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Malena 12

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MI HISTORIA CON EL HOMBRE QUE PORTABA LA PESTE DE LAS FEROMONAS

El entrenamiento había concluido, estaba preparada para el trabajo, el auditor enviado por la oficina central había llegado ya, lo estábamos esperando en la oficina de Gonzalo.

Después de recibir sus últimas instrucciones, él y yo deberíamos emprender juntos un viaje de casi cuatro horas por carretera hasta nuestro destino en la sucursal de la ciudad de El Calvario, en un estado llanero en pleno corazón del país.

Eran finales del mes de agosto del año 91, y estábamos en pleno invierno tropical; en la zona, estaría fresco pero lluvioso…mejor que seco y caluroso, pensé.

EL HOMBRE

Cuando me fue presentado, nada en él me inspiro ni un mal pensamiento, de hecho, olvidé su nombre inmediatamente después que me lo dijo y más nunca he vuelto a recordarlo. Lo que si recuerdo indeleblemente es que más o menos cinco horas y media después de haberme sido presentado….bueno… no nos adelantemos a los acontecimientos.

El hombre, como lo llamo en mis recuerdos, era de la edad de Gonzalo: unos treinta y cinco años; era de modos rudos, silenciosos y descarados. Sus ojos eran de un gris desvaído, como toda su persona, su sonrisa era su única forma de expresarse y comunicarse.

Pero… aquí es donde está el detalle: portaba una atmósfera propia capaz de inficionar a todos los seres que se colocaran a su alcance con el extraño poder que poseía.

Cuando se entraba en el círculo mágico de su ámbito, una se sentía inmediatamente sacudida por una sensación de irremediable pérdida de la voluntad y un estado de ánimo indescriptible, que estremecía las entrañas y promovía el deseo de intimidad absoluta con él.

Si te sonreía en el momento en el que te encontrabas bajo su influjo, podías desfallecer por el desaliento que te producía la acuciosa necesidad de entregarle tu cuerpo.

El fenómeno era tan delimitado, que solo se percibía en su cercanía, cuando te alejabas de él todo el barullo de las tripas, el deseo, la perdida de la voluntad: cesaba como por sortilegio. Se diluía, se esfumaba, como por encanto, así como había llegado. Olvidabas su nombre y su existencia, y de lejos, te parecía un “mastuerzo plácido” rodeado de mujeres embelesadas.

Gonzalo, sintió también su influjo, según me refirió tiempo después, pero en forma de un sentimiento de simpatía, sin base para ello, pues el hombre era verdaderamente antipático.

Durante los días que pasamos juntos en nuestras tareas, vi como afectaba a las personas que se ponían a su alcance y cómo, el efecto desaparecía apenas se alejaban de él: Al tener que pasar más tiempo en su proximidad, debido al trabajo, yo fui la más afectada.

“Tú y los demás fueron víctimas de un tipo con una superproducción momentánea de feromonas, las más afectadas fueron las hembras que en ese momento eran fértiles” me diagnosticó Deysi, cuando le conté lo que me había sucedido durante el viaje.

Sacando cuentas, siempre inexactas en lo que a mi menstruación se refiere, en esa época yo estaba en celo y además infestada de hormonas por mi tratamiento.

Lo peligroso para mí y para cualquier fémina, era que estacionarse al alcance de su poderosa, mágica y pecaminosa influencia, era lo más placentero que se puede imaginar y, por ende, era doloroso el separarse de él; en su proximidad te sentías cómoda, protegida y mimada a pesar que el tipo era un idiota (que ni hablaba) y  perdías, momentáneamente, las barreras morales arraigadas en tu límbico.

El parecía no ser consciente de su poder, pero sabía sacarle provecho al caos sensual que causaba a su alrededor.

EL VIAJE

El viaje lo hicimos en el asiento trasero de un taxi. La distancia que nos separaba parecía ser la óptima para que el alcance de su irradiación me saturara y me hiciera permanecer en un angustiante estado de excitación física y mental.

