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Historia de dos mujeres (3)

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CAPÍTULO 3º

 

En la mañana que siguió a la tarde en que, prácticamente, Konstantin Dmitrievich Levin y Kitty Aleksandrovna Schervazkaya se hicieron novios, él estaba a las doce de la mañana llamando a la puerta de los príncipes Schervazky. La tarde anterior, Levin había sido algo así como un rabo de lagartija, sin poderse estar quieto, exaltado por la inefable felicidad que le embargaba al saber que su amada Kitty le aceptaba, le quería y en la noche que siguió a esa tarde, no pudo pegar ojo por lo mismo. La dicha que sentía no le dejaba ni un segundo de reposo, por lo que con el alba se levantó, se vistió y corrió al domicilio do moraba su adorada, pero claro, era demasiado temprano, ni las siete de la mañana aún, por lo que se lanzó de nuevo a las calles moscovitas, deambulando por aquí y por allá, sin rumbo fijo y soñando mucho más que viviendo

Se hicieron las once y los nervios, las ansias de verla para él eran ya insoportables, pero todavía era pronto para llamar a su puerta. Y se hicieron las doce con el mancebo rondando el portal de sus anhelos; entonces ya, decidido, se lanzó al portón que ansiaba penetrar llamando a la puerta. Le abrió un lacayo de impoluta librea al que pidió ser anunciado a la princesita. El lacayo le condujo a la salita de las visitas, la misma donde año y medio antes sufriera el rechazo de quien ahora era ya su novia; y como de otra forma no podía ser, los negros recuerdos de aquella infausta noche le atenazaron el alma; pero, al mismo tiempo, su espíritu se congratulaba en su actual situación, enajenado por la dicha del amor, por fin, correspondido. Al momento, como aquél que dice, apareció Kitty en la salita y, dirigiéndose decidida hacia él, le echó los brazos al cuello besándole, apasionada, en los labios; no hubo enlazamiento de lenguas, pero no por ello el beso fue ni menos dulce ni menos apasionado…

Enseguida, colgándosele del brazo, le condujo al salón principal donde sus padres, los príncipes Schervazky, ya esperaban. Cuando la entrevista con sus futuros suegros se acabó, saliendo Levin del palacio Schervazky, todo estaba más que formalizado; la mano de Kitty oficialmente concedida a Konstantin Dmitrievich Levin y ellos dos, pues, convertidos en novios más que formales, hablándose, incluso, de las posibles fechas de la boda. Días, semanas y meses, hasta casi dos, fueron transcurriendo y el día soñado en que Kitty y él serían marido y mujer se acercaba a pasos agigantados, con el pobre Konstantin Dmitrievich en un estado de euforia que podría decirse de él que estaba en una especie de Limbo de los Justos, de nube de irrealidades, en un estado de dicha desenfrenada…

Pero hete aquí que cuando ya sólo restaban tres días para el más grande de toda su vida, a Konstantin Dmitrievich Levin le volvieron a asaltar sus viejas dudas e inseguridades respecto a sí mismo, atormentándole la idea de que su Reina de las reinas, su Magna Diosa de todas las diosas, de todos los Olimpos, no le quisiera, no le amara, realmente. De nuevo se vio a sí mismo infrahumano ante tan alta Majestad de la Feminidad, ante esa especie de Antología de lo Femenino, prototipo inigualable de la Mujer, la genuina Hembra de la Especie Humana; él se sentía tan mísero, tan poca cosa, tan, tan…tan “nada”, que le parecía increíble que Kitty, en verdad, pudiera amarle. ¿Por qué, pues, aceptaba casarse con él, si, evidentemente para él, no le quería? ¿Simplemente, por casarse, por no quedarse soltera? Esos pensamientos le aterraban, le torturaban. Y no pudo aguantarlo. Tenía que salir de esas angustiosas dudas; saber a qué atenerse. Y, como alma que lleva el diablo, partió hacia la casa de su adorada

La halló en una salita pequeña, contigua a su habitación, a su dormitorio, del que sólo una puerta la separaba, sentada en un baúl, junto a una doncella, la que la atendía a ella personalmente, rodeada de multitud de multicolores vestidos repartidos por aquí y por allá, diseminados por los respaldos de sillas y butacas, las dos mesitas bajas de la estancia y un más bien pequeño sofá. Cuando Kostia penetró en la salita, a Kitty, al instante, se le alegraron los ojos

―¡Oh!, qué grata sorpresa. No te esperaba cariño; estoy repartiendo mis vestidos de soltera, mirando a quién puedo regalárselos. Sal, Duniasha; ya te llamaré luego

Kitty se fijó en la extraña expresión de su rostro, agitado y sombrío

―Pero, ¿qué te pasa?

―Kitty, sufro mucho y no puedo soportarlo solo. He venido a decirte que todavía estamos a tiempo, que aún es posible deshacer y arreglar...

―¡No lo comprendo! ¿Qué te pasa?

―Lo que te he dicho mil veces y no puedo dejar de pensar: que no te merezco; no es posible que consientas en casarte conmigo. Piénsalo bien. Te has equivocado, no puedes amarme y vale más que me lo digas. Seré desgraciado y la gente dirá lo que sea, hasta puede que se rían de mí, por iluso, pero no me importará; nada me importará, pues todo será preferible a la infelicidad. Mejor será que lo hagamos ahora que estamos todavía a tiempo.

―No te comprendo –repuso Kitty asustada– ¿Es posible que quieras renunciar y que no...?

―Sí, si no me amas.

―¿Estás loco?

Exclamó ella enrojeciendo de indignación. Estaba a punto de estallar, pero se fijó bien en el rostro de él, en esos ojos tremendamente temerosos y, al propio tiempo, anhelantes Parecía un condenado a muerte esperando que en el último instante le llegara el indulto, y la indignación, la sorda rabia por el presentido cruel desengaño, se esfumó en un segundo. Retiró del sofá la ropa que allí antes colocara, se sentó y, dando unos golpecitos en el asiento, a su lado, llamó a Kostia para que se sentara junto a ella

―¿Qué piensas, qué temes? Dímelo todo mi amor.

―Pienso que no puedes amarme. ¿Por qué habrías de amarme? Yo… Yo… Yo no valgo nada; sólo soy un campesino, no soy brillante, sino torpe, desmañado Soy aburrido, no sé conducirme en sociedad, en los grandes salones. En cambio el conde…

Levin no pudo seguir hablando, pues Kitty, echándole los brazos al cuello, se estrechó contra él, íntimamente, fuertemente, mientras, al mismo tiempo, le sellaba los labios, la boca, con sus propios labios, con su propia boca… Ya antes le había besado así, en la boca, cuando él, Levin, fue a su casa para pedir su mano a sus padres; pero entonces, aunque ella, en un principio, también tomó la iniciativa, luego simplemente se dejó acariciar por él, por su lengua, suavemente, sin alardes eróticos, limitándose él a acariciar, suave, tiernamente, la femenina lengua con tal miembro propio. Pero ahora fue distinto…muy, muy distinto, pues, como antes, tomó la iniciativa en la acción, pero para no perderla, esta otra vez, hasta el final; además, tampoco se resignó a ser sujeto pasivo de la caricia, sino que, enérgica, fue el alma del beso; un beso lleno de amor, de ternura, de dulzura aunque también pleno de pasión hasta hacerse tórrida la caricia, pues la femenina lengua no paró en barras para no sólo acariciar, lamer con toda suavidad el masculino apéndice lingual, sino que se empleó, a modo, en degustarlo, en degustar y rebañar hasta en sus más hondos recovecos la boca de su amado. No era perita, docta en la materia, antes bien, a todas luces neófita, inexperta, pero su pasional amor suplió con creces su absoluta ignorancia en tales lides; y se dice bien lo de “pasional amor”  pues también, luego, Kitty se reveló como ardorosa amante de su amadísimo marido

Por fin las bocas se separaron, aunque sólo fuera porque el resuello les faltó y tuvieron que recuperarle; entonces, mientras todavía estaba abrazada a él, mientras todavía se estrechaba contra el masculino cuerpo hasta no poder hacerlo más, susurró al oído de su novio 

―¿Crees que podría besar así a un hombre que no amara, del que no me sintiera muy, muy enamorada; enamorada hasta no poder más, hasta las cachas? ¡Tonto; más que tonto! ¡Tontito mío, querido! Te quiero, te amo, Kostia, querido tontito mío, con toda mi alma, con todo mi ser. Eres mi amor, mi único amor; el único hombre al que he querido en toda mi vida, el único al que querré hasta el fin de mis días Pero debo explicarte lo de… Lo del conde…

Ahora la interrumpida fue ella, por Levin, al decirle

―No es necesario que me digas nada… Que me expliques nada…

―Sí, sí, mi amor; claro que es necesario. Mi amor, te lo prometo, te lo juro ante Dios, si quieres: A él nunca le quise, nunca le he querido. Pero sí que me subyugó, me deslumbró… Y por un tiempo creí, de verdad, amarle… Entiéndelo, mi amor, y disculpa mi ligereza; fue su varonil apostura, naturalmente reforzada por la rutilancia de su uniforme de húsar. Su desenvoltura, sus formas mundanas, tan cortesanas, tan de la gran urbe que es San Petersburgo. Yo era entonces demasiado joven, demasiado impresionable, demasiado tonta, demasiado provinciana. Y claro, caí en sus redes, sin darme cuenta, sin enterarme ¿Me perdonas, amor mío, querido mío…vidita mía?

