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Hanna Müller

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CAPÍTULO Iº

 

Fue en una fría mañana de Febrero de 1942. Como desde una par de días antes ocurriera, Berlín había amanecido en un gris más que oscuro merced al entoldado de nubarrones casi negros que cubrían los cielos de la capital alemana. Confiada en que, como en los dos días precedentes ocurriera, la amenaza de tormenta no llegara a concretarse, Hannah salió de casa sin la cauta precaución de proveerse de un sólido paraguas, de modo que cuando a eso de las casi ya doce de la mañana las amenazas de aguacero se consumaron en lluvia más torrencial que otra cosa, la muchacha se encontró sola y desprotegida ante el peligro. Pero entonces, cuando el quedar calada hasta los huesos pasaba de posibilidad a amarga seguridad, junto a ella surgió una especie de ángel protector en la figura de un hombre de veinticuatro-veinticinco años, cuyo nombre resultó ser Herman Müller

Aquél joven, Herman Müller, acompañó, caballeroso, a Hanna hasta su casa y allí se despidieron para, lo más seguro, nunca más volverse a ver. Pero, por finales, no fue así, porque al día siguiente un tal Herman Müller la llamó al teléfono invitándola a tomar un café o cualquier otra cosa… Lo que ella prefiriera… Aquella primera invitación se fue repitiendo casi que a diario, forjándose así una buena amistad que en no demasiados meses fue trocándose en fuerte y tierno enamoramiento mutuo.

Herman fue movilizado en 1938 por lo que hizo la Campaña de Polonia en 1939 y en 1940 la del Oeste, en Holanda, Bélgica y Francia. En vísperas de las Navidades 1940-41 le desmovilizaron, con lo que cuando se conocieron, Herman era un civil bastante normal. Pero hete aquí que hacia fines de Octubre del 42 sucedió que el Heres, el Ejército Alemán, no podía pasar sin el concurso de Herman Müller; vamos, que sin él, lo mismo Alemania hasta perdía la guerra. En fin, que volvió a ser movilizado y destinado al frente ruso

La víspera del día en que Herman debía tomar el tren que le llevaría lejos, a las estepas rusas, él y Hanna contrajeron matrimonio. Su noche de bodas la compartieron en la misma habitación que ella ocupaba en casa de su madre. Por la mañana estaban los dos, Herman y Hanna, bien temprano, en la estación, al pie del tren que se llevaría a Herman lejos de ella; y, en el último minuto que él pudo estar en el andén, ella le besó, recomendándole que se cuidara, que volviera a ella…

Hasta Julio del 43 las cartas de él menudearon, dentro de lo que cabe. Así, supo que en la primera mitad del mes Herman participó en varios combates, muy duros, en torno a una localidad rusa cuyo nombre hoy representa la mayor batalla de carros o tanques de la historia, “KURSK”. Pero ahí se cortaron las cartas y noticias directas de Herman, con su última carta fechada en 28 de Julio de 1943. A partir de tal carta, nunca más volvió Hannah a recibir carta alguna de su marido. Lo único que de él después supo fue por medio de una escueta nota del OKH, (Ober Kommando der Heres=Alto Mando del Ejército), ya casi de Octubre, en la que se le notificaba que su marido, el soldado Herman Müller, había desaparecido en los combates librados a lo largo del mes de Agosto.

La nota casi sugería que, lamentablemente, su marido había muerto en combate, y así lo entendió también hasta su familia, aunque tanto su madre como su hermana no lo expresaran tan crudamente como otras personas, amigos-amigas más o menos. Ello no obstante, Hanna ni quiso considerar la idea de que su amado marido estuviera muerto; algún día, cuando fuera, él aparecería, volvería a su lado para ya nunca más separarse de ella…

El tiempo fue transcurriendo, quedando atrás días, semanas, meses y años. Así, fue cosa del pasado el año 1943 y tras él 1944, para dar paso a 1945, y con tal año, el día 20 de su mes de Abril, que traería la apocalíptica “Batalla de Berlín” con el Ejército Rojo rodeando la capital del Reich por sus cuatro puntos cardinales. La batalla fue dantesca, combatiéndose los once-doce días que duró calle por calle, casa por casa. Ni el subsuelo se libró de los combates bis a bis, a cara de perro, defensores alemanes y atacantes rusos, pues incluso llegó la lucha a los túneles del metro berlinés, mezclándose combatientes de ambos bandos y personal civil, mujeres, ancianos y niños pequeños, allí refugiado, huyendo de las bombas de aviación y los proyectiles y cohetes “Katiuska” de la artillería soviética.

Allí se fundieron en alucinante maremágnum soldados de la Werhmacht, voluntarios extranjeros de las Waffen SS, franceses, holandeses, noruegos, letones, estonios, españoles, con casi ya ancianos de 50-60 años del “Volkssturm”, la Milicia Ciudadana creada por el Partido Nacional Socialista hacia Noviembre de 1944, y chavales, críos, de entre 12 y 16 años de las Juventudes Hitlerianas

Durante aquellos días Berlín era dominio total y absoluto de la Muerte y el más descarnado horror, con cadáveres y más cadáveres hacinándose por calles y plazas; hasta en pisos particulares. Vidas segadas en los encarnizados combates callejeros que por toda la ciudad se sucedían, pero también por los bombardeos artilleros y de aviación con que los soviéticos machacaban incesantemente la ciudad. Vidas sacrificadas cuando los edificios reventaban y se venían al suelo, víctimas de granadas de artillería o bombas aéreas o cuando un proyectil errante surcaba el aire sin rumbo fijo, encontrando en su camino el cuerpo de un combatiente o un civil, anciano sesentón, setentón u octogenario, mujer o niño que, imprudentemente, habían salido de su casa. O que, estando en su casa, uno de esos proyectiles, viajando al tuntún, había acertado a “colarse” de rondón por una ventana o boquete abierto en la pared, llevándose por delante alguna vida inocente. O también, cuerpos de varones entre los cincuenta y sesenta años… O, si con más de sesenta años, parecían lo suficientemente fuertes para sujetar un arma, colgando de una cuerda de un árbol, o de una farola, con el letrerito de “Traidor al Fürer”, “Traidor a Alemania” o “Amigo de los comunistas” al cuello. La “cosecha” de la Dama Negra recolectada por jaurías de fieras de dos patas, uniforme pardo y “garrapata” negra al brazo, que recorrían, registrándolas habitación por habitación, vivienda tras vivienda, en busca de “antipatriotas” emboscados… Muy valientes ellas, para sacar de sus casas, de sus camas si se encontraban enfermos o, simplemente, intentando dormir, arrastrarlos a la calle y allí asesinarlos, bien a tiro limpio, bien ahorcándolos del árbol o farola más próximos, verdadera especialidad, esta, de “la casa”, pero no tanto para salir a dar la cara ante la infantería y los carros rusos… Incluso, alguna de estas “colgaduras” aparecía mutilada de un brazo o una pierna, perdidas en combate ante soviéticos, ingleses o americanos