Conversamos poco, pues sus respuestas eran monosilábicas y ésta característica suya, dificultaba la tarea de mantener una conversación normal con él.

El chofer no paraba de hablarle y él solo le respondía con sonrisas y gruñidos. Yo me conformaba con sentirlo al alcance de mi mano y en más de una ocasión, no pude soportar las ganas de acercármele más y tocarlo, con la excusa de indicarle algún accidente del paisaje por el que transcurría nuestra vía.

Fue un viaje de cuatro horas por los caminos del desasosiego, mi cuerpo sufría, no tanto por la excitación acumulada y creciente que me perturbaba los sentidos, sino, por la imposibilidad de librarme de ella.

En un paradero de carretera nos detuvimos a repostar combustible.

Me precipité fuera del vehículo para ir al baño a autosatisfacerme y lo logre casi sin tocar mi agarrotado clítoris. El orgasmo había comenzado a explotar entre mis piernas mientras caminaba hacia el reservado de damas. El movimiento de mis pletóricos muslos presionando los labios de la vulva, casi me produce “un final feliz” delante del gentío -que llenaba el lugar, a esa hora de intenso tráfico- mientras me desplazaba hacia el refugio del baño: Hubiera sido una experiencia digna de ser filmada.

Al regresar al automóvil, observé al chofer enfrascado en su propio misterio con mi compañero, hablando sin parar y recibiendo sonrisas a cambio. Al continuar el camino intenté dormir para apaciguarme, pues el deseo, acechante, reapareció apenas entré en el taxi.

EL CALVARIO

Al fin llegamos. Me quede en el carro mientras él se encargaba del asunto de las habitaciones y el chofer, de las maletas.

Al quedarme sola dentro del automóvil, abrí mis piernas un poco y tocándome, por afuera del pantalón, conseguí otro orgasmo que me permitió enfrentar el momento presente sin el temor de que un inesperado clímax me fuera a sacudir sorpresivamente, así, evitaba la posible contrariedad de evidenciar una conmoción tan notoria por sus manifestaciones físicas, sin la intimidad apropiada, como casi me ocurre en la gasolinera.

Al recuperarme lentamente del placentero pero debilitante momento, decidí que le pediría aunque fuera por amor a dios, que me librara de esta locura haciéndome el amor como él quisiera, ¡pero ya!

NO SOLO DE AUDITORÍAS SE PUEDE VIVIR

La habitación dispuesta para mi quedaba en el quinto piso, la suya en el segundo. Mandé al botones con mi maleta a mi habitación y me quedé en el segundo piso mirándolo con mi cara de súplica y poniendo a su disposición, mediante signos inconfundibles, mi cuerpo espléndido pasmado de deseo.

El me respondió con una sonrisa y yo lo seguí mansamente.

Inmediatamente que la puerta se cerró detrás de mí, comencé a desvestirme descuidadamente, apresuradamente, desaforadamente, hasta que ninguno de mis encantos tuvo secretos para él. Mis manos acariciaban febricitantes mis senos que estaban a punto de detonar, mientras esperaba que él terminara de desvestirse con una calma que no parecía fingida.

No era la gran cosa vestido, mucho menos en cueros, su aparato era de dimensiones discretas. Al estar listo me sonrió, yo me lancé hacia él, coloqué sus manos sobre mis senos endurecidos por la frustración del deseo y me apodere de su pene que estaba duro y listo para mí.

Me dejé caer de espaldas sobre la cama, arrastrándolo en mi caída. Se desplomó sobre mí, comenzando inmediatamente a sorber mis senos como si fueran la chupeta de la chilindrina; yo no necesitaba técnicas depuradas para satisfacerme, con voz pálida le rogué: ¡Métamelo ya!

Obedeció, cerré los ojos para no mirarlo, le rodee con mis piernas y con la pelvis empujé todo lo que pude su sexo dentro del mío, estaba desbocada.

