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valet de chambre

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Ana Laura cena lentamente. Ni siquiera come. Sólo mira el plato y juega con el “tenedor”.

En realidad, no es un tenedor, aun tardarán muchos años en usarse. Es sólo un pesado mango de plata acabado en dos pinchos afilados.

Sobre la bandeja también de plata, ribeteada de oro labrado, Ana Laura cambia de sitio los pedazos de comida sin llevárselos a la boca. Es la vianda trinchada que Sonia, la vieja aya ha servido.

Sonia ha empujado sin consideración al mayordomo.

Él llevaba, excediéndose en sus atribuciones, un faisán asado: vistoso, cuidadosamente emplumado después de sacarle del horno.

Sonia le ha empujado. Se ha adelantado a poner delante de Ana Laura, la bandeja de “manjar blanco”, ya troceado. Cree que su amita no podrá resistirse a lo que en otro tiempo era su cena predilecta.

Pero Ana Laura no come.

Detrás de su señora en pie, inmóvil y firme, está Luis Alfons. Sostiene el candelabro para su señora.

Todo el es una estatua, sólo tiemblan las cinco llamitas. Las lucecitas se reflejan en los ojos de Luis Alfons que miran fijamente el pelo azabache de su señora.

Es lo único que alcanza a ver de ella: la cabellera, que cae hasta la cintura.

Eso, y los codos, que a ratos se apoyan en el mantel blanco puro, abullonado, de seda cruda sobre blanco marfil. Liso, de lino crudo.

No puede ver sus orejas, pero sí los pesados adornos de oro y coral que cuelgan de ellas.

Luis Alfons esta inmóvil, los brazos pegados al cuerpo. El antebrazo derecho doblado, exactamente paralelo al suelo. La mano rígida de aferrar el candelabro de cinco velas, amarillentas, de purísima cera. Luis Alfons conoce esa cera.

Familiarmente, cariñosamente, dolorosamente, deliciosamente, Luis Alfons conoce esa cera...

Ana Laura no come. ¿Piensa en su Señor? Su Señor...

¿Cuánto tiempo falta del castillo? ¿Dónde está? ¿Por qué la dejo sola?

¿Le necesita?

Sólo es un anhelo...

Sólo es un deseo.

Él la enseño la crueldad. Ella sintió su crueldad. Con él vivió la voluptuosidad de sufrir. Con él aprendió el placer de hacer sufrir.

Sólo ha sido un gesto. Apenas se ha oído caer el tenedor sobre la bandeja

Luis Alfons se ha apartado un paso.

El mayordomo se ha apresurado a apartar la silla.

Ana Laura se ha levantado.

Ahora Luis Alfons puede verla. No la mira. Aparenta mantener los ojos en las velas.

Pero la “ve”.

El pelo ha tapado sus pendientes. Apenas queda la blanca cara enmarcada entre el pelo negro. Ojos negros. Labios rojos. Blancos cuello y hombros,

Senos redondos, turgentes. Ofrecidos por el corpiño granate. Brocado bordado en sangre, que destaca oscura sobre la seda que se adivina pesada.

Camisa de ligera seda blanquísima, sólo amplias mangas abullonadas, ajustadas sobre las muñecas. Ceñidor de cuero sobredorado.

En el centro, en oro, el emblema de su Señor. La gruesa correa de cuero, no dorada, sino negra cuelga del escudo. Cubre su pubis, por encima de la amplia falda que barre el suelo. ¿Protección, o amenaza?

Solo un instante Luis Alfons baja la guardia. Sus ojos se cruzan. Él baja la mirada.

Luis Alfons es “valet de chambre” de Ana Laura.

Ligeramente más alto que ella. El pelo rubio, claro, no le llega a los hombros. Ahuecado a los lados, recto el flequillo. Todo en Luis Alfons parece infantil, pero es mayor que Ana Laura.

Él es extranjero.

Presa de guerra del Señor. Le trajo como esclavo al castillo de muy niño, y fue uno de los regalos de boda que le hizo a Ana Laura.

Ahora es prisionero de ella. No tiene grilletes ni cadenas, pero es más prisionero de lo que fue nunca.

Calzón de gamuza, corto, fino, ceñido. Tan ajustado y parecido a su color de piel, que con la poca luz parecería desnudo sino destacara la oscuro pretina de cuero, hebilla de hierro. La camisa, seda cruda, abierta hasta mitad del pecho, con volantes que sobre otro cuerpo parecerían femeniles, pero en el suyo realzan la virilidad que no oculta su calzón ceñido. La escápula perfecta, hueco a la medida de los labios de Ana Laura...