―Cómo no te voy a perdonar, tontuela -Levin se sonrió ampliamente- ¿Sabes Kitty? Antes me llamaste tontito, pero creo que los dos hemos sido la mar de tontos, preocupándonos por cosas más pueriles que baladíes…

Se besaron de nuevo. Kitty, que se había separado bastante de él, volvió a estrecharse contra el cuerpo de su novio, buscando la máxima unión posible, la máxima intimidad que dado poder fuera… Volvieron a besarse, suavemente de nuevo, todo amor, todo dulce ternura…pero un amor, una dulce ternura que, a ojos vistas, se tornaba más y más sensual, más y más apasionada. El beso se mudó en beso de lengua, de lenguas ansiosas por degustarse, por acariciarse frenéticas. Y los dientecitos de Kitty mordieron con glotonería los labios de él, a lo que los masculinos correspondieron en la misma medida. Se separaron, jadeantes, con las respiraciones entrecortadas, enrojecidas las mejillas por la pasión, el estrés propio de la situación entonces vivida Se miraron en silencio, tornándose serios por un momento… Luego, una sonrisa de pícara diablesa se esbozó en el rostro de Kitty, mientras sus ojos brillaban de forma extraña al hablar de nuevo a su novio

―Me deseas, ¿verdad mi amor?... Pero… ¿Cuánto me deseas?... ¿Sólo un poquito?… O ¿un muchito?... ¿Muchos muchitos, tal vez?

―¡Por Dios Kitty!... Pero… ¿Qué formas de hablar son esas en una señorita casta y decente, como tú?

Kitty se echó a reír con verdaderas ganas, francamente, a boca llena, risueña a más no poder, mientras Levin enrojecía más y más, hasta las orejas, hasta la raíz del pelo, de vergonzoso rubor

―¡Pero qué lindo que estás así, tan ruborizado…tan vergonzoso, Kostia mío…amorcito mío!... ¡Para comerte, Kostia…para comerte!... ¡Para comerte crudito, con zapatos y todo!... Pero sí, tienes razón… Recuperemos el raciocinio, que de no ser así, ni sé cómo terminaría esta tarde.

Volvió a reírse a mandíbula batiente, besó a su novio, en los labios pero con todo comedimiento ya, se levantó y comentó con Kostia que mejor llamar ya a la doncella y seguir con lo de sus vestidos, diciendo al joven

―Por qué no te quedas conmigo y me ayudas a elegir los vestidos para cada una de mis amigas…

Y allí quedó Kostia, toda la tarde, mirando embelesado a su novia y haciendo todo cuanto ella le decía que hiciera…

A los cuatro días de este liviano incidente, Konstantin Dmitrievich Levin y Kitty se casaban en una iglesia hecha ascua de luces y fragante edén de flores; la larga ceremonia, pues largos, barrocos, recargados, son los ritos orientales, los del cristianismo ortodoxo, comenzó en el hotel donde Kostia se acogiera a su llegada a Moscú con la bendición con el sagrado icono, una imagen de Jesucristo; Kostia se humilló ante el matrimonio Oblonsky, Yevgeny Arkadievich y Daría Aleksandrovna, oficiantes de la bendición. Ellos hicieron, con el icono, la señal de la cruz ante Kostia, imponiéndole la mano sobre la cabeza a continuación, bendiciéndole; luego, partió Kostia hacia la iglesia

Por cierto, que el novio llegó a la iglesia con casi dos horas de retraso, pues sobre él se abatió una especie de desastre natural, provocado, involuntariamente, por el fiel ayuda de cámara del contrayente. El bueno del vejete, al hacer el equipaje con lo que Levin necesitaría vestir en su gran día, olvidó incluir una camisa, con lo que Kostia se desesperó al versen en la mañana del más soñado día de su vida, embutido en una prenda que, ni de lejos, se le hacía adecuada para presentarse ante su novia. Lo primero que se le ocurrió fue enviar a comprar una camisa nueva, pero era domingo, por lo que la empresa resultaría baldía; también se contó con acudir a Yevgeni Arkadievich en busca de ayuda, materializada en el préstamo de una de sus camisas, pero tampoco eso resultó útil, pues al probarse la prenda de su amigo y futuro cuñado consorte, ésta le daba vuelta y media, como poco, pues la humanidad de Arkadievich era bastante más generosa que la de Levin, gracias a su inveterada afición a la buena mesa y mejor copa. En fin, que se impuso la solución heroica de ajustar la camisa de Yevgeni Arkadievich a las medidas del novio, en lo que se empeñó el trabajo de Daría Aleksandrovna y otras dos doncellas, costureras ellas, además, por más señas…

Pero el barco, finalmente, llegó a buen puerto cuando Konstantin Dmitrievich Levin, por fin, llegó a la puerta de la iglesia para, ya allí, esperar la llegada de la novia, de una Kitty que a punto estuvo de liarse a mordisco limpio con el mobiliario de la casa de sus padres cuando, estando toda ella emperifollada, con su níveo traje de novia, su velo cubriéndole toda la cabeza, amén de su corona de flores, el injustificado retraso de su novio se acercaba a la hora… Pero la sangre no llegó al río, gracias sin fin sean dadas al Altísimo, pues por cuando empezaba la dulce damita a pensar lo de “qué te va a que el muy cabrón al final se me raja y me deja compuesta y sin refocile”, llegó la fausta noticia de que de “rajamientos”, nada de nada, explicándole lo de la dichosa camisa. Ella entonces, se calmó, tranquilizada, pero sin dejar de acordarse de los antepasados del pobre Kusma, “valet” de su bien amado, por más que entonces atribulado, Kostia, hasta la enésima generación

Y también llegó la hora de que la novia, espléndida en sus atavíos para tan señalada fecha y acto, traídos, cómo no, directamente de París, arribara a la puerta del templo. Levin la ayudó a bajar del carruaje, ofreciéndole su mano, momento que Kitty, sonriéndole primorosa, le dijo

―Querido; ya empezaba a pensar que te me habías escapado

―Me ha pasado una cosa tan necia que me avergüenza referírtela

―Lo sé, mi amor; lo sé… Desde luego, qué fatalidad más tonta…

Y, sin más, Kostia tomó de nuevo la mano de su novia para conducirla al interior de la iglesia, en cuyo atrio les esperaba el sacerdote, junto con un diácono, recibiéndolos y bendiciéndolos, pronunciando la primera de las muchas oraciones, bendiciones y demás que constituyen el rito oriental del sacramento del matrimonio, hasta que tiempo y tiempo después, la pareja salía de la iglesia, cogida Kitty del brazo de Kostia; una Kitty que entró en la iglesia como Yekaterina Aleksandrovna Schervazkaya para salir de ella convertida en Yekaterina Aleksandrovna Levina

Celebraron el banquete de bodas, que tanto Kostia como Kitty presidieron, aunque nerviosos y con tremendos deseos de que aquello acabara para poder irse. Por fin, llegaron los postres, y con ellos los brindis por los novios, tras los cuales la pareja logró escabullirse para meterse en un coche y al instante partir raudos hacia el que, según Kitty, sería su permanente, perpetuo, nidito de amor, la hacienda de los Levin, en Pokrovskoie, familia a la que ella ya, tras su matrimonio con Kostia, pertenecía ella por pleno derecho conyugal, luego Kitty iba, con su esposo, a la hacienda que ya era de los dos, él y ella misma… 

Eran ya las primeras horas de la madrugada, bastante más las dos que la una, cuando la pareja arribó a la casona solariega de los Levin en la aldea de Pokrovskoie, y entreteniéndose lo absolutamente imprescindible en presentar a la nueva señora de la casa a la servidumbre, en especial a la vieja Agafia Mihailovna, ama de llaves que antes de ser monja fuera cocinera, pues en tiempos, cuando murió la anterior señora Levina, desempeñó las funciones de segunda madre del todavía casi bebé Kostia, por lo que le quería como si en verdad, de sus entrañas le pariera, pasaron de inmediato al dormitorio que desde esa noche ambos compartirían

Levin fue el primero en meterse en la cama, arrebujándose entre sábanas y mantas, al amor de la encendida chimenea que caldeaba la habitación, tardando pocos minutos más en Kitty hacer lo propio, toda engalanada con las preciosas prendas, un camisoncito la mar de liviano en seda salvaje, blanco como la nieve, fino, suave, acariciador, como la piel, primorosamente bordado. Pero lo cierto es que la jovencísima esposa, para esos momentos, temblaba de pies a cabeza, como hoja azotada por el viento… Estaba sumamente nerviosa, y hasta no poco temerosa… De aquella Kitty desenvuelta, casi osada en su provocación a Konstantin Dmitrievich, casi ofreciéndosele carnalmente con aquél “Me deseas, ¿verdad mi amor?”, en esta otra Kitty no quedaba ni rastro…

Entonces pudo permitirse tales osadías pues contaba, y bien que lo sabía, con el seguro, la red salvadora, de la intachable caballerosidad y honorabilidad de su todavía novio, pero ahora todo era distinto; él ya no era su novio, sino su marido, ante Dios y ante los hombres, y le asistía el total derecho, canónico y civil, sobre su cuerpo. Era esa su noche nupcial, su noche de esponsales, y sabía bien lo que se le avecinaba, lo que se le venía encima, y sin remedio… Estaba nerviosa, sí, y con un cierto miedo a lo desconocido, esa cosa desconocida de la que le habían dicho que dolía, que dolía mucho y eso la asustaba y no poco… Pero también sentía un cierto enervamiento traducido en una especie de deseo, de anhelo, de que “eso”, por fin, se consumara… Que su amadísimo Kostia la hiciera mujer, su mujer… Se decía que quién sabe, que a lo mejor el trance no era tan duro como lo imaginaba… Quería a Kostia, a su amado Kostia; estaba enamorada de él, y no podía evitar sentir cierta atracción física hacia él… Pero, de todas formas, temblaba, asustada como niña chica de la oscuridad

Levin no era tonto y, en añadidura, poseía una finísima sensibilidad, con lo que percibió perfectamente el estado en que su amada Kitty entró, junto a él, en la cama. Y dedujo que, precisamente, las casi siete horas de incómodo viaje desde Moscú en nada ayudarían a la tranquilidad de Kitty, por lo que, abrazando tiernamente a su mujer, dijo

―Querida mía; lo mejor será que esta noche durmamos tranquilamente. Ya habrá tiempo para todo; para todo, vida mía Tenemos toda una vida por delante, no hay prisa, ninguna, ninguna prisa. Duérmete tranquila, querida mía, amor mío, vida de mi vida...

