diez de la mañana Luis dio la orden de partida. Tenían por delante una lenta y penosa ascensión por un terreno rocoso de senderos estrechos, que se internaba en el corazón de las montañas. El grupo pronto se estiró formando una hilera de hormigas incansables. A pesar del viento moderado y fresco, el calor quemaba sobre la piel desnuda. Además, les costaba respirar, y jadeaban como perros sedientos. Tres horas más tarde alcanzaron una cima chata y pelada, cubierta de rocas cuarteadas. Desde allí, se podían ver los lagos, encajonados en un altiplano estrecho con forma de media luna. Comenzaron a descender, en abanico, por una pendiente suave sembrada de piedras.

    Cuando alcanzaron la orilla del lago más cercano, media hora más tarde, tiraron las mochilas al suelo. ¡Lo habían logrado! Sin retrasos, ni incidentes. Era como para sentirse orgulloso. El entusiasmo desbordante contagió a todo el grupo, incluso a Tomás. Sintieron la euforia del deportista que triunfa en una competición. Jadeando, a gritos y con risas, intercambiaron las primeras impresiones. El lugar era asombrosamente bello y salvaje: parecía otro planeta. En aquella cuenca natural el viento soplaba más suave y cálido. El silencio era sobrecogedor. Había también más humedad y una leve sensación de bochorno. 

    Pero lo primero era reponer fuerzas. Nunca la comida les pareció tan apetitosa, ni el el agua tan fresca. Luego montaron las tiendas siguiendo la línea de la costa. Tomás instaló la suya un poco separada de los demás. A partir de ese momento tenían toda la tarde para relajarse y disfrutar. Sacaron las toallas para echarse cerca de la orilla, en grupos. Tomás, para no ser visto como un bicho raro, se echó al lado de sus amigos; las chicas se colocaron a un par de metros. Ahora tenían un tema en común para conversaciones morbosas, para miradas furtivas, para risas veladas: el supuesto amorío entre Tomás y Ariana.

    El agua del lago era limpia y cristalina. Pero estaba demasiado fría como para adentrarse nadando. Fueron metiéndose poco a poco, hasta las rodillas. Lorena fue la primera en sumergirse entera, contra su voluntad: había perdido la apuesta y ella siempre cumplía. Llevaba un bikini blanco que se volvía casi transparente al mojarlo; avergonzada por ser el centro de las miradas, fingía no darse cuenta. Tomás sólo mojó los pies y enseguida regresó a su toalla. Se tumbó boca abajo, cerró los ojos, y dejó que la brisa del lago acariciase su cuerpo. A los pocos minutos dormía profundamente.

    Se despertó a media tarde. Estaba un poco mareado y desubicado. A su alrededor no había nadie. Algunos se habían ido a dar un paseo. Rubén, Lorena y Ariana estaban sentados en la orilla, con el agua hasta los tobillos. Conversaban animadamente, entre risas. Tomás se incorporó sobre los codos y los observó con envidia, y con cierta preocupación. Temía que pudieran estar hablando de él, y no para bien. Empezaba a sentirse un poco paranoico; como si todo el mundo conspirase en su contra. Era absurdo, pero no podía refutarlo con argumentos. Por eso sufría en silencio. Hasta que Ariana se fijó en él, en su cara pálida y apenada, y le hizo un gesto para que se acercarse. Tomás negó con la cabeza. Responder a su invitación supondría confirmar su interés por ella. Pero Ariana no se dio por vencida, y se fue a junto a él.    

    ―No te quedes ahí sólo. Ven al agua ―le conminó Ariana.

    ―Ahora no ―respondió con brusquedad―. Necesito hablar contigo. A solas.

    ―Muy bien ―Ariana se sentó a su lado picada por la curiosidad y con una comezón en el estómago.   

    ―Esta noche, ¿no crees que sería mejor que durmieras con ellas?

    ―No, no lo creo ―dijo Ariana frunciendo las cejas―. ¿Por qué?

