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Gracias Fernanda

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La colonia donde alquilé casa era muy tranquila y por las noches, después de las 10 era casi solitaria. Era casi un ritual para mí, que antes de llegar siempre me las ingeniaba para enfundarme mallas, blusa y zapatillas tipo bailarina. Me emocionaba. Aunque lo hacía con precaución me excitaba la idea de que alguien me sorprendiera. Y eso sucedió finalmente una noche de lluvia, porque sin percatarme, dos vecinos ya me habían estado espiando. Supongo que el alcohol, la tormenta y el rechazo de sus señoras gordas y desaliñadas, los pusieron libidinosos, y vieron en un joven andrógino, la ocasión para desahogar su necesidad de cariño. Así que me esperaron pacientemente junto a las escaleras a media luz, junto a la puerta de mi departamento, para cerciorarse de que yo era "la mujer" que cada noche se bajaba del auto y, por supuesto, para satisfacer sus necesidades de machos.

Me fui de la casa paterna a los 18, para no dar motivos de escándalo. Me daba miedo ser obvio en mis inclinaciones, por eso de día vestía como hombre y de noche, como travesti. Me favorecía mi aspecto porque que desde adolescente me acostumbré a depilarme y cuidar mi piel para sentirla sedosa. Aún vestido de hombre siempre usé corpiño para mis pequeños pechos y bikinis ajustados para esconder mi cosa. En ocasiones me enfundaba “hilo”, pantimedias y, por supuesto, mi inseparable kótex.

Me vine a esta ciudad porque en la mía, no aguanté el bulling. Acá me sentí libre. Conseguí trabajo como dibujante y ganaba lo bastante para vivir con comodidad. En el estudio donde laboré, mis compañeros me trataban con simpatía y, aunque eran pícaros, me divertían.

Todos me animaban a que saliera del closet y me presentara a trabajar como Fernanda.

¡Qué más hubiera deseado! Pero el jefe era un tanto homofóbico y se opuso. Yo tuve que retraerme para conservar mi empleo.

Aunque me advirtieron que no lo hiciera, salí ocasionalmente con un compañero. Me ilusionó tener una relación sentimental, pero fue mala idea. Con Javier pasé tardes lindas de domingo comiendo en parques, caminando por Paseo de Reforma y yendo al cine. Me disfrutó bastante porque me llevaba a la última fila para darse gusto. Le divertía meter su pene erecto en la caja de las palomitas y ofrecerme. Le seguía el juego y lo tocaba cada que metía la mano. Muchas veces me las comí bañadas del aderezo que botaba su miembro. Deliciosas.

Le gustaba mi actitud sumisa y dócil. Manipulaba mi mano a su antojo y cuando me dejaba la iniciativa, yo lo frotaba con ternura o ansiedad, hasta que su semen caliente saltaba con fuerza y me salpicaba la cara. Me gustaba ver cómo se reclinaba exhausto en el asiento después de eyacular, y yo lo limpiaba amorosa, incluso con mis labios. El me frotaba el pubis y también jugueteaba con mi diminuto bulbo.

Esa era yo cuando me enamoraba. 

Pero “Javiercito” un día se cansó de mí y simplemente me evitó. Era natural. Todos los hombres que conocí tenían eso en común: primero me provocaban y luego “se decían engañados y avergonzados de salir con alguien como yo. Pero este fue más despreciable: corrió la voz en la oficina de su “aventura” conmigo y me hizo ver como una ramera. Y ni chisté. Realmente me porte así. Me sentí súper humillada.

Nada nuevo acerca de los cobardes: te provocan, te desconocen, y luego arrastran tu reputación para que los consideren bien machos. Y yo que no aprendí nunca.

La noche en que ocurrió el suceso que mencioné al inicio, fue porque tuve que trabajar hasta tarde para terminar una presentación. Salí pasada la media noche bajo un apacible aguacero. Por suerte llevaba ropa seca en mi carro. Claro, ropa de mujer.

Antes de poner en marcha el motor, como diario, me puse mis mallas, mi top negro, blusa escotada, una chamarrita de piel y sandalias en mis pies, Conduje tranquilamente por la ciudad lluviosa ajeno a lo que me sucedería al llegar. Estacioné mi compacto a pocos pasos de la entrada y miré alrededor. Ni un alma.

Los árboles temblaban cuajados de agua y sus ramas oscurecían la banqueta. Saqué mi paraguas y salí del auto, Caminé sintiendo la fresca lluvia en mis pies delgados y finos, de uñas cortas y naturales, recién hechos de la pedicura. Iba pensando en saborear una taza de café caliente y ver una película, pero al llegar a mi puerta contuve la respiración: Ahí estaban dos vecinos aguardándome. Instintivamente cubrí mis senos y no supe que decir al verme descubierta. Sólo saludé tímidamente y pedí permiso. Eran el jardinero y el plomero del edificio de enfrente. Dos señores cincuentones, algo panzones y ropa corriente que daban mantenimiento al edificio. Me vieron y sonrieron maliciosos.

“Mira que ricura” -dijo uno mostrando su dentadura de lobo-. El otro me anunció: “Te estábamos esperando, Fer.