Se movía bien, lo sentía lamiendo mi cuello, mis pezones y mis orejas, mis orgasmos se sucedían con velocidad de ametralladora en máxima cadencia. El hombre se estaba portando muy bien a pesar de sus carencias técnicas. Yo mantenía su espalda aferrada con mis brazos y sus caderas con mis piernas anudadas, no murmuraba palabras incitantes, como siempre lo hago, solo me descargaba…hasta que sentí que él estaba a punto de acabar y la grité –por costumbre- que me acabara afuera. Me obedeció a medias.

Como por arte de magia, inmediatamente que llegó a su clímax, desperté del hechizo al que me había tenido sometida. Su poder sobre mí se desvaneció y aparecieron el desdén y la rabia por habérmele entregado a un esperpento.

Lo aparte con una patada y de un brinco me levanté y corrí al baño a lavarme profusamente.

LA OFICINA

Nuestra llegada a la oficina, al principio, no causó el revuelo que yo esperaba: Entre los hombres, por mí físico llamativo, voluptuoso, de formas abundantes y radicalmente diferente al de las mujeres de la zona: delgadas, morenas y de baja estatura.

Entre las mujeres, por la presencia fantasmal de mi acompañante.

En mi caso, fallaron mis suposiciones porque solo otro hombre albergaba el lugar: el gerente; un muchacho recién casado, que me miraba con el aturdimiento propio de un subalterno que no puede darse el lujo de un desliz visual que pueda parecer irrespetuoso a la linda supervisora que su jefe Gonzalo, le había recomendado encarecidamente como a alguien a quien debía obedecer con los ojos cerrados.

Entre las hembras, mi compañero no causo gran impresión al principio, pero a medida que su potencial (que yo le había sorbido en el hotel) se recuperaba, los estragos comenzaron a notarse.

Yo, me podía controlar gracias a mis recientes desahogos y a que permanecía enclaustrada haciendo mí trabajo, lejos de su influjo, en la oficina del gerente.

Me reía para mis adentros, de solo pensar la cantidad de masturbaciones que se iban a suscitar entre el personal femenino de la oficina.

Era indudable que no a todas, la peste que portaba el hombre, nos afectaba de la misma forma ni con la misma intensidad, pero ninguna se libraría totalmente de su embrujo. En ese momento yo no sabía nada de lo que Deysi posteriormente me precisó, acerca de la relación entre feromonas, fertilidad y necesidad de perpetuar la especie.

De las cinco empleadas, cuatro era casadas y solo una era soltera: una muchacha delgaducha y no muy agraciada pero inteligente y vivaz. ¿Se volvería tan loca como yo me había vuelto?

UNO PARA TODAS

Al finalizar la jornada tuve la respuesta a mi interrogante, al verla sentada al lado de nuestro galán en el taxi que debía trasladarnos de vuelta al hotel.

Anteriormente, yo había decidido, huir de su presencia para evitar que mi deseo reapareciera, exigente, delante de otras personas.

Programé volver al hotel por mis propios medios; sin embargo, por mi estado de ánimo alterado y por lo acucioso del trabajo que realizaba, olvidé anotar las señas del hotel donde me hospedaba y me vi obligada a retornar allí en el vehículo que compartía con mi compañero y, ahora también, con mi compañera.

La muchacha desesperada por satisfacer su deseo, me hacía señas imperiosas de que abordara el vehículo sin tanto retardo. No me quedó más remedio que hacerlo.  Ahora, tenía dos hembras bajo su control.

La muchacha y yo –por alguna razón biológica, deducía yo a pesar de mi total desconocimiento de lo que podía ser la causa que generara tanto caos sexual- éramos afectadas de forma fulminante por las emanaciones del hombre. Al concientizar este fenómeno que nos hermanaba en una fatalidad compartida, con un apretón de manos y una mirada suplicante, nos dimos a entender que nos comprendíamos, que nos pedíamos mutua comprensión y que no habría crítica, ni chismes, ni superioridad o inferioridad en el trato: compartiríamos nuestro pan con libertad de hermanas unidas quién sabe por cuál  misteriosa energía y que todo lo que aconteciera, sería un secreto entre nosotras.