    ―Ariana, ¿es que no te has enterado de lo que dicen de nosotros?

    ―Sí, ya lo sé. Pero es normal; la gente es muy dada a fantasear. No les hagas caso.

    ―Yo no lo decía por mí, lo decía por ti ―Tomás la miró a los ojos.

    ―Me da igual lo que piensen los demás. No le doy la más mínima importancia a esos chismes. Además, aunque fuera verdad, ya somos mayores para hacerlo, si nos place, ¿no crees?

    ―Sí, desde luego. De todas formas, siento mucho todos los problemas que te he causando ―dijo Tomás compungido―, y también los que te voy a causar. Lo digo por Rebeca.

    ―No te preocupes; se defenderme. No le tengo ningún miedo a Rebeca, por muy hija de su papa que sea. Conozco cositas de ella que no le gustaría que se difundiesen. ¿Quieres saber alguna?

    ―Mejor no. Guárdatelas para ti. No me gusta jugar sucio.    

    ―Con esa ingenuidad no vas a llegar a ningún lado ―lo miró con desdén―. ¡Espabila!

    ―Cada uno es como es ―sentenció Tomás―. En todo caso, quedas advertida.

    ―Descuida ―dijo Ariana y le tendió una mano.

    Por un momento dudó en aceptar su ofrecimiento. Pensó en forzar una discusión para conseguir enfadarla y lograr así que se alejara de él. No veía otro modo de salvarla del enredo en el que se había metido, y sacarla de la espiral de rumores, envidias, reproches, odios y venganzas en las que podía caer. Rebeca jamás la perdonaría, y Ariana jamás cedería. Lo peor de todo es que se sentía atrapado entre dos fuegos, en medio de un campo de batalla.

    Finalmente cogió su mano y se dejó llevar por Ariana hasta la orilla. Su suerte, se dijo, estaba echada.

    A lo largo de la tarde comprobó, primero con asombro y luego con suspicacia, cómo todos lo trataban con naturalidad, sin mensajes ni gestos con segundas intenciones. Aunque estuviera sentado al lado de Ariana, nadie parecía reparar en ello. Al contrario, parecían aprobarlo: como si se hubiera hecho oficial el compromiso entre ellos. Tomás no podía comprender cómo a partir de un falso rumor se podía construir una historia romántica en unas pocas horas. Confiaba en que tras el regreso a casa su situación se aclarase, y que por fin lo dejasen en paz.

    Con todo, Tomás se sentía algo mejor, menos angustiado. El supuesto enredo con Ariana había conseguido que olvidase a Rebeca. Ya no se sentía tan apenado y despechado; la amargura había desaparecido de su mirada. Lo achacaba al imponente paisaje, al aire limpio y purificador, al silencio que oprimía sus tímpanos. Pero la verdad es que había recuperado el gusto por las relaciones cercanas, por el contacto con los amigos, con sus bromas y juegos. Sin embargo, había un misterio que desentrañar, al que no estaban dispuestas a renunciar ni Lorena, ni Ariana. Isabel, en su fuero interno, seguía resistiéndose a descartar su explicación: a Tomás no le interesaban las mujeres.

    ―Tomás, esta noche ¿vas a dormir con ella? ―le dijo Alfonso en un aparte.

    ―Sí, no me queda otra opción ―respondió en voz baja.

    ―Ten mucho cuidado ―dijo acercándose a su oreja―. Esa tiene algo en mente y no creo que sea nada bueno para ti. Te mira como una serpiente a un ratón.

    ―Si intenta morderme te aviso, ¿vale? ―Tomás quiso ser gracioso, pero le salió un tono lúgubre.

    ―Lo digo en serio. ¿Has pensado que quizás está actuando para vengar a Rebeca?

    ―No se me había ocurrido ―Tomás se estremeció. Era muy susceptible ante los peligros.

    ―Pues eso. Sé cauteloso. Y no se lo pongas tan fácil. Me refiero a lo de darle otro “revolcón”.

