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¿Fue una experiencia religiosa?

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Por Werther el Viejo

 

CUANDO sonó el timbre de la puerta del piso, yo estaba completamente desnudo. Te aseguró que no sé qué me pasó por la cabeza para abrir de esa guisa, en pelota viva. Tal vez  porque me sentía extraordinariamente alegre y confiado como resultado del porro que me acaba de fumar. La verdad es que fue de alucine. Qué fuerte, tú: frente a mí, en la escalera, había una monja con una clásica toca blanca y velo y hábito negros. 

-Hola -la saludé-. ¿En qué puedo servirle?

Ella me miraba con una cara que pretendía ser de repulsión y reprobación, pero que sobre todo era de sorpresa.

-Bueno.... -balbuceó-, ya veo que  es un mal momento. Volveré otro día...

Era evidente que no había sido capaz de escandalizarla. Por el contrario, parecía tomarse la situación con una cierta serenidad. Tal vez, con un raro sentido del humor. Por otra parte, aunque con torpe disimulo, no apartaba los ojos de mi polla que se me había comenzado a empinar descaradamente.

-Por lo visto usted debía estar muy ocupado -dijo.

-Nada urgente... En realidad, iba a hacerme una paja.

-Ah... -me pareció que se mordía una sonrisa.

-Pero,  no se quede ahí fuera, hermana, o sor, o madre, o lo que sea...  Entre un momento y véndame lo que quiera.

-Soy sor... No, en otro día. En otro momento... 

Sin embargo, notaba la obstinación de su vista fija, como si estuviese valorando cuidadosamente las medidas y las posibilidades de mi verga ya del todo erguida.

-Pase, sor, pase...

Y finalmente pasó.

-¿Quiere tomar algo? -le pregunté cuando alcanzamos el cuarto de estar-. ¿Un refresco quizá?

-Es lo más apropiado.

Del mueble bar, le serví una cocacola con un par de cubitos. Para mí, un copa de whisky de malta, sin hielo. 

Se había sentado en el sofá y había tomado una postura de modestia muy profesional. Yo, en cambio, permanecía de pie, desnudo, con mi pene cada vez más agresivo, el glande fuera del prepucio, conformando una pequeña curvatura de gumía

-Bien, ¿en qué puedo servirle? -volví a preguntarle de nuevo.

-Quería pedirle una pequeña aportación económica para nuestra Orden -recitó de memoria.

-Podríamos negociarlo...

-¿Negociarlo?

-Sí... Por ejemplo, ¿eres virgen? 

Como puedes imaginare, era una situación apasionante. Yo estaba dispuesto a cargarme todos los escrúpulos de aquella monja. Sólo pensar en que tenía la oportunidad de corromper su pureza convencional, multiplicaba mi lujuria.

-¿Lo eres? -insistí.

Como es lógico, yo esperaba que soltase alguna anatema, o una protesta airada, o, al menos,  un resoplido amenazador. Sin embargo, ella parecía dispuesta a encajarlo todo.

-Es una pregunta repugnate. Propia de un íncubo vicioso -replicó con mucha determinación, pero sin levantar la voz. 

-Sin embargo, tía, me parece que mi polla viciosa no te resulta nada repugnante.

La verdad es que yo estaba dispuesto a tratarla con cierto masoquismo. Para sentirme un sátiro prepotente, necesitaba provocar  algún rubor en aquellas mejillas que sobresalían de la blanca toca, algún gesto de nerviosismo debajo del hábito sombrío, alguna vacilación en aquellos labios carnosos y guindados. Pero, a pesar de mi comentario,  nada cambió, nada se movió, nada vaciló.

-No creo que seas virgen -la seguí hostigando-. Por eso te escondes en ese hábito.

Ella permaneció en silencio durante casi un minuto. Pero, eso sí, sumamente interesada en la anatomía de mi miembro erecto. Luego, con actitud tranquila, me pidió un poco de ron para su cocacola. Finalmente, igual que si invocase una letanía, me preguntó si en alguna ocasión había desvirgado a alguna mujer.

-Sí, al menos una vez -le dije, mientras le escanciaba una buena dosis de Havana Club.

-¿Y qué pasó?

-Pues que quizá no fue mi polvo más memorable.

-¿Y una monja? ¿Te has follado alguna vez a una monja?

