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Cumpliendo fantasías en la escuela

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Era un día lluvioso. Los chaparrones todavía caían cuando ya estábamos adentro del aula, y los relámpagos se estrellaban contra la nada, con rugidos feroces.  Sólo cuatro asistimos ese día a clases. Fernando, Juan, Diego y yo. Éramos jóvenes, en verdad no nos gustaba la escuela, pero teníamos un motivo muy concreto para estar ahí esa tarde tormentosa, y ese motivo estaba entrando por la puerta, sobre sus piernas de pantorrillas finas y muslos jugosos. La señorita Miriam saludó con una sonrisa de sincera alegría. A pesar del temporal se las había arreglado para venir impecable, con el guardapolvo blanco, inmaculado, que le llagaba apenas a la mitad de la cadera. Su pelo rubio caía a un costado mientras escribía en su libreta sentada en su escritorio. Luego se paró, dio vuelta para escribir el pizarrón y nos refregó en los ojos ese culo escultural enfundado en un pantalón de jean.

Escribía un problema matemático. Poca importancia le dábamos a eso, solo nos interesaba seguir el movimiento involuntario de sus caderas, el flexionar de sus rodillas, cada vez que se detenía para pensar en qué iba a poner, y en la redondez de sus nalgas, cuando debía agacharse para escribir en la parte más baja del pizarrón.

¿Cuántas veces había amanecido mojado por haber soñado con ella? Ya había perdido la cuenta. Pero sabía que a todos nos pasaba lo mismo. Éramos cuatro jóvenes con las hormonas alborotadas, con la sexualidad despertando, con la hombría exigiendo menos fantasías y más experiencias.

La escuela estaba casi vacía. De los pasillos no llega sonido alguno, las aulas que lindaban con la nuestra estaban desocupadas. Muy pocos habían salido de casa con semejante temporal. Esa ausencia de gente, nos hacía sentir que estábamos solos en la escuela con la señorita Miriam. Quizá esa sensación se apoderó de tal manera de nosotros, que fue por eso que nos animamos a hacer cosas que en otro momento no haríamos.  

Nos paramos los cuatro simultáneamente, como si estuviésemos poseídos por el mismo espíritu. La señorita seguía de espaldas a nosotros, escribiendo mientras meneaba el culo. La rodeamos. Sólo entonces percibió nuestra presencia.

— ¿Qué pasa chicos? — alcanzó a preguntar antes de que Diego le pellizcara el culo. —pero Diego…— logró decir, pero ya estábamos todos encima de ella. Fernando la agarró de atrás y le tapó la boca. Ella pudo lanzar un grito, que sin embargo fue consumido por la tormenta. Usamos nuestros dedos, como lombrices que escarban la tierra, pero nosotros intentábamos penetrar en una piel blanca y suave. Nuestra empatía era tal, que todas nuestras manos parecían extensiones de un único cuerpo, sintiendo cada uno de nosotros lo que tocaba el otro. Sentimos cómo una mano se humedecía por la saliva de ella que intentaba gritar, mientras una pija dura se apretaba contra su culo. Hurgamos en sus piernas, en su concha, en sus nalgas; frotamos sus tetas, desabrochamos su guardapolvo, le bajamos el cierre al pantalón metiéndole mano, sintiendo ya su piel, mientras la despojábamos de su camisa dejando las tetas al aire. Sus gritos seguían silenciados por una mano con fuerza de tenaza. Le bajamos el pantalón. La bombacha era negra, siete manos fueron a atacarla, cortaron sus elásticos y la arrancaron convertida en hilachas. Su culo grande y redondo fue devorado como si fuese el mejor manjar, por lenguas hambrientas. El sabor de la lujuria era delicioso. Enterramos la cara en la zanja del culo, mientras comenzábamos a sentir el sabor de su sexo, su cuerpo se retorcía producto de la tenaz resistencia, sin embargo, había humedad en su concha, olía a hembra. La tumbamos boca abajo contra el piso sobre su ropa arrugada, le metimos una pija en la boca descubriendo una nueva mordaza. La rodeamos, su cuerpo estaba estirado boca abajo, se tragaba una pija mientras seis manos la recorrían de punta a punta, aunque se detenían principalmente en el culo impetuoso. Acabamos enseguida, bañándole la espalda, las nalgas, y la boca, pero pronto estábamos duros de nuevo. Fuimos por el culo. Se sentía muy apretado, no podíamos entrar con facilidad, pero después de un rato su cuerpo cedió. Nos agarrábamos de sus nalgas mientras embestíamos con fuerza. Éramos todavía chicos y no podíamos controlar la eyaculación, pero ni bien una pija acababa, había otra escarbando el hueco bañado de leche. La señorita Miriam ya no resistía. Su boca, liberada cada tanto, no emitía más sonido que un gemido de sufrimiento, nos dejaba hacer a nuestro antojo.

La levantamos del piso y la pusimos contra la pared. Ahí embestimos de nuevo, al ritmo de los truenos, esta vez contra su sexo. Ahora ya nos acostumbramos a alargar el momento del placer, aunque solo un poco. La tuvimos contra la pared un largo rato, atacando con furia mientras le estrujábamos las tetas. Para cuando tocó el timbre del recreo ya había recibido más de veinte eyaculaciones, fue entonces cuando el profesor de gimnasia entró al aula gritando:

— ¿Qué carajos hacen pendejos? — un súbito temblor nos paralizó la lengua. Quedamos mudos. — ¿Cómo van a tratar así a una mujer? ¿Están locos? — Continuó diciendo mientras cerraba la puerta detrás de él. — yo les voy a enseñar pendejos de mierda.

Y entonces se sacó el silbato que colgaba sobre su pecho musculoso, luego la remera, y enseguida quedó en bolas, dejando a la vista un miembro gigante que todos envidiamos. La señorita Miriam estaba exhausta en una esquina. El profesor de educación física la abrazó, la alzó y comenzó a cogerla de parado con una fuerza bestial. La señorita gemía esta vez de placer. Los cuatro mirábamos la escena mientras nos masturbábamos “¡ven cómo se coge pendejos!” nos gritaba el profesor. Estuvo más tiempo adentro de ella del que nosotros podíamos imaginar. Eyaculó emitiendo un grito animal, se vistió y se fue.

La señorita estaba a punto de desmayarse del cansancio, pero no tuvimos piedad de ella. La alzamos entre dos. Uno la agarraba de atrás, y pasando los brazos por debajo de sus axilas la levantaba mientras el otro hacía lo mismo con sus piernas, mientras se acomodaba para embestir. Apenas la secuencia terminaba, el otro dúo tomaba el lugar. Era hermoso ver a la señorita Miriam suspendida en el aire recibiendo toda nuestra virilidad. Parecía que la tormenta nunca iba a terminar, y nosotros tampoco, porque si bien acabábamos enseguida, inmediatamente nos reponíamos. Esa secuencia infinita sólo pudo ser interrumpida cuando el timbre del recreo me despertó. Entonces noté la presión en mi pantalón ya húmedo, mientras la señorita Miriam terminaba de escribir el ejercicio de matemática.

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