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La historia de Claudia (18)

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—En realidad, cuando te conocí a vos, Claudia, y después a vos, cachorra, empecé a sentir envidia de Blanca. Acompañándola en sus prácticas empecé a sentirme yo también una dominante, cada vez más una dominante y entonces, poco a poco, le fui dando forma a la idea de robárselas. Ya no me alcanzaba que ella me dejara compartirlas. Ustedes seguían siendo propiedad de ella y yo las quería mías como lo son ahora.

Mientras la escuchaba, al principio atónita, la expresión en el rostro de Laura iba cambiando del asombro a la inquietud y al miedo alternativamente. Había conocido cierto nivel de perversidad de Inés, pero se preguntaba adónde podría llegar ahora que ella y Claudia eran suyas.

A Claudia, por el contrario, se la veía tranquila. Sicológicamente estaba mucho más degradada que la cachorra y sentía que el cambio de situación no la afectaba demasiado en su condición de sumisa.

"Al fin de cuentas soy un animal. –se dijo. ¿qué puede importarme quién sea mi dueña?"

—Tengo todo perfectamente planeado para que Blanca no vuelva a saber de ustedes. –siguió la peluquera:

—Vos, Claudia, vas a renunciar a tu trabajo en la radio, ya que ella podría ir a buscarte allí. Además, vas a dejar tu casa por la misma razón. A partir de ahora yo te proveo de la cucha y el alimento, porque además tengo planes y te necesito todo el tiempo a mi disposición.

La sumisa no se alteró mientras como en una película pasaba por su mente su vida anterior: su infancia y adolescencia con los azotes de su madre, la irrupción de Blanca, algunos novios, la carrera universitaria interrumpida, su adicción al castigo que la había llevado a entregarse a la señora. Y ahora este presente en manos de Inés. La renuncia a su trabajo significaría abandonar el último espacio que la vinculaba con una existencia normal, y no le dolió, porque en poder de Blanca había aprendido que esa forma de existencia no era para ella.

En medio de sus cavilaciones escuchó a Inés dirigirse a Laura:

—Y vos, cachorra, renunciás a la veterinaria, pero seguís en la facultad.

Al escuchar que debía dejar su trabajo la sumisa abrió mucho los ojos y amagó con una protesta que Nelly acalló de inmediato con una fuerte palmada en la nuca y un grito:

—¡Cerrá el hocico, perra insolente!

—Gracias, Nelly, muy bien. –aprobó Inés con una sonrisa, y le advirtió a Laura endureciendo la expresión de su rostro:

—La próxima vez que me interrumpas con un ladrido voy a hacer que te arrepientas de semejante insolencia. ¿He sido clara?

—Sí... sí, señora Inés... –contestó la cachorra asustada y ahogando con dificultad un sollozo.

—Pedime perdón. –le ordenó la peluquera con tono helado.

—Pe... perdón... perdón, señora Inés.

—Eso está mejor, cachorrita. Bueno, empecemos otra vez. Vas a dejar tu trabajo pero seguirás yendo a la facultad. Tus estudios no me interesan, pero creo que ese lugar es un excelente coto de caza por las muchas compañeritas que debés tener allí. Además le contaste a Blanca de una tal Paola que está medio loquita por vos, así que después vamos a hablar de esa chica. Me parece que no hay peligro de que Blanca te busque ahí. Es una mujer muy primitiva, con muy poca educación y ese ambiente seguro que la intimida. No se atreverá a aparecer allí para llevarte otra vez con ella. Vos vivís con tus papis, ¿cierto?

—Sí, señora Inés.

—Bueno, mañana les decís que te vas a vivir sola. De vos también quiero disponer a tiempo completo.

Laura sintió que un relámpago de angustia la estremecía. El regreso diario a casa, el contacto con sus padres –aunque distante y frío— le había servido desde que era sumisa de la señora Blanca como una especie de nexo entre esa sumisa y Laura, la chica normal, la hija, la estudiante universitaria, la chica que se saludaba con los vecinos. Ahora Inés estaba arrasando con su ser Laura. Ahora ya no habría regreso diario a casa ni vecinos con los cuales saludarse. No habría Laura sino apenas débiles rastros de ella en algún lugar de sí misma y que seguramente se irían diluyendo hasta desaparecer por completo. Ahora ella sería sólo la sumisa, la cachorra, una perra a la que su nueva dueña usaría a su antojo. Sintió que las lágrimas rodaban por sus mejillas y pensó que esas lágrimas se llevaban lo que quizás era su última nostalgia por lo que había sido y ya no volvería a ser.

—¿Me oíste, cachorra? –le preguntó Inés.

—Sí, señora Inés. Haré lo que usted quiera. –respondió sumisamente.

Claudia, que permanecía, como Laura, arrodillada con las nalgas sobre los talones y las manos en la nuca, la miró sintiéndola en ese momento más cerca que nunca.

"Ya está. Ya es completamente una sumisa." –se dijo con cierta oscura satisfacción. –La señora Inés le está deshaciendo su vida y creándole una nueva, y Laura lo acepta. Ya está. Ya es como yo, un animal."

Después de haberles explicado a las sumisas la nueva situación, Inés pareció desentenderse de ellas y dijo dirigiéndose a sus cómplices con tono divertido:

—¡Ay, mis queridas! ¡No quieran saber cómo está Blanca por haber perdido a sus perras!... Cuando pasaba el tiempo y éstas dos no volvían empezó a moverse por el living como una leona enjaulada, preguntándome una y otra vez qué pensaba yo, jeje... si creía que se habían escapado o alguien se las había llevado. Yo me hacía la tonta, la desorientada... Después me hizo acompañarla al supermercado y allí les preguntó a todas las cajeras si las habían visto... Se las describía diciéndoles cómo estaban vestidas, jejeje... Cuando nos volvíamos repetía una y otra vez que se las habían robado. "¡No, Inés, no! ¡Esas dos no se me hubieran escapado! ¡Me las robaron! ¡Alguien me las robó!" –gritaba como una loca. En fin, muy divertido. Y lo bueno es que jamás sospechará de mí.

