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El juego de Julen

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Me llamo Clarise. Voy a cumplir los treinta y cinco años, no sin pesar. Mi tío falleció hace unos meses. Por eso ahora me siento libre para contar lo que sucedió hace unos quince años.

El verano languidecía, con noches que empezaban a ser más largas y frescas. Mamá me había enviado a pasar un mes con mi excéntrico tío Julen. Lo hacía cada año, para alejarme de malas influencias y para despreocuparse de mí. Así ella podía dedicarse plenamente a la gira de su compañía de teatro, y a sus ocasionales amantes.

Mi tío vivía en el campo, en una vieja mansión decimonónica, ruinosa, de paredes blancas recubiertas por la hiedra. Estaba divorciado y no tenía hijos. Su matrimonio había durado lo que un suspiro: la luna de miel y cinco meses. Él no soportaba la vida conyugal; además, le gustaba seducir y dominar a todo tipo de mujeres, jugar con sus sentimientos, hacerlas gozar y sufrir. Pero en el fondo, a pesar de su carácter irreverente, era una buena persona. 

Sin embargo las locuras de su juventud habían pasado a mejor vida. A sus 60 años los dolores reumáticos lo obligaban a usar bastón. Tenía el hígado en un estado lamentable y los pulmones arrasados por la nicotina. Su cuerpo enjuto, fibroso, se consumía lentamente; parecía tan frágil como un canario desplumado. Con todo, en su cara aguileña, bajo los ralos cabellos plateados, aún conservaba esa mirada aguda de halcón al acecho.

Mi tío Julen me quería como a esa hija que no había podido tener. Había confianza, respeto y comprensión mutua. Al menos yo lo veía así, y no dudaba en aprovecharme de ello. Conmigo se mostraba autoritario cuando era necesario, pero a la larga accedía a mis caprichos. Le gustaba provocarme, reírse de mí, desafiarme con su cultura o humillarme con su experiencia. A veces me trataba como si fuera una niña, y otras como si fuera una mujer mayor.  

Lo cierto es que a mis veinte años todavía era una joven inocente, tímida y curiosa. Tenía un carácter alegre e inquieto, pero en el fondo era terriblemente insegura y susceptible. Seguía acomplejada por mi baja estatura, y por unos atributos femeninos poco desarrollados y algo separados. Aunque lo que más me disgustaba era mi nariz, larga y estrecha, que desencajaba en un rostro tan ovalado. En cambio, me sentía muy orgullosa de mi cabello ensortijado, fino y brillante, dorado como el trigo.

El campo me gustaba. Recorría los prados cercanos; me internaba en los bosques sombríos; hundía mis pies desnudos en el riachuelo impetuoso que serpenteaba hacia el valle. Disfrutaba con el paisaje, con sus olores y sus colores. Disponía de mucho tiempo libre, y a veces me dejaba llevar por mis fantasías para apagar las ocasionales calenturas. Cualquier lugar apartado era bueno para deslizar mis dedos bajo el vestido. Lo hacía con discreción, evitando ruiditos o jadeos, pero eso no impedía que disfrutara y que incluso pudiera llegar a un orgasmo. Tampoco era necesario. Se trataba, más que nada, de distraerme y gozar.

Solía recogerme en mi cuarto poco después de cenar. Para dormir me ponía uno de esas blusas largas que mi tío me había regalado. Eran de seda natural, y todas me cubrían lo justo, tres pulgadas por debajo de la ingle. Debajo no me ponía nada; hubiera sido una afrenta. La suavidad y el frescor de la tela me extasiaban. La sensación de libertad era un puro deleite. No pocas veces, con el roce, hasta mis tiernos pezones se erizaban. Me quedaba recostada, leyendo novelas románticas hasta altas horas de la noche.