Kitty supo al instante que su marido quería ahorrarle esos momentos que, para ella, entendía serían difíciles… Y esa deferencia, ese pensar en ella, en ella nada más, única y exclusivamente en ella, olvidándose de sí mismo, lo agradeció en lo más hondo de su alma, de su corazón, pero también pensó en lo tremendamente importante de esa noche, su noche de bodas; su significado, lo que para su marido era… Lo que para ella misma era. Una noche, al propio tiempo, tremendamente temida y muy, muy deseada hasta por ella misma… La noche en que ante ella se abrirían los misterios, los íntimos secretos del amor… Y, sin dudarlo un momento, respondió

―Sí, cariño mío; tenemos todo el tiempo del mundo, toda la vida, toda nuestra vida…para poder dormir. Pero ahora no quiero dormir; ahora te quiero a ti…tómame, amor, toma posesión de lo que es tuyo, mi doncellez, amor; te la doy, ya no es mía, sino tuya, amor mío. Toma, pues, posesión delo que es tuyo, pero dame lo que es mío: Tu esencia de vida, tu germen de vida, pues eso ya es mío y de nadie más; de nadie más, querido mío, ni tuyo, siquiera. Es mío porque yo ya soy tuya; tuya para siempre, y tú eres mío, mío para siempre,  mi amor, mi cielo…

Kitty besó a su marido en los labios; quiso poner, al besarle, la misma arrebatada pasión, el mismo candente ardor con que le besara la tarde que él llegó a su casa, la de sus padres, dudando del amor de ella, pero sus trémulos labios la traicionaron y no pudo ser, al menos en la misma medida que ella deseaba hacerlo; luego volvió a tenderse, boca arriba, en la cama, había estado antes de costado, encarándole a él, también de lado, vuelto hacia ella, y separando un tanto sus piernas, sus muslos, se subió el camisón hasta más-menos la cintura, dejando expedito acceso a su plena intimidad de mujer, en mudo ofrecimiento a su hombre de sus femeninos encantos… De su supremo encanto de mujer

En honor a la verdad, cabría añadir que nada, absolutamente nada, deseaba en esos momentos Kostia más que satisfacer la amorosa demanda de su mujer. Sí; la deseaba como jamás, ni a ella misma, hubiera deseado, ansiado, nada, pero nada de nada. Pero también sucedía que si aquella noche sería la “primera vez”, como mujer, de Kitty, también fue la “primera vez”, como hombre, de Kostia, y si él era para su mujer, Kitty, el primer y único hombre de su vida, también ella, Kitty, era la primera y única mujer en la vida de Konstantin Dmitrievich Levin…

Vamos, que el hombre era más que profano en semejantes lides, y a qué decir de la inocente, candorosa, Kitty, enteramente infantiloide en tales menesteres. Pero lo que Experiencia no proveía, AMOR lo compensó con generosas creces, haciéndole sabio en el Arte de Eros, y en la justa medida en que debía administrarlo. Tuvo el hombre diáfanamente claro que debía tratar a su mujer, a su adorada Kitty, con tacto exquisito envuelto en infinita ternura, en excelsa dulzura, sin vestigio alguno no ya de violencia, sino incluso de sexual deseo. Ya llegaría todo lo que debía de llegar por sus propios pasos, medidos adecuadamente, para infundir a la joven, todavía casi niña, la necesaria tranquilidad, la idónea seguridad en él y en ella misma, el preciso deseo, la precisa exaltación sensual en ella para que todo llegara a buen puerto

Y así pasó, que Kostia comenzó por besarla, acariciarla el pelo, la frente, los ojos, una y otra vez, las mejillas, los labios, en ósculos suaves, leves, apenas si rozando los femeninos labios al besarla, pero en forma insistente, ininterrumpida, libando la miel de esos labios jugosos, deliciosos, por más que tremendamente trémulos, caricias a las que ella respondía en la misma medida que él la acariciaba, que él la besaba, acompañando todo eso con muy, muy dulces palabritas de amor: “Te quiero, Kitty, mujercita mía”. “Te adoro, vida mía”. “Lo eres todo para mí; sin ti, no podría ya vivir”, le decía y ella, rendida de amor a él, le respondía tal y como él la requebraba

Y en los momentos oportunos, Kostia fue imprimiendo, primero sensualidad, luego clara sexualidad a sus besos, a sus caricias, comenzando por besarle, lamerle incluso, el cuello a su amada, mordisqueando sus lindas, sus divinas orejitas, con especial atención a los pequeñitos lóbulos y, cómo no, a ese punto tan sensible a las caricias que para casi todas las mujeres es el nacimiento del cuello detrás justo de la oreja, para, con la misma naturalidad que la noche sigue al día, el dos al uno, el tres al dos, continuar sus homenajes a su amada, por sus senos, sus pezoncitos, que progresivamente se engrandecían y endurecían bajo la leve caricia de las yemas de los dedos de Kostia, de sus labios, de su lengua, primero a través del tenue tejido del camisón, luego, libre ya ella de la prenda por la masculina acción al respecto, sobre su cada vez más y más candente piel

Cuando los labios de su marido agasajaron sus pezoncitos, succionándolos con gloriosa glotonería, Kitty estalló por todo lo alto, gimiendo, jadeando hasta romper en incontenible vocerío de placer sexual al disfrutar del primer orgasmo de su, aún, corta vida. Y desde tal momento, todo ya vino rodado por sus propios pasos, con lo que, cuando ella ya enteramente desnuda y puesto él en más que escueto “traje de Adán”, antes de lo de la manzanita, la virilidad de su marido, de su amadísimo marido, horadó su más genuina identidad de mujer, rasgándole el himen, haciéndoselo cisco “per in sécula seculorum, amén”, ella apenas si sintió un leve, levísimo, dolorcillo que enseguida se trocó en un íntimo, inusitado placer generador de ni se sabe cuántas gloriosas “llegadas” hasta que se produjo la gran explosión final de ambos, más menos al unísono, esa hasta violenta erupción del sensual volcán de los dos en inusitado estallido por todo lo alto, entre placenteros berridos de él, aullidos de ella, barritando él como elefante en celo, lanzando ella alaridos, rugidos de leona, de tigresa, en plena libido Y así transcurrió aquella su primera noche marital, en interminable noche de amor, incansables ellos dos en amarse, insaciables, los dos, en su mutuo amor y deseo. Aquella noche sería el preludio de lo que, en adelante, sería su vida conyugal, una permanente, perpetua, inacabable, luna de miel

*************************

 

Anna Arkadievna y Pavel Sergeievich Vronsky llevaban ya casi un año deambulando por Italia, visitando Roma, Venecia, Florencia, Nápoles, residiendo varios meses en un pequeño pueblecito de la Toscana, en un palacete alquilado al efecto que disponía de un excelente Tintoretto, de los últimos años del pintor. Allí alumbró Anna al hijo de ambos, que no fue tal, sino una hija, la pequeña Annuska, diminutivo del nombre materno, Anna, más bonita que un San Luis, rubita y sonrosada toda ella. Luego, se desplazaron a la Riviera italiana y a su natural prolongación, la Côte D’Azur de la France, conociendo, Anna, que no Pavel Vronsky, que ya lo conocía de antes, Mónaco, Niza, Cannes, Saint Tropez y demás

Cuando Vronsky se decidió a unirse, a todo ruedo, con Anna, renunció a su permanencia en el Ejército, para poder quedar libre de deberes, pudiendo así salir para ese largo viaje por el extranjero. Pero sucedió que entonces, con mucho tiempo libre y poca cosa en que ocuparlo, salvo amar a su querida Anna, le dio por pintar y resulto, además, que tenía talento artístico, cosa nunca pensada ni imaginada; en fin, que Anna Arkadievna contó con una serie de cuadros, retratos de ella, bastante notables, amén de marinas, paisajes, bodegones y ni se sabe la pesca de temas en cuadros pintados por su amado conde Vronsky que pudo atesorar

Por su parte, Anna era inmensamente feliz; de su marido, ni se acordaba, ni existía ya para ella, olvidada hasta de la tremenda ojeriza, el verdadero odio, la repulsión que últimamente le causaba con sólo verle. Su hijo, su Sasha, fue otra  cosa; en un principio sí que le echaba de menos, sí que lo recordaba, pero su amado Vronsky, amándola como él sabía hacerlo, se lo quitaba de la memoria, por lo que su recuerdo fue un dolor muy, pero muy en sordina. Luego, cuando tuvo en sus brazos a su pequeña Annuska, el olvido de su Sasha fue un hecho consumado: Desde que la pequeña naciera, poco a poco comenzó a considerar a su hijo mayor como un simple accidente en su vida; el hijo del desamor, de su desgracia a manos de Aleksei Aleksandrovich Tijonov, su, para ella, cruel marido, en tanto que su hija Annuska lo era de su amor por su querido Pavel Sergeievich, el fruto de su dicha, de su felicidad, y el pobre Sasha, como su marido Aleksei Aleksandrovich se fue difuminando, borrando de su memoria, como si nunca hubiera existido