Terminó el relato con una carcajada triunfal y le preguntó a Laura a qué hora estaban sus padres en la casa.

—Mamá está todo el día y papá vuelve a eso de las 8 de la noche, señora Inés.

—Muy bien, entonces el lunes a la noche te llevo así hablás con ellos, recogés todas tus cosas y te venís conmigo.

—Sí, señora Inés.

—Tenémela lista para el lunes a las ocho de la noche, Nelly. –pidió la peluquera y volvió a dirigirse a la cachorra:

—Y mientras tanto llamá a la gente de la veterinaria para decirle que renunciás.

—Sí, señora Inés, lo haré.

—Y a esta otra la paso a buscar el lunes a las 10 de la mañana para llevarla a la casa a que se cambie y de allí a la radio, para que presente la renuncia.

—Perdé cuidado, Inés. –dijo Nelly. –Para esa hora te la tengo lista.

La peluquera, ganada por una súbita inquietud, le preguntó a Claudia: —¿Tenés la llave de tu casa?

—Sí, señora, está en un bolsillo del vestido que traía.

Inés suspiró aliviada, ya que habría sido un problema que esa llave hubiera quedado en casa de Blanca.

—Bueno, mis queridas, ahora me voy. –dijo poniéndose de pie. Tomó su cartera, saludó a todas con besos en las mejillas y luego se plantó ante las dos sumisas:

—Saluden a su dueña. –les ordenó extendiendo una mano que ambas besaron mientras decían:

—Buenas noches, señora Inés.

La peluquera sonrió satisfecha y cuando salía del living precedida por Nelly se volvió y dijo:

—Si tienen ganas pueden seguir gozando de ellas... se lo ganaron, jeje...

Cuando llegó a su casa Amalia la esperaba en el living. Días antes Inés le había contado todo sobre su condición de bisexual y dominante, la relación de Claudia y Laura con Blanca, su plan para robárselas y lo que se proponía hacer con ellas.

—Necesito que me ayudes con todo esto. ¿Cuento con vos? –le preguntó finalmente.

La mujerona, que la había estado escuchando al principio con asombro y después con el rostro tenso y los ojos brillantes le contestó:

—Cuente conmigo absolutamente, señora.

Ahora, cuando Inés hubo dejado la cartera sobre una silla y se estaba quitando la chaqueta le preguntó con un tono de ansiedad en la voz:

—¿Todo bien, señora Inés?

—Todo salió perfecto, Amalia. Las dos perras ya son mías. El lunes me las traigo hasta el miércoles a la noche, porque mi marido vuelve el jueves a la mañana. Ahora llamá a la cocinera y a la mucama y deciles que les doy días libres y que se presenten el jueves. Yo voy a estar ocupada entre la peluquería y ver cómo anda la obra en el departamento, así que durante el día mis perras van a estar a cargo tuyo. Ocupalas en tareas domésticas y tenémelas bien cortitas.

La mujerona curvó sus labios finos en un rictus cruel y luego dijo:

—No se preocupe, señora. Va a dejarlas en muy buenas manos.

—Estoy segura de eso, Amalia. ¿Sabés? últimamente te venía observando con mucha atención y percibí algo en vos que me hizo tener la certeza de que me ayudarías, y no me equivoqué.

—Si me permite, señora –dijo Amalia mirándola a los ojos, —yo también intuía algo de usted por esas mujeres que la visitaban cada vez que el señor estaba de viaje.

Ambas intercambiaron sonrisas cómplices y prolongaron la conversación durante la cena compartida, luego de la cual Inés disfrutó de una noche de sueño sereno y profundo, típico de aquél que ha logrado un objetivo muy preciado.

Llegó el lunes e Inés despertó a las 8 de la mañana, tomó una ducha, desayunó junto a Amalia y a las 9,30 se dirigió en su auto a casa de Nelly, que la estaba esperando con Claudia ya lista para salir vestida de sirvienta.

Inés la notó pálida, ojerosa, e imaginando el motivo de su aspecto le dijo a Nelly sonriendo:

—Parece que le dieron con todo, jejeje... ¿me equivoco?

—No, Inés, no te equivocás. Ayer estuvimos cogiéndonos a ésta y a la cachorra todo el día y seguimos como hasta las cinco de la mañana. Ahora me quedé sola con ellas porque Rosario, Julia y Leticia se fueron temprano. A la cachorra le di una pastilla y la tengo durmiendo con un dildo en el culito.

—¿Vuelven las chicas? –quiso saber Inés.

—Ya no, Leti tenía que estudiar y vos sabés que Rosario y Julia trabajan, así que la voy a gozar yo sola y a las 8 de la noche te la tengo preparada para que te la lleves.

—No te olvides de hacer que llame a la gente de la veterinaria para decirles que renuncia.

—No, claro que no, despreocupate.

Se despidieron con besos en las mejillas y Nelly abrió el camino hacia la puerta con Inés tras ella llevando tomada por un brazo a Claudia, que se dejaba conducir dócilmente.

Momentos después, mientras iban en el auto, la sumisa pensó en la posibilidad de que algún vecino a vecina la viera entrar a su casa vestida de sirvienta, pero esa idea no la alteró. Ya había perdido por completo toda noción de la vergüenza y se dijo que si alguien le preguntaba por tan insólito atuendo le contestaría que regresaba de una fiesta de disfraces. Fue en ese momento que Inés le preguntó:

—¿Y, Claudita? ¿extrañás a Blanca?

