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Arrepentidos los quiere Dios. (Capítulo 53)

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Capítulo 53

Repuestas ambas de la impresión que nos produjo el inesperado encuentro, me llevó a una habitación contigua que servía como de almacén de lo que casi nada se almacenaba; ya que se carecía de todo: el tsunami se había llevado la mayor parte de las existencias del País; el desorden era el rey de la situación.

Nos tomamos de las manos y nos miramos a los ojos; como queriendo entrar en los corazones para en un instante conocer sin palabras nuestros desasosiegos; y así estuvimos hasta que...

--Manolita. ¿Por qué no respondiste a mi carta?

--Mi querida niña; cuando supe de ella fue tarde, y ya te la habían devuelto, pero no te preocupes de eso. Mi vida ha dado un giro de ciento ochenta grados, ya te explicaré. Ahora vamos a trabajar las dos juntas para paliar los efectos de esta catástrofe.

--La tengo guardada con la esperanza de que algún día pudieras leerla.

--¿Qué me decías? Pregunté intrigada.

--Ya la leerás.

Cambió de tema y me dijo:

--Acabo de enterarme que has venido acreditada por el Gobierno de España ¿Cómo es eso?

Le conté a grandes rasgos los acontecimientos acaecidos  en los últimos años, me escuchaba alucinada, como si no diera crédito que aquella Manolita, la del relax de la Dictadura, fuera hoy una señora respetable y con el bastón de mando de un municipio.

--Seguro que estabas destinada a hacer algo grande en la vida. Me dijo muy convencida.

A pesar de la terrible tragedia, no podía apartar de mi mente el deseo de estrecharla entre mis brazos. Pero hacía esfuerzos para contenerlos; Margarita no estaría en estos momentos para juegos eróticos. Por lo que le dije.

--Dime Marga: ¿Qué ha sido de tu familia, tu marido..? ¿Tenías hijos?

--Mi marido está desaparecido. Hijos no tengo.

--¿Qué ha sido de tu hermano, de Raúl?

--Afortunadamente ha sobrevivido al desastre, pero desgraciadamente su señora no.

--¿Y los niños? Porque según tengo entendido tiene dos.

--Gracias a Dios también han sobrevivido.

--¡Cuánto me alegro! ¿Sabes dónde está?

--Salió para el otro extremo de La Isla con un equipo de salvamento. Pronto regresará.

Intenté escudriñar sus pensamientos; este encuentro había vivificado mis sentimientos de un soplido. La ternura y el amor que sentía por esta niña, era sublime; tenía que descubrir los suyos.

--¿Dónde te alojas Manolita?

--En la Embajada de España, es uno de los pocos edificios que han quedado en pie. ¿Y tú, Marga?

--Aquí mismo, casi en la intemperie; nuestra mansión ha quedado totalmente arrasada.

--Ya lo he visto desde el aire. Fue lo primero que pedí ver, ¡terrible, terrible!

--A partir de ahora te vas a alojar conmigo, llamaré para que te preparen una habitación en la Embajada.

--No te molestes, Manolita.

--O te vienes conmigo, o me quedo yo aquí contigo. Elige. Pero de ti no me separo ni un segundo.

Llegamos a la Embajada en unos minutos, a pesar de las dificultades del tránsito, ya que se hallaba ubicada a escasos metros del lugar.

Le presenté al señor Ministro de Asuntos Exteriores y al señor Embajador que se encontraban estudiado la situación.

Les pedí que a partir de ahora Margarita sería mi asesora, ya que como hija del más benefactor del País, gozaba de gran reputación, y me serviría de gran  ayuda para conocer al detalle la magnitud de la tragedia.

--¡Ah! ¿Pero es usted hija de don Héctor del Pozo, que en Gloria esté? Le dijo el Embajador a la vez que le besaba la mano que Marga le ofrecía.

--Sí, señor Embajador.

--¡Gran tipo su padre... Gran tipo..!

--¿Le conocía usted mucho?

--Mucho no, pero cuando estaba de agregado comercial en la Embajada, tuvimos varias reuniones de negocios. ¡Gran tipo su padre... sí... gran tipo..! Era un placer hacer negocios con él.

--Manolita, me preguntó el embajador. ¿No te importa que la señora comparta tu habitación? Está la embajada a tope, y hemos tenido que habilitar despachos  para cubrir necesidades obvias.

Ni el Ministro ni el Embajador tenían ni remota idea de "lo nuestro", por lo que esa propuesta era la que esperaba, pero no debía ser yo la que la planteara.

Hasta las tantas de la madrugada estuvimos en el improvisado hospital de campaña, limpiando y curando heridas.

Veía a Marga hacer esfuerzos para no devolver ante tanta suciedad que portaban los heridos que llegaban continuamente. Yo estaba acostumbrada a tragarme la porquería de muchos durante la época de mujer de la limpieza en el burdel de doña Patrocinio. Por eso me encargué de acondicionarlos de la forma más decente que los medios me permitían. Cosa que ella me lo agradecía con unas miradas llenas de amor.

Llegamos a la Embajada sobre las tres de la madrugada. Teníamos que alumbrarnos con velas, ya que la instalación eléctrica había quedado dañada, y los generadores no funcionaban por falta de combustible.      ¡Menos mal, que el clima de La Isla era cálido!

Una sola vela iluminaba la estancia de unos veinte metros cuadrados y un pequeño baño anexo a la misma.

No pude evitar evocar nuestra primera noche de amor en Río de Janeiro.  

Nos desnudamos en silencio, pero seguro que las dos pensando en lo mismo. Sin embargo no era lujuria ni pasión desenfrenada lo que sentía; por lo que quedé sorprendida de mi misma.

Lo que me apetecía era tenerla entre mis brazos, aspirar de su aliento y besarla en la frente. Brotó en mi un amor maternal, no de amante; por lo que entendí, que mi cariño, estaba muy por encima del sexo puro y duro.

Nos acostamos de lado, una frente a la otra; nuestros pechos y vientres se fundieron en uno solo; nos abrazamos, y le besé en la frente.

--Mi niña... No sabes cuántas veces me he acordado de ti... Le decía a la vez que le acariciaba los cabellos.

--Y yo de ti Manolita, ¡Cuántas veces hice el amor con mi marido pensando en ti!

No quería pensar que esta terrible tragedia nos había vuelto a juntar. ¡No por Dios! No puedes ser tan cruel. Pero la realidad, es que, Marga y yo, estábamos viviendo la parte más pura del amor gracias a la misma.

Abrió los ojos y me miró fijamente; los labios los tenía húmedos; creí que me estaba invitando a que se los besara. Sin decirle nada, entreabrió la boca, fue la señal de que ansiaba a pesar de la desgracia, que bebiera de su boca; y así lo hice: bebí todos los néctares que destilaban de ella.

Esta vez, nuestros sexos, a pesar de estar calados por "la lluvia de las nubes del amor", se resignaron a no participar en el juego de las fantasías. Esta vez, tocaba hacer el amor con el alma y el corazón.

Y así, entrelazadas entre nuestros brazos, quedamos dormidas.

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