Por las mañanas me despertaba tarde; no me levantaba antes de las once. El baño estaba al otro extremo del pasillo y lo recorría impúdicamente. La blusa era tan ligera que al menor movimiento, o con una leve ráfaga de aire, se agitaba y flotaba como una ameba en el mar. Me hacía gracia y al mismo tiempo me excitaba la posibilidad de ser sorprendida. Pero la única sirvienta, la señora Cloe, una anciana laboriosa, no se aventuraba a subir hasta el segundo piso; mi tío, que dormía en el primero, tampoco. Le fatigaban las escaleras.

Con mi tío me reunía por las tardes, durante un par de horas. Nos sentábamos en el salón y jugábamos al bridge o al ajedrez, o hablábamos de asuntos cotidianos. A veces me contaba, a modo de relato, alguna de sus muchas aventuras. Todas eran demasiado alocadas como para ser ciertas; aunque algo de verdad seguro que había. Luego, cuando llegaba su enfermera personal, Berta, me dejaba y yo me iba a dar un paseo por el jardín o me quedaba a leer. 

Desde el principio esa enfermera de origen alemán me había causado aprensión y desagrado. Nunca sonreía, ni decía palabras amables. Hablaba con frases cortas y bruscas, como si estuviera disgustada por algo. Además, tenía un cuerpo que intimidaba: alta y fornida. A mi lado, parecía un gigante. Todo en ella parecía excesivo: sus pechos, sus caderas, sus manos. Tampoco es que fuera fea o grotesca; no, sólo carecía de encantos. Además, resultaba anticuada con sus gafas de pasta gruesa y su pelo castaño recogido en un moño.

A veces pienso que la juzgaba con tanta dureza porque sentía celos. Me quitaba a mi tío todos los días, salvo el domingo, durante unas dos horas. Me relegaba a un segundo o tercero plano. Me hacía sentir como una chica que no servía para nada. A veces, confieso, la odiaba.

Por lo demás, mi vida era apacible y tranquila; incluso predecible. Pero un día caluroso de mediados de mes mi situación cambió radicalmente. Quise jugar con fuego y, aunque no me quemé, sí provoqué un incendio. Fue terrible y, al mismo tiempo maravilloso; un frenesí de emociones, descubrimientos, desafíos y engaños, que me dejaron una profunda huella.

Me encontraba aburrida en el salón biblioteca. Afuera no se podía salir pues el sol quemaba como un hierro candente. Tampoco me apetecía comenzar otra lectura y miraba distraída los tomos apilados. En lo alto de una estantería vi una gran carpeta verde, con bordes dorados, que me llamó la atención. Cogí la escalerilla de madera y subí los cinco peldaños. Lo extraje con cuidado y con alguna dificultad. Pesaba bastante y eso excitó aún más mi curiosidad. Nada más abrirlo, me quedé perpleja y confundida. Era un álbum, pero no de fotos, sino de pelos; y sólo había dos o tres en cada rectángulo, bajo el plástico. A su lado, en una tarjeta diminuta había escrito a mano un nombre, una fecha, y unos adjetivos. ¿Qué significaría?

―¿Qué haces, cariño? ―me preguntó mi tío desde abajo. No lo había oído llegar. Su voz me asustó tanto que estuve a punto de perder el equilibrio. Por suerte una de sus manos se apoyó en mi rodilla y me devolvió la estabilidad.

―Nada. Buscaba algo con lo que pasar el rato ―dije evitando mirarlo a los ojos. Entonces me di cuenta que con el vestido tan corto que llevaba, le mostraba mi prenda interior. Una ola de calor recorrió mi rostro. Enrojecí como una colegiala.

―Pues no has escogido un buen libro ―dijo con sarcasmo y una risa burlona.

―¿Qué es? ―pregunté confiando en desviar su atención. La braguita rosa, de rejilla, era tan fina y ligera que casi no la notaba; tenía la sensación de no llevar nada. ¡Qué vergüenza!

―Es evidente, ¿no? Un álbum. Son un recuerdo de las mujeres que pasaron por mi vida.