—No, señora Inés. Ahora mi dueña es usted. –contestó luego de buscar infructuosamente dentro de ella algo siquiera parecido a un sentimiento. Escuchó la risita satisfecha de Inés y pensó: "¿Qué puede importarme a quién pertenezco mientras me den lo que necesito tanto?... este placer de ser dominada, castigada, humillada, cogida una y mil veces..."

Poco después llegaban a destino. Inés estacionó el vehículo y le ordenó:

—Bueno, andá, cambiate y volvé rápido, con alguna ropa en una maleta.

—Sí, señora. –contestó Claudia y entonces Inés le dijo:

—A partir de ahora vas a llamarme Ama, ¿oíste?, porque eso soy, tu Ama y el Ama de la cachorra. Ustedes son mis esclavas. ¿Está claro?

—Sí, se... perdón, sí, Ama, sí.

—¿Qué soy yo, entonces?

—Mi Ama, señora Inés, y el Ama de Laura.

—¿Y ustedes?

—Nosotras somos sus esclavas, Ama.

—Mis perras esclavas. –corrigió la peluquera.

—Nosotras somos sus perras esclavas, Ama. –dijo Claudia, e Inés sonrió profundamente satisfecha.

Ya dentro de su casa, la sumisa se dirigió presurosa a la planta alta, donde estaba su cuarto, buscó en el placard y sin vacilar optó por lo primero que vio: un bermudas verde claro, una remera azul, zapatillas blancas y medias deportivas. Se puso todo rápidamente, metió en una maleta de viaje alguna variedad de ropa: blusas, faldas, jeans, el traje azul, dos pares de zapatos, y volvió a bajar llevando en la mano su vestido de sirvienta.

Inés la observó mientras salía y cerraba la puerta con llave sin que tampoco en esta oportunidad la viera nadie.

"¡Qué buen ejemplar!" –pensó sonriendo lascivamente y en sus labios se dibujó un rictus de crueldad al recordar a Blanca y su furia por haber perdido a semejante hembra y a la linda cachorrita.

Camino a la radio Inés reparó en el crecimiento que había experimentado el pelo de la sumisa desde aquella vez que se lo cortó por orden de Blanca, y le dijo:

—Fue una equivocación de tu dueña anterior tenerte con el cabello cortado a lo varón, porque vos de varón no tenés nada. Vos sos hembra de la cabeza a los pies, así que voy a dejar que el pelo te crezca y cuanto más, mejor.

A todo esto habían llegado a la radio e Inés estacionó el vehículo en un sitio libre casi en la esquina. Claudia permanecía inmóvil a la espera de la orden de bajar e Inés, comprendiendo eso, sintió un profundo y perverso placer ante la absoluta falta de voluntad propia que mostraba Claudia.

"Es ya un autómata, un hermoso robot de carne y hueso, una esclava perfecta... debo reconocer que Blanquita hizo un excelente trabajo con ella", se dijo y sonrió complacida.

—Bueno, bajá. Arreglá todo rápido y no te demores charlando con nadie. ¿Entendido?

—Sí, Ama. –contestó Claudia mientras descendía para encaminarse con paso ligero y mirando al piso hacia la entrada del edificio en cuyo quinto piso estaban la radio.

Diez minutos después estaba otra vez en la calle. Miró el auto a lo lejos y se dijo que ahora su mundo era su Ama, sólo su Ama y la realidad que ella quisiera construirle, con las personas y las situaciones que su dueña decidiera.

Inés la recibió con una sintética pregunta:

—¿Y?

—Ya está, Ama, estuve con el jefe de personal. Me explicó que tengo que mandar un telegrama de renuncia y después llamarlo para que él me diga cuándo paso a cobrar mi sueldo y las comisiones que me deben.

—Muy bien, esclava. –dijo la peluquera satisfecha del desarrollo de los acontecimientos que había planeado. –Ahora te llevo a mi casa y ahí te tengo hasta el miércoles, a vos y a la cachorra aprovechando que mi marido está de viaje. –y luego de decir esto se sumió en reflexiones respecto del futuro próximo.

Si bien no conocía la casa de su esclava por dentro, parecía ser una buena propiedad que sin duda valdría muy buen dinero, y entonces le preguntó:

—¿La casa es tuya, perra?

—Sí, Ama, era de mamá y cuando ella murió me quedó a mí.

—¿Y tenés alguna otra?

—Una casita de fin de semana en las afueras, Ama.

Sin agregar nada más, Inés volvió a enfrascarse en sus pensamientos:

"Vendiendo las dos casas me haré de una muy buena suma. Tengo los ingresos de la peluquería que anda muy bien y lo que voy a ganar prostituyendo a las dos esclavas. Podría vivir muy tranquila aunque me separara de Edgardo. La verdad es que empiezo a sentirlo como un lastre para la vida que quiero hacer... Sí, en cuanto vuelva le digo que quiero el divorcio."

Y satisfecha con la decisión llegó a su casa. Amalia la recibió en el living vestida con su infaltable traje sastre, en este caso gris, camisa blanca y zapatos negros con cordones.

—Todo salió perfecto, Amalia. Esta perra ya renunció a su trabajo así que la tengo a tiempo completo.

—Eso me alegra, señora Inés. –dijo la vieja mirando fijamente a Claudia, que permanecía junto a su Ama con la vista en el piso.

—Ahora vos y yo almorzaremos atendidas por ésta y después me voy a la peluquería, Amalia, y queda a tu cargo. –y agregó dirigiéndose a la esclava:

—Sacate esa ropa y ponete el vestido de sierva.

—Sí, Ama. –dijo Claudia y obedeció presurosamente la orden. Quedó en zapatillas, sin las medias y vestida de sirvienta. Amalia la llevó entonces al cuarto de servicio, donde debió guardar toda la ropa y la maleta en el placard para volver después al living con la vieja.

