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Olor a Sotana

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Estaba sentado en una banca al final de la iglesia, esperando que todos los asistentes si hubieran retirado. Estaba asustado y avergonzado,  hace un par de horas antes mi abuela me sorprendió manoseando mi pene al tiempo que miraba una revista de mujeres en ropa interior. Lo cierto es que a esa edad me resultaba difícil mantener mis manos lejos de mis genitales, en plena revolución hormonal.

Cuando me sorprendió, ella levantó las manos al cielo y dijo:

- Jesús, María y José – y me arrebató la revista de las manos, esquivando deliberadamente mirar mi pequeño pene erecto encerrado en mi mano derecha. Luego al salir de mi pieza, me lanzó:

- Te vas a confesar ahora mismo a la iglesia o le cuento esto a tu madre – cosa que yo debía evitar a toda costa porque me aseguraba  una azotaina muy dolorosa y humillante. Acepté el trato a media voz y salí a la iglesia a la misa de tarde. Ahora estaba allí mirando el confesionario con ojos de pánico, esperando que nadie más requiriera los servicios del sacerdote obeso que esperaba pacientemente en la oscuridad.

Finalmente me levanté y caminé lo más lentamente que pude hasta el confesionario y me arrodillé frente a la ventana que separa cura de feligreses. El sacerdote salió de su  sopor y sin mirarme me preguntó:

- Cuanto hace que no te confiesas hijo? – y yo le mentí de inmediato:

- Una semana padre – y luego de un silencio culposo añadí:

- Confieso que he pecado padre – y guardé respetuoso silencio, esperando que las cosas terminaran allí. Pero en sacerdote necesitaba más información:

- Que has hecho hijo que debes confesar? – inquirió con una voz lejana y aburrida.

- Me estaba tocando abajo – dije después de un incómodo silencio – y mi abuela me pilló y me mandó a confesar – rematé.

De inmediato el sacerdote aguzó el oído y me dijo:

- No te escucho bien hijo, puede repetirlo? –

Yo maldije interiormente que me hubiera tocado un cura sordo y lo repetí, pero la vergüenza me hizo hablarle aún más bajo. Se produjo un silencio prolongado y luego el sacerdote me dijo:

- Hijo, no logro escucharte bien, levántate y ven por el frente del confesionario.-

Yo me incorporé y caminé hasta llegar frente a la puerta del confesionario. La abrí con timidez y vi al sacerdote gordo y anciano mirándome como la serpiente al conejo.

- Ven acá, hijo mío – declaró con amabilidad, entra y cierra la puerta. El lugar  era sumamente estrecho y apenas cabíamos ambos ahí dentro. El sacerdote separó sus rodillas y me dijo:

- Arrodíllate acá – indicando el espacio que quedaba entre sus rodillas cubiertas por la sotana negra. Yo obedecí y él me dijo:

- Mírame ahora y cuéntame que hiciste, niño – Yo miraba desde abajo ese rostro severo y rubicundo y casi sin voz le dije:

- Es que me estaba tocando acá abajo y me pilló mi abuela –

- Donde abajo – insistió él.

- En el pirulo – musité muerto de vergüenza.

- Ohh – exclamó el sacerdote – eso se llama pecado de la carne y es considerado pecado del infierno – agregó con intensidad – por ese pecado te vas directo al Infierno sin salvación alguna.

Yo bajé la cabeza abrumado por las atroces consecuencias de mi acto, mientras el cura me acariciaba el pelo mientras continuaba la descripción de las terribles penurias que me arriesgaba a sufrir a  consecuencia de mi lujuria.

- Apóyate acá – me invitó el sacerdote y yo descansé mi cabeza entre sus piernas, apoyado en sus sotana. Sentí el roce de la tela gruesa y una mezcla de almidón y de incienso, un aroma tan característico de una sotana, que conocía por primera vez, mientras el sacerdote seguía su letanía, al tiempo que revolvía mi cabello, tocaba mi nariz y deslizaba sus dedos regordetes sobre mis labios, demorándose en mi boca.