Mi tío Julen me ayudó a descender. Me sentí más tranquila y más segura al poder ocultar mi intimidad. Fuimos hasta la mesa donde deposité el libro; lo dejé abierto por la mitad.

―¿Y te acostaste con todas éstas? ¡Deben ser más de un millar! ―fui pasando las páginas con creciente asombro, sin detenerme en los nombres. No había duda que esos pelos cortos, arrugados o rizados, pertenecían a cierta parte del cuerpo.

―Oh, no. Con todas no. Algunas me los regalaron. A otras se los hurté.

―¿Y cómo se los quitaste sin que lo notaran?

―Muy fácil ―dijo conteniendo la risa―: hurgando en la ropa sucia, por ejemplo.

No sabía si lo decía en serio o si se burlaba de mí. Pero la escena que imaginé me resultó del todo divertida. Teniendo en cuenta lo que sabía de él, de sus aventuras, lo creía posible. Me incliné sobre el libro y comencé a pasar las páginas despacio. Mi tío posó una mano en mi cintura, como hacía a menudo. Pero me pareció que estaba un poco más baja de lo habitual.  

―Están anotadas por orden cronológico ―puntualizó Julen con seriedad―. Las primeras son de cuando estudiaba en el instituto. Todo comenzó como un juego. Cuando planteé el reto, algunas amigas no dudaron en entregarme un puñado de sus pelos; otras se acobardaron. 

Lo miré con incredulidad y suspicacia. Una parte de mí estaba en alerta y quería retirarse prudentemente, pero la otra me aguijoneaba para que mostrase más osada. Mi nerviosismo era evidente y cuanto más intentaba disimularlo más ridícula me sentía. Tenía tanto miedo a lo que pudiera decirme que ya no era capaz de sentir vergüenza.

―¿Te gustaría formar parte de mi colección? ―me preguntó de repente―. Sólo a las más queridas, o a las más deseadas, he concedido ese privilegio.

―¡Vale! ―respondí sin pensar. Fue algo impulsivo, que brotó de mi interior. En realidad estaba un poco excitada; tenía el pulso descontrolado.  

―Bien ―dijo hablando despacio―. Pues adelante.

―¿Cómo? ¿Tiene que ser aquí, ahora?

―Es el mejor momento y el mejor lugar. El miedo y la tensión mitigan el dolor. Con la ansiedad y la precipitación se escogen los mejores. Pero si te resulta violento lo dejamos. No todas tienen el valor para hacerlo.

Sonreí con desdén y le dije que sí lo haría. Deslicé la mano bajo la falda del vestido. Mi tío Julen estaba enfrente, a unos dos metros. No se perdía detalle de lo que hacía. Conseguí bajar un poco la braguita, sin que asomase. Busqué a tientas algún pelo largo, pero sólo encontré matas enredadas. No había pensado que fuera tan difícil aislar uno. Necesitaba mirar, pero para hacerlo tenía que enseñar mi dorado pubis. Y mi tío no parecía dispuesto a disimular desviando la vista. Dejé escapar un suspiro de indignación y de rabia.

―Cariño, no te preocupes por lo que pueda ver  ―me dijo acariciándose el mentón―. No hay nada ahí abajo que me pueda sorprender. ¡He visto ya tantas mujeres desnudas!

La furia, y no tanto la vergüenza, inflamaron mis mejillas. Me encorvé un poco y levanté el borde del vestido. El triángulo rosa y arrugado de mi braguita quedó a la vista. Tiré de ella con sumo cuidado; no quería que se saliese del todo. Descubrí el triángulo dorado de mi pubis: un manto, no muy denso, de finos cabellos ensortijados y entrelazados. Fui arrancando, con dedos temblorosos, los tres pelos que necesitaba.

Al terminar me enderecé y me apresuré a cubrirme. Estaba descompuesta, pálida, como aturdida. Tenía la frente húmeda y las axilas empapadas por el sudor. Un hormigueo helado recorría mi espalda. Y sin embargo, a pesar del bochorno y la humillación, me sentía orgullosa por el arrojo y la voluntad que había demostrado. Me creía vencedora.  