Su deseo de vivir era tan fuerte y las condiciones de su vida tan nuevas y agradables, que Ana se sentía inmensamente dichosa. Cuanto más conocía a Vronsky, más le amaba. Le amaba por sí mismo y por el amor que él le demostraba. El poseerle por completo colmaba su ventura. Su proximidad la alborozaba. Los rasgos de su carácter, que cada vez conocía mejor, le hacían cada vez más querido. Su aspecto físico, muy cambiado al vestir de civil, le era tan atractivo como antes con su indumentaria militar. La llenaba de agradecimiento, que, teniendo tanta vocación militar, con un más que espléndido futuro en su carrera, lo hubiera sacrificado todo por ir tras ella, sin denotar nunca el más leve arrepentimiento de ello, sin mostrar la menor añoranza de aquella vida, tan distinta de la actual

Esos diez u once meses transcurridos desde su partida de San Petersburgo habían sido para la pareja de tranquila paz y sosiego, paz y sosiego remansados en las horas de amor a todo ruedo, sin ya tapujo alguno tras el que ocultar su ardorosa pasión, disfrutadas casi que a cualquier hora del día o de la noche, pues esa era, durante todos y cada uno de esos trescientos, trescientos treinta, días, su ocupación prioritaria. Desde entonces, habían evitado, con sumo cuidado, mezclarse con los pocos viajeros rusos que se encontraban por acá o por allá, sin siquiera querer verlos o saludarlos; pero tampoco eran dados a cultivar amistades con los no rusos que a su vez les salían al paso, constituyendo ellos dos una especie de sociedad cerrada a cal y canto a todo extraño a ellos dos. Anna, vivía para Vronsky, sin más quehacer en esa nueva vida que amarle y ser amada por él, coordinando tan primordialísima labor con el necesario cuidado de la niña, la hijita de ambos.

Desde la Costa Azul la pareja saltó a París, donde paró algo más de una semana, aunque sin completar los diez días, y desde la ciudad del Sena fueron, sucesivamente, a Viena, Buda Pest, Praga, Berlín para acabar pasando algo menos de un mes en otra no tan extensa mansión en la campiña de la Prusia Oriental, muy cerca de la ciudad de Köenisberg, a tiro de piedra de la costa báltica, cuya brisa trajo a Vronsky los eslavos “perjúmenes” de la tierra rusa, particularmente, los de su querida San Petersburgo, que le “sulibeyaron” a todo “sulibeyar”el coco, por lo que planteó a Anna Arkadievna lo de regresar a la ciudad de los zares de todas las Rusias. Y a ella eso no le pareció mal en absoluto, pues desde hacía ya un tiempo, desde que se empezaron a acercar algo a su patria chica, a la ciudad imperial más exactamente, cuando arribaron a Berlín y bastante más desde que se establecieron por ese casi mes en las inmediaciones de la capital de la Prusia Oriental,  el recuerdo de su hijo, su querido Sasha, se le hizo más y más intenso, comenzando a arder en deseos de volver a verle, con lo que ir a San Petersburgo a Anna le pareció de perlas

Allí se hospedaron en el mejor hotel de la gran urbe, pero no sólo en estancias separadas, sino que, incluso, en distinta planta, ya que él quedó en el segundo piso en tanto Anna Arkadievna, con la hijita de ambos, la nodriza de la nena y la doncella privada de ella, se alojó en el tercero, en una especie de apartamento con cuatro habitaciones, dos dormitorios, un gabinete privado para la dama y un saloncito para las visitas… Aunque pocas, por no decir ninguna, recibió

Vronsky esperaba que, tras pasar algo más de año y medio en el extranjero, allí se habrían olvidado, algo al menos, de la “campanada” de lo de Anna y él, en especial de su huida, más que marcha, juntos, pero se equivocaba de medio a medio, pues allí nadie olvidaba nada; pero nada de nada, y faltó tiempo para que ellos dos aparecieran por su vieja ciudad para que su presencia fuera la comidilla de toda tertulia, todo sarao, baile, entreacto teatral y otras yerbas por el estilo del “Todo San Petersburgo” que, mínimamente, se preciara, negándole a ella, a machamartillo, el más  leve reconocimiento. Con él no iba nada, y allá donde aparecía era recibido casi que con honores, pero a Anna se le hacía un ostensible vacía de espaldas vueltas hacia ella. Pavel recurrió a su familia, su madre, su hermano mayor y su cuñada, la dulce Varia, que siempre le distinguió con un afecto más que claro.

Con quien primero habló fue con su hermano Sergei Sergeievich, mayor que él, y que siempre mostró hacia Pavel un cariño muy especial, más o menos, protector.  Fue a su casa para hablarle de Anna, y se encontró allí con su madre y su cuñada; ellas le recibieron todas gozosas de volver a verle, preguntándole reiteradamente por su reciente viaje por el extranjero, pero ni una sola vez nombraron a Anna Arkadievna. Él ya sabía de la inquina que, para entonces, su madre profesaba a Anna, a la que culpaba del desastre final de la carrera militar de su hijo, y del defraudo de las grandes esperanzas que en su brillante futuro tenía puestas. Porque la condesa Vronskaya trocó la simpatía que a la dama tomara en su viaje a Moscú en un odio casi cartaginés desde que Vronsky renunciara a su carrera militar por esa mujer.

Así que no osó decir ni palabra del asunto que, en verdad, le llevara a esa casa; pero luego pudo verse a solas con su hermano, y allí sí que expuso el motivo de su visita en su despacho: Que su familia ayudara para que Anna, finalmente, fuera, de nuevo, aceptada por la encopetada sociedad petersburguesa, acogiéndola abiertamente en su casa, en sus casas y salones, con lo que, tiempo al tiempo, lograría su objetivo, dado el ascendiente que la familia Vronsky tenía en esa ciudad. Sergei Sergeievich no tenía nada personal contra Anna, pero eso de abrirle las puertas de su casa, a todo ruedo, se le hacía algo más que cuesta arriba; si, al menos, alguien se le adelantara. Por finales, quedó en hablarle a su madre, patrocinando a su hermano menor, y respecto a lo de su propia casa, le remitió a su esposa, a Varia

Así lo hizo al volver a la casa de su hermano a la tarde siguiente; le recibió, directamente, su cuñada pues su hermano Sergei no estaba en ese momento en casa. Ella le escuchó tranquilamente, sin interrumpirle ni una sola vez, para cuando él terminó su perorata echarle un jarro de agua fría por la cabeza; que ya sabía él lo mucho que ella le quería, que por él haría cualquier cosa que le pidiera… Menos ir a ver a Anna Arkadievna y, menos aún, recibirla en su casa. Que la comprendiera. Tenía hijos, un marido y ahí estaba la sociedad; que ella no podía poner en boca de la gente su nombre porque sería el de sus hijos, el de su marido, el que pondría. Y la estocada final vino de la princesa Betsy Borisovna Verskaia, la prima de Vronsky, al enviarle una nota a su “amiga” Anna Arkadievna, disculpándose por no ir a verla a sus habitaciones por estar indispuesta, pero invitándola a que la visitara en su mansión…sólo que señalándole unas horas enteramente intempestivas para recibir visitas. Vamos, que más de lo mismo: Ni por soñación ir a verla abiertamente ni tampoco recibirla en su casa, salvo casi a escondidas, cuando nadie pudiera verla…

Esto, que Anna Arkadievna fuera readmitida en la hipócrita sociedad de la “gente bien” petersburguesa era, en el conde Vronsky, una especie de obsesión, pero en ella era algo más bien baladí, embargado su cerebro, sus más caros anhelos, en otras cuestiones muy, pero que muy distintas, y de casi larga antigüedad ya, desde, más menos, que abandonaran la Côte D’Azur “francaise”, a saber, y sin que el orden implique prioridad alguna en las preocupaciones de la Arkadievna, pues puesta en el disparadero de tener que quedarse con uno sólo de tales anhelos, difícil le sería la elección entre ambos, pues los dos los deseaba por igual, pues por igual decidirían su futura felicidad

Por una parte era el creciente deseo de ver a su querido Sasha, ese hijo al que, prácticamente, renunciara para seguir a su amado Pavel Sergeievich Vronsky. Ese anhelo que, débilmente comenzó a embargar su corazón al salir de la Costa Azul rumbo a París, con el transcurso de los siguientes días, semanas y meses, se fue haciendo más y más fuerte hasta ser más obsesión que otra cosa cuando llegaron a la Prusia Oriental, tan cerca ya de San Petersburgo; la otra cosa que la venía trayendo a mal traer desde entonces también, desde que abandonaran la costa mediterránea, fue una vaga impresión de que estaba perdiendo el amor de su adorado Pavel Sergeievich. No podía basarse en nada, absolutamente nada en concreto, pues, a simple vista e, incluso, analizando hasta con lupa el comportamiento del hombre para con la mujer, podía encontrarse el más ligero fallo, el más leve síntoma de desamor de él hacia ella, pero la innata intuición femenina de Anna detectaba en su amado lo que más ella temía: Que su amor, el amor de Vronsky hacia ella, se deshacía, se desmoronaba, y de día en día, de minuto en minuto como aquél que dice. ¿Qué era lo que Anna Arkadievna intuía? Sencillo: Que él ya no era todo lo feliz que antes, cuando no convivían en esa, a todo ruedo, adúltera coyunda…