- Pero Nuestro Señor es generoso y puede ofrecer el perdón a los pecadores como tú – indicó el cura abriendo una pequeña puerta a la esperanza – para merecer el perdón debes estar dispuesto a rogar el perdón celestial, debes estar dispuesto a beber de la leche del perdón – finalizó su discurso.

Yo creí que era el momento de recibir el encargo de la penitencia, pero en su lugar escuché su voz imperativa:

-  Abre la boca para tu salvación – y sus dedos me separaron los labios abriendo mi boca. Yo creí que me daría entonces una hostia o algo así y abrí los ojos. Tremenda fue mi sorpresa cuando vi enfrente de mi rostro su miembro erecto. Con una mano mantenía mi boca abierta y con la otra mano se sujetaba el miembro crecido. No hizo ningún esfuerzo por ocultar su intención, y de hecho deslizó su prepucio hacia atrás de manera que surgió, rojo y húmedo, el glande hinchado. Acercó su miembro a mis labios y sin más me lo metió dentro de la boca.

- Chupa mi niño, chúpalo y ruega por el perdón del Señor, ruega por la leche divina  que limpia los pecados de la carne. – Yo estaba inmóvil y no hacía nada con ese pedazo caliente de carne en mi boca, entonces insistió:

- Chupa mi niño, usa tu lengua y chúpame hasta tu perdón –

Acompañando su declaración lo introdujo más adentro hasta tocar mi lengua con el glande. Lo cierto es que no era nada repugnante, el glande estaba tibio y era una sensación especial tener en mi propia boca el miembro del sacerdote,  me sentí alguien especial y privilegiado. Por primera vez chupé ligeramente y el sacerdote reaccionó de inmediato:

- Sí, si, así mi niño, ruego por tu alma, sigue así – y suspiró de placer.

Yo abrí la boca y me lo metí más adentro. Una vez ahí, lo chupé vigorosamente mientras él cura lo sacaba y metía con un movimiento de su mano. Yo entendía que se estaba masturbando dentro de mi boca, pero eso no me desagradaba en absoluto, sino que me generaba un cierto placer sentirme tan importante mientras el cura musitaba de placer.

De pronto sentí dentro de mi boca que el pene se endurecía, que el glande se hinchaba ligeramente. Al mismo tiempo, el sacerdote dijo en voz baja:

- Ahora viene la leche sagrada que limpia los pecados, niño lindo, chupa…chupa –

El miembro tuvo dos espasmos sucesivos, como  si latiera y luego recibí un chorro espeso de semen caliente que me sorprendió completamente. Su olor me inundó entero y mientras aún mantenía la primera oleada encima de mi lengua, vino un chorro largo y contundente que me llenó literalmente la boca de leche sagrada, como la llamaba el cura, y me hizo atorarme.

- Traga pecador, comete la leche que te limpia, cómela pecador, cómela toda –

Escuché la voz del cura y reprimiendo las arcadas comencé a tragar el semen caliente y muy espeso. Tenía un sabor acre, pero no era malo de tragar, de hecho cuando había descargado gran parte del semen en mi boca seguí chupándole para disfrutar los últimos chorros calientes que surgían del glande que perdía rápidamente su dureza.

El cura ocultó su miembro aún erecto bajo la sotana y me miró:

- Lo hiciste bien perrito, - me dijo – has limpiado tu terrible pecado con lo que has hecho ahora, estás contento? –

Yo afirmé vigorosamente con la cabeza asintiendo.

- Te gustó hacerlo perrito? – me preguntó. Yo bajé la cabeza avergonzado porque aún tenía esa sensación de importancia y no me atrevía a decirle que sí había disfrutado.

- Cuando sientas ganas de tocarte, en lugar de pecar, debes venir a verme y yo te ayudaré a limpiar tu pecado, me entiendes? – remató él.

- Sí padre – dije yo, con la boca aún pastosa con el semen restante.

- Lo habías hecho antes con algún amiguito? – preguntó de nuevo el sacerdote

- Noo…nunca – insistí yo

- Para completar tu salvación, debes venir a verme después de la misa de las seis, el próximo día viernes. Te enseñaré otros caminos para servir al Señor.

-Sí padre – dije yo

- Vendrás entonces? - insistió.

- Seguro padre, acá estaré – dije yo con total seguridad.

 

(seguirá)

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