―Ahí tienes mis tres pelos ―dije acercándome a él. Al caminar noté que me temblaban las piernas. También me di cuenta de que mis pechos se habían endurecido, y los pezones rasgaban la tela del vestido (pues no llevaba sostén) como dos punzones.

―Gracias ―los cogió con delicadeza y se los llevó cerca de la nariz para mirarlos de cerca, aunque sospecho que pretendía olerlos―. Son excelentes. Ahora mismo los guardo.

Me di la vuelta y me marché sin despedirme. Mi enfado no le pasó desapercibido, pero no pareció darle la menor importancia. Su seguridad me irritaba. Subí a la segunda planta y me metí en el baño. Necesitaba sentarme y expulsar toda la orina que se acumulaba en mi vejiga. Siempre que me ponía muy nerviosa me pasaba lo mismo.   

Estaba realmente confusa y asustada. Sabía que lo que había hecho estaba mal, que era, cuando menos, indecoroso. Y sin embargo, no sentía el angustioso peso de la culpa; no tenía remordimientos. Al contrario, me dominaba la ira, la excitación, y una irrefrenable curiosidad por descubrir más secretos inconfesables. Deseaba participar en esos juegos perversos cargados de un erotismo que consideraba inocuo.  

  Pasada la media tarde el calor se hizo más pesado y sofocante. Afuera no se movía ni una brizna; todo era quietud y pesadez. Al sur se acumulaban grandes nubes, como hongos, que anunciaban la llegada de una tormenta. Las veía crecer desde la ventana de mi cuarto.

La enfermera, Berta, apareció en su ridículo turismo; no podía explicarme cómo era capaz de meterse dentro. Una chispa de malicia asomó en mis ojos. Se me ocurrió bajar al primer piso para espiarlos. Si no podía verlos, al menos podría escuchar lo que decían. Y conociendo a mi tío, sabía que no me decepcionaría. Sería mi pequeña venganza.

Esperé una media hora, inquieta y ansiosa, antes de bajar. Al avanzar por el pasillo me di cuenta que tenía unas ganas acuciantes de orinar. ¡Qué oportuno! Me mordí el labio de rabia, pero decidí seguir adelante. Me sorprendió encontrar la puerta arrimada; normalmente mi tío la cerraba. Agradecí a la providencia mi suerte; pero en ningún momento llegué a sospechar que fuera premeditado.

Por la rendija del marco, de casi media pulgada, divisaba buena parte de la habitación, que era bastante larga y espaciosa. Mi tío Julen estaba tumbado boca abajo sobre una camilla, desnudo. Berta, a su lado, me daba la espalda. Se había puesto una bata blanca, que le llegaba hasta las rodillas. En ese momento le estaba aplicando a mi tío un violento masaje sobre la espalda. Mi tío no decía nada, sólo dejaba escapar de vez en cuando un suspiro. Me quedé un poco decepcionada, pero decidí aguardar para ver qué ocurría.

―¡Listo! ―gritó Berta, unos minutos más tarde, dando una sonora palmada que supuse fue en la nalga de mi tío. Pues esa parte de su cuerpo no podía verla.

Me asusté tanto que apunto estuve de apoyarme sobre la puerta. Faltó muy poco para que me delatase. Al menos el miedo hizo que desapareciera la presión en mi vientre. Me puse de rodillas para tener una posición más firme. Berta había dado la vuelta al frágil cuerpo de mi tío, que ahora estaba boca arriba. Lo veía de perfil, con una media sonrisa en el rostro.

La enfermera se movió a un lado para masajear los pies de mi tío Julen. Al instante me llevé la mano a la boca. La sorpresa me dejó sin aire. El miembro de mi tío, sin estar erecto, descansaba hinchado sobre su vientre. La enfermera no pareció darle la mayor importancia; ni siquiera lo miraba. Al verla de medio lado, me di cuenta de que no llevaba sostén. Sus enormes senos, como sandías, se balanceaban con ostentación. Llegué a temer, y a desear, que se le rompiera uno de los botones delanteros, y se le saltaran hacia fuera.  