También durante tales días se dieron casos curiosos, como madres corriendo tras críos de once, doce o catorce años, uniforme pardo de las “Hitlerjugend” y armado de cualquier forma, intentando quitarles tales uniforme y armas para llevárselos a casa, pero el chaval corriendo más que la madre, empeñado en poner su “granito de arena” al servicio de la Gran Patria Alemana y Hitleriana. O chicas de diecisiete-dieciocho a veintialgún años, entregándose sexualmente a su novio, a cualquier amigo mínimamente estimado o, incluso, al varón alemán más próximo, preferentemente uniformado, pues bien sabían lo que los rusos harían tan pronto dominen por completo la ciudad: Violar a cuanta fémina encuentren a su paso, sin límites de edad; así, que mejor ofrendar su doncellez a un ser querido o, al menos, mínimamente apreciado, que a uno de esas horribles bestias humanas

El 28 de Abril Adolf Hitler se casó con su amante de años, Eva Braun, y el 30 el flamante matrimonio se suicidó: El Fürer, disparándose una pistola en la boca; su mejer, envenenándose en sus habitaciones del “bunker” de la Cancillería. Seguidamente, ambos cadáveres fueron incinerados en el patio posterior del edificio. El uno de Mayo se suicidó el matrimonio Goebbels, tras de que Magda Goebbels diera muerte a sus seis hijos, envenenándolos después de narcotizarlos, a fin de que no sufrieran al morir: Pasaron, pues, directamente del sueño a la muerte.

El 2 de Mayo se acabó la guerra en Berlín, al rendirse sin condiciones el general Weidling, último jefe militar de Berlín. La guerra, desde luego, acabó, pero la tragedia de los berlineses casi podría decirse que comenzaba entonces. Una tragedia que, en general, no vino envuelta en sangre pues los “guerreros” soviéticos, tal vez ahítos ya de tanto derramarla, la prodigaron digamos que en  cuenta gotas:  Por lo común, y salvo excepciones de algún que otro asesinato innecesario, que también hubo, sólo disparaban, sólo mataban, al berlinés que encontraban armado.

Por lo demás, lo significado fue un más que atroz saqueo del que nada con un mínimo de valor se escapaba: Los relojes era de lo primero de que se apropiaban, más todo tipo de bebida alcohólica con que se topaban. Hasta llegaron a arrancar farolas, ni se sabe para qué, pues, aparte de todo, eran inservibles al no haber electricidad en toda la ciudad. También marcos de puertas y ventanas y muebles de viviendas particulares, por no hablar de las joyas u obras de algo parecido al arte que en tales domicilios hallaran.

Pero el que no dispararan a diestro y siniestro sobre cuanto se moviera tampoco significa que no recurrieran los vencedores a la violencia. Una violencia no dirigida, precisamente, a los hombres, pues a ellos normalmente no les molestaban; ni les miraban, como aquél que dice, “pasando” de ellos olímpicamente: los despreciaban más que ninguna otra cosa; eran los vencidos por ellos; los seres inferiores, que ni el desprecio merecían.

La violencia se dirigió en exclusiva hacia las mujeres: Eran su personal “botín de guerra”. Como lobos hambrientos caían sobre toda falda que encontraban en su camino, indiferenciando edad y condición, pues lo mismo les daba que fueran más bien jóvenes y bonitas que menos jóvenes y nada bonitas; igual les daba que estuvieran entre los diecisiete-dieciocho años como en los veinte y los que fueran, treinta y pocos o muchos, cuarenta, cincuenta o sesenta y hasta setenta o si apenas alcanzaban los diez o doce años. Eran hembras humanas, con su escondido “tesorito”, más o menos intacto, y eso les bastaba.

Pero es que tampoco era que se echara sobre cada mujer uno o dos hombres, ni que se contentaran con violentarla una sola vez y basta; no; nada de eso. Solían ser varios sobre una misma y sola mujer, cinco, seis, ocho; a veces hasta diez o más que, pacientemente esperaban su “turno” y, si no tenían bastante con una sola vez, pues nada; a la “cola” otra vez y a esperar, de nuevo, su turno.

Eso, siempre que cualquier fémina se atrevía a salir a la calle, pero es que si, precavidas, se quedaban en casa, tampoco estaban a salvo del sexual asalto “a la bayoneta”, pues por las noches, cuando menos podían esperárselo, una patada en la puerta era el preludio que precedía al asalto de un nutrido pelotón de “valientes” guerreros de las estepas rusas, europeas o asiáticas, que de inmediato procedían a encerrar en un cuarto a los hombres que en la casa hubieren, pues con ellos nada iba, y se llevaban a las mujeres, tuvieran la edad que tuvieran, a las habitaciones con camas más o menos mullidas. Cuando por fin quedaban ahítos de “asaltos”, tranquilamente abandonaban la vivienda. Incluso, en tales casos, había algún que otro “asaltante” que se sentía generoso o, tal vez, agradecido a las “atenciones” recibidas y dejaba tras de sí, como olvidado, algún paquete de tabaco más que mediado y arrugado o alguna “chuchería” que poderse llevar al estómago y calmar algo el hambre canina que, generalmente, la pobre población berlinesa padecía.

Lo del “aquí te pillo, aquí te violo” más bien que no duró tanto, pues a los diez-doce/quince días se dulcificó algo, haciéndose un poco más llevadero para las sufridas féminas berlinesas, ya que a los conquistadores, tal vez buscando relaciones más fluidas y, sobre todo, sostenidas en el tiempo, les dio por elegir “novias” digamos fijas. Sí, elegir, pues eran ellos los que decidían qué “zorra alemana fascista” querían “tirarse” más o menos a diario, a lo que la “elegida” nada tenía que oponer, pues no mostrarse sumisa a la par que contenta y agradecida a la “elección” suponía la muerte en el acto, y no sólo de ella, sino también de cuántos vivieran con ella, familia o amigos

Por otra parte, las “zorras alemanas” pronto advirtieron que la “protección” tenía sus ventajas, pues casi podía decirse que se libraban, desde que se constituían en “protegidas”, del acoso de los “cazadores al ojeo”, con lo que pasaban a no tener que aguantar más que a uno; además, también estaban las ventajillas que los “protectores” solían otorgar a sus “protegidas” en forma de raciones alimenticias extra, y no solo a ellas, sino también a cuantas personas vivieran con ellas

La cruz de esta cara la presentaban los hombres, derrotados, impotentes ante los rusos. Maridos hubo que tuvieron que “tragar” con que su propia esposa durmiera, bajo su techo, con el “protector” que la “eligiera”; o padres que tenían que soportar que se “beneficiaran” a su propia hija en su propia casa. Pero como no hay mal que por bien no venga, pronto los varones alemanes apreciaron también los pragmáticos beneficios derivados de que los “protectores” se “beneficiaran” a esposas e hijas, con lo que, por finales, algo así como “tutti contenti”(1)

Por otra parte, la vida diaria en Berlín no era nada, pero nada fácil, en una ciudad cuyos edificios, en casi el 50%, estaban convertidos en montañas de cascotes y escombros diseminados acá y allá por calles y plazas sin descontar los propios solares donde antes se irguieran, en tanto que el otro 50% y pico presentaba, por lo normal, no muchas condiciones de habitabilidad, con paredes exteriores más agujereadas que un queso “gruyere”; incluso con lienzos enteros de pared desaparecidos. A eso se unía la total falta de agua corriente y electricidad, de modo que la iluminación normal era a base de velas y el agua había que ir a buscarla a fuentes y caños de la vía pública que todavía funcionaran, que no eran tantos, o al río Spree que atraviesa la ciudad. Lo de la electricidad tenía, además, lo negativo de la climatología que en aquél mes de Mayo se concitó, con lluvias a granel y un  frío casi invernal; en fin, lo ideal para carecer de calefacción que valga en casa.