Y lo grande es que Anna Arkadievna en absoluto estaba equivocada, pues, efectivamente, desde que salieran, juntos, de San Petersburgo él distaba mucho de ser, en verdad, feliz. Tal vez fuera por las grandes ilusiones, las enormes perspectivas de excelsas dichas que él pusiera en esa relación de abierta convivencia marital con ella las causantes de su actual infelicidad; tal vez, al haber idealizado hasta el paroxismo esa vida, al haberla soñado tan exquisitamente perfecta, fuera la realidad de la vida, su natural pragmatismo, la razón de su, a todas luces, defraudante desilusión actual; aunque, muy probable, también, hubiera coadyuvado a ello su inactividad militar. Porque, la verdad, es que Vronsky era un ser, un hombre, activo por naturaleza, una actividad que la vida militar, aún y a pesar de su también innata diaria rutina cuartelera, junto con los demás gajes de la profesión, las relaciones amistosas con sus compañeros de armas, con sus comilonas y frecuentes francachelas y actividades tan típicamente militares como la hípica, más el idilio que con la Arkadievna mantenía dentro del marco de esa sociedad mundana, falsa e hipócrita como el beso con que Judas vendió a su Maestro, llenaban una vida que, desde que iniciara la vida en común con su amada, quedara más huera que otra cosa

Porque desde que abrazara la tranquila vida de civil, tenía dieciséis horas cada uno de los 365 días del año sin ningún quehacer específico que las llenara, a no ser amarla, amarla y amarla… Y, de nuevo, volverla a amar. Bien se dice que no sólo de pan vive el hombre, pero es que de sola y únicamente amor tampoco, con lo que buscó cosas accesorias con que llenar ese vacío vital que le aquejaba, y así le dio por lo de la pintura una temporada; después, fijó su atención en coleccionar cosas de arte, cuadros, pinturas y, en especial, grabados. Y su pasión por Anna Arkadievna se desvanecía, tal y como ella temía, de día en día, de minuto en minuto, de segundo en segundo…

Ella, segura de no equivocarse en sus instintivos temores, recurría al placer sexual para retenerle, para avivar una pasión que el amor ya no era capaz de encender, hasta llegar incluso a caer en un frenesí que bien podía pasar por furor uterino, buscándole sexualmente tan pronto se le ponía a tiro con la mínima oportunidad de intimidad entre ellos, con lo que puede decirse que no había lugar en las estancias que en los hoteles habitaban, en aquella pequeña mansión que durante varios meses tomaran en la Prusia Oriental en la que no hubieran hecho el amor Pero eso, esa híper actividad sexual, a Vronsky no es que le llegara a hartar, sino que llegó a darle asco

Y de ahí que quisiera regresar a San Petersburgo y su empeño, su obsesión, en que la “buena sociedad” petersburguesa readmitiera a Anna Arkadievna en su seno, en una imposible búsqueda, un insensato recuperar un ayer que ya nunca podría volver El ayer de cuando, siendo oficial de húsares imperiales, frecuentaba los grandes, suntuosos salones de altas y señoriales mansiones junto a Anna Arkadievna, cuando ésta, si bien en boca de todo el mundo, puesta en la picota en cuchicheos a espaldas de ellos, era de mil amores recibida en todas partes como la oficial esposa de Aleksei  Aleksandrovich Tijonov, el importante prócer imperial

Pero quiso el Destino que lo mismo el barco de las maternales ilusiones de ella, como el de los obsesivos deseos de él, naufragaran en el tempestuoso oleaje de lo más conveniente entonces para el pequeño Sasha y la hipócrita mezquindad de tan “Buena Sociedad”. Él, Vronsky, no logró ni que su más directa familia aceptara a Anna Arkadievna, ni siquiera al ultimátum que él les puso: Anna, para él, era su legítima esposa, y si ella no era buena para ellos, su madre, hermano y cuñada, tampoco ellos podían ser buenos para él, luego si deseaban conservarle como hijo, como hermano, deberían aceptarla a ella como hija y hermana… No; ni por esas lo logró, luego de quienes ni siquiera eran de su familia, qué podía esperar.

Por su parte Anna Arkadievna no ya a su llegada a San Petersburgo, sino desde antes, desde que emprendieran viaje a la gran urbe, andaba dándole vueltas al magín, discurriendo de qué manera podía hacer efectivos sus propósitos de ver a su querido hijo; sí; querido hijo, queridísimo, desde luego, tras la ofuscación de meses atrás. Evidente le parecía que el ataque directo, frontal, sería una insensatez: Si acudía recta a la que antes fuera su familiar morada se aventuraba a toparse con él, con su marido Aleksei Aleksandrovich, cosa que le atraía lo mismo que verse cara a cara con el mismísimo Satanás, por lo que dedujo que lo mejor sería el ataque indirecto,  por los flancos. Le escribiría, a pesar del mucho asco que le daba el sólo pensarlo. Se mostraría, hasta donde pudiera, incluso cariñosa con él, apelando a su “buen” corazón de padre para que comprendiera sus desdichas de madre privada de su hijo Prometiéndole, a cambio de que, simplemente, la dejara ver a su hijo, a su queridísimo Sasha. Aunque sólo fuera por unos minutos…

Pero tampoco eso le pareció tan buena idea, pues seguro que Aleksei Aleksandrovich, tan pronto viera su letra, rompía, sin más, la carta… No; tenía que lograr que él, cuando menos, la leyera Y maquinó una estratagema: No le enviaría, directamente, la misiva, sino que se la haría llegar por alguien con la suficiente ascendencia sobre él, como para lograr que, al menos, la leyera Y a tal efecto, de inmediato, pensó en su antigua amiga, la condesa Lida (diminutivo de Lidia) Ivanovna. Y pensado y hecho; le escribió una misiva a la condesa, implorándole, por su antigua amistad, que entregara su carta a Aleksei Aleksandrovich e hiciera que, cuando menos, la leyera… También le daba todo el “jabón” del mundo, pidiéndole perdón por su “imperdonable” olvido de tiempo atrás de la amistad que antaño las uniera, etc, etc, etc. Fue un botones que el hotel, a tal efecto, puso a su disposición, quién hizo llegar a destino la misiva para la condesa y el sobre con la carta para Aleksei Aleksandrovich, llevándole el mismo botones la respuesta, oral, de la condesa a Anna Arkadievna: Que, desde luego, en su presencia, el interesado leería su carta y, a más tardar, al mismo día siguiente recibiría respuesta a la misma, ya fuera de él mismo, si a ello se avenía, o de ella, la condesa, si su marido se negaba a contestarle…

Y, efectivamente; al día siguiente, un sirviente de la misma casa Tijonov le llevó la respuesta que  su marido daba a su esquela: Como siempre era lo normal en él, la nota era breve, sucinta, sin una sola letra más de lo necesario, y a través de ella se clareaba cosa fina su innata adustez e insensible seriedad, pero tampoco era, en absoluto, descortés; hasta podría decirse que era comprensivo hacia ella. Comenzaba por decirle que entendía muy bien sus maternales anhelos y que, por él, no había inconveniente alguno en que viera al niño siempre y cuando ella quisiera; hasta podría llevárselo fuera de casa, a pasear por el parque, por el zoológico…por donde mejor le pareciera, pero bajo dos condiciones: Que nunca estuviera con “él”, como comúnmente, desde que ella le confesara su infidelidad, se refería al conde Vronsky, y que le avisara con antelación cuándo iría ella a casa a ver y llevarse al niño, para no estar él, Aleksei Aleksandrovich, en casa, pues en modo alguno quería volver a verla. Pero también apelaba a su maternal sentido para, precisamente, decidiera renunciar a su querido hijo. El niño, al parecer, lo pasó muy mal durante los primeros cinco o seis meses desde que ella se fue; se le había dicho que mamá  estaba muy malita y había tenido que irse lejos, muy lejos, al extranjero, a Italia, a un sanatorio muy bueno donde la estaban curando. Lloraba y la echaba de menos, preguntando por ella casi cada día y estaba muy triste, pero que eso, por fin, quedó atrás, volviendo a ser un niño alegre. Y claro, si ella reaparecía otra vez y luego volvía a marcharse, para Sasha podía ser como la recaída en un mal del que se estuviera restableciendo.

Anna entendió perfectamente lo que Aleksei Aleksandrovich quería decirle, pero su impetuosidad  de madre quiso hacerle que eso, tal y como él lo decía, tampoco tenía por qué ser, ya que ella ya no se marcharía nunca más de junto a su hijo; nunca más volvería a irse de San Petersburgo y que su contacto con Sasha ya no volvería a romperse, pues periódicamente, varias veces, días, por semana acudiría a verle, a llevárselo con ella de paseo, a comer juntos y tal… Y que, desde luego, el niño nunca la vería con Vronsky. Hasta pergeñó una estratagema para que el pequeño no extrañara que ella no volviera con él a casa, una justificación de porqué ella no vivía en aquella mansión donde antes viviera con los dos, Sasha y Aleksei: Mamá, aunque mejor, seguía malita y necesitaba cuidados, en un hospital muy especial, para acabar de curarse. Ya habría tiempo, cuando el crío pudiera entender lo de ella y el conde, de decirle la verdad.  Incluso, le proponía a su marido que mantuvieran una relación amistosa; verse con tranquilidad, delante del niño; que él, Aleksei Aleksandrovich, fuera a pasear con ella y el niño, que comiera con ellos etc. Sí, de la antigua animadversión que a él le tuviera, ante la buena disposición que él le mostrara al responder a sus ruegos, no quedaba nada, excepto agradecimiento por su actual comprensión…