Mi tío hizo un leve gesto con la mano y Berta se acercó a él, pero por el lado de la ventada. Quedó enfrente a mí, unos tres metros a la izquierda. Por primera vez en mi vida la vi sonreír, aunque fue sólo un tímido esbozo en sus gruesos labios. Sacó un frasquito del bolsillo y se embadurnó las manos con un aceite oloroso; la fragancia no tardó en llegar hasta mí.

―Suave, pero con energía ―murmuró mi tío.

Fue entonces cuando Berta cogió la verga y la levantó. Primero la recorrió con una de sus manos, y luego con la otra, untándola con el aceite. Luego fue tirando de la piel hasta que el glande asomó como una seta colorada. Mi tío ni se inmutó. Berta siguió siguió masajeando con sus manos la verga, que iba ganando en dureza paulatinamente. No podía creer lo que estaba pasando, y sin embargo, en el fondo, había esperado que ocurriera algo así.

Pasaron dos o tres minutos. La verga, cubierta de venas, seguía tiesa y desafiante; brillaba como si la hubieran pulido. Berta se acercó a la punta y la untó con su saliva. Luego sacó su lengua regordeta y comenzó a lamer el glande. Acabó por metérselo en la boca. Me quedé helada. Ya no tenía dudas de lo que estaba sucediendo. Pero no estaba indignada, ni sentía asco o desdén; tampoco envidia o lujuria. Me sentía como ausente, estupefacta, paralizada.

De repente percibí la cálida orina deslizándose por entre mis muslos. Me llevé una mano a la entrepierna y apreté con todas mi fuerzas. Sólo habían salido unos chorritos; suficientes para dejar unas manchas en la alfombra. Vi como mi tío giraba la cabeza y miraba hacia la puerta. La enfermera tenía la mitad de la verga dentro de su boca. Parecía querer tragarla entera. Uno de sus pechos se había salido, o lo habían soltado. Mi tío no conseguía abarcarlo con su mano. Jugaba con un pezón oscuro y grueso, cuya aureola medía unos 5 cm.

¡No aguantaba más! Quería marcharme y descargar donde fuera mi vejiga. Pero mi cuerpo no me obedecía; era como si me hubieran hipnotizado. Estaba fascinada, esperando el inminente desenlace. Tenía que verlo con mis propios ojos: asegurarme de que no era una representación. Finalmente mi tío arqueó levemente su espalda. Berta se detuvo con el glande en su boca; el semen surgió entre sus labios y resbaló por la verga abajo.

Me levanté asustada y, sin sacar la mano de mi pubis, corrí como una gacela. Subí al segundo piso y fui directa al baño. Casi no me dio tiempo a bajarme la braguita que, de todos modos, ya estaba empapada. Al terminar suspiré con alivio. Aún no podía creerme lo que había visto. Mis manos temblaban de miedo y de excitación. Mis pequeños pechos estaban duros como el mármol. Miré abajo y vi, entre los pliegues de los labios, una rojiza protuberancia. Todo mi sexo ardía. Tomé una pieza de jabón con la intención de lavarlo, pero seguí frotando con ímpetu hasta lograr un orgasmo que me dejó satisfecha y relajada. Después me di una larga ducha y acabé recluida en mi cuarto.

Dos horas más tarde, cuando bajé al salón, mi tío ya me estaba esperando. No percibí enfado o inquietud en su rostro. Al contrario, parecía tranquilo y despreocupado. Me senté a la mesa ofreciendo mi mejor sonrisa. Pero por dentro estaba temblando. Cloe llegó enseguida y sirvió la cena. Mi tío me guiño un ojo y me recomendó que comiera más despacio. Le aseguré que tenía mucha hambre. En realidad estaba tan asustada que no me había dado cuenta. Por lo demás, la cena transcurrió como siempre.