Hanna no se libró de ambas sevicias sexuales, pues fue violada en más de una ocasión y en forma sucesiva por varios soldados soviéticos, borrachos como cubas, generalmente; luego, también fue “elegida” y “protegida” sucesivamente, primero por un sargento que pudo disfrutar de ella más bien poco, pues un buen día se le cruzó en el camino un oficial, un capitán, que al momento informó al sargento que pusiera sus ojos en otra “zorra alemana fascista”, pues ésta a él le había hecho “tilín”, y claro, desde tal momento, lo de “díjolo Blas, punto redondo”, y “a sus órdenes, camarada capitán.

La época que pasó Hanna bajo la “protección” del susodicho oficial fue algo así como “de vino y rosas”, dentro de lo que cabe, claro, pues tampoco estaba el “patio” para tirar excesivos cohetes, pero comparativamente con lo pasado anteriormente, con un canto en los dientes podía darse. La cosa fue que en Julio de 1945 se constituyeron, deslindadas las unas de las otras, las cuatro zonas berlinesas de ocupación, soviética, norteamericana, británica y francesa, de manera que las tropas soviéticas evacuaron las áreas de Berlín que quedaban bajo administración occidental, ocupando las tropas de cada país aliado occidental la zona que le correspondía.

Así que, al querer la suerte que el sector de la ciudad donde Hanna moraba quedara dentro de la demarcación americana, los soviéticos la evacuaran siendo reemplazadas sus tropas por efectivos norteamericanos. Aquello, que pareció ser el fin de la “protección”, realmente no lo fue, pues, casi desde un principio, los “protectores” soviéticos fueron reemplazados, y con ventaja para las “protegidas”, por los “protectores” occidentales, en especial los norteamericanos, los más ricos, seguidos, a distancia, por británicos y franceses.

Oficialmente, las autoridades militares occidentales, siguiendo órdenes de sus gobiernos, prohibieron todo tipo de confraternización con la población aborigen pero a ver quién le pone “puertas al campo”; vamos, que, en la práctica, dichas autoridades optaron por mirar hacia otro lado cuando sus soldados y oficiales, rodeados de niños alemanes que les pedían chocolate, golosinas o comida y, asómbrese el lector, ¡cigarrillos! (2), repartieran entre la chiquillería lo que ésta les demandaba del mejor grado. Y qué decir si, en lugar de niños lo que acompañaba al militar era una linda “fräulein” indígena. Por lo único que tardaron un tanto en “pasar” fue por permitir, o autorizar, el matrimonio entre militares occidentales y “fräulein’s” indígenas.

Además, el personal militar aliado demandaba divertirse, y diversión incluye beber cerveza y licores, amén de disfrutar de compañía femenina; total, que casi desde el principio se permitió la apertura de locales al efecto. Estos bares los abrían alemanes previa obtención del oportuno permiso de la autoridad militar de ocupación competente en cada zona, que contrataban el necesario personal, inevitablemente femenino, siendo su cometido, en principio, servir las bebidas a los clientes. Estos locales eran lo que llamaban áreas “Of Limits”, es decir, vedadas a toda persona alemana ajena al servicio de tales locales.

Por su parte, Hanna no figuró entre esas “fräulein” más que lanzadas, aunque no por amor al arte, sino porque la necesidad hace mucho más al ladrón que la ocasión, pues ella seguía esperando que su marido, su amado Herman, cualquier día apareciera, volviendo a su lado, y para tal momento se reservaba: Ella era de él y nada más que de él, de forma que si aceptó acostarse con sus “protectores” rusos, solo fue eso lo que hizo, acostarse y, además obligada, pues ella, en absoluto, se entregó a ellos. Los soportó simplemente. Así que ella y su madre fueron saliendo adelante como pudieron, es decir, más que mal, a base de pasar más hambre que “Carpanta” (3)

En 1946 las potencias vencedoras, incluida la URSS, empezaron a repatriar a los prisioneros de guerra alemanes en su poder, con lo que a las estaciones ferroviarias alemanas  empezaron a llegar trenes con esos hombres recién liberados y Hanna comenzó a ir a la estación, a esperar esos trenes, en la esperanza que alguno le devolviera a su Herman. Allí se encontró con decenas y decenas de mujeres que, como ella, también habían ido a los andenes de la estación con la misma esperanza que ella.

Mujeres unas jóvenes, otras más maduras y otras, en fin, ancianitas de pelos blancos y rostros arrugados. Unas guapas, atractivas, otras menos guapas, menos atractivas. Unas, solas como ella misma, otras con críos, niños-niña, más o menos pequeños/as; otras, en fin, en grupos familiares más o menos amplios, con hombres-mujeres más o menos ancianos/as, con personas, varones y hembras, menos mayores, con niños/as unos, otros no; novias, esposas y madres. Grupos de mujeres, pues, heterogéneos, pero todas, todas, con el común denominador del brillo en sus miradas; el brillo de la esperanza, que se dice es lo último que en la vida se pierde

De los trenes iban apeándose los prisioneros retornados a la Patria. Solían llegar solos, uno por uno, sin formar grupos. Bajaban desorientados; casi, casi, inseguros. Unos con estado físico más que aceptable, otros bastante menos aceptable y algunos francamente desmejorados; demacrados, ojerosos, con las órbitas oculares hundidas y al fondo los ojos medio apagados, cuando no apagados por entero. Común a todos ellos era la mirada de expectación teñida de esa esperanza que sólo muere con la vida. Y mirando, repasando todo el panorama humano que a sus ojos saltaba como escudriñando cada rostro con extremo interés. Al momento, solía escucharse un grito, casi un alarido, de inmensa alegría y una de aquellas mujeres echaba a correr hacia uno de los que acababan de bajar a tierra, fundiéndose hombre y mujer, marido y esposa, novia y novio, madre e hijo, en un más que estrecho abrazo, regándose mutuamente el rostro de lágrimas; lágrimas de alegría, de íntima dicha

Luego, poco a poco, la estación, el andén, se vaciaba de soldados retornados a casa, y las mujeres que aún allí estaban, cabizbajas, algunas hasta llorando, y no de  alegría precisamente, también vaciaban el andén y abandonaban la estación de vuelta a casa. Acongojadas, desilusionadas; frustradas, al menos entonces… Volvían a casa con la renovada esperanza de que mañana, seguramente, viniera el ser añorado. Pero, lo normal era que el ser esperado no llegara al día siguiente. Ni al otro, ni al de más allá. Algunos, dados por desaparecidos, nunca regresaron del cautiverio (4)

Entre  muy finales de 1946 y más que alboreando 1947, un día, casualmente, Hanna se topó en la calle con Magda, una su amiga de toda la vida, desde niñas cuando los padres de la amiga todavía vivían en el mismo barrio que Hanna, su madre y padre habitaban. Casi siglos parecían haber pasado desde aquellos dorados años de principios-mediados de los treinta hasta que en 1944 la familia de Magda tuvo que abandonar el barrio, ya que el edificio donde habitaban se derrumbó durante uno de los intensos bombardeos a que norteamericanos y británicos sometían casi a diario a la ciudad de Berlín.