Cuando Inés se fue después de almorzar junto a Amalia atendidas por la esclava, la vieja la encaró decididamente:

—Oíme bien. Soy la señora Amalia y así vas a llamarme. Vas a ser la sirvienta de esta casa hasta el miércoles. –le dijo. –Y yo voy a ser la encargada de mantenerte a raya y hacer que trabajes como corresponde. ¿Entendiste?

—Sí, señora Amalia. –musitó Claudia sintiendo lo de siempre cuando se la amenazaba: una mezcla de miedo, ansiedad y deseo que le aceleraba el corazón. Así era desde que su madre había empezado a azotarla siendo ella una nena y con el correr de los años y el sucederse de las palizas su adicción fue haciéndose cada vez más fuerte.

Claudia tenía una buena estatura, pero esa mujerona la superaba en algunos centímetros y era además muy robusta. Después de haberla amenazado levantó su mano derecha y poniéndola con la palma hacia el rostro de la esclava le dijo:

—Mirala.

Claudia alzó la cabeza y fijó la vista en esa mano grande, gruesa, sintiendo que se erizaba toda al imaginarla temible para el castigo.

Amalia le dijo entonces:

—Es grande, ¿eh, zorra?, y te aseguro que muy pesada. Date vuelta y levantate el vestido, quiero verte el culo.

—Sí, señora Amalia. –murmuró la esclava sintiéndose cada vez más ansiosa. Giró sobre sí misma y alzó el ruedo del vestido hasta la cintura.

La vieja miró durante algunos segundos esas nalgas amplias, firmes, redondas y carnosas. Aspiró hondamente por la boca y luego de expeler con fuerza el aire que había llenado sus pulmones apoyó las manos en ambas redondeces y dijo con la voz algo más ronca que de costumbre:

—Tenés un muy buen culo, zorra, y te aseguro que será un gusto para mí dejártelo rojo como un tomate, así que ya sabés.

Claudia tuvo un estremecimiento al percibir que esas manos temblaban sobre sus carnes y respondió tratando de controlarse:

—Sí, señora Amalia, me... me voy a portar bien...

Amalia no era lesbiana pero sí muy mandona y disfrutaba imponiéndole su voluntad a los demás. Eso hacía con su marido, con sus dos hijas aunque estaban casadas y también con sus tres nietos cada vez que alguna de las muchachas los dejaba a su cuidado.

Sentía pasión por nalguear un buen culo. Lo había hecho con sus hijas hasta que fueron veinteañeras y lo hacía a menudo con sus nietos, dos varoncitos y una nena con edades entre los nueve y los trece cada vez que los padres los dejaban a su cuidado.

Ahora, después de haber visto y palpado el hermoso culo de Claudia, se dijo que era uno de los mejores que había visto en su vida y que no la dejaría ir de la casa sin haberle hecho probar su mano.

—Bueno, ahora levantás la mesa y te ponés a lavar la vajilla. –le ordenó.

—Sí, señora Amalia. Ahora mismo lo hago.

Una vez en la cocina, mientras lavaba los platos, Claudia seguía viendo en su mente la mano de Amalia y escuchando sus palabras amenazantes. Sintió que los nervios y la ansiedad la invadían a tal punto que sus manos temblaban. Fue entonces que al ir a secar uno de los platos hizo un mal movimiento y la pieza de loza verde se hizo añicos contra el piso.

Claudia se llevó una mano a la boca y estaba mirando los pedazos del plato con ojos agrandados por el miedo cuando Amalia irrumpió en la cocina:

—¡¡¿Qué pasó?!! ¡¡¿qué fue ese ruido?!! –gritó, y al ver los restos del plato salvó de un par de trancos la distancia que la separaba de la esclava y le dio tal bofetón que dejó a la pobre trastabillando y con los ojos llenos de lágrimas.

Claudia se llevó una mano a la mejilla golpeada y quiso balbucear una explicación.

—¡¡No digas una sola palabra, grandísima estúpida!! –la cortó la mujerona y de inmediato hizo que recogiera los pedazos y los tirara al cesto de residuos. Mientras Claudia obedecía sollozante, la vieja la miraba y se relamía: "qué pronto me diste la oportunidad que yo esperaba, zorrita... Ahora ese hermoso culo que tenés va a saber lo que es mi mano..." –se dijo y en cuanto la esclava terminó de cumplir con la orden se la llevó a los empujones y entre insultos al living. La excitación hacía que respirara con fuerza y sintiera todo su cuerpo tenso. Se sentó en el centro del amplio sofá, miró a Claudia que seguía sollozando mientras frotaba sus manos nerviosamente sobre la parte delantera del vestido y le dijo:

—Ahora me vas a conocer, sierva estúpida...

Inmediatamente hizo que Claudia se pusiera boca abajo sobre sus rodillas y comenzó a subirle lentamente el vestido. No quería apurarse. Estaba disfrutando intensamente y ese placer era como un trago exquisito que pretendía beber muy despacio. Cuando el ruedo del vestido estuvo por la cintura acomodó a Claudia un poco más adelante, a fin de poder apreciar debidamente esas nalgas verdaderamente portentosas. Antes de empezar el castigo deslizó su mano por toda la amplia superficie del trasero; sus dedos oprimieron y pellizcaron un poco esa carne firme mientras Claudia temblaba toda, agitada al mismo tiempo por el miedo y la excitación. Recién entonces alzó su mano y la descargó con fuerza. El golpe cayó a la derecha del culo dejando una marca rosada. Claudia lanzó un gemido y se movió hacia uno y otro lado sin poder evitar un segundo golpe aún más fuerte que el anterior. Esta vez gritó y al grito le siguió el comienzo de una súplica que la vieja interrumpió con una seguidilla de chirlos a derecha e izquierda.

