Nuevos relatos publicados: 0

El síndrome del oso panda (7)

  • 20
  • 29.923
  • 9,52 (52 Val.)
  • 0

17
La piscina de Jorge y Sandra (Dany)

 

No llegamos a las doce, sino una hora antes. No sabíamos cuánto tiempo podía durar el viaje un sábado por la mañana, por lo que salimos con mucha anticipación.

Apreté el botón del interfono, confiando en no sacarles de la cama, y tras unos segundos, la voz de Jorge me dijo que metiera el auto en su garaje, cuya puerta comenzó a abrirse. Vi que salía a nuestro encuentro desde la puerta principal, vestido con un escueto bañador. A Sandra no se la veía por parte alguna.

Ella estaba en la cocina, recogiendo la loza del desayuno. Cuando le eché la vista encima, se me cayeron los palos del sombrajo. Y no era para menos: por la parte superior una, llamémosle camiseta sujeta con dos cintitas en los hombros, que dejaba al aire más de la mitad de sus generosos pechos. Por debajo, la más mínima versión de pantaloncito corto (cortísimo) que se introducía sugerentemente en la abertura de su vulva, marcando los protuberantes labios mayores. Se me secó la boca, y noté el principio de una erección.

«Y esto no es más que el principio, —me dije con un estremecimiento»

Tras los saludos y besos de rigor, nos enseñaron la nueva piscina. Su casa, tal y como nosotros la conocíamos, tenía en una esquina un entrante, de unos 150 metros cuadrados, que en su día habían sembrado de césped. La adición de un muro conformó una especie de amplia habitación cerrada por tres lados, con el cuarto que podía abrirse al jardín, (en ese momento estaba cerrado) pero formado por puertas correderas enteramente de vidrio, («para poder usarla también en invierno» —dijo Jorge—) El techo estaba compuesto por algo como una pirámide de cristal o plástico opaco, que daba claridad y calor al espacio. Finalmente, el recinto tenía acceso desde la casa, sin necesidad de salir al exterior.

Dentro, una pileta de unas dimensiones aproximadas de 12x5 metros —calculé—, de agua límpida y cristalina, aún dejaba espacio para un minúsculo jardín de plantas de interior, junto a la puerta de comunicación con la casa, y una pequeña zona libre, en la que había varias tumbonas.

—¿Y no habría sido mejor hacerla al aire libre? —estaba preguntando mi mujer a Jorge, que la tenía enlazada por la cintura, (cosa habitual en él, lo hacía con todas las mujeres)

—Bueno, —respondió el hombre— no es solo que podemos utilizarla también en invierno, porque instalé calefactores para el agua; además, se ensucia menos, y lo mejor es… —Acercó la boca al oído de Vero, aunque pude escuchar el resto— que Sandra y yo solemos bañarnos desnudos. No tienes más que cerrar la cristalera, y la intimidad está asegurada.

—¿Y no teméis que alguien os vea? —preguntó Vero, que estaba mirando aprensivamente en dirección a la casa contigua, de la que nos separaban menos de treinta metros.

—Bueno, sí y no, ¡jajajaja! —rió Sandra—. En principio no me importa mostrarme desnuda entre gente que también lo esté, es más, diré que en el fondo me gusta exhibirme sin ropa. Otra cosa es imaginarme al rijoso de turno espiándome con unos prismáticos mientras se hace una paja. Y luego está lo de guardar las apariencias. De manera que los vidrios de la cristalera tienen un tratamiento químico que deja pasar la luz tamizada desde el exterior, pero que no permite ver desde fuera, aún de noche y con las luces de la piscina encendidas, ya lo hemos comprobado. De manera que corremos los paneles, y ya está.

 

Después de descargar la comida de mi auto, y de poner en el frigorífico las dos botellas de champagne que habíamos llevado, Sandra preparó martinis para todos. Con la copa en la mano se volvió hacia nosotros:

—¿Os apetece daros un baño?

—La verdad es que sí —respondí—. Hace mucho calor hoy.

—¿Dónde podemos cambiarnos? —preguntó Vero.

—Podéis dejar la ropa en nuestro dormitorio, arriba —indicó—. Nosotros no necesitamos vestuario, ¿verdad, cariño?

Efectivamente, solo hacía falta la silla sobre la que depositó el proyecto de camiseta tras quitársela, dejando al aire sus grandes senos. El pantaloncito siguió el mismo camino, y se quedó completamente desnuda ante nosotros.

—¿Te gusta lo que ves? —preguntó con tono intencionado, guiñándome un ojo mientras giraba en redondo.