Magda estaba sola, pues en la batalla de Berlín murieron sus padres y un hermano menor. Entonces habitaba una especie de agujero, un sótano que en tiempos debió ser carbonera, pues todavía había allí montones de carbón, con otras doce o catorce personas más; como el movimiento se demuestra andando y la amistad estando junto al amigo en sus momentos difíciles, Hanna se llevó a Magda a su casa, diciéndole a su madre que desde ese día Magda viviría allí, con ellas en lo que la señora madre de Hanna estuvo más que de acuerdo, pues para ella, la amiga de su hija, desde bien pequeñita, fue como otra hija. Desde aquél mismo día, Hanna y Magda volvieron a ser las dos inseparables amigas que siempre fueron, yendo siempre juntas a todos lados.

Entonces supo Hanna que su amiga estaba en una situación bastante parecida a la suya. Escasamente dos meses después de casarse ella con Herman, Magda lo había hecho con Gustav, un chaval que de toda la vida conocían ambas, pues también figuraba en el grupo de chavales que de críos eran amigos, pero con un inconveniente que los años agudizarían, que Gustav era dos años menor que Magda, con lo que cuando el mancebo, a sus quince añitos, empezó a ponerle ojos de carnero degollado a la “buenaza” de Magda, que a sus  diecisiete años estaba de “Toma pan y moja”, a la chica le hizo gracia ver así, y por ella, al pipiolo que no tan antes fuera uno de sus más queridos amigos del alma pero, de ahí “p’alante” más bien que “na de na”, pues a ver dónde iba ella, “toda una mujer ya”, con tal infante.

Mas sucedió que el “mancebo”, por más infante que fuera, no cejaba en sus ojitos de carnero “degollao”, amén de echarle unas miradas, cuando creía que ella no se apercibía de ello, pero que ella no perdía ripio de tales escudriñamientos, que casi incendiaban su falda allá por donde la espalda tiene ya más que perdido tan digno y, sobre todo, casto nombre. En fin, que como bien se dice que “quien la sigue, la consigue” y, además el pipiolo allá por 1939, a sus diecisiete años y ella diecinueve, estaba como un queso, tal y como hoy día suele decirse, con su más de metro ochenta de estatura, sus casi noventa kilos de peso las espaldas más que anchas, etc. etc. y ni se sabe cuántos etc. más, pues al fin la bella dio el ansiado sí a Gustav.

Pero es que en 1942, tras más o menos dos años de ambos “pelar la pava”, a Gustav le enviaron una notita del Distrito de reclutamiento de Berlín recordándole que al siguiente año 1943 cumplía sus fatídicos 21 años y el Heres, el Ejército, quería hacer de él un auténtico hombre, vistiéndole de “gris de campaña”, con mosquetón Máuser incluido en el lote, amén de enviarle a las estepas rusas a llevar a esos andurriales la milenaria cultura germana y aria, por supuesto, a tiro limpio y tiro otra vez porque me toca.

Así que tras lo emocionante y más que romántica que a Magda le pareció la boda de su amiga Hanna la misma víspera de que su novio tuviera que ir a pegar tiros por media Rusia y aledaños, a diestro y siniestro además, su magín empezó a cavilar que era una vida suya, hasta que un buen día le planteó al ya menos pipiolo de su novio Gustav que, para que la Gran Patria Alemana le hiciera hombre vistiéndole de heroico soldado alemán, faltaría más, mejor le hacía ella hombre y, en justa correspondencia, él a ella mujer, en forma harto más placentera y descansada, aunque lo del descanso más bien que ya se vería, pues hay cada “puesta de largo” como hombre y como mujer que se las trae.

En fin, que en vísperas de las navidades 1942/43 las familias y amistades más íntimas de Magda y Gustav fueron de boda al casarse la pareja de tortolitos, entregándose ambos desde ese mismo día a lo de hacerse, ella a él hombre y él a ella mujer, con más que brioso entusiasmo. Y así pasaron esos días de vino, amor y flores hasta que allá por Abril de 1943 llegó también su última noche; su última noche de amor y entrega mutua. Fue una noche rara, una noche en la que los dos lloraban; sí; lloraban a lágrima viva, pero qué dulzura de besos, qué morreos más, más…pasionales. Fue un noche de amor furioso, violento casi. Parecía que más que amarse deseaban desgarrarse el uno a la otra, la otra al uno; desgarrarse amándose, amarse desgarrándose, con casi, casi que caníbal frenesí. Como si la vida, la tierra entera, no tuviera mañana; como si, tan pronto esa noche acabara, con ella todo se acabaría y nunca más volvería a ser nada igual. Como si la noche no trajera ya nunca más luz de alborada, de nuevo día, sino otra noche eterna, desgarradora, destructora, empezaría tan pronto esa última noche de paz y amor concluyera.

Gustav marchó al Frente Ruso y allí desapareció, engullido por la inmensa estepa rusa que parece que nunca se acaba, tragado por la guerra. Pero Gustav, realmente, no desapareció, pues entre mediados-finales del 44 el OKH informó a Magda que su marido, Gustav, estaba en poder de los rusos, prisionero. Sí, prisionero, pero a todas luces vivo, con lo que, más seguro que incierto, un día sí que volvería a ella, más o menos sano, eso sí, pero indudablemente salvo. Eso a Hanna, la verdad, no le pasaba. En ella, realmente, en absoluto había seguridad respecto a la integridad de Herman, su marido. Todo a tal respecto, en ella, era esperanza;  fe ciega en que estaba vivo, sólo Dios sabía dónde, desde luego, y que un día, cuando fuera, volvería a ella para nunca más separarse; para ser felices ya eternamente. Esperanza ciega y fe inconmovible, digamos, en la final victoria. Resultaba casi patético constatar tal cosa, tal irrealidad de pensamiento. Recordaba a todo el mundo aquella otra fe en la victoria final del megalómano Fürer Adolf Hitler, que con las tropas soviéticas en las calles Berlín, sostenía que allí, en la capital del Reich, se hundiría para siempre el Oso Ruso junto con el bolchevismo, el mal absoluto sin mezcla de bien alguno…

1947 fue avanzando y con el paso de sus meses la situación económica en casa de Hanna más desesperada no podía ser, pues por más que se buscara y rebañara en casa, no se encontraba nada, nada en absoluto, mínimamente válido para en el mercado negro adquirir las mínimas proteínas imprescindibles para mantener vivo a un ser humano, “conti más” a tres. Así que la búsqueda de trabajo se hizo cosa más que prioritaria; y trabajo donde surgiera, fuera lo que fuera…

Pero la cosa de buscar empleo no estaba nada clara en aquella Alemania de 1947, sometida al Comité Aliado de Control que, manejado a discreción por yanquis y soviéticos, estaba empeñado en que Alemania no pudiera salir adelante, prohibiendo tajantemente toda inversión que redundara en provecho de Alemania, condenada a ser “in aeternum” un país agropecuario, es decir, un inmenso patatar amén de criadero de vacas y cerdos, pero sin un ápice de industria, según el Plan Morgenthau (5). Sólo una cosa había a la que una chica un tanto joven y, en añadidura, bonita, podía dedicarse: Trabajar en uno de esos establecimientos abiertos para jolgorio y reposo del “guerrero”... Americano más bien, claro.