La chica, desde ese momento no se privó de manifestar lo que sentía burbujeando en sus entrañas. Yo me encontraba en el mismo estado pero me contenía más que ella, quizá por su naturaleza silvestre de mujer del campo.

El chofer nos miraba sin entender, quizás pensaba que era un juego nuestro raro comportamiento. El hombre causante de todo este estropicio, solo sonreía mirando por la ventanilla.

Cuando subíamos en el ascensor que nos conducía a su habitación en el hotel, mi amiga se lanzó en sus brazos y restregaba su cuerpo contra el suyo; yo por mi parte, conservaba cierto grado de control sobre mi hipocresía -fruto de la costumbre de mujer citadina que había aprendido a no mostrar su verdadera naturaleza para cumplir con los cánones de la sociedad.

Mis limitaciones -auto impuestas- me impedían entregarme completamente a la lucha por el semental, aunque, no hiciera nada para apartar la garra con la que mantenía aprisionada, con afanes de propietario, a mi atormentada concha a través del pantalón.

Fue un viajecito corto de apenas dos pisos, pero la carga erótica que inundaba el ascensor casi nos asfixió en ese lapso.

Apenas se cerró la puerta de la habitación dejándonos encerrados a todos en la madriguera de la bestia, la chica se lanzó a desvestirse y lo logró antes que yo pudiera despojarme de mi ajustado pantalón; él nos miraba sonriendo plácidamente mientras observaba la competencia entre nosotras para disfrutar de sus favores.

En el fondo de mi consciencia sabía que estaba protagonizando un show que quizá nunca más presenciaría: yo y otra mujer, luchando para ser poseídas por él… un espantajo.

La muchacha, que tenía un cuerpo delgado y bien distribuido -el cual escondía durante el día con sus pintas desfavorecedoras- acometió la tarea de desnudarlo y una vez logrado este hito -en tiempo record- lo tiró boca arriba sobre la cama.

El hombre estaba con su antena, parada y transmitiendo, lista para nuestras receptoras.

Al terminar de desvestirme traté de incorporarme a la competición por su apéndice; ella, me miró con cara de “sobre mi cadáver, vas tú primero” y me apartó con un empellón.

A pesar del deseo que me acuciaba por todos los lados de mi cuerpo, prevaleció mi ecuanimidad que me impidió pelear con ella por lo mío; además, ya se había montado encima suyo y comenzaba a empalarse viva y por su propia mano en el augusto tubérculo.

Vi cómo su cara se transformaba desde una careta agresiva, a una mascarilla de mujer saturada de placer. Abrió la boca, cerró los ojos y se dejó llevar. Me dio envidia y rabia.

Opté por sentarme sobre el colchón, desnuda y abierta de piernas, apuntando mi vulva en dirección suyo mientras me la tocaba y lo miraba incitadora, ofreciéndomele desvergonzadamente a ver si lograba convencerlo de que la dejara a ella y me lo hiciera a mí.

Además no quería apartarme demasiado de la dulce sensación que emanaba del hombre sin hacerle caso a los empujones que la muchacha -de vez en cuando- me propinaba para apartar mi tentación del hombre.

Él, al fin, extendió su brazo en mi dirección y alcanzó mi almeja, sumió uno de sus dedos allí y comenzó a masturbarme mirándome sonriente con ínfulas de propietario que te hace el favor de complacer tu ruego; mientras, la muchacha, acaballada, presa del frenesí de su locura erótica, daba rienda suelta a su enardecimiento con murmullos y aspavientos que denotaban lo que sentía.

Yo acabé primero.