Pensé en explicarles, pero solo balbuceé. Estaba atrapado. Me rodearon. Uno se puso uno atrás y otro delante de mí, y me dijeron al oído. “invítanos a pasar. No te vas a arrepentir. Accedí por vergüenza y por miedo. No quise contradecirlos.

En cuanto estuvimos dentro, el plomero me sujetó con suavidad los hombros y me advirtió.

“No tengas miedo mijo. Vas a sentirte mujercita de veras.” El jardinero sacudió mi pelo con cariño y me dijo: “estas más chula, que muchas viejas del edificio.”

Estaba inmóvil y vi mi reflejo en mi espejo de la entrada: Vi una muchacha en medio de dos jabalíes con aliento alcohólico.

Estaban medio ebrios, pero limpios y con olor a loción barata. Según ellos iban muy seductores. Sus piropos me tranquilizaron un poco pero no descartaba la posibilidad que me lastimaran y quedara exhibido. Me imaginaba la vergüenza, las burlas Temblé de horror al imaginarme golpeado y ridiculizado. Traté de calmarme.

Quise tomar control de la situación y dejé mis sandalias para caminar descalza hacia mi recamara, seguida por dos machos en celo. La adrenalina se arremolinó en mi pubis y entonces decidí jugar y ser Fernanda. Volteé coquetamente y poniéndole un dedo en la boca al plomero le pedí silencio. El sintió mi mano bajar el cierre de su bragueta y reculó un poco cuando sintió mis dedos buscar su pedazo de carne entre sus piernas. Se lo aprisioné y jugué con traviesa, mientras le sonreía y me mordía los labios. Mientras, el jardinero se mantuvo atento y vi de reojo que se bajó el zipper. Cuando ambos tuvieron su verga expuesta, se las cogí, a uno con mi derecha y otro con mi izquierda. Los miré descaradamente y les sonreí procaz mientras se los jalaba en vaivenes delicados

Nunca se imaginaron que fuera tan experto. Seguí masturbándolos hasta que entornaron los ojos. Ni se dieron cuenta cuando me acuclillé, para succionarlos alternadamente.

Oí que el plomero decía: ¡Ay cabrona, ni mi vieja chupa tan rico! Y el otro jadeando balbuceaba.

¡Qué rico mamas, pinche putito!

Para retardar su eyaculación me paré frente al jardinero y le dije coqueto: No soy putito. Soy Fernanda. Y lo besé en la boca, chupándole los labios y dejándole el propio sabor de su pene.

De pronto sentí las manos del jardinero jalando mis mallas hacia abajo dejándolas a la altura de mis rodillas. El plomero quiso lucirse y me cargó como novia hasta la cama. Me depositó suavemente y me abrió la blusa. El otro vino detrás. Me sacó las mallas y la tanga. Al ver mi piel completamente desnuda ambos hicieron un gesto de admiración. Yo orgullosa miraba mi cuerpo liso, sólo con un mechoncito púbico ocultando mi diminuto racimo.

Se echaron a la suerte ser primero y ganó don Alberto, el plomero. Antes de que abordara le pedí que apagara la luz y abriera las persianas. Quería ver llover mientras gozaba de dos hombretones maduros y expertos, que se sentían sementales.

No tengo idea si alguien, desde otro edificio, vio lo que pasó en mi cama. Si pudo ver cómo Alberto me colocó a gatas y me abrió las nalgas para encontrar cabida a su pepino duro y jugoso. Si se escandalizaron de verlo sujetándome de las caderas e introducir despacio y hasta el fondo esa salchicha lubricada de semen. Ni si vieron cuando don Oscar, el jardinero, ofreció su berenjena cruda y caliente a mi boca.

Cuando me sentía tan sola y menospreciada, esos esposos insatisfechos levantaron mi autoestima, haciéndome sentir la versión transexual de Fanny Hill.

Todavía me estremece recordar los cuatro brazos velludos y las cuatro manos rasposas recorriéndome mi tersa y sudorosa piel, jugueteando con mi diminuto pepinillo, manoseándome las tetas blandas y chupando mis pezones. Girando mi cuerpo a su antojo, Intercambiándome de posición y diciéndome: Fernanda, mi putita. ¡Qué rica estás!, ¡qué rica, qué ricaaaa...! Y cortar su frase al exclamar un gemido hondo y soltar su cascada de leche caliente.

Esos "cabrona" y “putita” eran caricias mientras sentía una verga expandía mi hoyo provocándome ganas de orinar, y otra entraba y salía de mi boca con su cabeza lisa y babosa.

Acabó el jardinero en mi intestino casi al tiempo que el plomero en mi paladar.

Fue un manjar de caricias, besos, jaloneos, chupetes de pies y mordiscos de nalgas. Un juego de alternar mis entradas después de cada orgasmo, con el que todos gozamos. Los tres jadeamos mientras la lluvia empañaba los cristales y los relámpagos celebraban mi vocación de cortesana.

Terminamos tendidos en mi cama viendo la brisa de la madrugada. Mi boca sabía a coctel de alcohol y semen. Mi trasero ampliamente adolorido estaba mojado y pegajoso, inundado de millones de espermatozoides.

Antes de amanecer se retiraron. Me dejaron desnuda y rendida, con la sensación de que eran míos. Me besaron con ternura y murmuraron a mi oído: Gracias Fernanda.

(9,10)