Envió esta otra  carta y el mensajero que la llevó, el mismo botones del hotel que llevara la anterior, regresó de la mansión Tijonov diciendo que no había respuesta a la carta… Que la había entregado al portero, éste la pasó, con un lacayo, al interior de la casa y el citado lacayo regresó con las manos vacías: Había entregado, en mano la carta al señor, éste la había leído sin dar luego respuesta para el remitente… Pasaron días y días, diez, doce, puede que más, con la callada por respuesta a esa segunda nota. Y fue entonces, a los doce-catorce días, cuando una tarde le llegó a Anna Arkadievna la repuesta de Aleksei a su propuesta. Se lo aceptaba todo; hasta la posibilidad de que ella se llevara al niño con ella, pues daba por supuesto que Sasha tendría ya un hermanito que, pensaba, el crío debía conocer, dejando a su buen juicio si el niño conviviría con ella sola o con ella y su amante… Esto sí lo decía así de claro: Su amante. Pero a lo de las relaciones amistosas entre ellos dos, Anna y Aleksei, se negaba en rotundo, afirmando, también meridianamente, que no deseaba volver a verla nunca…pero nunca más También le rogaba que en esa negativa no viera asomo de rencor o malevolencia alguna. Que recapacitara en su situación, la de él, y entendería el porqué de negarse a verla nunca más…

Y Anna Arkadievna entendió al instante lo que su marido quería decirle: No quería verla por no avivar su dolor; su dolor de hombre enamorado ante la mujer que le abandonara por otro hombre Fue entonces, y sólo entonces, cuando Anna percibió el enorme cariño, el sincero amor que su marido la había profesado, la profesaba. Y se sintió mal, culpable del dolor de ese hombre Por primera vez, desde que le conociera, le vio como en verdad era. Le creía, de siempre, frío y pragmático hasta la insensibilidad. Un hombre sin sitio en su alma para el sentimiento humano, mucho menos para el amor…

Aquella tarde, cuando ella acabó confesándole su infidelidad, más en un arranque de rabia, de odio hacia él, con claro deseo de herirle donde más creía iba a dolerle, su orgullo, él le había dicho que ella no veía lo que para él era aquella situación, su relación con Vronsky; que a ella, lo que él sintiera, no le importaban nada. Ella entonces pensó que qué sentimientos podía tener un ser insensible, frío y cruel, como Aleksei Aleksandrovich. Y ahora veía lo equivocada que con él había estado siempre Ahora veía que, en efecto, lo de ella y Vronsky le hacía daño, le hacía sufrir Ahora veía que lo que ella consideraba insensibilidad, en realidad, no era sino timidez e introversión derivada de tal timidez. Veía que en Aleksei Aleksandrovich ante todo, se daba una tremenda inseguridad ante el lado mundano de la vida Y, sobre todo, ante las mujeres, muy especialmente ante ella misma, su mujer

Y lo que nunca había sentido hacia él, entonces lo sintió: Lástima, piedad Una lástima, una piedad, enormes que le dolía en el alma. Y tal lástima, tal piedad, generó un cariño en verdad sincero. Un cariño doliente ante el dolor de él; no le amaba, eso desde luego; ni le amaba ni nunca podría amarle, de eso no le cabía duda, pero le dolía intensamente su sufrimiento, ese íntimo, callado sufrimiento. También veía, con nítida claridad, que cuando Aleksei le permitió irse con su amante, sacrificaba su amor por ella en aras de ese mismo amor: Renunciaba a ella, a sus derechos de marido sobre ella, para que Anna pudiera ser feliz, dichosa con ese hombre que la había enamorado…

Y, decidida, respondió a esa última esquela de Aleksei Aleksandrovich. Con fría seguridad le decía que saldría, de una vez por todas, de la vida de él; y, de momento al menos, de la de Sasha. Que le dijera al niño que ella había muerto; que estaba muerta y enterrada en aquella tierra tan lejana, tan ignota, donde fuera a curarse. Pero que cuando el niño fuera un hombre de veinte, veintidós años, cuando pudiera entender lo de ella con Vronsky, le dijera la verdad, por si él, Sasha, quisiera entonces verla, quisiera buscarla. Le pedía perdón por sus “cosas”, que la disculpara, que no la odiara. No envió esa carta por mensajero, pues no quería respuesta alguna a ella, por lo que la confió al correo imperial

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Desde el mismísimo día siguiente al de su noche de bodas con su amado Kostia, Kitty empezó a ejercer como efectiva señora de la casa, con el mayor disgusto de la pobre Agafia Mihailovna, defenestrada por la nueva señora Levina de sus atribuciones como “factótum” absoluto de lo que en aquella casa se hacía y debía hacerse. La buena de Agafia Mihailovna esperaba, deseaba, más bien, y con toda su alma, que aquella “señoritinga” que el amo se trajera de la “capital”, se equivocara, cayéndose con todo el equipo, para así ella volver a ser lo que nunca debió dejar de ser No es que ella le tuviera mala fe a la nueva señora Levina, que, a decir verdad, no le parecía mala chica, y como esposa del amo le parecía excelente, pues más claro que el agua estaba que le quería de verdad, pero lo  justo es lo justo, y la dirección de la casa era suya de toda la vida. Que ya lo dijo el Señor Jesús: “Al Cesar lo que es del César”. Y a Agafia Mihailovna lo que es de Agafia Mihailovna. Pero a la pobre ama de llaves le salió un “piazo” grano en la nariz de padre y muy señor mío, pues la nueva “amita” no se equivocó en nada; pero que lo que se dice en nada de nada…

Kitty había llegado a la casa solariega de los Levin con un más bien pequeño ajuar, dado lo que por aquellos entonces las señoritas “bien” llevaban como aporte femenino a su nuevo hogar, el que hasta entonces fuera sola y únicamente de su flamante esposo, a saber unas cuantas docenas de juegos de cama, sábanas y almohadones primorosamente bordados, cómo no, por las hábiles monos de las monjitas del monasterio de Pokrovskiy, otras cuantas de mantas, montones de juegos de toallas y toallones, juegos de mesa también bordadas, vajillas, juegos de café, cristalerías, cuberterías. Hasta piezas de cocina, sartenes, peroles, ollas y demás. Con todo eso se fue sustituyendo los ya más bien vetustos servicios de que la mansión de tiempo atrás disponía, para ínclito disgusto de Agafia Mihailovna, que veía, con enorme tristeza, la demolición de lo que fuera su reino e imperio Pero quien manda, manda, y la “señoritinga” era la nueva ama, luego todo quisque boca abajo. Y, finalmente, bien que a su pesar, tuvo que reconocer que, con todas esas novedades, la vieja casa ganaba, y no poco.

También tuvo que admitir que la “señoritinga” no tenía un pelo de tonta y sabía hacer las cosas, con lo que en la casa casi todo empezó a ir mejor, desde el acicalamiento y mejor ornato de salas, salones y habitaciones hasta los mismos huertos y jardines que rodeaban la mansión, antes pecando más de yertos que de otra cosa y en los dos, tres meses que la “señoritinga” llevaba en la hacienda verdes y floridos, con los árboles bien podados, bien cuidados, los macizos de flores cuajados en mil y un colores, los paseos cuidados y limpios… Y por si algo faltaba para que la “señoritinga” fuera reconocida como gran señora por propios y extraños, fue la afabilidad, la sencillez y simpatía con que a todos supo tratar, mostrando gran respeto en su trato con hasta la última criada, hasta el último gañán o bracero, mostrando una especial sensibilidad hacía la nube de críos que por aquellos predios correteaban, con la desbordante alegría de la chiquillería y el agradecido arrobo de sus madres y abuelas

Pero si Kitty se mostraba más que asequible a todo el mundo, la “mano izquierda” que supo correrle a Agafia Mihailovna ya fue, de estar en España, para que le dieran las “dos orejas y el rabo”, lo único que a ver de quién, pues de Agafia Mihailovna más bien que no, porque, lo de las orejas, todavía tendría un pase, pero lo otro… Pues ya me dirán de dónde se sacaba el “rabo”… En fin, y ya sin coñas, marineras o no, la cosa fue que en menos que se santigua un cura loco, como antaño solía decirse por estas hispanas tierras, la buena de Agafia Mihailovna estaba comiendo, más que dócilmente, en la blanca manita de su jovencísima ama. Y es que Kitty supo hacer que, todas las innovaciones que ella introducía en aquella casa que ahora era la suya, a la vieja ama de llaves le pareciera que, en realidad, la idea era suya y de ella las tomara su linda amita, con lo que más feliz que unas Pascuas andaba la más anciana que otra cosa de Agafia Mihailovna

Pero Kitty tampoco se quedó en el simple ámbito doméstico. Ella era muy consciente de que se casaba con un labrador, que se había casado con un labrador, propietario, sí y hasta rico propietario, también, pero labrador a fin de cuentas; culto, espiritualmente cultivado, pero labrador, luego, desde que se comprometió con su amado Levin, supo que ella tenía que también ser labradora. Labradora rica, con extensas propiedades, pero labradora; labradora culta, educada, sí, pero labradora a fin de cuentas. Y fue consecuente con esa tan nueva concepción de la vida, su vida, interesándose por conocer las labores agropecuarias; no pretendía aprender, prácticamente, lo que los braceros hacían, pero sí en qué consistía el negocio de su marido, a lo que se dedicaba, con especial atención a su parte administrativa, carga que deseaba asumir, como forma de serle enteramente útil a su querido Kostia

Llegó el verano y con él los calores estivales, con lo que, desde Julio, Kitty, tan hecha a los lujosos salones de las más emperifolladas mansiones de Moscú, con sus brillantísimos bailes de sociedad, sus tertulias, saraos y demás; a los palcos de los magníficos teatros moscovitas donde era estrella de primera magnitud más por su belleza y prestancia que por su noble cuna; esa misma Kitty, mundana y, más que burguesa, refinadamente aristocrática, más cerca de las doce del mediodía que de las once de la mañana, aparecía por los campos donde su marido, su querido Kostia, trabajaba entre los braceros, los mujiks, como si fuera uno más de ellos y no el “amo”, remangada, en lo alto del pescante de un carro repleto de cubas con agua fresca y limonada bien fría con que todos cuantos allí trabajaban, hombres y mujeres, que de éstas tampoco faltaban, ni siquiera críos de ocho, diez, doce y más años, hasta los dieciséis, cuando un chaval empezaba a ser un hombre, o los catorce-quince, en que las chicas comenzaban a ser mujeres hechas y derechas, prestas ya a tomar novio y marido; o, simplemente, pareja estable, como hoy se diría. Sí; en lo alto del carro, ceñida su leve cintura por las riendas del tronco de un par de poderosos caballos bretones, como si en toda su todavía corta vida no hubiera hecho otra cosa. Entonces su marido, su amado Kostia, se echaba las manos a la cabeza prorrumpiendo en gritos de

―¡Pero te has vuelto loca!... ¡Hacer esto, en tu estado!...

