El despertar fue alucinante. Fue mi madre quien llamó por el telefonillo:
— ¡Nos vemos, Marcelo, ten cuidado, volveremos el miércoles en la noche!
Fui a despedirlos, ya sabéis; se merecen que les haga caso. Por eso es que cumplo sus órdenes, también ellos me respetan. Luego fui a despertar a mi hermana, me tumbé en su cama, la besé y me contestó:
— Vete, yo no soy una de tus putas.
— En eso dices la verdad, de las mías no, pero de otros…, ah, aaaah…, y ¿qué no sé yo?; me reí y en mi despiste me dio una cariñosa bofetada y salí para que se lavara. Ella ya tiene su baño particular.
En mi imaginación se volvió a formar la fantasiosa imagen que me trastornaba desde hace tiempo y que me acompañaba en mis solitarias pero febriles pajas: «¡Chupar una buena polla!, ¡aaah!». Eso era más de lo que yo podía manejar, era incapaz de espantarlo de mi mente, allí estaba anclado como el deseo más secreto, más ansiado.
Eso significa quizá que yo debo ser un chico de esos que los psicólogos actuales llaman «heteroflexible».
Y eso era lo que iba mal con esto de las chicas, no sólo mirarles el culo y pasarme el rollo de los genitales que portaban entre las piernas, sino que además los muchachos eran mi atención, y los miraba disimuladamente primero a sus traseros y después, sin duda, al paquete, y me encantaban esos de pantalones apretados que dejaba a la imaginación el cómo sería de gordito, cabezón, o curvo cuando se les ponía duro.
Y todos me atraían por igual; sin embargo, lo ocurrido en la cocina de Javi habían levantado demasiado polvo en mí, y algo de ignorancia hacía que tuviera una difusa «identidad sexual» que tanto cacareaban en educación sexual, porque yo no me identificaba con nada sino que todo lo bien tapado de la raza humana me atraía, comenzando por mí mismo.
Algo había que hacer este nuevo día, primero de unas fiestas sin fiesta. Saqué la moto, y me puse el casco de gran visera y las gafas grandes para tapar el rostro; sobre mi speedo de estrecha cinturilla del nº. 3 el mono de motero negro, todo para evitar a los polis, y que pensaran que soy un profesional. En un bolsillo trasero del mini short que tenía en el top case puse dos porros de marihuana y salí de casa.
Salí a la Gran Vía en dirección al río, en la esquina Angel Guimerá Gran Vía Fernando el Católico tuve que hacer un giro peligroso porque un coche se me venía encima tras cruzarse el paso cebra con semáforo en rojo y a toda velocidad. Me enfilé por el Paseo de la Pechina hasta el final para tomar el rumbo hacia Pinedo. Por la Carrera del Riu seguí en dirección a la Albufera y en uno de los aparcamientos playeros de la Devesa dejé mi moto amarrada con la cadena y cerrado el cabezal. Puse mi casco y mi ropa en el Top case y con mis zapatillas, el bañador y el mini short —todo fácil de quitar y poner— me encaminé hacia los caminos del parque de la Albufera. El parque de la Albufera en la actualidad es precioso y se puede transitar por pequeñas sendas prácticamente todo él. Fui a deambular en búsqueda de oportunidades sociales, buscaba sexo. Había todo tipo de gente, usualmente modesta y también todo tipo de «maricones». Me sentí como el cazador con muchas presas, y no saber cuál elegir, y aun dudando de los resultados de una cacería en la que no era experto; miré todo tipo de culos, tetas, conejitos de muchachas, algunos insolentemente evidentes y otros púdicamente invisibles. Pero además un montón de culos de hombres, especialmente aquellos de los que tienen una edad parecida a la mía, y obviamente sus paquetes, solazándome con que aquel era así, o era de esa otra manera. Uno que otro mayor de veinte y algo de años, los había que era muy ricos y apetitosos.
De alguna manera estaba dando rienda suelta a mi imaginación y, conforme esta volaba, la calentura me invadía más y más. Hasta que el pene se me levantó completamente, tan notorio era en mi pantaloneta que me tuve que meter las manos delante para ocultar la verga que se salía por abajo porque el speedo no soportaba y el short era muy cortito. No obstante, eso no detuvo mis imaginaciones.
Incluso miré a una chica muy linda pero claramente mayor que yo, que me devolvió la mirada. Se acercó a mí, y revolviéndome el pelo me dijo muy divertida,
— ¡Eres guapo, hijo, y soy muy mayor y tú bien podrías ser un mariconcete simpático, pe…, ¿por qué no te vas a tomarte un helado?, eso te iría mejor.
La humillación fue tan grande que me puse rojo como un tomate, sólo la miré y apenas pronuncié un tímido ¡perdón! y me fui, sintiendo que quería enterrarme ahí mismo y desparecer en el averno del bochorno.