Como era de esperar Magda se escandalizó ante lo que Hanna pensaba hacer

―Pero chica… ¿Acaso quieres meterte a “pilingui”?

―¿Estás loca o qué? De eso nada, para que lo sepas

―Pues ya me explicarás. Que a esos sitios diría que los yanquis van para algo…

―Claro; a beber cerveza, whisky y tal

―Ya; y a acostarse con una tía. ¡Que pareces tonta, bonita!...

―Eso será si la tía quiere. Yo, desde luego no. Me han dicho que lo único que hay que hacer es servir lo que te pidan. Y punto. Claro que, digo yo, que si alguna quiere hacer algo más…pues eso es aparte. Y allá ellas con su capa hecha un sayo. Yo, desde luego que no.

Y sí; Hanna encontró trabajo de camarera en uno de esos locales “of Limits” para los germanos llamado “Moonlight”. El local estaba en algo más que penumbra, pues su iluminación se reducía a velas encendidas, puestas en platitos pequeños, soportes pequeños de vidrio o encajadas en el cuello de simples botellas, mayormente de cerveza. Se desparramaban sobre la barra y detrás de ella, en los anaqueles cuajados de botellas con bebidas y a diversas alturas. También en las mesas que rodeaban el contorno del local, a partir de los extremos de la barra, dejando al centro un espacio, más bien angosto pues las mesas ocupaban la mayor parte de la superficie del lugar, donde varias parejas, diez o doce, bailaban al son de un tocadiscos que reproducía música de Glen Miller, exactamente en ese momento “Moonlight Serenade”. Las parejas, a la música suave, lenta, amable, bailaban juntos; muy, muy juntitos. Casi abrazados, mejilla contra mejilla, algunas hasta se besaban…

Hanna se acercó a la barra, un tanto cohibida, un mucho acobardada. Era su primer día allí y lo que vio, esas parejas que bailaban más amarteladas que otra cosa, la descolocó un poco, pues no se esperaba eso. Ella creía que, como le dijeran, se trataría solo de servir bebidas, tras la barra o yendo a las mesas ocupadas a tomar la comanda y luego servirla y cobrarla; pero eso de bailar con los clientes, los soldados yanquis… Lucía un vestido negro anciano ya en seis o siete años, lo mejor de su más que sucinto guardarropa, arreglado para la ocasión, subido el borde inferior hasta un dedo por encima de la rodilla (no lo olvidemos, estamos en 1947 y la moda es bastante más “casta” que la actual), y el escote más bien amplio, en “V” redondeada hacia afuera para dejar ver “algo más” que antes dejara. Además, por la obligada dieta de esos dos últimos años, no solo le entraba bien sino que le quedaba francamente holgado, por lo que tuvo que meterle algún centímetro a las costuras para que el vestido se le ciñera al cuerpo.

―Nueva, ¿verdad? Tu primer día de trabajo…

Hanna respondió asintiendo con la cabeza

―Seguro que no es lo que te imaginabas. (Hanna siguió sin contestar) ¿Sabes nena? Aquí, si solo te dedicas a servir bebidas, tras la barra o entre las mesas, duras menos que un bocadillo tirado en la calle. De lo que aquí se trata, es que los clientes consuman; rondas y rondas de bebida, y eso se logra bailando con los tíos. Te diriges a uno, a ser posible solo, en una mesa o en la barra, y le pides que baile contigo. Una, dos piezas a lo sumo, y a la mesa, porque estás cansada y quieres tomar algol. Y ronda viene y otra más; algún que otro baile, que tampoco hay que pasarse y algo tiene que dársele al “pagano”, y otra vez a la mesa. Y qué quieres nena, pues suma y sigue. Eso sí; tú decides hasta dónde llegas con el “maromo”, pues de lo de bailar en adelante, nadie te va a pedir cuentas. De tu cosecha si te dejas o no besuquear, “meter mano” etc. Hasta si llegas o no más lejos…al rato íntimo en las habitaciones de arriba… Eso es libre; a tu entero albedrío… Yo, la verdad, llego a todo, porque es lo más rentable, lo que, de verdad, da dinero… Y el dinero es lo único importante, porque es lo único que te permite vivir… Al menos, últimamente…

Hanna esa misma tarde se aplicó a hacer que la invitaran a bailar a cambio de sacar rondas y más rondas de bebida. El sábado era el día de cobro: El sueldo convenido más el 20%  de lo que las consumiciones logradas valieran. Y empezó a ganar dinero pues se hizo una de las chicas del “Moonlight” más populares; más buscadas por los americanos que frecuentaban el local. Y ello sin ceder un ápice a los naturales deseos, más o menos libidinosos, de los muchachotes americanos, pues nunca permitió que la tocaran un pelo de la ropa. “Las manitas quietas, que luego van al pan”, decía, añadiendo: “Si eso es lo único que buscas, conmigo no lo vas a encontrar. Busca otra chica; aquí las hay para todos los gustos y querencias”. Pero tampoco eso significaba que fuera un “cardo borriquero”, ni mucho menos, que bien simpática también sabía ser.

Lo que ocurría es que la mujer desarrolló, más desde el primer momento que desde el segundo, una “mano izquierda” que para qué las prisas. Aquellos fuertotes, rollizos, mocetones que eran los americanos, también eran, sin excepciones como quien dice, unos niños grandes; enteramente transparentes. En su mayoría, campesinos. Hanna, cuando se acercaba a ellos, realmente, no les hablaba, sino que lo que hacía era lograr que fueran ellos los que la hablaran a ella. Empezaba por preguntarles de dónde eran, para después hacer que le hablaran de su tierra, de su pueblo…del terruño que dejaron atrás; unos para ir directamente a la guerra; otros, para ir a un país desconocido, asolado por una guerra que acababa de terminar.

