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La promesa

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Ella dejó caer su bata y mostraba desafiante sus pechos duros. Se mojó el dedo índice y comenzó a rodear la aureola de sus pezones erectos. En la penumbra de la cabaña, su cuerpo desnudo se recortaba entre el destello de luz que emanaba el fuego de la estufa a leña.

Yo la observaba desde el somier ubicado cerca del calor. Ella siguió su juego provocativo de caricias propias, hasta que se acostó boca abajo muy cerca de mi cuerpo. El aroma a jazmín de su piel era el signo inequívoco que había pasado largos minutos sumergida en la bañera. Mi pene semi erecto se alzó con más fuerza al sentirla tan próxima. Comencé entonces un recorrido lento por su espalda. Mis labios se apoyaron en los hombros y mis besos brotaron despacio para bajar en zigzag hasta su cadera. Una de mis manos rozaba la redondez de sus nalgas, como quien recorre los médanos de arena. Los besos iban y venían por la espalda y la punta de mi lengua marcaba caminos imaginarios y errantes. Ella ronroneaba en la oscuridad y la piel de ambos se sentía más ardiente.

Mis labios descendieron y comencé a besar con suavidad su colita nunca penetrada. Uno de los dedos recorría la línea que separaba los médanos perfectos.

Bajé mi cuerpo al pie del doble colchón y con mis manos separé sus nalgas para besar el interior de su cueva. Ella hizo un movimiento abriendo las piernas y mi boca se metió en esa rajita que me atraía como una fuerza de gravedad desconocida. Inicié un beso largo en su interior. La punta de mi lengua recorría un territorio nuevo para mí. Con fuerza apretaba mi boca a su culo redondo, que mis manos lo sostenían abierto.

Sentía su respiración agitada y sus jadeos intermitentes. Mi boca lamía, chupaba el orificio de su colita, cuando ella decidió meter su mano entre las sábanas y su cuerpo para tocarse su sexo mojado.

Lamí con fuerza su interior, hasta que me aparté y ella giró para darse vuelta. El olor a sexo flotaba en la cabaña. Afuera el viento helado sacudía las ramas de los árboles y la lluvia no se hacía esperar. Quedé arrodillado entre sus piernas y mis labios bajaban y subían por sus muslos. Cada vez que me acercaba a su sexo estrecho, el elixir me imantaba. Sentía mi pene cada vez más duro como un hierro candente. Pequeñas gotas asomaban por el glande y decidí sumergir mis labios en sus labios vaginales. Chupar con fuerza su sexo y meter mi lengua hasta lo más profundo de su interior.

Sentí las paredes de su vagina y los jugos de su sexo que empapaban mi boca y un tembladeral de su cuerpo que denunciaba sus orgasmos que rompieron el silencio de la noche.

“Seguí, seguí, chúpame con más fuerza”, decía mientras la lengua se metía en su conchita golpeando su interior como un badajo invertido. Su clítoris duro era sacudido por unos de mis dedos para apurar los espasmos del goce hasta que un grito gutural acompañó una nueva sacudida.

“Metéla toda por favor”, dijo. Entonces me paré, apunté con mi pene duro como un mástil a su almeja y me deslicé entre la miel de su sexo para acabar juntos y abrazados. Todo mi semen explotó en su interior.  Luego de algunos minutos me miró desafiante y lanzó una promesa: En el próximo encuentro seré yo quién te besé por todos lados...

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