Maldije mi cara aniñada y me tomó como diez minutos recuperar mi dignidad y seguir avanzando entre una multitud de gente. En esto que llegué al borde del parque donde había cientos de muchachos más pequeños que yo, elevando cometas al viento. Solo verlos me devolvió a mis impulsos iniciales y me sentí caliente de nuevo, me envalentoné a niveles que nunca habría podido imaginar; resuelto, simplemente me puse a mirarlos directamente a los ojos, a todo el mundo, tal como había visto que las chicas me miraban a mí. Algunos se distraían al extremo y se olvidaban de su juego y me seguían con la mirada, yo me daba vuelta y simplemente los veía que se avergonzaban, o eso era lo que yo pensaba.
Había un veinteañero ¡buenísimo! Guiando su cometa y lo miré abiertamente. El maldito me miró y poniendo cara de hijo de puta me dijo:
— ¡¡Maricón!! —lo dijo con rabia y desprecio.
Me dio tanta vergüenza e ira que seguí avanzando luego de hacer el papel de mirarlo fijo, ceño adusto, y seguir mi camino. Eso me decidió a elegir sólo los muchachos jóvenes como de mi edad.
Los chicos eran mucho más receptivos a mis coqueteos si eran lo suficientemente obvios como para que se dieran cuenta de mis intenciones, y lo suficientemente sutiles como para huir si era necesario. Cada cual estaba más rico. Los miraba como vigilaban ansiosamente su cometa, lo que aprovechaba yo para hacer una exploración visual completa de sus culos, si los tenía al frente para verles el rostro, y de ahí al lugar de sus penes y bolas directamente. Lo más increíble es que no me daba vergüenza, estaba hecho un cínico descarado, sólo que estaba a cada rato más caliente.
De pronto, uno se me quedó mirando…, su mirada fue tan intensa que me sobrecogió; mi tonta sonrisa de estúpido coqueteo, se me fue diluyendo del rostro abobado como neblina arrastrada por el viento, nos miramos y un universo de secretos pasaron del uno al otro, no pude resistir la abrumadora pesadez del bello rostro, de toda su presencia y bajé mi mirada, sólo para retornar a mirarlo, incapaz de soportar el no volver a tener su imagen. Allí estaba, no era un sueño.
El chico era de mi estatura, pelo rubio casi como el mío, sujeto en «trenzas maría» que iban desde su frente hasta el extremo inferior de su nuca, cara amplia y despejada, ojos rasgados sin ser de ninguna manera orientales, el verde de sus ojos era absolutamente cautivador, su mentón era aguzado, fino, hombros relativamente estrechos, su torso estaba cubierto por una camiseta de manga corta y tan ajustada que revelaba un cuerpo delgado pero bien formado, caderas estrechas, pantalón «pescador«, que mostraban un bulto perfectamente delineado entre sus piernas. Brazos delgados que caían a sus costados. Y unas manos delgadas. Lo miré ansiosamente, y lo notó, fue demasiado mi bochorno, volví a bajar mis ojos, y me alejé. Esta vez para no mirar atrás.
Mi desazón estaba torturándome, yo que me había portado como un valiente y un cínico hasta ahora, y ahora me veía agobiado por la visión más impresionante de mis últimos años. Llegué al borde del mar y me senté en una duna que estaba solitaria, prendí un cigarrillo, miré sin dejar de ver los altos cielos, de verde esplendor moteado por algunas nubes blancas brillante que, empujadas por los vientos, pasan de norte a sur sucediéndose por otras con mil formas que mi imaginación descubría. El ruido en mi alrededor había desaparecido, sólo la alucinante visión del muchacho ocupaba todos mis sentidos y el cielo como decorado y como música de fondo las olas del mar. El humo del cigarrillo inundaba mi garganta y yo sólo estaba impresionado.
— Hola, eh…, ¿me das un pitillo?—sentí que me decían.
Miré a quien me hablaba y me quedé paralizado, ¡era él!, ¡demonios!, me había seguido, ¡y estaba a mi lado, pidiéndome un cigarrillo!…
— ¿Ah?, sí…, claro, aquí están… — y le pasé la cajetilla de Fortuna que tenía, además del encendedor.
— ¿De dónde eres tú?, —me preguntó, con cierta incertidumbre, mientras prendía su cigarrillo, para toser un poco.
— De Alicante, —medio mentí nombrando una ciudad conocida. En realidad yo vivía todo el año en la calle san Vicente en el centro de la ciudad, el sector, junto con la calle Colón, más comercial y de mejor nivel económico— ¿y tú?
— De aquí cerca, de Pinedo, —fue su respuesta, y yo supe que era sincero—. ¡Ah!, Diego… —dijo estirándome su mano.
Se la estreché, y respondí:
—Marcelo.
El calor que sentí al estrechar su fina mano me hizo estremecer y sentir un sofoco que pude dominar a duras penas.
— ¿Qué edad tienes?, —me dijo en un solo suspiro, mientras me miraba y aspiraba su cigarrillo, seguido por otra tos, delatando que como fumador no era muy experto.