Amalia sabía castigar. Iba variando las pausas e incluso a veces se enseñaba con una de las nalgas dando allí varios golpes seguidos para recién después dedicarse a la redondez vecina hasta que ambos cachetes mostraban el mismo tono de rojo que se iba haciendo más subido con el transcurrir de la paliza.

Claudia ya gritaba casi ininterrumpidamente, deteniéndose apenas para aspirar aire. Por momento corcoveaba tanto que Amalia, spanker muy experta, decidió pasar una de sus piernas por detrás de las de la esclava y cuando la pobre llevó su mano derecha a las nalgas en un intento de cubrirse, la vieja la sujetó por la muñeca con su mano izquierda y así la tuvo entonces completamente indefensa para continuar con la zurra.

—¡¡¡¡Aaaaayyyy!!!!... por favor, se...¡¡¡¡¡¡Aaaaayyyy!!!!... –gritaba Claudia y sus gritos no hacían más que estimular aún más a Amalia, que parecía embriagada por el intenso placer que estaba sintiendo.

Cuando el culo de la esclava ya estaba bien rojo y la desdichada era un río de lágrimas, la mujerona detuvo la paliza.

—¿Es suficiente o debo seguir dándote?

—No.… no, señora Amalia... por favor... no me... no me pegue más... se lo... se lo suplico... –murmuró Claudia con voz ahogada por los sollozos.

—Te lo advierto, sierva estúpida: como vuelvas a cometer otra torpeza o esto habrá sido una caricia comparado con lo que te haré. ¿Entendiste?

—Sí... sí, señora Amalia... le... le juro que... que nunca más volveré a cometer una torpeza... ¡se lo juro!... ¡se lo juro!... –prometió Claudia sintiéndose presa del vértigo al que la arrojaban el dolor de sus nalgas y la calentura que le empapaba la concha.

A todo esto, en casa de Nelly, la cachorra despertaba sintiendo su mente embotada aún por efectos del somnífero que le habían hecho tomar la noche anterior. Experimentó una molestia en su culo y cuando llevó allí su mano se encontró con la base del dildo. La luz del entendimiento fue expandiéndose poco a poco por su cerebro y volvió a saber dónde estaba. Recordó que Nelly le había metido ese objeto antes de hacerle tomar una pastilla y despedirse con un burlón: "que descanses, cachorra..."

La molestia en su orificio anal se iba acentuando, pero no se atrevió a quitarse el dildo ya que eso provocaría la furia de Nelly y un inevitable castigo. El día anterior las cuatro mujeres la habían sometido sexualmente hasta el hartazgo y ahora el culo le ardía cada vez más.

La dueña de casa entró poco después y tras dirigirle un saludo burlón le quitó el dildo sin ninguna delicadeza, haciéndola gemir de dolor, y la mandó al baño a que tomara una ducha. Tenía el propósito de almorzar servida por la sumisita, después dormir una siesta y por último usarla sexualmente hasta la hora en que debía prepararla para que Inés se la llevara.

Eso hizo y cuando Inés llegó a las ocho de la noche ya Laura encontraba vestida y de rodillas en el living, esperando a su dueña. Estaba agotada y con dolores en todo el cuerpo, de tanto que Nelly la había cogido en todas las posiciones imaginables.

Una vez en camino, con Laura sentada en el asiento del acompañante, Inés le dijo:

—Ya se lo informé a tu amiguita y ahora te lo digo a vos: a partir de ahora vas a llamarme Ama, porque soy tu Ama y vos mi esclava, como esa otra. ¿Entendiste?

—Sí, Ama. –fue la disciplinada respuesta de la cachorra, que se sentía muy nerviosa ante la proximidad de esa conversación que debía sostener con sus padres para comunicarles que se iba de la casa.

Sin embargo, todo fue bastante sencillo. Ni el señor Bustos ni su esposa parecieron alterarse demasiado con lo que su hija les había comentado.

Mientras encendía su pipa el hombre dijo:

—Bueno, Laura, si creés que eso es lo mejor para vos, hacelo. Ni tu madre ni yo vamos a oponernos. ¿Sabés ya dónde vas a vivir?

—Sí, papá, alquilé un departamento. –mintió la cachorra.

—Todo está bien entonces. Cualquier cosa que necesites, llamanos. –dijo el señor Bustos mientras comenzaba a disfrutar de su pipa.

—Sí, papá. –le contestó Laura, y se dirigió a su cuarto para empacar.

Más tarde reapareció en el living cargando su mochila y dos maletas donde había ropa y elementos de estudio, besó a sus padres y al dirigirse hacia la puerta dijo:

—Nos hablamos... –sabiendo que eso no ocurriría.

Ya otra vez en el auto su Ama le preguntó mientras ponía en marcha el vehículo:

—¿Llamaste a la veterinaria?

—Sí, Ama, el señor ya sabe que renuncio y ahora tengo que mandarle el telegrama y después pasar por el negocio a cobrar.

—Muy bien... ¿Te das cuenta que ya estás en mis manos por completo y definitivamente, cachorrita?

—Sí, Ama... ¿Puedo preguntarle algo, Ama?

Inés la miró intrigada.

—Sí, preguntame.

—Yo... ¿Yo le intereso, Ama?

—¡Por supuesto, perrita mía! ¡Claro que me interesás!... ¿Creés que te hubiera robado a Blanca si no fuera así? –respondió Inés conociendo la carencia afectiva que Laura experimentaba respecto de sus padres. Sabía, en su creciente perversidad, que ése era el arma que le permitiría apoderarse totalmente de la jovencita, desarmar en ella toda posible resistencia, hacerla de su propiedad y prostituirla en su beneficio.

—Gracias, Ama... –murmuró Laura sintiendo que en la esclavitud había encontrado su lugar, ese lugar que nunca había tenido junto a sus padres.