Hasta ahora yo había llevado la iniciativa. La mantenía a raya. Yo era, el íncubo, la tentación de aquella castidad oficial.  Estaba seguro que la disponibilidad explícita de mi polla tenía que causar un revolución hormonal por todo aquel cuerpo sagrado, escondido bajo el hábito. “¿Follarme una monja? ¿Por qué no, señor Comendador de Ulloa?”, imaginé por un instante. La morbosidad de aquella situación era de lo más excitante.

Con todo, cada vez estaba más irritado, por el hecho de que “sor lo que sea” no sientese ni el más mínimo atisbo de escándalo, porque no hubiese intentado zafarse de mi acoso lascivo. Por el contrario, parecía dispuesta a contraatacar peligrosamente. Poco a poco, la firmeza que emanaba de sus gestos, de su voz, de sus palabras, de su mirada, había comenzado a derrotame. Por eso, decidí pasar a un discurso más rotundo.

-No, todavía no me he tirado a ninguna monja. Pero me da igual que sea monja o puta, mientras tenga unas buenas tetas, un buen culo, un buen coño -si llamaba las cosas por su nombre, tal vez recuperaría la posición dominante que estaba perdiendo.

-Pues, mira, yo los tengo... Y te aseguro que están muy bien entrenados.

Sin dejarme reaccionar, se levantó hasta la cintura el hábito de estameña y también una especie de camisón de algodón, que traía puesto debajo. No llevaba ninguna ropa interior. 

En el vértice superior de unos muslos poderosos, exhibió una oscura mata de rizos púbicos que enmascaraba el camino de un chocho que se me antojó terriblemente libidinoso. 

-Has pinchado en hueso, amigo mío. ¿Qué te creías? Pensabas aterrorizarme... ¿No buscabas un buen coño? Míralo bien -con la punta de los dedos, se fue separando los labios mayores para mostrarme lentamente los rincones más profundos, húmedos y rosados, de una vulva espléndida-. ¿Te gusta? Claro, que te gusta.

Realmente, había conseguido ponerme tan cachondo como desconcertado. Y la calentura se reflejaba en mi cipote “tieso como un campanario”, según sus palabras.

-¿No ibas a hacerte una paja? ¿A qué esperas, tío? Si tardas mucho, te van a doler los huevos un montón.  Vamos, tío, mastúrbate de una vez... ¿O quizá necesitas más inspiración...? De acuerdo...

De golpe y porrazo, se subió el hábito hasta los hombros. Me mostraba unas mamas firmes, de pezones gordezuelos, areolados por manchas de vainilla, que invitaban a ser chupados urgentemente.

-¿Qué te parecen mis tetas? ¿Te inspiran una buena paja? ¿O prefieres...? -de un salto se dio la vuelta y se puso de rodillas encima del sofa, sosteniendo los hábitos sobre su cabeza-. ¿Prefieres mi culo? Según tengo entendido es un buen culo...

Lo era. En forma de pera limonera, con nalgas voluptuosas y simétricas, partidas por un suave canal que desembocaba en un ano fruncido y elástico como  el corazón de una extraña flor. Un culo digno de ser sodomizado y disfrutado sin condiciones.

-Pajeate de una vez, tío...  Si estoy aquí, es para ver como te corres... ¿O necesitas más inspiración?

Bueno, ¿qué te parece? Claro que no necesitaba más inspiración. Aquel despliegue de poderío carnal me había hiperexcitado de tal manera que mantenía un especie de priapismo irritante y doloroso. Necesitaba de inmediato vaciar mis cojones amenazados ahora por una orquitis fulminante. Pero por otra parte, me sentía anímicamente toreado, fracasado, humillado. “sor lo que sea” había desmontado mi farol. Yo no había sabido jugar mi oportunidad y ahora ella me tenía emocionalmente sometido.

-Vamos, tío... ¡Machácatela de una vez, cabrito vicioso! No tengo toda la tarde... Aún he de terminar mi cuestación.

Humildemente, me dispuse a obedecerla. De pie, a penas a medio metro de “sor lo que sea”, formé un aro con el índice y el pulgar y me sujeté firmemente la base de la polla. Me estiré la piel al límite hasta que el glande se liberó totalmente del prepucio. Entonces, con los demás dedos comencé a sobarme y a sacudir rítmicamente los 16 centímetros de mi verga, empalmada al máximo. Con la otra mano, me acariciaba los huevos cargados y adoloridos

Ella se había sentado de nuevo en el sofá, con el hábito sobre sus hombros y las piernas separadas. Observaba atentamente la tensión de mi pene,  las venas abultadas, el capullo hinchado y violáceo. Se había hundido la yema de un par de dedos en el musgo de su pubis y muy delicadamente se masajeaba la zona clitoriana.