El cuello y el nacimiento de los hombros...

Aparente fragilidad sólida.

Su cara...

¿Pero acaso Ana Laura ha mirado alguna vez su cara?

El corto cruce de miradas es una orden para Luis Alfons. Gira, extiende el brazo y procurando no hacer sombras camina despacio. Sabe que Ana Laura marcha tras el. No la oye. Sus escarpines apenas rozan el suelo, no hacen ruido. Pero Luis Alfons sabe que va tras él exactamente un paso detrás. La “siente”.

Toda su atención, su corazón, su alma, están en el puño que se cierra sobre el candelabro. Le mueve con precisión para que ni una sola sombra dificulte el andar de su señora.

Pasillos, escaleras...La recamara de Ana Laura.

Luis Alfons empuja la puerta. Da un paso al interior. Mueve la luz. Escudriña las sombras de los rincones y se aparta.

Ella entra, segura. Una doncella debería estar esperándola, pero hace tiempo que Ana Laura ordeno cambiar esa costumbre.

Luis Alfons ha cerrado la puerta. Avanza hasta cerca de la pared. Extiende el brazo, para que la luz alcance bien los rincones de la recámara y se gira de cara hacia la pared.

A su espalda, Ana Laura se desnuda lentamente...

“Luis Alfons”.

La voz, ha sonado suave, pero firme.

“¿Señora?”, es una suplica, un ruego,

Luis Alfons no se ha movido...

“¡Luis Alfons!”.

Ahora es imperiosa, una orden que debe ser obedecida.

Luis Alfons se vuelve sin que las llamas de las velas oscilen. Ella esta enfrente, apenas a dos pasos. Desnuda. Iluminada. Inmóvil. Perfecta.

Luis Alfons mantiene la vista en el suelo.

“¡Luis Alfons!”,

Él ya lo espera. Levanta la vista. Las luces tiemblan ligeramente.

Ana Laura se acerca a Luis Alfons. Suelta la hebilla y afloja la pretina. Saca la camisa, despacio. La sube hasta los hombros, rozándole sabiamente...Los costados... Los pezones...

Comienza el rito de cada noche. La camisa esta en el suelo, a los pies de Luis Alfons. Las manos de Ana Laura recorren su pecho, se apoyan en la floja pretina.

Sus labios se acoplan a la escápula de él. Sólo un instante. Sólo una oscilación de las velas.

Suelta del todo la pretina y se arrodilla ante su esclavo. Baja el calzón con la misma lentitud que subió la camisa. Sólo le roza, pero se le hace difícil liberar al prisionero de su estrecha cárcel.

Finalmente el calzón esta junto a la camisa, en el suelo, entre ambos.

Ana Laura y Luis Alfons están desnudos, enfrente, solo dos pasos de piedra les separan. La rígida lanza sobresale.

“¡Luis Alfons!”.

Él lo espera.

Dobla el brazo. Las velas quedan rozándole el pecho. Inclina el candelabro...

Gruesas gotas de cera caen sobre su miembro...

“¡¡ Luis Alfons!!”

Él la mira. Ana Laura quiere ver sus ojos. ¿Qué busca?, ¿Placer?, ¿Dolor?

Lo que busca ya lo ha encontrado. Su mirada es terciopelo...

“Luis Alfons”.

No es una orden, aunque tampoco un ruego.

Él deja el candelabro sobre la chimenea. Se acerca a la cama y coge el precioso cendal que es la camisa de dormir de Ana Laura. Devotamente se arrodilla ante ella y extiende la amplia abertura del escote sobre el suelo.

Ella pone sus pies en el interior y Luis Alfons lentamente, sin rozar el cuerpo de su diosa sube el delicado tejido hasta los hombros.

Pasa las anchas mangas por sus brazos y tira del cordón hasta ceñir ligeramente el cuello de Ana Laura. Cuidadoso, para que no haya el más ligero contacto entre sus manos y el cuerpo de ella.

Abre la ropa de la cama, espera que ella se eche, y la cubre.

“¿Señora?”.

Humilde, pero no servil. Él sabe que ella esta satisfecha de su servicio.

“Luis Alfons”, casi amorosa.

Él besa su frente.

Apaga las dos velas de cada lado del candelabro. La del centro oscila ligeramente y queda inmóvil.

Luis Alfons sale de la recamara. Cierra la puerta y se tiende atravesado en el umbral.

No dormirá. O en todo caso dormitará, atento al menor quejido de su señora...

 

© “arquero ciego”- 2008

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