Inés emitió una risita y ya no dijo nada hasta que llegaron a su casa, donde Claudia, después de la paliza recibida, se había deslomado durante varias horas haciendo una limpieza a fondo y ocupándose también de lavar y planchar una buena cantidad de ropa.

Cuando Inés entró al living llevando de un brazo a la cachorra que cargaba sus dos maletas, Amalia se adelantó a saludarla con la mirada puesta en la sumisita.

—Ésta es la otra, Amalia, ¿qué te parece? –y soltó a la cachorra alejándola un poco.

La vieja dio una vuelta lenta y completa alrededor de la jovencita, con mirada apreciativa que detuvo especialmente en el culo, y dijo:

—Es muy bonita, señora Inés, hacen un buen dúo con Claudia.

—Sí, ¿verdad? Además de mucho placer estas perras van a darme muy buenos beneficios. Y a propósito, Amalia, ahora vamos a hablar un poco más sobre eso.

—Cuando usted quiera, señora Inés. –contestó la mujerona y a pedido de la peluquera llevó a Laura a la habitación de servicio para que acomodara sus cosas, con la instrucción de que después la hiciera desnudar y la trajera de regreso.

Claudia, que había permanecido junto a la mesa principal con la cabeza gacha y las manos atrás, se acercó a Inés, se arrodilló y le besó la mano:

—Buenas noches, Ama. –dijo.

—¿Cómo te portaste, esclava?

La joven le contó entonces que Amalia la había castigado por haber roto un plato.

—Hizo muy bien. –fue la fría respuesta de su Ama.

Mientras tanto, en la habitación de servicio, la cachorra ponía su ropa, los libros y los materiales de estudio en el placard, urgida por la vieja que se impacientaba por verle el culito al aire.

—Ahora desvestite. –ordenó cuando por fin Laura terminó de vaciar sus maletas y la mochila.

La sumisita vaciló un poco, por la vergüenza que sentía de quedar sin nada ante esa mujerona de aspecto intimidante a la que acababa de conocer. Amalia quiso imponerle su autoridad de entrada y entonces le pegó un bofetón.

—¡A mí se me obedece, nena! ¡¿Entendiste?! ¡Vamos, desnudate de una buena vez!

Laura, con los ojos llenos de lágrimas por la fuerza del golpe, que le había dejado marcados los dedos de la vieja en la mejilla izquierda, se quitó las zapatillas, el jean y la remera en ese orden, manteniendo los ojos clavados en el piso.

Amalia la miró de arriba abajo y después le ordenó que se diera vuelta:

Cuando la cachorra lo hizo, la vieja estuvo un largo momento mirando y admirando esas nalguitas tan apetecibles mientras se pasaba la lengua por los labios.

"Perfecto... un culito perfecto para darle unos buenos chirlos..." –se dijo y adelantó su mano para palpar tan tentadoras redondeces.

Sobresaltada por el inesperado contacto, Laura salió lanzada hacia delante y dio de frente contra una de las puertas del placard. Amalia entonces se adelantó y tomándola con fuerza de un brazo con la boca pegada al oído de la sumisita le dijo amenazante:

—No vuelvas a hacer eso, nena estúpida... No vuelvas a ponerte arisca conmigo porque te vas a arrepentir, ¿me oíste?

Laura, asustada, pidió perdón y siguió a Amalia camino del living, donde Inés tenía a Claudia abrazada por la cintura y estaba besándola en la boca.

Era la primera vez que la vieja sorprendía a su patrona en tales menesteres y no supo cómo reaccionar, pero Inés, desprendiéndose de Claudia al escuchar pasos sobre el parquet, le sonrió descaradamente y dijo:

—Te lo había contado todo sobre mis gustos, Amalia, así que andá acostumbrándote porque no pienso esconderme de vos si tengo ganas de meterle un poco de mano a mis perras...

—Está bien, señora, fue la sorpresa de la primera vez... nada más.

—Te entiendo, Amalia, te entiendo. —Dijo Inés y dirigiéndose a Laura agregó:

—Y vos, vení para acá.

—Sí, Ama. –respondió la cachorra y se acercó a la peluquera que la tomó de una mano y poniéndola de frente a la vieja dijo:

—Mirala, Amalia... ¿no es preciosa?

—Sí, señora, la verdad es que sí, es una chica muy linda... y esa otra también. –comentó la mujerona echándole una mirada a Claudia mientras recordaba su culo.

—Sí, son dos excelentes ejemplares y les voy a sacar mucho jugo. –dijo Inés. –Ahora llevátelas a la cocina, dejalas comiendo algo y después volvé, Amalia, que vamos a hablar.

Minutos más tarde ambas conversaban sobre la decisión de Inés de separarse del marido y su proyecto de prostituir a sus dos esclavas.

—Ay, señora, qué pena... –dijo Amalia al escuchar lo del divorcio.

—No, no, es una decisión que me hará muy bien.

—¿Y el señor ya lo sabe?

—No, lo hablaremos cuando él vuelva.

—Serás la Regente del lugar, Amalia. Estarás allí, digamos... de diez de la mañana hasta que yo vuelva de la peluquería alrededor de las nueve de la noche. ¿Estás de acuerdo?

—Sí, señora, me parece muy bien.

—Esas dos estarán a tu cargo, te vas a ocupar de mantenerlas bien disciplinadas, de recibir a las clientas, de mostrarles a las perras y del cobro de los aranceles que por supuesto serán según el servicio que cada clienta elija. Ya te voy a dar los detalles al respecto.

La mujerona escuchaba entusiasmada. Le encantaría ese trabajo. Tendría poder total sobre ambas putas y se daría el gusto de calentarles el culo a diario con cualquier pretexto. Estaba muy excitada y con deseos de comenzar lo antes posible:

—¿Y cuándo cree usted que tendrá todo listo, señora? –preguntó.