Y Kitty, lanzando a los cuatro vientos los cascabeles de su cantarina risa, casi que literalmente se lanzaba desde el pescante del carro hacia su marido, para tomar tierra entre sus brazos, besándole en los labios con infinito cariño, infinito amor aunque, tampoco, en absoluto huérfano de ardiente pasión, sin importarle un bledo que los demás, la gente de su marido, viera lo que la joven ama amaba a ese amo tan querido para todos ellos, para todas ellas Luego, sin dejar de reír, decía a su Kostia

―Pero qué exagerado que eres, queridito mío… ¡Si todavía faltan casi ocho meses para que nazca el niño!… Nuestro hijito…

Porque, efectivamente, Kitty estaba en estado de “buena esperanza” desde hacía ya unas seis semanas, estado confirmado por el médico que atendía el dispensario sanitario que Kitty montara, nada más llegar a la hacienda de su marido, para cuidarse de la salud del cuerpo de los mujiks, sus mujeres y sus hijos; pero la acción en favor de las gentes que trabajaban la hacienda Levin no se limitó a ese meritorio dispensario médico, sino que también Kitty se ocupó de  la salud intelectual de los niños que por allá correteaban, organizando una escuela en un galpón o cobertizo, ya en desuso, anexo a la casa. Esa escuela no sólo redundó en la educación  de los hijos de los mujiks, sino que también sirvió para que su infancia fuera algo más larga de lo normal entre la gente del pueblo de la época, de aquella Rusia zarista, semi medieval todavía, pues padres hubo que consintieron que sus hijos e hijas siguieran yendo a la escuela hasta los diez años y, alguno que otro, hasta los once y doce años, todo ello impensable antes de que Kitty llegara allí

El tiempo fue pasando y aquél verano pasó a ser cosa del ayer, siguiendo el mismo camino el otoño y, más bien, lo mismo pasó con el invierno, pues meteorológicamente, faltaban muy, pero que muy poquitos días para la oficial apertura de la primavera, aunque allí, en Pokrovskoie, todavía hiciera un frío de narices, cuando al fin Kitty alumbró el primero de los nueve hijos que, a lo largo de su en absoluto corto matrimonio, daría a su amado Kostia. Porque qué no harían ellos en pro de la noble tarea de que su amada tierra rusa no se quedara sin “rusitos” y “rusitas” que la habitaran, de modo que no cejaban en el “dale que te pego”, “pego que te dale”, “escribiendo cartas a la cigüeña, día sí, día también… A destajo, como aquél que dice, que así tenían a la sufrida ave, hasta el moño ya de tanto ajetreo, de tanto viaje a la morada de los Levin, diciéndose a cada momento que para cuándo el “invento” de la ligadura de trompas… O, al menos, lo de la vasectomía, a ver cuándo leñe podía ella descansar, que ya estaba bien…

Y es que, el matrimonio de Kostia y Kitty fue una duradera luna de miel hasta que, ya con ochenta y siete años, él rindió su alma a Dios, dejando a su mujercita, su Kitty, con setenta y tres años, tremendamente sola, tremendamente triste, sin encontrar ya aliciente en la vida sin su marido de su alma. Fue tanta  su añoranza, su desesperanza sin él, que le sobrevivió en tres años, más escasos que cumplidos, yéndose animosa, feliz, a reunirse de nuevo con él, para ya no separarse nunca, nunca jamás, por toda la eternidad Y hasta eso, la Eternidad, se le hacía corta para seguir compartiendo con él la vida en el Más Allá, el verdadero País de “Irás y no Volverás”…

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Desde que Anna Arkadievna puso en el correo la carta para su marido, Aleksei Aleksandrovich, la estancia en San Petersburgo se le hizo absolutamente insoportable; no sólo quería abandonar la ciudad, sino que quería irse a vivir a las antípodas de la gran urbe. Cuanto más lejos, mejor; pero sucedía que a Pavel Sergeievich Vronsky le apetecía cualquier cosa menos eso, salir de la capital imperial; y, mucho menos, alejarse de ella. Vronsky había llegado a San Petersburgo en busca del tiempo pasado, sin apercibirse que ese era un tiempo que nunca más volvería; él, al regresar, lo hacía convencido de que antes o después, esa sociedad, esa alta y falsamente virtuosa sociedad, acabaría por aceptar en su seno a Anna Arkadievna, recibiéndola en idénticas condiciones a como antes lo hiciera, retirándole el infame anatema de mujer adúltera y viciosamente licenciosa Pero, como ya vimos, su gozo quedó en un pozo. Entonces empezó el estira y afloja entre Anna Arkadievna y Pavel Sergeievich, aunque lo del “estira y afloja” no pase de ser un decir, pues la realidad es que las “agarradas” entre la pareja, a cuenta del deseo de ella de “poner tierra por medio” entre la ciudad de los zares y su femenina persona llegaron a ser sonadas

Otra verdad es que Pavel Sergeievich estaba de Anna Arkadievna hasta los “perendengues”, en idioma culto, hasta los testículos, que conste, y hasta el punto de que ya ni sexualmente le atraía. Él echaba cosa fina en falta su antigua vida de oficial y, sobre todo, soltero, con absoluta libertad para hacer lo que le saliera de los citados órganos, sin tener que aguantar los lloros y quejas de nadie si se le ocurría irse de francachela con los amigotes. Y no es que, desde que se cerrara a la vida en común con Anna tales salidas de madre, por su parte, hubieran mínimamente menudeado, que buena se le puso de llorarle, con lo de que “Tú ya no me quieres”, una vez que en Italia se le ocurrió pedirle permiso para pasar una velada con unos antiguos compañeros que se encontró en la patria de los “spaguetinis”, una cena a la que los tales le invitaron, y que por esas cosas de cuando nos encontramos la mar de a gusto los hombres entre los amigos, esas reuniones de hombres solos, se le ocurrió regresar con ella algo más tarde de lo con su “esposa” acordara. Vamos, que la vida de amantes, sin compromisos de convivencia, es la mar de dulce y placentera, pero esa otra que llevaba desde que vivieran juntos, en remedo de matrimonio, era algo muy diferente a lo que él esperaba que fuera

Puede que la culpa de todo estuviera en lo muy mitificada que esa vida en común tuvo antes de hacerla realidad; y ya se sabe lo que pasa cuando idealizamos algo en exceso: Que cuando lo alcanzamos, vemos que ni el diez por ciento de lo que soñábamos y esperábamos se hace realidad. En fin, que como se dice, Pavel Vronsky ya no tenía ilusión ninguna por esa mujer que tanto antes le arrebatara, y si seguía con ella era, más que nada, por su sentido del honor y la responsabilidad, el deber; se sentía responsable de lo que entonces ella era, pues, qué duda cabe, Anna Arkadievna lo sacrificó todo, consideración social, vida respetable con su marido…hasta a su hijo, en aras de su amor por él, renunciando a todo ello para, simplemente, seguirle, vivir con él. Y ese sentido del honor y la responsabilidad era ya lo único que junto a esa mujer, que en otro tiempo tanto amara, le mantenía…

La pareja llegó, a pesar de todos los pesares y más a trancas y barrancas que otra cosa, a una “entente cordiale”: Se irían de San Petersburgo pero para quedarse lo suficiente cerca como para en un santiamén poder estar en la ciudad. A tal efecto, Vronsky compró una casa para compartirla con Anna y la hija de ambos que, curiosamente, puso a nombre de ella en el Registro de la Propiedad. La casa era una vieja granja, reconvertida en pequeña mansión o palacete, con parterres, setos, jardines y árboles frutales sombreando sus recoletos paseos Se enclavaba en plena naturaleza, entre campos de cultivo y tupidos bosques de abedules, a unas cinco o seis verstas de la capital petersburguesa y seis u ocho de la costa del golfo de Finlandia, orientada al noroeste. Se ubicaba al pie de un sistema de montículos desplegados en media luna hacia el norte y el este, de someras alturas, aunque lo suficiente para abrigar la casa y su entorno de los gélidos vientos invernales de septentrión y levante, pero refrescando las canículas estivales la suave brisa marina que llegaba en tal época desde el golfo y el Báltico, lo que hacía a la finca lugar en verdad paradisíaco por las suaves temperaturas lo mismo en verano como en invierno.

