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La hija de mi amigo

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La tarde abandonó el día, dando paso a la oscura noche sobre la ciudad.

Las luces parpadean en las calles desiertas, a causa de la lluvia. Pero en esa casa, poco importa lo que ocurra en el exterior. La mesa está servida y los invitados, se mueven como pez en el agua de un lado a otro por el enorme salón.

Él, está en un rincón, ausente y pensativo. De su mente salen ideas dispares que le provocan un leve dolor de cabeza. Sus pensamientos se trasladan a la habitación del primer piso. Mira a un lado y a otro, pendiente de si alguien le observa. Es el momento de poner en orden al enorme caos que se acumula en sus cinco sentidos.

Sube la escalera con decisión, al mismo tiempo que le corroe la incertidumbre del "Qué pasará". Se detiene frente a la puerta, la abre con sigilo.

Allí, abanicada por el aire que se cuela a través de las cortinas, yace feliz sobre la cama. Su larga cabellera descansa encima de su pecho, mientras un rosado pezón, se asoma entre una mata de pelo. La blanca sábana oculta con gracia el resto de su cuerpo, dejando su redondo ombligo en absoluta libertad.

Él, allí, quieto, la observa sin saber cómo actuar. Escoge en su mente la palabra correcta para definir tal situación, pero sólo atina a una "Pecado". El encanto al que está sometido, es más fuerte que cualquier sílaba. Con la mano derecha se decide a acariciar su brazo y lo desliza suavemente hasta rozar su fina mano. Sus ojos se clavan en el turgente y fresco seno, que emana una reciente juventud, y en el que todavía permanecen restos de niñez. Acerca sus labios a él, y con una suavidad apenas perceptible, acaricia con la lengua la rosada aureola.

Ella, abre los ojos, y al verlo le sonríe, con la timidez que caracteriza los primeros encuentros, catalogados de secretos. Alza la mano y acaricia el rostro masculino con una incipiente barba, que provoca cosquillas en sus largos dedos.

Él, toma confianza y succiona con frenesí el tierno pezón, mientras ella, se entrega al ritual de caricias clandestinas y nuevas experiencias para un cuerpo frágil e inocente que acaba de salir del cascarón.

La mano de él, desciende hacia la sábana y se pierde bajo ella, tropezando con las piernas semi abiertas de Afrodita, que teme, pero al mismo tiempo necesita descubrir los placeres de la carne.

La mira fijamente a los ojos, para darle la confianza que necesita.

Ella acepta, abriendo del todo las piernas, como dando el sí por respuesta.

Posa la mano entera sobre su húmedo sexo, separando dos dedos del resto de la mano, para hurgar en su interior.

Ella traga saliva. Está un poco tensa, pero arde en deseos de ser penetrada por los dedos intrusos, que juegan al escondite entre los labios de su sexo.

Se sumergen en su interior, ella responde con un suspiro temeroso y placentero.

El observa su rostro, ella responde con una sonrisa que le da alivio necesario para continuar con el juego.

—¿Es tú primera vez?

Pregunta, preocupado y a la vez orgulloso.

—¡No… o!

Responde ella sonriente.

Él se queda pensativo, pues se siente defraudado de que sus dedos invasores no hayan sido los primeros en hondar por sus tiernas y húmedas carnes.

Los dedos entran y salen con ímpetu de su cavidad, mientras ella, se retuerce con los ojos cerrados, dejándose arrastrar por oleadas de placer.

—¡Me la puedes meter! —exclama ella.

El obedece, bajándose los pantalones con rapidez.

Aparece una erección de tamaño considerable.

Ella la observa anonadada.

Él se planta entre sus piernas. Las percibe torneadas y bronceadas por el sol de Julio. Contempla su pubis, poco poblado, y la graciosa marca del bajo de un minúsculo bikini. La imagina sonriente, en la playa.

El roce del capullo con las paredes exteriores de su tierno sexo femenino, le provocan sensaciones únicas. Podría pasarse el resto de la vida en esa postura, en ese lugar.

La penetra con lentitud infinita. Ella muy quieta, acepta lo que va abriendo su interior. Un mundo de sensaciones le descubre que no todo es tan sucio como lo pintan. Sus temores quedan a un lado, decide dejarse llevar.

A medida que su cuerpo se adapta al acople, sus movimientos se hacen más rápidos, dando comienzo la danza carnal. Se entremezclan los sonidos de placer que emiten sus gargantas con el intercambio de sudores y fluidos corporales.

Poco después, ambos llegan al clímax y se desmoronan sobre las sábanas blancas. Derrotados, sudorosos y culpables por que saben, que muy en el fondo, emerge algo pecaminoso y prohibitivo.

Es la batalla entre la adolescencia y la madurez.

El, se levanta y abandona el lecho.

Ella, permanece boca arriba, en silencio, pero sonriente y satisfecha.

Sale de la habitación y baja por la escalera.

Llega al salón e indica a su esposa que no se encuentra bien y abandona la fiesta.

Ella asiente y continúa charlando como si nada, con el grupo de invitados.

Sale de la casa y se dirige calle abajo. Por un instante da media vuelta y observa la ventana de la habitación de su tierna amante.

Ella, le observa con una mirada muy profunda. Pega la mano al cristal a modo de despedida.

Él le devuelve el saludo, mientras enciende un cigarrillo y lentamente se va mezclando con el resto de transeúntes que divagan por la ciudad.

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