La verdad era que todos, todos ellos, estaban solos; tremendamente solos. Lejos de su tierra, de su mundo, su familia, sus amigos. Ella entonces hacía que la lengua se les soltara; que le hablaran de sus padres, sus hermanos, de esa hermana pequeña, entrañable, que un día dejaron atrás. De la novia que allá, en su pueblo, quedó toda llorosa. Y de su mujer, su esposa, sus hijos, tan añorados. Pero, sobre todo, de la novia, la esposa; le contaban lo guapa que era…lo que la querían. Sobre todo, y en esto todos ellos coincidían, de las tremendas ganas que tenían de volver. Las fotos, los recuerdos grabados, enseguida salían a relucir, y ella mostraba interés por tales recuerdos. Les hablaba de la bondad que la imagen de la santa madre delataba, alababa la belleza de novias y esposas, lo guapísimos que eran los hijos, las hijas… La belleza de la tierra, lo bonito que resultaba el pueblo, tanto si éste aparecía en las fotos como si no, pues en tal caso ella lo suponía y el mocetón se lo corroboraba, pintando su terruño como la cosa más hermosa y maravillosa del mundo A veces hasta tenía que consolarles, porque las lágrimas pugnaban por escaparse de los ojos de aquellos hombretones, aquellos niños grandes, grandísimos a veces

Y los hombres, los americanos, le tomaban aprecio, la llegaban a querer como a alguien por entero entrañable, despojado ese aprecio de toda connotación erótica o sexual En ella ya no buscaban la hembra que en todas las demás deseaban, sino la amiga, la confidente; a mujer, bella, eso sí, que “también al santo se le adora por la peana”, que les escuchaba, les entendía. Que les consolaba en suma. Y simplemente con eso se sentían a gusto, felices; muy, muy felices. Claro, que tampoco eso quería decir que, de vez en cuando y, a pesar de la añoranza, el amor de la novia, la esposa, no les “picara” un tanto bastante la entrepierna y necesitaran algo más que las palabras y comprensión de ella. Lo normal, en tales casos, es que empezaran por intentarlo con Hanna, en esos momentos su genuino “tótem” de mujer; no intentaban comprarla con dinero, sino convencerla con el cariño, la devoción, que ellos le tenían. Claro que entonces ella les rechazaba, pero también con cariño, con dulzura, rogándoles que, por favor, la respetaran y en tales casos resultaba que esos niños grandes también eran caballeros y la respetaban. Ella les derivaba a otras chicas que sin problemas aceptaban lo que ellos entonces querían y buscaban, y todos tan felices y contentos…

En 1948, aparte del famoso Bloqueo del Berlín Occidental por orden de Stalin y el consecuente Puente Aéreo de los EEUU para abastecer a la población berlinesa, se dio un suceso que resultaría importante en la vida de Hanna: Conoció a un sargento norteamericano, James Clayton, Jim en la corta distancia; fue en una tarde-noche cualquiera de aquél año, cuando el sol primaveral empezaba a desentumecer los cuerpos ateridos por los helores invernales. Entró en el “Moonlight” y directamente se dirigió a una mesa desocupada, sentándose. Hanna estaba adosada a la barra, por su lado exterior, sentada en una banqueta; al momento se levantó y fue a la mesa recién ocupada por el sargento, preguntándole qué tomaba. Cuando volvió con la comanda lo hizo portando una bandeja con dos whiskys

―Me he tomado la libertad de pedir otro whisky para mí. ¿Te importa?

Jim no tuvo nada que objetar y Hanna se sentó con él en la mesa. Bebieron, charlaron, bailaron. Jim estaba entonces en la edad de Cristo, treinta y tres años, y resultó ser un hombre bastante tímido y hasta un tanto retraído. No era guapo en absoluto ni especialmente simpático, al menos de buenas a primeras, pero sí resultaba con un aquél bastante especial. Como la generalidad de los americanos, era bastante ingenuo; otro “niño grande”, en definitiva, pero de una ingenuidad que casi caía en candidez. Ni mucho menos era culto, pues de saber leer, escribir y las famosas cuatro reglas no pasaba; y aún eso, a duras penas, pues si se ponía a escribir seguro que metería faltas de ortografía a porrillo, amén de que leyendo era un auténtico desastre, pero sí que era tremendamente cortés hasta casi hacerse gentil. En fin, que a Hanna le cayó que mejor no pudo ser.

Pero sucedió que las visitas de Jim al “Moonlight” precisamente no menudeaban, sino que se espaciaban a través de semanas, con una sola visita cada dos, tres, hasta cuatro semanas. El sargento entraba en el local como temeroso de hacerse notar; se dirigía a una mesa solitaria y lo más apartada, lo más en penumbra posible, y solitario se sentaba. Le servían lo que pedía, invariablemente whisky, y sorbito a sorbito, procurando que le durara lo indecible, se lo iba bebiendo. Enseguida buscaba a Hanna con la mirada y desde que la localizaba ya en todo el rato que allí estaba ni un solo minuto la perdía de vista, mirándola insistentemente.

Ella, siempre con sus ojos avizor, le localizaba tan pronto entraba y ya tampoco le perdía de vista, aunque el bueno de Jim de esa atención que en la bella despertaba no se “coscaba” ni por casualidad, convencido siempre de que para ella él era algo así como invisible, como desde siempre le ocurriera con todas las chicas. Pero Hanna no se perdía ripio de las miraditas que él le dedicaba, pues si la generalidad de clientes del local solía mirarla con ojos de corderito degollado, las miradas que Jim le dirigía eran de corderito degollado cuando aún su madre no acababa de destetarle; vamos, corderito que apenas si llegaba a lechal. Ella se reía para sí misma cosa mala con aquellas miraditas de tan rendido embeleso, pero aguantaba sin acercarse a él, en tanto que él, Jim, ni por equivocación, se permitiría nunca acercarse a ella, así muriera de ganas de estar con Hanna.

Por fin, Hanna concedía a Jim la gracia de su presencia y compañía, acercándose con dos vasos de whisky a la mesa que él ocupaba para a continuación sentarse con él sin pedir antes su anuencia. Entonces le reprendía, pero enteramente en broma, por más que le pusiera cara de magistrado del Tribunal de Núremberg juzgando a un jerarca nazi 

―¿Te crees que está bonito tenerme tan abandonada? ¿Cuánto hace que no vienes a verme? ¡Tres semanas, Jim, tres larguísimas semanas!

Jim enrojecía hasta las orejas cuando Hanna le espetaba así, disculpándose con lo de que su sueldo de sargento apenas si le permitía más, pues cada velada en el “Moonlight” le salía por un ojo de la cara. Y verdad era el aserto, que pasar la mayoría de las tardes-noches en esos bares o clubs no estaba al alcance de cualquiera. También cierto era que muchos, pero muchos, compañeros de Jim, con haberes legales bastante más bajos que los del sargento, pues eran en su infinita mayoría simples cabos y soldados, se pasaban allí la inmensa mayoría de las tardes y noches, pero es que pocos eran los efectivos aliados, americanos particularmente, que no “mercachiflearan” por el mercado negro de aquella Alemania, aquél Berlín, de fines de los 40, donde todo, absolutamente todo, se compraba y se vendía.

Simplemente, una sola ración diaria del soldado americano cubriría holgadamente las raciones de una familia alemana de la época, con tres o cuatro miembros, por tres, cuatro e incluso más días. Luego los excedentes que tales raciones les proporcionaban, sólo en chocolate y cigarrillos, puestos en el mercado negro, era mucho, pero que mucho dinero. Pero si un soldado americano invertía en productos comprados en el economato militar norteamericano, a precio irrisorio, desde todo tipo de comestibles y chucherías, chocolate, caramelos, chicles, etc. hasta medias de seda, lencería íntima femenina o genuino perfume francés, el famoso “Chanel nº 5” incluido, puesto todo eso en el mercado negro, multiplicaba su sueldo al menos por cinco, cuando no hasta por diez.