Y allí se fueron a vivir los tres, la pareja y su hija, junto con el suficiente servicio para hacer la vida placentera a los “señores”. El principio de su estancia allí fue de enorme felicidad, reverdeciendo, incluso, una pasión amorosa largo tiempo ya periclitada, recuperando Pavel Sergeievich su desenfrenada pasión por Anna de antaño, como aquél que dice, lo que sumió a Anna Arkadievna en inmensa dicha y felicidad. Pero aquello sólo fue un espejismo de escasos tres o cuatro meses, pues su querido Pavel Vronsky acabó cayendo en una melancolía de la que no salía ni queriendo, prestándole menos atención, no sólo a ella, sino que también a la hija de ambos, la pequeña Annuska, que yo a lo que esta mañana me encontré, que, por cierto, maldita la cosa que me he encontrado. C'est la vie, C'est la vie, C'est la vie…

Así pasó algún que otro mes más, con Anna Arkadievna con el alma en vilo, en permanente sin vivir, pendiente de su amado, y Pavel Sergeievich hecho, más que menos, algo así como un vegetal, consumiéndose de añoranza de su pasada vida, Entonces, tras de dos, tres meses de hastío de vida, Pavel Vronsky comenzó a irse de  casa un día sí, otro también, y casi, casi que el de en medio ídem de lienzo, por aquello de no perder comba, para regresar al nido dos o tres días después, sin dar explicación alguna a Anna Arkadievna de sus andanzas en tales días de ausencia, resbalándole más bien las abundantes lágrimas que ella derramaba a su costa, aunque cuando Anna, amargada hasta el acíbar, salía con lo de “Pavel, tú no me quieres; ya no me quieres”, Vronsky le armaba unos escándalos que para ella se quedaban; para ella y la pobre Annuska, que rompía a llorar que era una compasión verla, oírla, cuando su papá se ponía a soltar sapos y culebras por su boquita, que, precisamente, de piñón, en tales ocasiones, la verdad que no era

Así llegó un día en que, al regresar a casa algo antes de lo que normalmente volvía, Pavel Vronsky comunicó a su “esposa” que había solicitado su reincorporación al servicio activo en la milicia y se la habían concedido, con lo que al día siguiente debía salir muy temprano de casa, pues estaba citado en el Estado Mayor Imperial a las siete de la mañana. Esa tarde Pavel fue un hombre por entero distinto a lo que últimamente venía siendo, pues fue solícito y cariñoso, lo mismo con Anna como con su hijita, hasta dejarlo de sobra. Y luego, a la noche, cuando se metió en la cama con Anna Arkadievna, dulce y ardiente con ella como vivieran su romance al principio, cuando Anna aún vivía con su marido, con lo que la pobre Anna Arkadievna no cabía en sí de gozo, convencida de que con la vuelta de su Pavel al servicio activo en el Ejército regresarían aquellos días de vino y rosas que antes, hacía ya casi un siglo, o, al menos así a ella le parecía, disfrutara con su amadísimo Pavel Sergeievich

Y cuando a la mañana siguiente Pavel salía hacia San Petersburgo, no sólo quiso despedirse de ella de la manera más cariñosa, la misma que desde su regreso a casa la tarde anterior venía tratándola, sino también de su niñita, esa Annuska que era un verdadero cromo, tan pequeñita, tan rubita, tan, tan, bonita ella. Una muñequita, una auténtica muñequita era la chiquitina, besándola con un fervor inigualable, pero también con toda delicadeza, a fin de que la nena no despertara de su dulce sueño Luego, subió en la yegua enjaezada a la puerta de la casa, enfiló la gran portada que daba acceso al exterior y, picando espuelas al traspasarla, se fue alejando a un trote largo, carretera de San Petersburgo adelante, hasta perderse en la lejanía, sin volver la vista atrás ni una sola vez. Cuando la imagen de Pavel se difuminó a los lejos, adelante, adelante, por el polvoriento camino, a Anna Arkadievna se le encogió el estómago y en la garganta se le hizo un nudo muy, pero que muy difícil de  desañudar. Una sensación de inmenso dolor, de crudelísima tristeza, de casi desesperación, se apoderó de ella al tener la sensación…la, casi, seguridad, de que nunca más volvería a verle, de que esta vez se marchaba de su lado para nunca más volver…

Al momento se dijo que qué tonterías se le ocurrían, y quiso recobrar la perdida tranquilidad, pero lo cierto es que no lo logró; ella quería mantenerse impasible, segura de sí misma y de su “marido”, pero no lo lograba, pasando todo el día algo más que enervada, anhelante de que la tarde llegara y con ella su amado Vronsky. La tarde llegó y sus horas se fueron desgranando, lentas, muy, muy lentas, para ella, que desesperaba esperando a un más que amado Pavel Vronsky que no llegaba, que no llegó en toda aquella noche que ella pasó sin pegar ojo, intentado, con nulo éxito, contener unas lágrimas que, rebeldes a su voluntad, se desprendieron de sus ojos con ácida copiosidad… Pasó, también esperando…esperando en vano al amor de sus amores, el siguiente día… Y el otro, y el otro, y el otro…

Cinco días esperándolo en vano llevaba cuando, por fin, se decidió a salir a buscarle; a buscar a “su” Pavel, a, por lo menos, intentar saber algo de él. Comenzó por acudir a su antigua amiga, la princesa Betsy Borisovna Verskaia, la prima de Pavel Vronsky; pero sucedió que esa mujer, que tan amiga suya fuera en otro tiempo, no podía recibirla “por encontrarse indispuesta”. Bien que a su pesar, pues bien sabía el nulo afecto que para entonces le tenía, a la madre de él, la condesa Vronskaya, temiéndose muy mucho que tampoco ella accediera a recibirla, pues no se le escapaba que lo de la “indisposición” de la princesa, la prima de su amado, no pasaba de ser una burda mentira; que lo cierto era que no había accedido a recibirla, que ni verla quería…

Pero se equivocó, pues su “suegra” sí que la recibió Y al instante. Anna Arkadievna entró en el gabinete donde entonces estaba la condesa, más nerviosa que un flan, con mayúscula inseguridad, toda arrebolada. Al momento supo que lo que esa mujer le diría, iba a tener de todo, menos de halagüeño, pues la condesa estaba radiante de feroz alegría; la alegría de quien se dispone a herir profundamente a alguien a quien se odia con toda cordialidad. Y no se equivocaba Anna Arkadievna en sus certezas más que suposiciones 

―Querida… ¿Qué dónde está mi hijo?... Hay, querida Anna TIJONOVA (recalcando hasta la saciedad su apellido familiar de mujer casada, recordándole así que ella era una mujer inmunda en aquella tan “virtuosa” sociedad petersburguesa) Pues camino de Francia, a bordo de un barco que zarpó de aquí, de San Petersburgo, a las ocho de la mañana de hace cinco días… ¿Le esperaba usted, acaso?... Pobre Anna Arkadievna… Pero… ¿Sabe usted otra cosa?... Pavel se ha comprometido formalmente con… (Aquí, la condesa nombró a una señorita de muy buena familia y bastante mejores posibles) Están muy enamorados, ¿sabe?... Piensan casarse muy, pero que muy en breve… Ya ve…

Anna Arkadievna se desplomó sobre el sillón que había tras de ella como res herida de muerte por el matarife del matadero

―Pero… Pero… ¿Y yo?... ¿Y mi hija?... Su hija… Su nieta de usted, condesa… ¿Qué va a ser de nosotras?... Yo… Yo… Se lo di todo… Todo… Mi amor… Mi honra… Me que quedado sin nada… Sin nada… ¿Entiende?... Sin nada…

―Pero, por Dios, Anna Arkadievna… ¿Es que se había hecho usted ilusiones con mi hijo?... ¡Pobrecilla!… ¡Pobrecilla!...

La condesa, más cruel no podía ser. A la afrenta, al dolor causado, unía la humillación, riéndose de ella en sus propias narices. Y prosiguió con su demoledor ataque, sus dentelladas de lobo cubierto bajo piel de cordero  con sus “Querida”, sus “Pobrecita”…

―Pero no se preocupe, mi querida Anna Arkadievna, que tampoco Pavel se ha olvidado de ustedes

Fue hasta un escritorio que adornaba el saloncito y de uno de sus cajones extrajo un sobre que, volviendo sobre sus pasos, alargó a su visitante

―Tenga; son quinientos rublos Para que se vaya usted arreglando. Además, tiene la casa, la finca que mi hijo  compró para usted. Ya le digo, no se preocupe. Pero, si quiere que le dé un consejo, arréglese con su marido. pídale perdón. Aunque seguro que tampoco eso será necesario, es usted bella, muy, muy bella; seguro que no le será difícil encontrar otro hombre que le caliente la cama…y le pague las facturas…

La humillación más cruda no podía ser ¡Cómo se recreaba la condesa en herirla, en humillarla, en ofenderla gravemente! Pues y Pavel, el hombre a quién ella se entregara en cuerpo y alma, por el que renunciara a todo, todo, hasta a su hijo… ¡Le pagaba los servicios prestados como a una vulgar ramera…una mujer de la vida! Deseó, con toda su alma escupir a la cara de esa malvada mujer, de esa arpía. Tirarle al rostro los rublos en que su hijo valoraba su amor, su entrega… Su honra de mujer… Pero no lo hizo; la verdad es que no tenía un kopek (un céntimo de rublo), con lo que se la “envainó”; se tragó la rabia, el odio y el rencor, el despecho… Tomó el dinero, dio las gracias a la condesa por recibirla y salió a la calle. Allí, se derrumbó, teniendo que apoyarse en la pared para no rodar por la acera. Lloró amargamente, muy, muy amargamente y, al rato, algo serena ya, regresó a la casa

 

FIN DEL CAPÍTULO 3º

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