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Hasta la última consecuencia

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Ella llegó alrededor pasadas las siete, la típica hora en la que llegan las personas de las oficinas a sus casas. Yo la esperaba como siempre, ausente de mí y del tiempo hasta que escuché las llaves entrar en la puerta.

Automáticamente mi respiración se agitó y mi corazón quería salirse del pecho. Tanto nerviosismo casi me dolía. Mientras escuchaba el típico chillido de la puerta al abrir y al cerrar, el sonido de sus tacones contra la baldosa me hicieron recordar que yo ignoraba cómo estaba vestida. Sin embargo, parte de toda mi emoción recaía en ese detalle: desconocer de lleno la realidad y permitirle a mi imaginación terminar de destruir mis nervios.

Yo supuse que ella vestiría una de sus muchas faldas de oficina, aquellas que ciertamente no muestran mucho, llegando justo apenas arriba de la rodilla, y abrazando su vientre por encima de la cintura. Pero hay en esas faldas que tanto acostumbra a usar, algo que no se te va de la cabeza por más que trates de pensar en cosa distinta; son tan ceñidas al cuerpo, delimitando con maravillosa presión sus formas maduras. He visto muchas veces cómo algunos hombres voltean a mirar cuando ella camina, o dejan escapar miradas fugaces pero directas a sus piernas, a ese trasero que con los años ha ido tomando las dimensiones perfectas que permiten imaginar no pocas perversiones.

Con aquellas faldas la acompañan indiscutiblemente tacones no muy altos, siempre discretos pero suficientes. Las blusas que ella usa las lleva por adentro de la falda. Aquello le otorga un allure distinguido, muy elegante. Pero esa elegancia la obliga a ceñir sus senos a la vista maravillosa de su cuerpo ajustado, donde los últimos dos botones de la blusa no cerrarían de ninguna manera, y allí, donde apenas asoma el escote de sus senos, un collar remarca su presencia. Finalmente, las medias veladas que tantos problemas me han causado durante muchos años. Ella viste las medias siempre de color uniforme, ya sean negras, grises, de tonos transparentes u opacas; de color canela, un bronceado como el color de su piel. Recuerdo alguna vez que ella utilizó medias de tono gris transparente, pero con flores en ellas… la poca cordura con la que me conduzco apenas me alcanzó para llegar al final del día.

En todo ello pensaba de manera desorganizada, tratando de fingir prestar atención a mi ordenador, a la lectura, aun cuando yo sabía que lo hacía de manera muy torpe. El zapateo de sus tacones, ese martillar profundamente excitante de sus pasos llegaron finalmente hasta el marco de mi puerta abierta.

-Hola hijo, ¿cómo has estado?

Tras la breve parada de saludo por mi habitación, mamá se dirigió hacia la suya, donde todavía podía escucharla diciéndome:

-Apuesto que has pasado todo el día sentado frente al ordenador… ¡yo hoy no doy más!

Aquel olor, su perfume mezclado con el sudor del paso del día que se impregna en la piel, me excitaron hasta las últimas consecuencias.

Me paré de la silla. Sin pensar en absolutamente nada, al borde de un colapso respiratorio, la seguí hasta su habitación. Ella me sonrió con amabilidad mientras yo cerré la puerta de su cuarto detrás de mí.

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