Pero el bueno de Jim pensaba que eso era comerciar con el hambre, la miseria, que azotaba a toda la población alemana; que tal cosa era casi un crimen de lesa humanidad. Y eso, esa primitiva honradez del sargento, a prueba de bombas, le llegaba al alma a Hanna, hasta hacérsele entrañable el americano Jim Clayton. Más adelante supo el gran secreto del sargento americano, el quid de su gran timidez: Temía más que otra cosa a las mujeres. Su porte más bien desgarbado, su casi absoluta falta de todo tipo de atractivo físico, desde su más temprana mocedad, le habían granjeado las chanzas, burlas, más acerbas por parte de las féminas, lo mismo las de los catorce-quince años cuando él andaba por similares años, como de las bellas de dieciocho, veinte y veintitantos años; y, en  especial, por parte de las de mejor ver, que había que ver cómo se pasaban con él tales bellezones.

Eso, como es natural, movía más y más en su favor lo entrañable con que Hanna veía a Jim Clayton. En absoluto se le escapaba la atracción que en él ella causaba, una bella mezcla de amor trufado de deseo, porque lo propio es que, si se ama a una persona, se la desee sexualmente, como el cénit materializado de tal amor; de tal enamoramiento. Lo sabía, sabía cómo él la deseaba, pero eso no la molestaba; muy al contrario le agradaba, le gustaba incluso. Se sentía querida, amada, en esas inflamadas miradas que él le dirigía cuando creía que ella ni se enteraba; con esos ojos de corderito lechal, apenas destetado y ya degollado. ¡Eran tan distintas a las que en general le dirigían allí, en el “Moonlight”! Miradas que la desnudaban, colmadas de lujuria, de impúdico deseo sexual, puro y duro. Lo que en él veía era distinto; muy, muy distinto. Era pasión, desde luego, pero también amor, cariño; veneración hasta aproximarse a la deísta adoración. No por ello a ella la motivaba sentimiento amoroso alguno hacia él, que bien claro tenía que en absoluto le amaba; en forma alguna, como hombre, la atraía. Ella era de su marido, de su Herman Müller, estuviera donde estuviese; de él y de nadie más, pues a nadie más amaría nunca, muriera él o no muriera, pero no por ello dejaba de sentirse halagada, a gusto y cómoda, con la veneración con que él la distinguía

Las visitas de Jim Clayton al “Moonlight” fueron menudeando hasta el punto de hacerse prácticamente diarias. Podría decirse que el sargento USA acabó por constituirse, si no en el mejor cliente del local, sí en el más seguro y asiduo. Como siempre, Hanna, continuamente avizor de quién entraba, apenas asomaba la “gaita”, lo “guipaba” e ir a su mesa a servirle era todo uno. Ya no iba a él con dos vasos, pues no permitía que la invitara; ni tan siquiera que Jim tomara más de dos whiskys, pues tampoco quería que se desperrillara por pasar algún rato que otro con ella.

(“Se desperrillara”: Se gastara el dinero. En tiempos, al dinero en España se le llamaba “las perras”, por las monedas de cinco y diez céntimos de peseta, que el vulgo llamaba “perra chica” y “perra gorda, respectivamente)

Incluso, más de una vez y más de dos, decía a Hilde, la encargada del local o “alter ego” del dueño, la misma chica que, tras el mostrador, que era donde habitualmente estaba, le hablara el primer día que llegó a trabajar, ahora excelentes amigas, que “hiciera la vista gorda” y no fichara la copa de Jim, y Hilde, a regañadientes, hacía lo que su amiga le pedía, aunque remachándole que por ahí acabaría mal; sin trabajo. Que había que deslindar muy bien el trabajo de la vida privada, por lo que si el americano le hacía “tilín”, se dedicara a él en sus horas libres, y no en las de trabajo.

Así, Hanna se sentaba con Jim a su mesa, hablando con él, manteniendo confidencias y demás sin consumir nada ni dejarle a él tomar más de una consumición. Eso, mientras no sentía, clavada en su nuca, la hostil mirada de su jefe, el dueño del local, que se subía por las paredes cuando veía a Hanna, según él, “pelando la pava” con aquél sargento americano al que ya casi odiaba por entretenerle así a su fámula (sirvienta; destaco así el poco respeto que el fulano tenía por sus empleadas) y, para más “INRI”, casi que “por la cara”, es decir, sin gastar un marco, no ya un dólar.

En tales casos Hanna, de inmediato, abandonaba a Jim, diciéndole que no tenía más remedio que trabajar, pero tan pronto constataba que el amo no estaba pendiente de ella volvía a las andadas de sus charlas e, incluso, medio devaneos, con el americano Jim Clayton, aunque, eso sí, bajo la severa mirada, por desaprobatoria, de su “jefa” y amiga Hilde.

1948 se fue deslizando, cayendo, cual hojas otoñales, las del calendario, mes tras mes; así llegó la última noche de tal año, la de San Silvestre, Fin de Año o 31 de Diciembre, tras cuya noche amaneció el Uno de Enero de 1949, primer día de tal año que, amén de señalar el fin del Bloqueo de Berlín y la institución de los dos estados en que quedó dividida Alemania hasta su reunificación hacia 1991-92, para Hanna Müller fue un año muy especial, pues le trajo un acontecimiento que tendría profunda repercusión en su vida.

Fue un martes cualquiera de mediados-fines de Agosto. El martes era el día que el amo del “Moonlight” le daba como descanso semanal, entonces la semana laboral de lunes a viernes aún no se llevaba en Europa, por lo que la mujer pasó la tarde haciendo varias cosas que la tuvieron lejos de casa hasta la ya casi noche, pues hasta entre las ocho y las nueve no arribó de regreso a casa. Entonces le dieron la noticia: Gustav, el marido de Magda, había aparecido esa tarde en casa, repatriado desde la URSS.

De momento Hanna se quedó inmóvil, casi sin poder creer lo que oía, pero de inmediato la alegría inundó su alma y gritando “¡Gustav!... ¡Gustav!” echó a correr hacia el interior de la casa. En el comedor estaban Magda y Gustav, abrazados, besándose casi, casi, que con frenesí, La pesadilla de ella, de Magda, por fin había terminado: ¡Su marido, al fin, estaba allí; en casa;…con ella!… Hanna se precipitó en brazos de los dos, abrazándoles, besándoles a los dos. Reían los tres, Hanna, Magda y Gustav. Y lloraban; lloraban a lágrima viva, pero de inmensa alegría…

―¡Estás aquí, Gustav, con nosotros! ¡Y vivo! ¡Vivo, Magda; vivo! ¡Vivo para ti, querida amiga; vivo para que, de nuevo, tú seas de él y él tuyo! Es… Es un milagro; sí; un milagro… ¡También Herman volverá!... ¡Volverá como tú has vuelto, Gustav! ¡Pronto; seguro que muy pronto!...