    ―Pero si no… ―Tomás se calló; era inútil negar lo que ya todos asumían como evidente.

    Después de la cena el cansancio los fue venciendo a uno tras otro. Tomás fue de los primeros en retirarse a su tienda, pues necesitaba disfrutar de un poco de soledad. Le servía para intentar aclarar las ideas, aunque con frecuencia le surgían más dudas de las que lograba resolver. Él era así, indeciso y voluble, sin creencias firmes o profundas, dado a la reflexión profunda y a los brotes de melancolía. Sin embargo, nunca se habían sentido tan desorientado como en los últimos días, desde que Rebeca lo asaltara para ofrecerle el paraíso o condenarlo al infierno.

    Ariana apareció media hora más tarde. Aún no era de noche, pero las sombras se extendían como tentáculos por el altiplano. Tomás encendió la pequeña linterna y la miró con recelo y alivio. No venía con cara de sueño, sino con el rostro alegre. Ariana estiró el saco en su lado así como sus prendas para dormir: una braga culote blanca y una camiseta larga rosa. Tomás se giró cortésmente y esperó en silencio a que se mudara.  

    ―Acabo enseguida ―se disculpó Ariana, que se lo tomó con calma. 

    ―No hay prisa. Puedes confiar en mí ―balbuceó Tomás

    ―Ya lo sé. Pero deberías ser un poquito más atrevido. Lo digo por tu bien.

    ―Y tú deberías ser más prudente.

    ―Además no me importa que me veas, así de refilón. Otros sí, pero tú no.

    ―Sí, entiendo. Soy inofensivo ―dijo con pesar. No se sintió ofendido.

    ―Sí… eso me temo ―Ariana suspiró profundamente, y segundos después dijo―: ¡Ya está!

    Inmediatamente Tomás se volvió y apagó la linterna. Le deseó buenas noches y se sumergió en su saco. 

    ―Tomás, ―susurró Ariana al cabo de un minuto― ¿te apetece charlar un poco?

    ―No mucho, pero a ti sí ―dijo con resignación―. Adelante, dime. ¿Qué te inquieta?

    ―La noche pasada no me contaste lo que pasó con Rebeca ―dijo Ariana acercándose a él.

    ―Prefiero no hablar de eso. Fue una experiencia desagradable.

    ―Lo comprendo ―Ariana usó un tono dulce―. Pero dadas las circunstancias, al menos debería saber tu versión. Después de lo que ha pasado entre nosotros, creo que me lo merezco, ¿o no?

    ―Eso me suena a chantaje.

    ―No te lo exijo, te lo ruego. Hazlo como amigo ―suplicó Ariana.

    ―Está bien. Te contaré lo esencial ―comenzó Tomás de mal humor―. Rebeca me invitó a su casa, como en otras ocasiones, para ver una película. Estaba sola y había preparado unos platos variados. Cenamos en el salón. Luego descorchó una botella de champán y bebimos unas copas. Entonces se abalanzó sobre mí. Pretendía acostarse conmigo. Era su regalo, me dijo. Yo la rechacé. Rebeca insistió: se abrazó a mí. Me desprendí de ella con un empujón. Ahí empezó la bronca. Discutimos. Ella me insultó y yo me defendí. Así que me largué sin despedirme. El resto ya lo sabes.

    ―Perdona, pero no lo comprendo ―dijo Ariana―. ¡Si parecíais muy unidos!

    ―Para mí solo era una buena amiga: simpática, excéntrica y muy vital. Nunca creí que sintiera algo por mí. Bueno, lo sospeché, pero pensaba que sólo quería jugar, reírse de los demás. ¡Yo qué sé! No éramos novios, aunque ella lo insinuara. Ni siquiera nos llegamos a besar, salvo en la mejilla.

    ―Me dejas sin palabras ―Ariana no ocultó su asombro―. Rebeca es guapa, y muy sensual. Ella se te ofrece, y tú, que estás libre y sin compromiso, ¿la rechazas?