Al terminar el postre me acerqué a la ventada y aparté las cortinas. La tormenta se había desatado con toda su virulencia. Cada poco, un relámpago recorría el cielo de un lado a otro, o caía entre las colinas lejanas. El trueno hacía temblar los cristales. La lluvia caía inclinada, arrastrada por el fuerte viento. Pero lejos de atemorizarme, aquel espectáculo de la naturaleza me resultaba maravilloso.

―Te gusta mirar, ¿verdad? ―dijo mi tío apareciendo a mi lado.

―Sí, me encanta. Es conmovedor ¿no crees? ―hablé con una vocecita de niña.

―Claro, cariño ―posó su mano en mi hombro―. A mí también me gusta mirar… sobre todo cuando no me ven.

―¡Qué! ¡Vaya!―Me puse colorada. El corazón se me aceleró bruscamente.

―Es uno de los grades placeres, el de mirar a escondidas. ¡Ver sin ser visto!

―¿A qué te refieres? ―la voz me temblaba. Un rayo rasgó el cielo, y nos iluminó.

―Sabes muy bien a qué me refiero, cariño ―su mano descendió hasta apoyarse en mi cadera. Me estrechó con ternura contra él―. A espiar las intimidades de los demás.

Intenté decir algo, negarlo o confesarlo, pero se me atragantaron las palabras.

―Tranquila, muchachita. Si no me importa; no estoy disgustado. Para algunas naturalezas sensibles es algo irresistible. En eso, nos parecemos ―habló con una voz más pausada y profunda―. Míralo como si fuera un juego. Es cierto que tiene su carga erótica, pero no pasa de ahí; o puede que a veces sí. En el fondo, se trata de disfrutar, ¿no?

―Supongo que sí ―vacilé. Me sentía perdida, sin escapatoria.

―Pues claro que sí, mi dulce princesita ―me dio un beso en la frente.

―Podemos continuar y hacer que el juego sea más sutil e interesante. Pero sólo lo haré si tú quieres, y si prometes guardar el secreto, nuestro secreto.

―Claro ―me apresuré a responder―. No se lo diré a nadie.

Cloe anunció desde la entrada que se retiraba a descansar. Había recogido todo, pero aún no había cerrado la puerta principal. Mi tío se giró y le dijo que podía irse, que él cerraría la puerta, más tarde. Le pidió que apagara las luces; sólo quedó encendida una lámpara de pared. Nos quedamos en penumbra, solos, junto a la ventada.

―Volviendo a lo nuestro ―se encaró conmigo cogiéndome por los hombros―, ¿de verdad estás dispuesta a participar? ¿Con todas las consecuencias?

Asentí con la cabeza. La curiosidad me mordía las entrañas como un perro rabioso.

―Bien, me alegro. Será divertido. Puede haber situaciones incómodas, incluso vergonzosas o humillantes. Pero al final, verás que la recompensa lo merece ―me miró con dulzura―. Por último, quiero que recuerdes que la esencia del juego consiste en sorprender al adversario y, a su vez, en no dejarse sorprender. ¿Crees que podrás estar a mi nivel?

―Descuida, tío Julen ―dije ufana. No tenía ni idea de dónde me metía.

―Pero antes, deberíamos zanjar lo sucedido esta tarde. Mereces un castigo ejemplar, pero moderado. Sé que estabas allí; sé lo que viste o creíste ver. Y debes pagar por ello. Así son las normas en estos tiempos ―su tono afectado me hizo sonreír―. ¿Estás de acuerdo?

―Sí desde luego ―dije más calmada. Sabía cómo eran los castigos de mi tío: simples farsas, representaciones burlescas de las prácticas crueles de otros tiempos.

―Te mereces unos buenos azotes.

―Si no hay más remedio ―agaché la cabeza y miré al suelo fingiendo desconsuelo. Todos los años, alguna que otra vez, me daba unos azotes de mentira por cualquier tontería.

