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Un día después de clases

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Cuando descubría sus ojos azules posarse sobre mi pantalón, sentía un profundo cosquilleo por todo el estómago. Ella conocía lo que yo experimentaba porque me devolvía una sonrisita que brillaba con sus ojos. Preso de la excitación, no sabía cómo acomodarme en la silla para que nadie notara lo que me pasaba. Me movía de un lado a otro con intenciones de escapar ante la magnitud de la travesura que solo ella lanzaba.   

Mientras las voces en el aula eran como ecos perdidos en el desierto, mi mente trataba de buscar el sabor del circulo afrodisíaco. Pensaba en mis juveniles años encontrando algún reloj de arena. Dentro de mis propios holocaustos imaginaba besarle sus labios suavemente y desnudarla allí mismo. Pero la moral se imponía en mi ser y hacía que me debatiera entre el bien y mal.

Un día, cuando caminaba por unos de los pasillos de la Facultad de Letras y Filosofía, se me acercó con una mirada picara. Me dijo:

-Hola mi profe preferido.

Quedé callado. Se rio. Un calor pasó entre mis piernas. Me dio la espalda, y siguió por aquel pasillo tocándose el cabello. Caminó alejándose, moviendo su cintura, dejando al vuelo mágico su pantalón blanco que marcaba su ropa interior. Sus movimientos combinaban con la blusa fucsia ajustada con escote en la espalda. Me suscitó una humedad que traspasó mi pantalón.

Apresurado salí de aquel lugar para ir al aula de clase. Al llegar entré rápido.  Me dirigí de inmediato al escritorio que sirvió de escondite. Todos miraron en silencio. Los saludé. Comencé con mi charla.

Una voz suave interrumpió unos segundos:

-¿Profe, puedo pasar?

Volteé a ver quién era y desde la puerta, estaba ella, que había llegado unos minutos tarde. La miré: -pasa- le dije con frialdad.  Miró a sus compañeros y se sentó en unos de los pupitres de la primera fila. Proseguí. Los estudiantes creían escuchar una prodigiosa clase magistral de Epistemología. En cambio, mi otro ser miraba aquel rostro rosa, y soñaba con sus pechos que levantaban su blusa, imaginaba poseerla haciendo de ella mil maravillas sobre los cuadernos. Montarla en su estrella naciente en el escritorio.

De pronto un aire entró por la ventana del aula. Salí de las cavilaciones. Volví en mí. Después de dos horas reloj terminé. Todos salieron, excepto ella que se quedó allí en su asiento. Se levantó despacio y caminó hacia la puerta moviendo con sutileza sus caderas. Cerró la puerta como si fuera la dueña del lugar.  Se acercó al escritorio. Me incorporé. Con tierna voz me dijo:

-Profe, no entiendo mucho sobre Filosofía y mucho menos Epistemología.

La miré en silencio por unos minutos. Luego preguntó:

-¿Puede explicarme mejor?

-¿Por dónde quieres que empiece?

-No sé- contestó con voz inocentona.

 

La tomé. No aguanté. Besé lujuriosamente sus labios fresas. Le bajé el pantalón. Toqué sus erizos. Bajé mi boca hasta su fruta. Lamí muy suave. Tocó mis cabellos. La subí a la mesa. Echó su cuerpo hacia atrás.  Entré en su cristal. Estremeció los libros de Filosofía. Gimió la palabra. La volteé, y ella rápidamente abrió sus nalgas y le introduje mi lapicera. Besé su blanca espalda. Gozó la materia. Tocaron a la puerta. Levanté la mirada. En ese momento en que caían jadeos, llegaron los alumnos a vernos.

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