    ―Pues así sucedió ―estalló Tomás, que enseguida lamentó su arranque de ira―. Rebeca no me gusta; no es mi tipo ideal de mujer. Me resulta demasiado voluptuosa.

    ―Aún así, tu historia no es creíble ―replicó Ariana airada―. A no ser que estuvieras enfermo, tuvieras miedo o que fueras gay, como dice. Si no me cuentas la verdad, no podré enfrentarme a Rebeca.

    ―Nunca te pedí que lo hicieras ―hizo una pausa antes de seguir con un tono más calmado―. Es cierto. Hay algo más. Es algo muy íntimo. No puedo revelarlo; sería humillante.

    ―Confía en mí ―dijo Ariana alargando una mano a través de la oscuridad hasta posarla sobre el pecho de Tomás―. Puedes contármelo. Te prometo que quedará entre nosotros. No me reiré, ni te juzgaré. 

    Tomás suspiró. Su piel ardía, sobre todo en la cara; sudaba por la espalda y en las palmas de las manos. Tenía el estómago encogido y el corazón desbocado. Estaba llegando al límite de su resistencia psicológica. Las palabras de Ariana, dulces y firmes, eran como puñales. Penetraban con facilidad, como si su mente fuese un queso tierno. 

    ―Te contaré un secreto mío ―Ariana decidió arriesgarse―. La aureola de mis pechos en un poco mayor de lo normal; y tengo el pezón alargado. Son como los de mamá: pechos pequeños, pero altivos. ¿Quieres verlos?

    ―No, por favor. En otra ocasión, tal vez ―dijo Tomás alarmado―. Tú ganas. Me confesaré, pero por lo que más quieras, no me reveles más detalles de tu anatomía. Me resulta violento y, no te ofendas, vulgar.

    ―Si no me ofendo. ¿Entonces?

    ―Esto, bien. En fin ―Tomás tragó saliva―. El caso es que no podía hacerlo con Rebeca, porque no quería que ella fuera la primera, ¿entiendes?

    ―¡No puede ser! ―dijo Ariana sorprendida a la par que indignada―. ¿Todavía no te has acostado con una chica? Pero, ¿cuántos años tienes, veintitrés? ¿A qué estás esperando?

    ―Pues a una novia formal; a una mujer con la que me sienta confiado, a alguien especial.

    ―Definitivamente, estás pirado. ¿Y si no la encuentras hasta los treinta? Vas a desperdiciar los mejores años de tu vida. Eso no es racional, ni prudente. ¿Qué pasa si nunca encuentras a esa chica ideal?

    ―Visto de ese modo, parece razonable ―dijo Tomás con síntomas de derrota y vergüenza―. Pero, a mí me resulta difícil entregarme a una chica cualquiera. Lo cierto es que no creo que fuera capaz de hacerlo: me bloquearía. No sabría por dónde empezar, ni cómo continuar.

    ―Eso son majaderías. ¿Crees que tus amigos han nacido aprendidos? En la vida todo es cuestión de práctica. Alguna vez tendrá que ser la primera.

    ―Ya lo sé ―su voz era apenas audible―. Pero si te soy sincero, me aterra quedar en ridículo delante de una mujer. Se supone que debo saber manejarme con cierta soltura. Por eso no podía hacerlo con Rebeca. Ella lo hubiera notado enseguida y lo habría propagado a los cuatro vientos.

    ―Ahí te doy toda la razón. Antes de cumplir los veinte ya había probado todas las posturas imaginables. O eso es lo que aseguraba. Además, por lo que sé, es muy exigente en la cama.

    ―Ariana, ¿tú con cuántos te has acostado?

    ―Todos los hombres sois iguales. ¿De verdad quieres saberlo? ―hizo una pausa larga―. Pues deben haber sido más de veinte, el primero a los dieciséis; y no fue tan placentero. Con la mayoría lo hice una o dos veces. Sólo con mi segundo novio, Manuel, me harté de sexo. Tuvimos un año loco, de encuentros apasionados.