A su lado, Jorge se había despojado también de su slip, mostrando su pene erecto.

 

—¡Joder, Dany! es un corte, —murmuró Vero, ruborizada, mientras se desnudaba en la habitación de nuestros anfitriones—. Si no lo he entendido mal, se supone que vamos a bajar en pelotas. Ha dicho “podéis dejar la ropa”, no “podéis poneros los bañadores”.

—Ya me he dado cuenta —convine con Vero—. Bueno, ellos lo han dejado más claro que el agua al quedarse como su madre les trajo al mundo. No sé a ti, pero a mí me tienta la idea. No será muy diferente de aquella vez que, por probar, nos desnudamos en una playa naturista.

—Debes reconocer que no es lo mismo. Aquello era inocente, una pareja sin ropa entre mucha gente que estaba sin ella. Pero lo malo no es eso; me da un poco de “cosa”, pero bien. Lo que sucede es que no imaginaba que las cosas fueran tan deprisa…

—Bueno, la iniciativa es de ellos, así que, como en el chiste machista, relájate y disfruta.

—Lo que me da más apuro no es mostrarme en bolas, sino lo que quizá suceda después… —dijo en voz muy baja.

—Creo que lo mejor es ver qué pasa —concluí—. Por cierto, estás preciosa desnuda.

 

Cuando llegamos a la piscina, Jorge y Sandra estaban dentro de la pileta, abrazados y metiéndose mano. Se separaron al vernos aunque sin urgencia, y el hombre nos guiñó un ojo con una sonrisa cómplice.

Vero, con las mejillas encarnadas, se quitó la toalla que se había anudado a la cintura, yo la imité, y nos dimos una rápida ducha antes de introducirnos en el agua. Estuvimos nadando un poco, y luego nos fuimos al borde donde estaban los otros dos.

—Estábamos haciendo apuestas mi marido y yo —dijo Sandra con una sonrisa pícara—. Jorge decía que os pondríais bañadores…

—No es la primera vez: ya hemos estado en una playa nudista —respondió Vero en tono de suficiencia—. Además, habría sido un poco violento, estando vosotros desnudos.

—Pues me alegro de haber perdido la apuesta —intervino el hombre—. Tienes un cuerpo muy bonito… —concluyó dirigiéndose a Vero, que se turbó visiblemente, mientras le daba un buen repaso con la vista.

Mi mujer nos dejó, nadando hacia el extremo contrario de la piscina, y regresó flotando de espaldas. Seguro que no era consciente de lo erótico de su imagen, como no lo había sido de la que ofreció cuando se acuclilló en el borde para probar la temperatura, o cuando se introdujo en el agua de espaldas.

Estuve nadando unos minutos. El agua estaba lo suficientemente templada como para estar sumergido todo el tiempo que quisieras, sin sentir frío.

Finalmente, me acerqué al borde en el que se encontraban charlando los otros tres.

—¿Qué tal la experiencia? —me preguntó Sandra con una sonrisa maliciosa.

—Que si hace tan solo dos meses me hubieran dicho que tal día como hoy estaríamos bañándonos en vuestra piscina, los cuatro desnudos, habría tratado de loco al que lo hubiera pronosticado —respondí—. Pero contestando a tu pregunta, me siento muy bien. ¿Y tú, Vero? —pregunté a mi mujer.

—Una vez pasado el sofoco inicial de exhibirme en pelotas, tengo que reconocer que es una gozada —respondió ella—. En aquella experiencia de la playa nudista a que me refería, fue distinto; a pesar de que todo el mundo estaba en bolas como nosotros, no llegué a encontrarme cómoda. Pero hoy… bueno, será la confianza que hay entre nosotros o lo que sea, pero no me ha costado tanto como imaginaba, y me gusta la sensación de estar en el agua sin bañador.

—Le damos demasiada importancia a lo de mostrar el cuerpo —intervino Jorge—. Son los prejuicios imbuidos en nosotros desde pequeños, y todo eso de Adán y Eva después de morder la manzana, pero en realidad es algo de lo más natural. Como dicen los naturistas, lo antinatural precisamente es ponerse ropa cuando el clima no nos obliga a ello.

—Y detrás de esa inhibición de mostrarse desnudo, —añadió Sandra—, vienen las otras: el sexo es algo sucio y pecaminoso, que por ello debe practicarse a solas y escondidos, y por supuestísimo, solo con la persona con la que nos hemos casado…

«Eso se llama “arrimar el ascua a su sardina”, —pensé—. Por supuestísimo también que para ellos lo lógico es que nos demos un revolcón los cuatro, obviamente con las parejas cambiadas»

—Dany, amor —Sandra se dirigía a mí con voz zalamera—. Sé buen chico, y ve a por una de esas botellas de champagne que habéis traído, las he metido en el congelador. Los martinis que NO nos hemos terminado deben estar hechos un asco…

—¿Qué me das a cambio? —la provoqué.