En el momento supremo, me dejé caer hacia atrás sobre el colchón, con mis piernas extendidas, y mi gata aún a merced de su dedo y un poco amodorrada por tanta tensión nerviosa acumulada, que empezaba a diluirse, sentí cómo  brotaba de mi cuerpo un orgasmo intermitente que salía a presión de mis entrañas en forma de continuos espasmos orgásmicos que me hacían moverme como si estuviera poseída y el demonio que me poseía era su dedo que no quería terminar de liberar mis tripas y las mantenía motivadas haciéndoles vomitar el placer poco a poco.

Sus gritos de placer me devolvieron a la realidad. Ellos estaban llegando a sus clímax.

En el segundo que marcó la frontera entre su máximo y la culminación de su eyaculación -en ese preciso instante- nos liberó de su dominio y recuperamos la libertad.

Ya no estábamos bajo su influjo.

Ella y yo nos miramos apenadas, y volteamos a mirarlo a él. Con una reacción espontánea y que parecía coordinada: yo le lancé un puntapié para alejarlo de mi cuerpo, y ella, lo desmontó al tiempo que le daba un golpe en el estómago con su puño cerrado.

Entramos en el baño corriendo y sin proponérnoslo -y sin que ello fuera signo de otra cosa que de una necesidad imperiosa de desmansillarse lo más rápido posible de sus rastros en nuestros cuerpos- nos metimos juntas en la regadera y comenzamos a refregarnos con agua y jabón.

Él, había permanecido tendido en la cama mirándonos mientras nos vestíamos. Lo hicimos sin mirarnos ni hablarnos, allí lo dejamos cuando salimos con su sonrisa de idiota siguiendo nuestros pasos. Ella, salió por la puerta del hotel, yo pasé por la recepción a recoger mis mensajes y luego me metí en el bar a emborracharme.

Nos hicimos amigas.

Y así… cada día

En los días posteriores -conocido ya el nombre del hotel- después de la actividad de oficina podía regresar por mi cuenta y librarme de la competencia con mi amiga por los favores sexuales de nuestro galán.

Ellos salían directo para el hotel. Yo la esperaba en el bar y cuando aparecía con su cara de mujer recién cogida, la invitaba a tomarnos unos tragos para relajarnos.

En esos momentos, ella estaba en paz, yo, en ascuas. Hablamos de todo un poco, menos de nuestro maleficio. La despedía cariñosamente y mientras yo terminaba mi último trago antes de retirarme a calmar un poco la ansiedad que anidaba en mí vientre, él entraba en el bar y yo trataba de escapar en vano.

Se me acercaba con naturalidad, como si le perteneciera, siempre con su sonrisa maquiavélica, pedía tragos -por señas- y se ponía a conversar unidireccionalmente -como siempre- con el barman que lo atendía sonriente.

Yo  esperaba, con las entrañas hirviendo y conteniéndome, a que terminara su conversación unilateral con el barman para que me llevara con él e hiciera conmigo lo que quisiera, para que me sacara el diablo que poco a poco, durante todo el día, había ido enterrándose en mí intimidad. Era la hora de mi dosis de su droga.

Así cada día.

Una vez me amenazó, con su voz tan baja que era casi ininteligible, que no me lo haría más si no le prometía dejar que él complaciera algunos antojos que tenía conmigo.

Estaba en sus manos: ya yo había concientizado el hecho de que no eran mis orgasmos los que me liberaban de la pena, sino, que era el suyo el que me rescataba.

Esa vez, le contesté que aceptaba, él sonrió y me tocó uno de los pezones. Un leve orgasmo me hizo trastabillar y me quedé tambaleante mientras él sostenía abierta la puerta del ascensor.

Esa vez, y las siguientes, tuve que dejar que se deleitara escudriñando mi cuerpo -especialmente sus orificios- en todas las formas que se le ocurrieron. Me lamió desde la punta del pie hasta mis orejas; y yo: orgasmo y orgasmo, retorciéndome de placer ante cada una de sus incursiones en mis zonas erógenas, era su juguete sexual de lujo, un lujo que pocos habían logrado darse.