    ―Vale, vale. Es suficiente. No tienes porqué relatarme tus experiencias sexuales.

    ―¡Serás remilgado! No te viene nada mal aprender un poco ―dijo Ariana entre risas.

    ―¿Y tú quieres enseñarme? ―dijo Tomás con ironía―. Sería como saltar de la sartén para caer en las brasas.

    ―Con lo crudo que estás, sería la mejor solución ―replicó Ariana.

    Estallaron en carcajadas sonoras que ayudaron a aliviar la tensión. Se pudieron escuchar incluso fuera de la tienda. Cuando se calmaron, el silencio los dejó en una situación incómoda. No era fácil reanudar una conversación tan íntima. Todo lo que dijeran resultaría, en comparación, insulso y banal. ¿Y ahora qué?, pensaron al unísono. Lo mejor, según Tomás, era no perder el control y mantenerse sereno. Ariana creía que deberían dejarse llevar y hacer lo que les pedía el cuerpo.

    Poco después se dieron las buenas noches y cada uno se giró hacia su lado de la tienda. En medio dejaron un hueco amplio. Ninguno de los dos consiguió conciliar el sueño con facilidad. Tomás no dejaba de reflexionar sobre lo que había escuchado. Se sentía ridículo y preocupado. Lo que más temía era que, al día siguiente, su virginidad fuera objeto de comentario y burla por todo el campamento. En cambio Ariana estaba excitada y nerviosa ante el giro inesperado y apasionante que había tomado el asunto. Pensaba en cómo encauzarlo y resolverlo, de manera que Tomás saliera con su prestigio restablecido y ella quedara fortalecida antes sus amigas. No era nada fácil, se repetía.

    ―Tomás, me escuchas ―susurró Ariana al cabo de unos minutos de creciente inquietud.

    ―Alto y claro ―protestó Tomás―. ¿Es que nunca descansas?

    ―Esta noche no puedo ―dijo acercándose más a él―. ¿Por qué no lo hacemos de una vez?

    ―¿Hacer? ¿A qué te refieres? ―se volvió hacia ella―. ¿No estarás pensando en? En que tú y yo…

    ―¡Pues sí! Sería lo mejor. Total, los demás ya lo dan por descontado ―dijo apoyando un seno contra el hombro de Tomás; estaba tan cerca que sentía su cálido aliento resbalando por su mejilla―. Ya que me van acusar de viciosilla, por lo menos que sea por una buen motivo. Además, así ganarás experiencia, que te hace falta.

    ―Ariana, ¿estás bien de la cabeza? ―dijo Tomás asustado―. Ni siquiera eres mi novia.

    ―No empieces con esos sermones trasnochados. Nos hacemos novios y ya está. Mañana, si te arrepientes, rompemos de mutuo acuerdo, y seguimos siendo amigos. ¡Mira qué fácil!

    ―Le quitas todo el romanticismo, y hasta la decencia ―replicó Tomás a la defensiva.

    ―Si esto es de lo más romántico ―dijo Ariana echándose encima del―. Hacerlo en una tienda, en medio de las cumbres, cerca de unos lagos y bajo un cielo estrellado. Es perfecto.

    ―No me refería al lugar, sino a las circunstancias. Además ―tartamudeó Tomás― me caes bien.

    ―Razón de más, ¿no? ―dijo Ariana mientras abandonaba su saco.

    ―No quiero decepcionarte, Ariana. No creo que sea un buen amante.

    ―Tú relájate y déjame hacer a mí. Es más fácil de lo que parece ―dijo con tono maternal―. Es como meter una espada en una vaina: se trata de embocarla, y después se desliza sola.

    ―Muy bien ―dijo con resignación―. Pero después, si sale mal, no me lo eches en cara.

    ―Saldrá bien. Y no te preocupes: a ti nunca te lo reprocharía.