—Supongo que en no más de tres o cuatro días estaremos en condiciones de empezar. Falta hacer muy pocas cosas en el departamento y ya está allí todo lo necesario para la prostitución de estas dos. Hay una habitación para cada una y otra equipada para ciertas prácticas que no pocas clientas podrían querer. Además, tendré allí mi dormitorio en suite. Ah, y te voy a dar un buen aumento de sueldo, porque admito que el trabajo será mayor al que hacés aquí, y con más responsabilidades.

Amalia se mostró agradecida y ya sentadas las bases del acuerdo entre ambas se despidió hasta el día siguiente.

Inés encendió un cigarrillo y se dijo que no tenía ganas de cenar. Era otra la clase de apetito que sentía. Fue hasta la cocina y vio que sus perras habían terminado de comer y conversaban en voz baja sentadas a la mesa. Al verla entrar ambas, en un acto reflejo, se arrodillaron velozmente.

Inés las contempló con un aire de triunfo y les dijo envolviéndolas en una mirada ardiente:

—Bueno, esclavas, ahora se dan un baño juntas y ni se les ocurra tocarse porque si llego a sorprenderlas en algo así se van a arrepentir, ¿está claro?... y además, de eso me voy a ocupar yo esta noche.

Un instante después Claudia y Laura disfrutaban de la ducha caliente, enjabonándose una a la otra lentamente, respirando con agitación y sin decir una palabra hasta que la cachorra rompió el silencio:

—Estoy... estoy muy caliente, Claudia... –dijo sofocada.

—Yo también... pero calmémonos porque ahora vamos a estar con el Ama... ya la oíste... –contestó Claudia sin dejar de pasarle la esponja enjabonada por ambas tetitas, que mostraban los rosados pezones bien erectos y endurecidos.

La cachorra alzó el rostro con el deseo de que Claudia la besara, pero ésta se mantuvo impasible a pesar de las ganas que sentía de unir sus labios con los de Laura, llenos y bien dibujados, temblorosos de deseo en ese instante, porque sabía muy bien que esa libertad le estaba prohibida.

Ambas salieron por fin de la bañera con sus conchas soltando flujos, se secaron y volvieron al living, pero Inés ya no estaba allí. Se miraron dudando qué hacer y en ese momento se oyó la voz del Ama:

—¡Vengan acá, al dormitorio, perras!

Cuando entraron, sus bocas se abrieron en una expresión de sorpresa. El Ama estaba de pie, totalmente desnuda y empuñando un artefacto desconocido para ellas. Se trataba de una especie de taladro, pero que en lugar de la mecha usada habitualmente para agujerear paredes y objetos tenía un cilindro de metal de dos centímetros de diámetro por cincuenta de largo en cuyo extremo había adosado un pene artificial de dimensiones considerables. Por debajo del taladro, en la parte de la empuñadura, surgía un cable largo en cuya otra punta había un enchufe que iba conectado a un tomacorriente.

Era uno de los numerosos elementos que Inés había comprado para equipar el departamento donde iba a prostituir a sus esclavas. Al ver las caras que habían puesto ante esa máquina de coger, lanzó una carcajada y fue hacia ellas. Alzo el taladro y dijo:

—Lindo juguete, ¿verdad, mis putas?... Ahora trepen a la cama. –ordenó. Ambas obedecieron sin dejar de mirar la máquina como hipnotizadas, y después debieron arrodillarse una junto a la otra, con la cara apoyada en el cobertor.

—Separen las piernas y ábranse bien las nalgas. –Les ordenó el Ama.

Sus esclavas le obedecían automáticamente, como si se tratase de robots, y este nivel de sumisión hacía que estuviera todavía más excitada. Se acomodó a espaldas de ambas perras e inspeccionó manualmente sus conchas, que tal como había imaginado ya chorreaban flujos.

Retiró sus dedos del nido de la cachorra y como había hecho anteriormente con Claudia obligó a la esclavita a que se los limpiara con la boca.

Ubicada entre ambas, se deleitó un instante observando excitada el contraste entre los culos de ambas esclavas: amplio hasta la exuberancia el de Claudia; deliciosamente perfecto en su pequeñez el de Laura. Empuñó entonces el taladro, se colocó entre las piernas de la cachorra y con una sonrisa lasciva le apoyó la punta del pene en el orificio anal, para después presionar un poco como si fuera a meterlo. La esclavita movió las caderas mientras de su boca escapaba un largo gemido. Inés emitió una risita burlona y movió el dildo hacia la concha de su perra, entreabriéndole los labios y dejando que el pene artificial permaneciera quieto en la entrada del sendero.

—Ama... por favor... por favooooor... –murmuró Laura derretida de calentura.

—¿Por favor qué, cachorra puta? –preguntó Inés retirando el dildo.

—Métamelo, Ama... métamelo...

—Te lo voy a meter si yo quiero, perra calentona, y no porque vos me lo pidas. –respondió Inés y concentró su atención en Claudia. Volvió a tocarle la concha, que seguía chorreando, y metiéndole allí la punta del dildo, le dijo burlona:

—Vos también estás caliente como esta otra, ¿eh?... Son dos reverendas putas, eso es lo que son... –y metió un poco más el pene artificial oprimiendo el botón que lo convertía en vibrador. La esclava corcoveó lanzando un prolongado gemido y se sintió morir cuando su Ama detuvo el mecanismo y retiró el dildo mientras se ponía reír a carcajadas. Estaba sometiendo a sus esclavas a una cruel tortura sicológica y disfrutaba con sadismo de ese divertimento. Cuando se cansó de atormentarlas las hizo a un lado bruscamente y se tendió de espaldas entre ambas, que lloriqueaban con las mejillas ardiéndoles de calentura insatisfecha.