Al escucharla, el rostro de Gustav se ensombreció. Bajó la cabeza, incapaz entonces de sostener aquella mirada de Hanna en la que destellaba una alegría inmensa ante la esperanza de recuperar muy pronto a su marido

―No le esperes, Hanna, no volverá… Nunca regresará… Herman está muerto… Murió en Agosto del 43, al sureste de Járkov. Quedó con otros quince o dieciséis hombres, al mando del capitán de la compañía, para cubrir la retirada del grueso de los nuestros. Para cubrir mi propia retirada. Estaban heridos todos ellos, graves; muy graves algunos, como Herman. No tenían solución al no poder caminar. Los rusos los rematarían tan pronto los capturaran; es lo que hacían, sin excepción que valiera: Quien por sus propios medios podía llegar al campo de prisioneros, vivía, quien no, quedaba allí, rematado a bayonetazo limpio. Era la única posibilidad de que los más, los que podíamos correr y tratar de escapar de los “ruskis”, pudiéramos hacerlo. Murió, murieron todos ellos, para que nosotros viviéramos; para que yo pudiera sobrevivir y volver a casa, a mi Magda…

Hanna estaba blanca cual pared encalada; no fría, sino gélida por dentro. No podía creerlo; no podía ser que su Herman, su idolatrado marido, hubiera muerto, dejándola sola… Gustav siguió hablando

―Nos despedimos con un abrazo, hasta que volviéramos a reunirnos en el Más Allá… Herman me encargó que te dijera que te quería mucho; muchísimo. Que te quiso desde el mismo momento en que te conoció. Y que siempre, siempre, te había sido fiel. Pero también me pidió que te dijera que no le lloraras mucho. Que le olvidaras lo antes posible y rehicieras tu vida con otro hombre que te mereciera y te hiciera feliz. Todo lo feliz que él hubiera querido hacerte, pero no pudo… La guerra se lo impidió…

Gustav calló y las lágrimas de Hanna se secaron en sus lagrimales. Se quedó seria; muy, muy seria y casi agarrotada. Pero eso duró poco; muy poco. Enseguida reaccionó y, muy tiesa y, por demás, decidida se encaminó hacia la puerta de la calle.

―¿Dónde vas Hanna?... ¿Qué vas a hacer?

―Me voy al club, mamá… Al “Moonlight”

―Pero chica… ¿Estás en tus cabales?... ¿Qué vas a hacer allí?

Hanna esta vez no respondió; con paso firme, seguro, salió de casa y, escaleras abajo, salió a la calle. Presurosa, tomó el camino de su lugar de trabajo. Cogió el autobús que solía llevarla hasta allí y en minutos estaba donde quería. Entró en el local y con ansiedad no exenta de temor por no encontrarle, buscó a Jim Clayton. Enseguida le vio, sentado a una mesa con su sempiterno whisky y su casi perpetua soledad. Con paso rápido, con evidente prisa, se dirigió a él. Jim la divisó cuando ya casi estaba junto a él y, siempre galante y caballeroso, se levantó, aprestándose a recibirla. Ella llegó junto a él y, sin más preámbulos, sin mediar palabra alguna, se le echó encima abrazándole y besándole. Pero besándole con pasión casi delirante, en la boca, haciendo que él se la abriera a ella, que se entregó a las caricias de lengua como si eso fuera lo único que podría hacer ya en esta vida. Al fin se separó de él, para decirle

―Sácame de aquí Jim. Donde sea; donde quieras… Donde podamos acostarnos. Lo necesito Jim… Lo necesito. Necesito ser amada… Ser dichosa…

FIN DEL CAPÍTULO

 

NOTAS AL TEXTO

1. Del libro “Una mujer en Berlín”, de una mujer alemana que en mayo de 1945 tenía 24 años; oculta su nombre bajo el seudónimo “Anónima”, pues anónimas son las mujeres protagonistas del libro, las víctimas, como ella misma, de las violaciones soviéticas: "Una y otra vez voy notando en estos días cómo se transforma mi percepción de los hombres, la percepción que tenemos todas las mujeres en relación con los hombres. Nos dan pena, nos parecen tan pobres, tan débiles, el sexo debilucho". En otros reglones del libro se lee: “A la larga, el hambre pesa más que la humillación. Las mujeres terminan por hacer de la necesidad, virtud. Los antiguos principios, la moral, el pudor, todo lo han deshecho las bombas, unas situaciones extremas propiciadas por la muerte desquiciadora modifican y acuñan la nueva ética ocasional de las sobrevivientes”. 

2. Los cigarrillos, el tabaco, era materia estimadísima en el Mercado Negro, moneda habitual para adquirir bienes comestibles y demás. Al propio tiempo, también se vendía, siendo de lo más fácil de “colocar” y a precios bastante altos, pues en los circuitos normales de venta, el “mercado blanco”, si todo atrozmente escaseaba, el tabaco casi más que nada. Era punto menos que imposible adquirirlo a precios, digamos, normales.

3. Personaje de “cómic” o “TBO” infantil surgido en 1947 y que todavía se edita en álbumes de tapa dura y grosor de páginas. Su nombre deriva de la definición que el diccionario de la RAE hace del sustantivo de su nombre: "Hambre Canina”. En el “cómic” es un vagabundo, un mendigo, que habita bajo un puente y está continuamente buscando saciarse de comer, cosa que nunca logra; que, invariablemente, se le malogra al final. Su “icono” es estar siempre soñando con “zamparse” un pollo asado entero… Que, también invariablemente, acaba dotado de alas, significando que, finalmente, vuela sin remedio

4. Hoy día hay registrados un millón trescientos mil “desaparecidos” que nunca aparecieron; que se ignora dónde pueden estar… Que se ignora si están muertos o sobrevivieron… En el año 2013, casi setenta años después…

5. Por Henry Morgenthau, Secretario del Tesoro (Ministro de Hacienda) del Presidente Franklin Delano Roosevelt. Fue un plan sobre lo que se debería hacer con Alemania una vez fuera vencida que dicho personaje presentó al presidente USA y que éste, en principio aceptó. Para saber un tanto en profundidad en qué consistía, sin las “suavidades” con que, en general, las páginas de Wikipedia en español suelen presentarle, recomiendo la lectura de la página que en inglés Wikipedia dedica al tema. Decir que, si las páginas en español cubren tres páginas en escritura Arial 12, las escritas en inglés cubren catorce. Es decir, mucho más exhaustivo, y horrendo, lo que en inglés se detalla que lo suministrado en español. En síntesis, este plan condenaba a Alemania a ser un país agrícola y ganadero casi en exclusiva, pues su industrialización debía reducirse a algo de industria ligera y punto. Alemania de siempre ha sido, y es, un país deficitario en producción alimentaria básica, cereal, legumbres etc, por lo que una economía puramente agropecuaria no produce alimentos suficientes para su población, a no ser que ésta disminuya drásticamente. Cuando Alemania se rinde sin condiciones a los aliados todavía cuenta con una población de unos 70 millones de personas; pues bien, las estimaciones de las propias autoridades norteamericanas, calculan que ese país netamente agropecuario que se proyecta no podría alimentar una población superior, como mucho, a los 40 millones de personas, aunque parecía más real la cifra de entre 30-35 millones. Eso significa que sobraban entre 30-35 millones de personas, que consecuentemente debían ser exterminadas. Y en la práctica, desde Mayo de 1945, los americanos en especial, aunque también los rusos, iniciaron una política de auténtico exterminio, por hambre, de la población alemana en general. Se estableció que el consumo medio por habitante adulto no debía de pasar de las mil calorías, eso garantizaba que en no demasiados años el hambre habría acabado con la población sobrante.

(9,25)