Cuando sentía que ni él ni yo podíamos más, se enchufaba en mi tomacorriente y el chispazo me hacía gritar, sacudirme y revolcarme como posesa. Allí terminaba mi mal, me vestía y me iba.

Un día, durante el almuerzo que nos habíamos acostumbrado a tomar juntas mi compañera de actividad sexual y yo, la chica me confesó que notaba que ya no le hacía tanto efecto la proximidad del hombre. Me atreví a indagar, preguntándole directamente que qué pensaba acerca de lo que había sucedido en ella, y su respuesta fue que venirle la menstruación y dejar de desear al mamarracho, todo había sido una misma cosa: 

- por lo visto te lo vas a tener que llevar tú solita desde hoy… ¡buen provecho!

Ella, no volvió a buscarlo a la hora de la salida y al tipo no pareció importarle y ni siquiera pareció enterarse. Y yo, debido a mi obnubilación, no vi la relación entre menstruación y ganas.

Ese día escapé antes de que la atormentadora presencia de mi fantasmal compañero se materializara, me trasladé a un lugar que el gerente de la sucursal, Rafael, me había recomendado para cambiar la rutina del hotel.

DORA, RAMÓN Y EL KAHLÚA.

Era un sitio bonito, alegre, fresco, con música folklórica y comida típica; no había muchos parroquianos a esa hora.

Me relajé y pedí un buen whisky para celebrar mi exitosa huida. Esperanzada en que quizá para mañana ya la fiebre que me corroía ya hubiera cedido -como pasó con la muchacha- me relajé y me dispuse a pasarla bien hasta que la probabilidad de encontrarme con el hombre en el hotel hubiera disminuido a cero: él acostumbraba a acostarse temprano.

Al poco rato una pareja me saludó de lejos, creía haberlos visto en alguna parte. Me invitaron a su mesa.

El kahlúa, licor desconocido para mí, hasta ese momento, fue mi perdición. Ellos me lo presentaron y yo me enamoré de él, me entregué a su aroma, a su sabor  y al rito de su servicio  con semillas de café flameadas en la propia copa. Me dejé llevar en su viaje por el mundo del relax que al fin conseguía.

Cuando desperté estaba en una cama con la pareja.

Estábamos desnudos los tres y parecíamos haber pasado un rato de agradable esparcimiento sexual.

Lo conjeturé porque cuando desperté estaba tendida entre ellos, en una habitación parecida a la mía, mi grieta supuraba semen y cada uno de ellos aún mantenía uno de mis senos atrapados entre sus labios lamiéndolos con delectación.

-¿Qué pasó? Indagué, aún en las nubes de la pea.

-¡Hola! Me contestó él mientras lamía gustosamente uno de mis pezones que parecía muy relajado por la caricia cuyos reflejos bajaban por mi abdomen como sabroso corrientaso de placer.

-¿Te despertaste, bandida? -Preguntó ella alegremente apartando su boca de donde la tenía- te quedaste dormidita y nosotros seguimos jugando un poco porque aún en sueños nos pareció que seguías disfrutando, ¿verdad, Ramón?

-¿Qué más quieres que te hagamos? ¡Eres incansable!…ja, ja, ja. Acotó él con aire juguetón.

Ambos rieron con una complicidad compartida conmigo, que parecía sincera y libre de engaños.

-Así que hicimos un trio, pensé, con mi consentimiento y…

-No recuerdo mucho, expliqué con voz estragada pero con semblante sonriente.

-La rasca -me aclaró Dora, sentándose a mi lado- te dijimos que no bebieras tanto, pero estabas como desesperada, cuando nos contaste “lo del hombrecito” y lo de tu obsesión por su presencia; comprendimos, y cuando te propusimos que te vinieras con nosotros, porque sabíamos que estábamos alojados en el mismo hotel, aceptaste encantada y propusiste quedarte en nuestra compañía, ¿te acuerdas de eso? ¿No? O ¿también “esto” es parte de tu pesadilla? Preguntó Dora empezando a preocuparse.