-Vamos, fanfarrón de mierda... ¿No sabes hacer nada más? Tendrías que ver las pajas del padre Julio. Son de locura... Se la  machaca como un demonio y se corre como un  arcángel... Qué éxtasis, tío.  Tendrían que colgarlo en internet... 

Sólo me faltaba el susurro de su voz explicándome las hazañas de aquel padre Julio. Me puse a zarandear y a zarandear  el cipote como un poseso. Noté el poderoso hervor de la leche, la sensibilidad lacerante del frenillo, el ardor insoportable del glande. Estaba a punto. Unos segundos más y me iba a correr estrepitosamente. Cerré los ojos para concentrarme en el deseado tsunami de placer.

-¡Eh, tío! No te corras aún, hijo de puta... -fue una orden conminatoria. Lo suficiente autoritaria para ser obedecida, incluso, por mi subconsciente instintivo. Momentáneamente, pues, no me corrí.

-Lo tuyo es patético -me reprendió-. En mi vida he visto un espectáculo más aburrido... ¿No sabes hacer nada más? Sólo agarrarte a la polla como a un clavo ardiendo... No sabes sacar partido de tu cuerpo.  No sé... ¿Por qué no te sobas las tetas? Como yo.

En efecto, con la mano libre se estaba pellizcando levemente la punta de los sus pezones, mientras seguía hurgándose el coño con maniobras cada vez más rápidas e intensas.  

Yo ahora me mantenía inmóvil como un estatua. Hacía esfuerzos titánicos para retener la eyaculación. Un ligero temblor, un respiración excesivamente profunda, el vuelo de una mosca,  y me hubiese corrido blasfemando de rabia.

-Hay tíos que también disfrutan de sus tetas. El hermano Enrique, por ejemplo... Sesiones con él son una fiesta. Porque, además, se mete en el culo todos los consoladores de la madre Ana... Hala, ¿por qué no lo pruebas un poco? Métete el dedo.

En realidad, la oía hablar en otro plano. Decía algo de la lengua de sor Herminia, cuando se comen el coñito mutuamente, o de lo tremendo que es follando culos el nuevo administrador del convento, o de lo genial que es joder con el viejo sacristán... 

La oía hablar, pero no la escuchaba. Sentía mi polla congestionada y loca por descargar toda (mucha o poca) la leche retenida. Deslicé poco a poco la mano a lo largo de mi picha. De arriba a abajo, de abajo a arriba, frotándome concienzudamente el capullo y el frenillo.

-¡¡No puedo más!! -grité-. ¡¡Que te den por el culo, puta de mierda!!

Entonces, sentí que me rompía en mil grumos de semen. Y disparé, rabiando de gozo, todo el cuajo retenido sobre su cara. Durante unos segundos, un placer eléctrico, incontenible, inmenso, recorrió mi espina dorsal, hasta los mismísimos cojones. Fue un placer tan poderoso que no me pude mantener en pie. Caí al suelo, de rodillas, como si tuviese que hacer penitencia frente al coño de aquella “sor lo que sea” que no paraba de acariciarse.

Si te digo la verdad, a partir de ese momento, todo fue muy extraño. De súbito, como casi siempre, me entraron unas ganas ineludibles de mear y escapé a toda prisa hasta el cuarto de baño. Oriné y me encendí otro porrito. Antes de salir, le di un par de profundas caladas. 

Cuando regresé, la monja había desaparecido. En el sofá, en donde ella debería estar sentada, sólo había una constelación de manchas blancuzcas y aguadas de mi semen. “Sor lo que sea” se había largado sin dejar rastro. En silencio. Yo, ni siquiera había escuchado el más mínimo ruido de la puerta del  piso al cerrarse. 

Frustado y desconcertado, me serví otro whisky a fin de recuperarme. “¿Pero ha existido en realidad?”, me pregunté mentalmente. “Cosas de la maría”, me dije mientras seguía fumando.

Sobre el mueble bar estaba la botella de Havana Club y el vaso de cocacola, medio vacío... ¿O medio lleno?

Así las cosas, decidí no comerme más el coco. Supongo que estarás de acuerdo en que todo aquello fue, realmente, una experiencia religiosa. Tal vez, interactiva.

¿O no?

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