Había sido una broma, pero ella aprovechó la ocasión: se pegó a mí, pasó los brazos en torno a mi cuello, y me propinó un beso de los de película, con lengua y todo. Mi erección, calmada por la relativa frialdad del agua, retornó con el contacto de su cuerpo desnudo pegado al mío.

Se separó tras unos segundos, sonriente.

—Si quieres algo más, estoy a tu disposición… ¡jajajaja! —rió.

Me preocupaba un poco la reacción de Vero: estaba ligeramente ruborizada, y tenía una sonrisa boba, pero no parecía cabreada.

 

Me dirigí a la cocina. Solo entonces recordé que no sabía dónde tenían una cubeta, si es que disponían de ella, pero no era cosa de volver. Como suele suceder, la encontré en uno de los armarios bajos, pero solo después de registrar todos los superiores, cuando estaba ya a punto de ir a preguntarle a Sandra. Puse dentro la botella, un poco de agua, la llené de cubitos, y salí en dirección a la piscina, llevando cuatro copas cogidas por el talle en la otra mano.

La escena que vi al entrar me dejó estupefacto: Jorge se había sentado en el borde corto de la pileta que estaba frente a la puerta. Su mujer, entre sus piernas, tenía su pene sujeto con una mano e introducido en la boca, y subía y bajaba la cabeza sobre él. No podía ver la expresión de Vero, que me daba la espalda, pero pensé que si se hubiera encontrado molesta o incómoda les habría dejado solos. Aunque quizá estaba paralizada como yo… Eso sí, paralizada con los pechos más o menos en contacto con un muslo del hombre.

Me acuclillé tras los arbustos del jardín interior, que tenían el volumen suficiente como para cubrirme, solo por ver como se desarrollaba aquello. Justo a tiempo, porque Vero volvió la cabeza, sin duda buscándome, pero no me vio.

En ese momento, Sandra retiró la boca, aunque siguió haciendo subir y bajar la mano sobre la erección de su marido, girando la cabeza en dirección a Vero.

—¿Te apetece? —le dijo, inclinando el falo hacia mi mujer. Habló en un susurro, pero la reverberación en la enorme habitación vacía me permitió entender lo que decía.

Vero volvió de nuevo la cabeza en mi dirección. Estaba totalmente ruborizada, y tenía una expresión de confusión… o de excitación, no pude determinarlo.

Lo dudó. Miró de nuevo hacia la puerta. Cogió el pene de Jorge con dos dedos. Nueva mirada preocupada hacia donde me encontraba. Y finalmente se introdujo el glande en la boca.

Ahora sí que me quedé de piedra. Hasta aquel momento, no estaba nada seguro acerca de su determinación. Bueno, en realidad, tampoco sabía cómo me lo tomaría yo mismo, llegado el caso. Ahora lo estaba viendo: Vero estaba mucho más decidida de lo que yo imaginaba y ella decía. Y en cuanto a mí, la verdad es que, más que desagrado o celos, lo que estaba sintiendo era una excitación enorme, eso sí, acompañada de un no muy reconfortante estremecimiento en el bajo vientre. Porque no me quedaba duda alguna ya de que no iba a acabar la jornada sin que me follara a Sandra… y Jorge a Vero.

«Mucha inquietud por si entro y la pillo, pero no suelta el pene de Jorge» —pensé, no sin un punto de desagrado.

No podía continuar mucho más tiempo en plan voyeur, pero aún aguardé unos segundos más. Vero finalmente dejó el pene de Jorge, tras otra mirada preocupada a la puerta, completamente ruborizada, y se retiró.

Finalmente, me decidí a salir. Y en la siguiente ojeada, me vio. Me dirigió una mirada con expresión avergonzada, y apartó la vista.

Decidí comportarme como si aquello fuera lo más natural del mundo, o no lo hubiera visto.

Sandra me había visto llegar también, y compuso una sonrisa maliciosa. Luego salió del agua, secándose someramente con una de las grandes toallas dispuestas sobre una tumbona. Vero la imitó rápidamente. A pesar de mi falta de reacción, evitaba mirarme a los ojos. Y Jorge al fin se decidió a ponerse en pie y venir en nuestra dirección, con su pene enhiesto precediéndole.

—Ya creíamos que estabas pisando la uva… ¡Jajajaja! —bromeó Sandra—. ¿Qué estabas haciendo?