Mi tío me cogió de la mano y me llevó junto a un viejo escritorio de roble. Me ordenó que me echara. Me incliné sobre la mesa apoyando mis manos y mi cuerpo sobre la madera, que olía a tabaco. Era justo de mi altura. Mi tío se colocó a mi lado.

Esperaba que usara una sus pequeñas fustas, de cuerpo, y que me azotara suavemente. Pero me dio con la palma de la mano en la nalga derecha. La sorpresa me hizo soltar un leve quejido. Enseguida recibí otro en el lado izquierdo. Me pegaba con firmeza, dejando que la mano quedase pegada a la falda unos segundos. Recibí cinco más en cada lado, sin menguar de intensidad. Pero aguanté bien, conteniéndolo la risa.

―No pareces muy dolorida ―dijo con voz contrariada.

―Estoy bien ―respondí con orgullo.

―Entiendo. Entonces tendré que aplicarme con más severidad.

Conseguí girar la cabeza y mirarlo. Le dije que no era justo, que sí me había dolido. Intenté levantarme pero su mano estaba posaba en mi espalda y me sujetaba con firmeza. No podía zafarme. De todos modos, no me preocupé. Podía aguatar, sin chistar, cien azotes como eses.

De repente, me levantó la falda y la dejó caer sobre mi cintura. Me quedé tan desconcertada que no supe qué decir. Supongo que enrojecí, pero no podría asegurarlo porque sentía frío por todas partes: en los muslos, en las manos, en el pecho, y sobre todo, en mi trasero. Al menos, con la escasa iluminación, no se vería mucho, me consolé. Llevaba puesta una braza azul celeste, de algodón, que me quedaba ceñida. Con esa postura forzada, se había hundido entre mis nalgas. Pero lo más íntimo estaba bien cubierto.

Recibí una sonora palmada en una nalga. Debió de quedar marcada de color carmesí. No fue para tanto, me dije. Pero sí que me había dolido un poco. Luego recibí otra en la nalga contraria. Me estremecí, con un hormigueo que me recorrió toda la columna. ¿Formaría parte del juego? Creía que no. Me resigné a recibir el resto con estoicismo, sin emitir un solo lamento. Esperaba, con tensión, recibir el tercer azote en la nalga derecha, pero mi tío volvió a sorprenderme. Me golpeó justo en el medio, entre ambas. El impacto llegó amortiguado hasta los gruesos labios de mi sexo. Casi se me sale el corazón por la boca. En un instante pasé del dolor, al placer, y de éste a la relajación. Apreté los muslos todo lo que pude.

Tras una pausa, volvió a pegarme en el lado izquierdo, y luego otra vez en el centro, donde dejó posada su mano. Me volví a estremecer. Los azotes continuaron sin un orden previsible y sin que menguara su intensidad. Si quería que gritase, no lo iba a lograr. Estaba exhausta, tensa, inquieta, y ansiosa por saber cómo terminaría el juego.

―Supongo que ahora sí te ha dolido ―me dijo.

―Sí, mucho ―susurré con un tono de súplica. Relajé todo mi cuerpo, como si estuviera agotada y vencida.

―Pues entonces, tendré que compensarte de algún modo. ¿No crees?

A continuación, sacó mi braga de un único tirón, y la dejó caer junto a mis tobillos. Me quedé helada, sin aire en los pulmones, sin voz. Imaginé lo que iba a suceder: sentiría unas leves caricias en mi sexo y luego su verga entraría hasta el fondo. Y lo más terrible era que, en el fondo, una parte de mí, lo deseaba fervientemente. Mi mente se había quedado en blanco, y mi voluntad estaba quebrada. Sólo me atreví a preguntar, a media voz, qué iba a hacer. Me contestó que tuviera calma y me dijo que me relajara. Intenté escurrirme, pero fue en vano.

―¡Adelante! ―mi tío alzó la voz―. Es toda tuya.