    Desde luego, no fue tan complicado como temía Tomás, ni tan fácil como había imaginado Ariana. Tuvo que emplearse a fondo con su boca, su lengua, y sus manos, para conseguir que el pene se levantase y ganase la dureza oportuna. Tomás se sentía tan cohibido y asustado, que no era capaz de relajarse. Al estar a oscuras, y al no atreverse a tocarla, carecía de los estímulos necesarios para que la excitación se disparase. Su mente estaba bloqueada por el miedo a ser objeto de nuevas burlas y por la convicción de estar cometiendo un grave error. Ariana comprendió que el pobre necesitaba medidas urgentes. Dejó los juegos para más tarde y, tras enfundarle un preservativo, se metió ese miembro palpitante en la vagina. Entró sin dificultad en una cueva húmeda y cálida. Tomás suspiró por primera vez. Casi no podía moverse, pues estaba encajonado entre las piernas de Ariana, que subía y bajaba como si estuviese montada sobre una cabalgadura. A los tres minutos, el orgasmo fue imparable y, en cierto modo, bochornoso.

    ―¿Ya está? ―preguntó Ariana sofocada.

    ―Sí. Lo siento, no pude aguantar más. Te dije que era un pésimo…

    ―!Calla de una vez! ―lo reprendió con dulzura―. Ahora empieza lo bueno.

    Ariana se echó sobre él y lo besó intensamente en la boca. Tomás había besado en los labios a otras chicas, pero nunca había jugado con las lenguas. La repugnancia inicial dejó paso al más electrizante placer. Después vinieron las primeras lecciones prácticas, las que se referían a cuestiones esenciales: dónde acariciar a una mujer y cómo hacerlo; qué sitios besar y cuales lamer. La oscuridad no era un obstáculo, al contrario, ayudaba a experimentar más intensamente los contactos.

    Media hora después Ariana percibió cómo Tomás recuperaba su virilidad. Por desgracia no tenían más preservativos. Pero Ariana era una mujer imaginativa y de muchos recursos. Encendió la linterna y la puso apuntando hacia una esquina. En la penumbra, Tomás pudo admirar los pequeños y afilados senos de Ariana, que palpó con ambas manos. Se sorprendió por su esponjosidad, pues hasta ahora, en contadas ocasiones, sólo los había tocado por encima de sujetadores y otras prendas; nunca al natural. Los encontró suaves y cálidos.

    ―Anda, ¡bésalos! ―le animó Ariana.

    Besó un pecho con delicadeza y luego chupó el otro, como si quisiera extraerle su jugo. Era todo lo que necesitaba para despertar su virilidad. Al poco, Ariana se escurrió para besarlo en la boca. Notó como el pene crecía entre sus piernas. Se abrazaron y se besaron con frenesí. Hasta que Ariana se volteó y con una mirada pícara le dijo que la masturbase. Tomás se quedó un momento parado, sin saber dónde tocar y cómo hacerlo. Creyó que bastaría con hundir un par de dedos en la raja y buscar el agujero de la vagina. Ariana lo detuvo enseguida y lo reprendió. Abrió las piernas y separó sus labios para darle unas clases rápidas de anatomía femenina. Le explicó, con paciencia y rigor, cómo debía proceder para satisfacerla a ella; no era igual para todas las mujeres, le advirtió. Parecía fácil, pero exigía práctica y mucho tacto. Para eso, Tomás era un estudiante aplicado. En pocos minutos logró calentarla de tal modo que comenzó a retorcerse. Finalmente, Ariana se tuvo que morder un brazo para no gritar cuando sintió la avalancha del orgasmo.

    ―Oh, genial ―suspiró Ariana―. Ha estado bastante bien. Pero necesitas mejorar.

    ―De verdad, ¿te gustó? ―dijo Tomás, que seguía con su miembro erecto―. ¿Y ahora qué?

    ―Ahora me toca a mí. Tú échate y relájate, que te voy a llevar al cielo.