—Registrar tu cocina, no sabía dónde teníais la cubeta —repliqué mientras abría la botella y servía las copas.

Sandra tomó una, y se sentó despatarrada en una de las tumbonas, mostrando el sexo sin pudor alguno, al parecer. Advertí que era la primera vez que le veía, lo que resultaba curioso, porque la que se suponía que tenía costumbre de enseñarle era ella, pero había sido Vero quién le había mostrado profusamente hasta aquel momento.

—Dentro de un rato tendremos que comenzar a pensar en hacer la comida —dijo Jorge—, pero aún queda tiempo…

Se dirigió hacia su mujer, y dejó la copa en el suelo. La tomó por las corvas, tirando en su dirección. Sandra separó los muslos más aún, y el hombre se arrodilló ante la tumbona, e inclinó la cabeza hacia el sexo de su mujer.

Era como una película porno, (otra, que ya había visto una hacía unos instantes en la que Vero era “actriz invitada”) pero en vivo: Jorge había separado los labios mayores con las manos, y estaba lamiendo la vulva arriba y abajo. Después comenzó a mover rápidamente la punta de la lengua, acariciándole el clítoris. Sandra no podía estarse quieta: se estrujaba los pechos con los ojos cerrados, y sus nalgas habían abandonado el asiento, elevando el monte de Venus hacia la boca de su marido.

Me volví a mirar a Vero, que había quedado detrás de mí: sus pezones parecían a punto de reventar de puro enhiestos, y las aréolas también se veían inflamadas. Sus mejillas tenían “ese” rubor que no es indicativo de vergüenza, sino de excitación, rubor que se extendía hacia la parte superior del pecho. Los brazos cruzados, apretados contra el vientre y, probablemente sin ser consciente de ello, su pubis se movía ligera y acompasadamente adelante y atrás.

Le sonreí, y le hice el gesto con el dedo índice que significa “ven aquí”. Me puse detrás de ella, con mi erección bien arrimada a sus nalgas. Una mano se me fue a sus pechos, mientras que introduje la otra entre sus piernas, por delante. Comencé a acariciar su vulva con la palma de la mano abierta. Vero echó la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados, y sus rápidos jadeos se hicieron audibles. Le mordí el lóbulo de una oreja.

—¿Te apetece imitarles? —le pregunte en un susurro.

Sin esperar su respuesta, la empujé suavemente hacia la segunda tumbona, colocada en paralelo a la que servía de lecho improvisado a la otra pareja, y separada de ella por no más de medio metro.

Me quedé mirando a mi mujer, tendida con los muslos ligeramente separados, mostrando su sexo como antes lo había hecho Sandra. Había dicho “imitarles”, de manera que me dispuse a comerme yo también su vulva. Pero ella al parecer tenía otra idea: me agarró fuertemente de los cabellos, tirando de mi cabeza en su dirección, hasta que quedé tumbado encima.

—¡Házmelo, Dany! No puedo esperar más… —susurró con voz entrecortada.

Bueno, yo llevaba tiempo ya con mi erección, y estaba a punto para ella, de manera que le hice caso, y la penetré de inmediato.

A nuestro lado, Sandra profería pequeños grititos rítmicos. Obviamente, hasta ese momento yo no había sido testigo de un orgasmo de la mujer, pero no hacía falta: estaba experimentando uno, y de los buenos, al parecer.

Dediqué mi atención a Vero, que se estremecía, levantando el pubis hacia mí. Se le escapó un gemido perfectamente audible, y se introdujo el puño en la boca para ahogar los que yo sabía le seguirían: ¡había alcanzado el orgasmo con solo cinco o seis penetraciones! Tras unas cuantas convulsiones, se dejó caer en la tumbona, jadeante.

Y a pesar de mi excitación, yo no me había corrido aún.

Dirigí la vista a la otra tumbona. No me había dado cuenta hasta entonces, pero la escena había cambiado: ahora era Jorge el que estaba tendido, y Sandra arrodillada, estaba al parecer terminando la felación que habían iniciado Vero y ella misma hacía unos minutos.

Como hipnotizado, me quedé mirando el sexo y el fruncimiento oscuro de su ano, perfectamente visibles en aquella postura. Acerqué la boca al oído de Vero:

—Date la vuelta, quiero hacértelo desde atrás.

Vero adoptó de buena gana la postura que le había indicado. Estuve frotando mi glande inflamado arriba y abajo por su abertura, en la que era aún perceptible la dilatación de su vagina, debida a mi reciente penetración. Pero mi vista estaba pendiente del trasero de la otra mujer.