La puerta del salón se abrió. Escuché unos pasos lentos, pesados, y el  batir de una falda gruesa. Era Berta, la enfermera. No tenía la menor duda. Podía percibir su colonia barata, incluso el olor rancio del sudor acumulado en su ropa interior. Además, por su tamaño, proyectaba una gran sombra que se acercaba hacia mí. No me atrevía a girar la cabeza para mirarla. Tenía tanta vergüenza que quería enterrar la cara entre las maderas del escritorio. Lo peor es que empezaba a sentir sofocos; ardía de deseo por dentro.

Mi tío me sujetó con sus dos manos. Tampoco era necesario; no pensaba moverme. Berta se agachó. Fue como si un oso se me arrimase por detrás. Creo que, con el miedo, mi sexo se apretó como una almeja. Sus manos regordetas y fuertes separaron mis nalgas. Sentí mucho frío, humedad, y una desagradable quemazón. Entonces una lengua gorda, ancha y fuerte, se deslizó entre mis labios. Quise retorcerme de placer, pero apenas logré agitarme. Me tenían bien sujeta entre los dos. Siguió lamiendo más adentro, sin prisas, con suavidad. Cerré con fuerza los puños y apreté la frente, y el pecho, contra la mesa. No pude contenerme por mucho más tiempo antes de soltar un tímido gemido. Aquello era demasiado para mí.

―No te reprimas, cariño ―me susurró mi tío―. ¡Déjate llevar!

Así lo hice. Berta separó mis labios, y abrió mi sexo como una flor. Comenzó a masajearme con sus dedos, hundiéndolos en mi vagina. Se notaba que era una experta en el uso de sus manos. Volvió a lamer mi sexo; alcanzó mi clítoris con su lengua. Me estremecí entera, varias veces. Siguió masturbándome durante un tiempo que no sabría precisar. Pudieron ser varios minutos, o más de un cuarto de hora. Hasta que llegué a un profundo orgasmo. Mi tío me tapó la boca para que no gritara. Fue un final maravilloso.

Berta se marchó sigilosamente, sin decir una sola palabra. Sólo entonces mi tío me ayudó a incorporarme. Me alisé la falda, pero dejé la braga en el suelo. No quería ponerme algo que rozase mi sexo. Aún lo notaba ardiente, hinchado, y también húmedo y sucio.

―No me lo reproches ―dijo mi tío―. Lo necesitabas, y más de lo que estarías dispuesta a reconocer. Llevabas unos días muy tensa. Lo percibí en tu manera de caminar, en tus gestos.

―Esto, ¿formaba parte del juego? ―La ira y la indignación asomaron a mi rostro. No estaba disgustada por lo sucedido, pero sí por cómo había trascurrido, y por la presencia de Berta. 

―Sí y no ―me miró con picardía―. Digamos que fue un añadido.

Me abrazó para consolarme. Pero yo me escurrí como una culebra. Todavía debía interpretar mi papel de dama ofendida. Le di las buenas noches y me marché a mi cuarto.

En un solo día había logrado sorprenderme por tres veces. Esa humillación nacida de la derrota me dolía en lo más hondo. Me sentía como una estúpida, una pobre ingenua. No, no podía dejar el juego. Necesitaba, al menos, la revancha. Ya tenía en mente una primera idea. Al día siguiente, por la tarde, cuando fuera a jugar una partida de ajedrez, me sentaría enfrente con una minifalda muy corta, pero sin bragas. Quería ver si era capaz de concentrarse en la partida. Esperaba ganarle por primera vez y anotarme un tanto.

No gané esa partida. Ni siquiera me felicitó por mi osadía. Incluso me dijo, más tarde, que carecía de imaginación como para estar a su nivel. ¡Cuánta rabia sentí! Pero no me di por vencida. El juego continuó, durante varios años. Y sí, conseguí estar a su altura. Por cierto, nunca me penetró. Tampoco hizo falta. Sabía cómo satisfacer a una mujer.

(9,20)