     Ariana se llevó a la boca su pene y lo devoró con fruición y pericia. Era un poco más largo que la media, pero no tan gordo, y tenía un glande ancho. Se lo veía limpio y con la piel suave. A Ariana le encantó su olor y su sabor acre. En eso, era muy selectiva; había algunos que le causaban cierta aversión. Se lo tragó casi entero. Tomás le rogó que parase; necesitaba un respiro. Pero ella lo agarró con fuerza por la base. Tiró de la piel todo lo que pudo para quedarse con el glande morado entre sus labios. Sobre el concentró sus caricias y en menos de un minuto logró que un orgasmo intenso y brutal sacudiera a Tomás. Descargó contra la boca y la cara de Ariana, a quien no pareció importarle. Al contrario, sonrió de felicidad.

    ―Lo lamento, se me escapó ―dijo Tomás con repulsión y una profunda fatiga.

    ―Yo, no ―respondió Ariana mientras se limpiaba―. ¿Sabes? Creo que te mereces un aprobado alto.

    ―No te burles de mí. 

    ―Lo digo muy en serio. ¡Tenemos que repetirlo!

    ―¿Ahora? Imposible. No me siento capaz.

    ―Tranquilo machote. Me refiero a otro momento que nos venga bien. Si es que te gusta hacerlo conmigo.

    ―Sí. Me ha gustado mucho. Y no me importaría acostarme contigo en otra ocasión.

    ―¡Estupendo! ―su voz se volvió más aguda, como un chillido―. Así probaremos cosas nuevas. Tienes mucho que aprender sobre el cuerpo de las mujeres, y sobre el mío en particular. ¡Verás qué bien lo pasaremos!

    ―Estás más loca de lo que suponía, y lo peor es que ya no tienes remedio ―dijo Tomás con ironía antes de ponerse serio y continuar―. ¿Qué vamos a hacer ahora? No podemos salir ahí afuera como si nada. Lo mejor sería evitarnos; no cruzar ni una mirada y no hablar el uno del otro. Va a ser difícil, porque últimamente parecen obsesionados con nosotros.

    ―Pero ¿qué dices? ―se indignó Ariana―. Nosotros ya somos adultos, o casi. No tenemos nada de qué avergonzarnos. No te preocupes, que lo que pasó entre nosotros, lo que hablamos, queda entre los dos.   

    ―¿Qué pretendes, fingir que no ha pasado nada? Se percatarán enseguida. Soy como un libro abierto.

    ―Por eso mismo debemos afrontar la situación y evitar malentendidos. Tenemos que formar una pareja, aunque sólo sea con carácter provisional, por unos días o semanas, o hasta que encontremos algo mejor ―Ariana habló con su habitual entusiasmo―. Si tú quieres, claro. Yo encantada. Para mí es como un juego ―mintió. En realidad iba muy en serio. Había descubierto un diamante en bruto, y no lo soltaría por nada del mundo.

    Tomás se quedó con la boca abierta. Asintió con la cabeza. No veía otra alternativa, ni la deseaba.

     Durante el desayuno todos se dieron cuenta de la relajada proximidad que había entre los dos, y de la extraña actitud maternal de Ariana hacia Tomás, que rayaba en lo ridículo. Pero lo que parecía tan evidente, les resultaba tan extraordinario como ver un lobo y un cordero paseando juntos. Fue Isabel la que se atrevió a preguntar directamente qué ocurría entre los dos, y fue Ariana la encargada de desvelar el secreto: habían congeniado. La sorpresa fue mayúscula, rozando la incredulidad. También afloraron sentimientos de indignación (entre ellas) y de cierta envidia (entre los chicos). ¿Por qué no nos dijo nada?, se preguntaban las chicas.  ¿Qué es lo que ha visto en él?, se preguntaban ellos. Mientras que Tomás aguantaba el trago con pudor y una secreta felicidad interior, Ariana se mostraba exultante y segura, pero con una dolorosa inquietud que la sacudía por dentro. Tenía tantos planes aflorando en su mente, y tantas ganas de estar a solas con Tomás, por la ciudad, cogidos de la mano, que no sabía cómo aguantaría hasta el regreso.

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