-No recuerdo mucho, contesté, pero ustedes no son “parte de mi pesadilla”, quizá sean mis salvadores. Recuerdo como en sueños partes de lo sucedido…

Me pasó su brazo sobre mi hombro y reclinó mi cabeza en su hombro con talante protector. Ramón, se sentó del otro lado y nos abrazó a las dos.

Eran una pareja mayor, de más de cincuenta años, bien conservada, agradable, olorosa a perfumes sabrosos y bien provista por la naturaleza para satisfacerme, pues me sentía relajada y feliz.

Sonreí, me sentía en buenas manos y sin peligro. Pregunté la hora: pasaba de la medianoche.

-¿Te quieres ir? Preguntó Dora.

-No. Todavía quiero quedarme un ratico más.

-El viernes próximo cuando regresemos de un viaje que tenemos que hacer, nos gustaría que nos explicaras mejor el asunto ese del deseo que se te desata en presencia del hombre, me dijo Ramón, ¿Te parece?

-Está bien. ¿Y ahora? Les pregunté estirándome perezosamente.

-Por ahora, contestó Ramón, yo estoy fuera de combate, pero jueguen un poco ustedes si quieren, yo me conformaré con ver.

Dora y yo seguimos jugueteando un rato más y me gustó mucho lo que me enseñó.

Cuando decidí irme, me acompañaron a mi habitación, y me encerré hasta el otro día.

Mientras me duchaba pensaba que era la primera vez que hacía un trio (no consideraba lo de la muchacha, el hombre y yo, como un “trio”, solo lo concebía como la cola ante la taquilla del banco para agregar en la cuenta un depósito de esperma) y concluí que, a pesar que el amor de hombre era más satisfactorio, el amor entre mujeres no dejaba de tener un singular saborcillo  divinamente armonioso, de identificación y de compenetración sensual que hermanaba con la pareja y le otorgaba una saludable cualidad a cada orgasmo. Además, de que adoraba sentirme adorada y protegida maternalmente en los casos en los que no me sentía atraída por la sensual sensación de ser poseída convirtiéndome en una propiedad de mi amante… que era lo que más me gustaba, pero éste no era el caso…

Dora y Ramón habían continuado su viaje. Cuando en la mañana antes de salir, pregunté en la recepción por ellos, me contestaron que muy temprano habían salido, pero me habían dejado una nota: “Querida, recuerda lo convenido”.

Habíamos quedado en que el viernes me llevarían a conocer su hacienda. Sonreí, y con un suspiro salí a enfrentarme con mi destino. Me quedaba una última y dura semana por delante, que incluía el cierre de la auditoría –que, por demás, iba saliendo bien- y verificar si mi necesidad por el hombre había terminado.

LA ÚLTIMA VEZ.

No opuse resistencia a mi ansiedad, pero si noté que durante los últimos tiempos era más manejable y la resistía mejor: el efecto parecía estar pasando.  Ya estaba mejor, tendría que pagar mi precio pues no quería seguir huyendo y exponerme a caer en manos de algún inescrupuloso que podría abusar de mí debilidad: no todos serían como Dora y Ramón.

Ese día salimos juntos de la oficina, yo iba resignada, él iba sonriente.

Esa vez, al final de “el acto”, contrariamente a como siempre sucedía, no lo pateé y corrí a bañarme, sino que una extraña laxitud me invadió y me quedé dormida junto a él.

Era aún de madrugada cuando desperté. El yacía a mi lado desnudo y roncando.

Por la posición de mi cuerpo y las sábanas, dispersas por el suelo (con las que estaba segura de haberme recubierto antes de quedar dormida) deduje que mientras yo estaba en mi letargo, había sido juguete de ¿quién sabe cuáles manejos depravados de su parte? además, tenía semen reseco sobre mis senos y sobre mis nalgas. Estaba segura de que había estado jugando conmigo.

- ¡Coño de su madre!, pensé con rabia, pero casi de inmediato recapacité, era lógico que lo hubiera hecho, yo misma le había dado la oportunidad.