Finalmente introduje mi pene dentro de Vero, y comencé a moverme despacio, tratando de hacer durar aquello todo lo posible. La visión de la vulva de Sandra al alcance de mi mano era una tentación…

«¡Qué demonios! —me dije—. Al fin y al cabo, Vero se la había mamado a su marido hacía unos minutos…»

Posé la palma de la mano abierta sobre el sexo de la otra mujer, que dio un respingo, y se las apañó para volver la mirada en mi dirección con una sonrisa, mientras continuaba subiendo y bajando la cabeza sobre el pene de Jorge. Eso me animó lo suficiente como para introducir dos dedos en su vagina, haciéndolos girar en su interior. La mujer emitió unos gemidos medio ahogados, e inició una ligera rotación de sus caderas.

Por unos instantes, sentí el insensato deseo de metérsela a Sandra. No podía hacerlo, obviamente, porque me estaba follando a mi mujer, y por muy asumido que lo tuviera, no creo que le hubiera hecho ninguna gracia. De modo que aceleré el movimiento de mis dedos en la vagina de Sandra.

Una de las cosas que más me gustan en la postura en la que lo estaba haciendo, es contemplar el bamboleo de los pechos de mi pareja al ritmo de mis embestidas, de modo que incliné un poco la cabeza a un lado… Una mano de Jorge estaba como sopesando uno de los senos de Vero, para después pasar al otro. Y mi mujer no se quejaba, no.

Mis manoseos en el sexo de Sandra le estaban provocando un orgasmo, lo traslucían sus gemidos entrecortados. El pene de su marido ya no estaba en su boca, aunque seguía haciendo subir y bajar la mano sobre él.

—¡Danyyyy! —gritó de repente, dejándome estupefacto—. Sigue… ¡Aaaaaay!, sigue… ¡Me estoy corriendo!

Hubo una sucesión de grititos entrecortados, aunque mis dedos estaban quietos. Me había quedado como paralizado.

—Por favor, por favor, por favor… ¡aaaayyyyy! —ahora era Vero la que se estremecía, enervada por mis embestidas y los manoseos del otro hombre en sus pechos— hasta que se dejó llevar a su vez por un orgasmo muy intenso, a juzgar por los gemidos que ya no se molestaba en disimular.

Cuando cesaron sus convulsiones me quedé quieto. Hacía rato ya que Sandra me había hurtado su sexo, cuando se derrumbó sobre su marido jadeando fuertemente. Le besó intensamente, y luego susurró algo a su oído, que no pude entender. Él negó con la cabeza.

Vero reclamaba mi atención. Esta vez tomó ella la iniciativa, haciéndome quedar tumbado boca arriba. Se acuclilló sobre mis muslos dándome frente, y yo me ayudé con una mano para poner mi glande en contacto con su dilatada abertura. Se dejó caer lentamente, quedando de rodillas, y con mi erección profundamente introducida. Después apoyó las manos en mis hombros, e inició un enloquecedor movimiento de vaivén con su trasero, provocando que mi pene entrara y saliera alternativamente de su conducto, sin llegar a abandonarle del todo. Mis manos se fueron a sus pechos, que comencé a amasar como antes había hecho el otro hombre.

Fijé de nuevo mi atención en la otra pareja: habían adoptado la misma posición que nosotros, solo que Sandra daba la espalda a su marido. También habían invertido su situación, de manera de ahora ella estaba dándome frente. Como hipnotizado, me quedé con la vista fija en el pene del hombre moviéndose rápidamente dentro y fuera de la vagina de Sandra.

Cuando Vero y yo lo hacemos en la posición en la que estábamos, hay un síntoma claro de cuando ella está alcanzando el orgasmo: se tiende sobre mí, pasa los brazos en torno a mi cuello para hacer más íntimo el abrazo, y comienza a atrapar mi boca con la suya entreabierta. Y eso es lo que estaba sucediendo.

Vero no es muy ruidosa habitualmente cuando alcanza el orgasmo. Pero aquella vez había sobrepasado ya algunos límites, y no le preocupaba al parecer alternar sus mordiscos indoloros en mi boca con frases como “¡Ya, ya!, ¡me corroooo!…”

Y el que se corrió fui yo, estimulado por los convulsos movimientos descontrolados de Vero sobre mí, que duraron hasta después de que yo hubiera derramado mi última gota en su interior.

En la tumbona de al lado Sandra, acostada sobre su marido, le estaba besando tiernamente, finalizado también su coito.

Poco a poco, los cuatro fuimos saliendo de nuestra inmovilidad.

(9,52)