Claudia miró a su Ama y se dijo que lucía muy bien a pesar de sus cincuenta años. Tenía el cutis aún lozano y la piel de su cuerpo se sentía suave al tacto. Los pechos no muy grandes se mantenían firmes y esos pezones oscuros, erectos y duros atraían los deseos de su boca. Sin esperar orden alguna se fue inclinando lentamente, con ganas y a la vez temerosa de que el Ama la dejara sin nada si ella se atrevía a tomar la iniciativa. Inés advirtió lo que su perra quería, y deseosa de sentir en sus tetas el hocico y la lengua de Claudia se las ofreció diciéndole:

—Ahora chupámelas, esclava, y mientras lo hacés, la cachorra va a darme placer con esa hermosa maquinita... –y le dijo a Laura:

—Vamos, tomá eso y cogeme, perrita...

Le indicó rápidamente los tres botones de distintos colores que servían para accionarlo, hacer avanzar y retroceder el cilindro de metal y para poner en marcha el vibrador, y después abrió sus piernas.

Mientras Claudia ya sorbía y lamía sus pezones, vio cómo Laura empuñaba el taladro y se lo acercaba a la concha, que sintió hambrienta y chorreando flujos. Antes de usarlo con su Ama, la esclavita probó el mecanismo y sus ojos ardientes se posaron en el dildo que vibraba prometedor de delicias.

—¡Vamos, perra! ¡Cogeme de una buena vez! –la urgió Inés. La cachorra, taladro en mano, miró esa concha depilada y se dijo que quizás al Ama le gustara una buena lamida antes de ser penetrada. Entonces se inclinó y besó esos labios inflamados por la excitación y brillando de flujo, para después entreabrirlos con los dedos y hundir entre ellos su lengua ávida, provocando en Inés un gemido de goce en medio de los jadeos que le arrancaba Claudia mamándole las tetas.

La luz tenue daba marco apropiado a la escena que tenía como protagonistas a esos tres cuerpos sudorosos que ondulando al ritmo del placer intenso que los encendía. Después de lamer un rato la concha empapada de su Ama, la cachorra encendió el vibrador y se lo hundió en el culo de un solo envión. El largo grito de Inés y sus convulsiones fueron como un estímulo que la impulsó a capturar con dos dedos el clítoris duro y erecto. Poco después, el Ama estalló en un orgasmo violento y prolongado que hizo gritar a Claudia como en un acto reflejo mientras la cachorra caía hacia delante con su boca manchada de flujos.

Ambas esclavas estaban tan calientes que sin pensarlo, mientras Inés jadeaba ya saciada a la espera de recuperarse, se lanzaron una hacia la otra para caer abrazadas a los pies de su Ama, besándose y acariciándose con desesperación.

—¡Sepárense ya mismo, grandísimas perras putas! –les gritó Inés al advertir lo que estaban haciendo. Superó con esfuerzo su agotamiento y mientras las esclavas se deshacían en súplicas y gritos abrió el placard, sacó dos cinturones largos y finos y dominando a golpes la resistencia de ambas hembras las ató por las muñecas al travesaño horizontal de la cabecera de la cama. Boca abajo y una junto a la otra.

Jadeando de furia ante tamaño indisciplina de sus perras, buscó un tercer cinturón, éste ancho y grueso, y se dispuso a castigarlas con toda la dureza que merecían.

Se paró entre ambas y azotó sus culos hasta dejárselos de color carmesí mientras las cubría de insultos y las pobres mezclaban ruegos con llantos y gritos desesperados. Pero el castigo no estaba concluido. En su perversidad, Inés había encontrado otra forma de martirio. Les liberó las manos mientras seguía insultándolas e hizo que se arrodillaran con la cara en el cobertor. Ambas lloraban a mares por la tensión nerviosa y el intenso ardor de sus nalgas. El Ama empuñó la máquina, sonrió con crueldad y les dijo:

—Van a aprender de una vez por todas que ni respirar pueden sin mi permiso, perras putas.

Accionó el vibrador y acomodándose entre las piernas de la cachorra le entreabrió los labios genitales con la otra mano y le hundió el pene artificial hasta el fondo. La esclavita corcoveó estremecida por esa sensación de goce que era como un bálsamo en medio de tanto sufrimiento. Sus gritos se transformaron en jadeos y gemidos en medio de esa marea de placer que la arrastraba hacia el orgasmo. Cuando Inés se dio cuenta de que estaba por acabar retiró el vibrador y lo hundió sin delicadeza alguna en el culo de Claudia. Los 24 centímetros por 4 del objeto metido brutalmente en la estrecha gruta arrancaron a la esclava un aullido desgarrador mientras Laura, tendida boca abajo, agitaba las piernas y lloraba histéricamente, al borde de una crisis nerviosa. El cilindro de metal avanzaba y retrocedía hábilmente graduado por el Ama, haciendo que el vibrador casi saliera por completo del culo de Claudia para volver a hundirse de inmediato en una alternancia que iba embriagando poco a poco a la hembra con una mezcla enloquecedora de placer y dolor.

Inés gozaba torturándola; gozaba tanto que empezó a mojarse y poco después, cuando advirtió que su perra estaba a punto de alcanzar el orgasmo le sacó el vibrador de golpe, con una carcajada que acompañó el rugido casi animal de la pobre esclava.

Dejó la máquina a los pies de la cama y entre insultos las arrastró tambaleantes hasta el baño, donde las obligó a tragar sendas pastillas de un poderoso somnífero que las mantendría dormidas al menos por unas diez horas.

Siguió humillándolas verbalmente mientras se complacía en abofetearlas y apenas unos minutos después ambas perras comenzaron a sentir que sus piernas flaqueaban y la visión se les hacía borrosa. En ese estado, el Ama las llevó a la habitación de servicio y las echó sobre la cama de un empujón, como si fueran meros desechos. Una extraña calma fue lo último que sintieron las esclavas antes de caer en la inconsciencia.

(continuará)

(9,13)