Esta forma de reaccionar me hizo  caer en cuenta de que mi razonamiento lógico, analítico y pragmático, había regresado a su sitio en mi cabeza después de tantos días sin su alentadora compañía. Lo descubrí con gozo, cuando me vi discurriendo muy fríamente acerca de que si había aprovechado la circunstancia de mi relajado y profundo sueño para saciar alguna  necesidad extraña conmigo, era lógico y natural, pues “ante el arca abierta hasta el justo peca”.

Raro hubiera sido, que teniéndome a su lado profundamente anestesiada, con todos mis encantos a su disposición, no se hubiera aprovechado.

Revisé mi agujerito posterior y aunque tenía rastros de flujos resecos -que parecían restos de saliva y semen- no me dolía ni me molestaba como para pensar que había sido violada por allí.

De lo segundo que me percaté, aunque con alguna duda al respecto, fue que no sentía ya ningún apetito reproductivo que tuviera que satisfacer a pesar de estar a su lado, casi rozándolo, cosa que en otro momento me hubiera enloquecido de furor erótico.

Me levanté de la cama sigilosamente para evitar que se despertara y me volviera a hipnotizar. De todas maneras se despertó y con sus ojos llenos de sueño, me miró mientras maniobraba para vestirme lo más rápido posible sin dejar de observarlo, temerosa de que el efecto regresara.

Me aterraba el pensamiento de que todo volvería a empezar ahora que me había mirado… esperaba, de un momento a otro, caer nuevamente bajo su influjo. Pero al parecer, su “vista de rayos lascivos” ya no me afectaba.

Extendió su mano con ademán de imperioso llamado, pero no sentí nada revoloteándome en las entrañas y, por el contrario, apuré la maniobra para terminar de ataviarme.

Volvió a insistir con su ademán, yo me seguí vistiendo aterrada mirándole fijamente y diciéndole que “No” con la cabeza.

Terminé de arreglarme, le di la espalda y salí.

Al fin era libre. Pegué un brinco de alegría cuando cerré la puerta: ¡yes!

LIBRE

En la seguridad de mi habitación, recostada en mi cama sin poder dormir, recapitulaba todo lo que había pasado en esas dos largas e injuriosas semanas.

Ahora estaba serena. La enfermedad de mi cuerpo y de mi mente había concluido por arte de magia, como había empezado. Una experiencia inolvidable.

Cuando por fin el trabajo hubo concluido feliz y exitosamente, me despedí del gerente y de mi amiga, a quien le confesé en tono jocoso, que quería que nos reuniéramos nuevamente para que recapituláramos lo que había pasado y recordáramos los buenos viejos tiempos… nos carcajeábamos aun cuando el taxi llego a recogerme.

Dora y Ramón.

Mis nuevos amigos, me esperaban en el hotel. (Aquí comienza la historia de un fin de semana inolvidable). Había llamado a Leonardo  para “informarle” que todo estaba bien pero que un inconveniente había surgido y que no viniera a buscarme pues no podría atenderlo, que a pesar de mi aburrimiento, el calor, la humedad, el sopor del lugar y la falta que me hacía su presencia, debía quedarme en él un fin de semana más, para concluir el exitoso trabajo que había realizado…o mejor dicho… para cerrarlo con el informe de la auditoria. Me iría el lunes después que Rafael firmara el asunto.

Mientras esperaba que mis anfitriones bajaran, pensé que tenía mucho que olvidar y de mi cuerpo muchos estigmas que borrar, pues cada vez que recordaba a los extremos que había llegado y, lo que (no me quería imaginar) que me hubiera hecho mientras dormía, me recorría un escalofrío de asco.

Pero bueno, la vida es así. Hay que olvidar y como decimos por aquí: “Cuca lavada es cuca nueva”

Un fin de semana de felicidad me ayudaría a borrar lo que había pasado.

Fin del hombre que portaba la peste de las feromonas.

(9,07)