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Au-pair: Azotes y más

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El cielo encapotado y gris junto a una persistente y fría lluvia es mi primer recuerdo de aquel país. Terminada la carrera, a mis 21 años, decidí pasar unos meses en el extranjero trabajando como au-pair.

-Hola Ana.

Me saludaron un hombre y una mujer maduros.

Son las primeras y últimas palabras que oí durante un tiempo en mi idioma.

Luego ella me presentó al niño de tres años y me entregó una lista de tareas. Con gestos, algunas palabras que pillé aquí y allá y un diccionario, logré enterarme.

Al principio todo fue bien, yo me esforzaba por entender y ellos me corregían verbalmente cuando hacía algo mal.

Sin embargo, dos semanas después, la cosa cambió. El tiempo de adaptación según ellos había concluido, y las faltas contaban.

Una advertencia, un segundo toque de atención con amenaza y a la tercera...

Me quedé dormida y tuvieron que despertarme. La mujer entró en mi habitación y tal y como estaba en pijama sin tiempo a tirarme ni un mísero pedo mañanero en la intimidad de mi cuarto, me llevaron al salón. El niño todavía dormía en la habitación.

El caballero me habló despacio, asegurándose de que entendía y, aunque no todo, me quedé con lo principal del mensaje.

"Van tres, romper reglas, castigo".

La pareja se sentó en el sillón de dos plazas y yo me tumbé boca abajo sobre el regazo de ambos. La mujer me acarició el cabello mientras mi corazón latía con fuerza.

- ¿Lista? - dijo el tipo.

No, no estaba lista. Pero el miedo a empeorar mi situación me hizo responder.

- Sí, señor.

Y aquel tipo comenzó a darme azotes en el culo.

Acabado el castigo, me mandaron a mi habitación a reflexionar. Tenía el culo caliente, la cara roja de vergüenza y aun así, sabiendo que tendría unos minutos para mi sola, aproveché para masturbarme. Las nalgas escocían, pero el ser humillada de aquella manera, el notar el crecido pene de mi azotador en contacto con mi vagina, me excitaba.

Cinco minutos antes de que terminara "el permiso" fui al baño y me cambié de bragas.

Una semana después se repitió un nuevo episodio. Esta vez no estaba el hombre y fue la mujer la que me atizo. Esta vez, por reiteración, empleó una vara. Antes hizo que me bajara los pantalones del pijama y las bragas y me inclinara exponiendo mis vergüenzas.

Terminado el correctivo, me acarició el pelo y las nalgas y me dio un beso en los labios.

Ni que decir tiene que, aquella noche, decidí sacar partido a mi estado de excitación y, en parte para mitigar el escozor y en parte para acallar el picor en mi vagina, restregué mi sexo frotándolo con la almohada mientras trataba de amortiguar el volumen de mis jadeos.

Aunque en los siguientes meses metí la pata alguna vez, bien por falta de tiempo o bien porque mi idioma había mejorado y me apreciaban más, no tuve que enfrentarme a castigo alguno.

Y entonces llegó la última semana. Una mezcla de nostalgia por tener que dejar el país y alegría por volver a casa se confabularon para distraerme. Empecé a pensar en los preparativos para la vuelta y descuidé mis tareas.

La mujer, en presencia del marido, me leyó la cartilla.

El hombre se quitó el cinturón y fui obligada a desnudarme por completo.

- De rodillas. Ven aquí.

Yo, en pelotas, con las tetas colgando, gatee hacia dónde se encontraba aquel tipo.

Se desabrochó el botón, se bajó la cremallera y saco el falo más grande que había visto en mi vida.

Me puse de cuclillas y empecé a lamerlo.

La mujer se acercó, cogió el cinturón de manos de su marido, y me ordenó que metiera la verga en mi boca y le hiciese una felación.

Mientras se la chupaba, la mujer comenzó a golpearme en las nalgas con el cinturón. Era difícil concentrarse en la mamada mientras me calentaban el culo con el cuero.

Tras una docena de azotes, la mujer dejó caer el cinturón.

- Levántate y ven aquí. - dijo el varón.

Me acerqué y el hombre me abrazó apretándome contra su cuerpo.

Por su parte, ella se colocó de rodillas detrás de mí y comenzó a lamerme el trasero, el ano y la vagina. Su lengua me hizo temblar y su cara, literalmente enterrada en mi raja, me hacía cosquillas.

Me excite tanto que imploré a aquel tipo, en repetidas ocasiones, que me follara. El hombre, tras mirar a su pareja, accedió a ponerse un preservativo y a penetrarme vaginalmente.

Tras varias embestidas, me corrí entre convulsiones y gritos mientras el hombre y la mujer me abrazaban y se abrazaban. Yo era el queso derretido y ellos las tapas del sándwich.

(9,10)