— Dieciocho, bueno diecisiete, pero poco para los dieciocho, —dije mirándolo directamente a sus ojos, medio hipnotizado tanto por el color como por la forma de ellos.
El tiempo de camino a los dieciocho era importante para mí, pero ahora había perdido toda relevancia.
— Dieciocho recién cumplidos, chócala, —fue su respuesta, y volvió a extender su mano en signo de querer estrechar la mía nuevamente, esta vez lo sentí yo, él tiritó muy suavemente pero aun así lo pude percibir.
— Me falta concluir este año para salir de mi colegio, y pienso ir a la Universidad, —dije ufano no de mí sino de tenerlo a mi lado.
Lo miré sonrojado, decidí ser sincero, me disculpé y le dije que era nacido en Murcia, que vivía en Valencia y estudiaba en el Luis Vives donde solo me faltaba acabar el semestre.
— Ah, entonces eres un niño pijo— afirmó concluyendo— ¿y que haces por aquí?
Decidí ser sincero una vez más:
— Buscando— dije con un aplomo que estaba lejos de sentir.
— Aaaah, —fue su respuesta.
Dimos una chupada a los cigarrillos que fumábamos y no teniendo una puta respuesta que darle le propuse:
— ¿Quieres un porro?, —sus ojos se iluminaron como faros en noche de tormenta.
Nos levantamos, lo perverso se me hizo presente de nuevo, metí deliberadamente los dedos de mis manos a los bolsillos de mi short —solo cabían los dedos—, de este modo bajé mi short y me quedó a la altura del pubis por delante y el culo al aire, por tanto le dejé ver mi culo que quedó absolutamente a su vista, y me adelanté a él. Así me aseguraba que me lo podía mirar a su gusto y paciencia.
Llegamos hasta un recodo de dunas que quedaba algo hundido y un gran matorral a un lado y nos quedamos ahí, miramos a todos lados, saqué los canutos del bolsillo trasero del mini short y los encendimos.
Aspiré profundamente y lo mismo hizo Diego. Al poco rato los dos estábamos profundamente drogados. Mi cuerpo se estremecía frente a este muchacho que me miraba fijamente a los ojos, resultado evidente de la droga que nos atrapaba inconteniblemente, haciéndose parte esencial nuestra.
Sentados sobre la arena nos quedamos mirando el uno al otro como si el universo no existiera a nuestro alrededor… No pude resistirlo. Estiré mi mano, y toqué su rostro con mi dedo índice, su hermoso rostro, y se lo acaricié, primero su pequeña nariz, luego sus perfectas y delineadas cejas, y finalmente su boca, el centro de atracción que me tenía loco; y el maldito hizo algo que estaba más allá de cualquiera expectativa que yo pudiera tener: abrió su boca y atrapó mi dedo entre sus labios. Si algo podría haber hecho que mi pene se pusiera aún más duro, era esto. Diego añadió algo irresistible, estiró su mano y la puso directamente sobre mis labios. Abrí mi boca e hice lo mismo. Atrapé su dedo con mi boca, y lo succioné. Chupamos nuestros dedos el uno al otro. Lo más erótico que hasta ahora había practicado aún con muchachas a las que había lamido sus pezones. La punta de este dedo era mucho más que todo eso. Diego tomó una iniciativa con la que yo ya estaba soñando pero mi cobardía me frenaba, él me retiró el dedo de mi boca, me tomó la mano y la sacó de mi boca y acercándose sigilosamente a mi cara…, era evidente que iba a…, hice yo lo mismo…, yo quería besarlo, y él quería besarme… Y nos besamos…
Unimos nuestros labios, sin ningún otro movimiento, sólo estuvimos allí el uno frente al otro, con nuestras bocas pegadas por un lapso que era infinito y exasperante. Abrí mi boca como se abre una bocatoma que da lugar a un torrente de delirios. Diego entendió, abrió la suya, y yo cerré mis ojos, este muchacho hizo que el vendaval de sensaciones se desatara: estiró su lengua y tocó la mía. Reaccioné y esta fue mi respuesta:
— ¡Mmm…, mmmm, mmmmm!
Las mismas que se desencadenaron en Diego, que respondió de la misma manera. Mi pene saltó en espasmos que no pude controlar. Estaba seguro que en él se operaban las mismas sensaciones.
Mi presa, la que yo buscaba, estaba en mis garras… y yo en las suyas.
Las sombras del hambre —ya había pasado el mediodía y era la tarde—, se pusieron de manifiesto, había que poner remedio. Nos vestimos para subir en la moto y nos acercamos a un restaurante cercano a tomar un filete cada uno. Luego buscábamos cobijo para nuestro beso. En verdad daba lo mismo, pero la seguridad de que nadie nos veía nos invadió simultáneamente… Nos dijimos tantas cosas en silencio y alguna se escuchaba con murmullo. Y a la vez pensamos: ¡Vamos allá!