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Tiempo de lectura: 7 minutos

La mujer ya había recorrido su camino. Estaba sola, nunca llegué a saber si era viuda, divorciada o qué pero, pese a sus sesenta y tantos, olía a hembra en celo.

Por tradición de pensionistas anteriores, todos la llamábamos "la patrona".

Era pícara la veterana. Tenía unos pechos que reventaban en corpiños siempre dos números mas chicos del que les era necesario. Forma de pera tenían. Esos que son mas angostos arriba y cuando caen parecen bellotas maduras.

Y el traste? Dios mío, que culo!!! Eran dos melones que se sacudían cuando caminaba, con una redondez y turgencia increíble para los años que mostraba su rostro, ajado con una sombra de bigote enmarcando sus labios. Sus piernas lucían tan peludas como sus sobacos, pero muy bien torneadas y de piel tersa, no como su rostro. Se le enterraba una tanguita entre las dos nalgas, visible debido a la "mini" de nylon que vestía con naturalidad.

Yo imaginaba su sexo, bien colorado y anhelante, rodeado por una mata de vello de rizos entrelazados, tan tupido como para peinarlo y extenderlo hasta su agujero negro.

Los pensionistas éramos estudiantes, varones en la veintena y, para que negarlo, todos fantaseábamos. Se imaginan con que.

Lo peor del caso es que no nos daba ni la hora, excepto para saludarnos con cortesía y cocinarnos un menú que ella elegía cada día. Cuando nos servía la comida, la patrona sabía como hacer descansar sus enormes tetas sobre nuestros hombros y refregarlas en ellos, lo que a mí me excitaba a morir, cosa que traté de hacerle notar en más de un almuerzo corriendo mi silla para atrás, dejándole entrever la carpa que formaba mi picha erguida contra mi bragueta..

Los sábados, después del mediodía, se iba y no volvía hasta la madrugada del lunes. Yo sabía, por chimentos de otros pensionistas, que los fines de semana se ocupaba de una sobrina que vivía en un internado de la ciudad y a la que dejaban salir esos días bajo su guarda. Chimentaban que la habían dejado allí su hermana viuda, dado que se le había insinuado a su actual esposo y no la quería cerca de él y de sus pequeños hermanastros.

Sin darnos cuenta, teníamos el Carnaval encima. Ese fin de semana yo, chinchudo, era el único que había quedado en la pensión. Todos los inquilinos ya se habían ido para sus casas o, los más, a Montevideo a ver la Justa de Murgas y, para terminar la juerga, a los prostíbulos que, a pesar de ser febrero, en esos días hacían su agosto.

El domingo me acababa de despertar cuando sonó el teléfono. Era la patrona.

-Hola, Walter, buen día, te desperté?

-No, patrona, ya estaba cebándome un mate. Pasa algo?

-Mirá, ibamos a ir con mi sobrina hasta Carrasco, pero ella está… bueno vos sabés, y se le metió que hace mucho calor. No quiere caminar. Bueno, en realidad no quiere nada. Quiere que la lleve a casa, ¿te molesta?

-Pero, patrona, la casa es suya. ¿Que pregunta me hace? Yo igual pensaba ir a la ciudad vieja, para conversar con los turistas que hay estos días. Colonia está desierta, y es lindo recorrerla.

-Bueno, Walter, en realidad yo te iba a pedir que te quedaras para hacernos compañía, y despues, si la Amalia se pone bien, ir juntos, ¿te va? Yo prepararé ayer antes de venirme unos capelettis y un lindo tuco. Llevo un tinto para los tres, los cocino y almorzamos. Que decís?

La verdad era que yo no pensaba ir a Colonia un carajo. Es mas aburrida que chupar un clavo, y el solo imaginarme con la patrona a solas me hizo sentir cosquillas en la entrepierna, así que no dudé, aunque se la hice difícil.

-Bueno, patrona, si usted me lo pide…pero su sobrina ¿no tendrá problemas conmigo en la casa?

-Pero no, Walter, ya le dije y está con ganas de conocer alguien nuevo. Siempre encerrada con los mismos, la pobre. Vamos para allá, entonces. Nos vemos. Chau.

-Chau.

Al rato escuché la puerta y me acerqué a recibirlas.

-Esta es Amalia, mi sobrina – me dijo la patrona.

Tendría unos veinte años y era muy corpulenta. Era más alta que yo, que mido casi un metro ochenta. Vestía un top sin mangas y bermudas, y sus brazos y piernas, muy bien torneados, lucían un vello tan tupido como el de su tía.

Fui detrás de ellas hasta la sala. Amalia tenía una cola turgente y unas caderas rotundas coronadas por una cintura fina que se continuaba en una espalda cuadrada, casi masculina.

-Me llamo Walter- le dije cuando nos sentamos a la mesa, frente a frente. Me miró, pero no contestó.

Mientras su tía fue a buscar algo para tomar, la observé con detenimiento. Noté que no usaba sostén y su top revelaba unos pezones erectos como si fuesen dos botones en relieve, aunque los pechos se veían pequeños para una mujer tan grandota. Su rostro era vulgar, enmarcado por un pelo negro cortado casi al rape, ojos color pardo oscuro y una boca grande con labios muy gruesos en forma de corazón sombreados por un vello oscuro bajo una nariz ganchuda. Fea sin remedio.

La patrona volvió con unos vasos y una jarra de limonada, cuando Amalia habló por primera vez.

-Walter, que lindo sos-dijo con una voz ronca y grave.

La patrona puso las cosas sobre la mesa, la miró fijo y la retó a voz en cuello.

-¡Que te dije de como hablar con la gente, atrevida! ¡siempre dando la nota! ¡te ganaste la paliza del día!

Quise intervenir para aplacarla y defender a la chica, pero vi que la cara de Amalia se transformaba con una mueca extraña mientras sacaba una lengua muy larga y se relamía con ella sus labios gruesos, como si hubiese estado esperando con placer la amenaza.

-Quiero que me castigues ahora y que Walter se quede para que vea como me cuidás.-. Escuché asombrado la ironía de Amalia.

-No, yo…me parece que no tengo nada que ver- atiné a decir casi balbuceando. La patrona se enojó aún más.

-Así que eso querés, atorranta- le gritó, – y lo vas a tener. Voy a buscar la palmeta y te voy a dejar el culo como un florero. Vas a aprender.- y me miró, guiñandome un ojo buscando mi aprobación. -Vos Walter te quedás, y la vas a poner boca abajo sobre tus piernas para que no se me escape, me pongo cómoda y vuelvo.

Quedé estupefacto. Vi a la patrona ir hacia la escalera, mientras que Amalia se paró, me dio la espalda y comenzó a bajarse el bermuda. No tenía nada debajo y sus cachetes, carnosos y redondos, me estallaron en la cara.

Solo imaginar que tendría ese culo en pompa a upa hizo que me empalmara, pero cuando vi a la patrona bajar la escalera supe que tendríamos fandango. Había dicho ponerse cómoda. ¡Que mierda, estaba en tanga y corpiño!

Eran rojos, de encaje, y mostraban lo que yo, en mis más febriles pajas, nunca había llegado a imaginarme. Llevaba en la mano una palmeta de mango redondo, corto y grueso, que remataba en un aro pequeño de madera con encordado de raqueta de tenis. Del aro de madera salían plumas chiquitas muy blancas.

Tomó a Amalia de la mano y la arrastró hasta mi, obligandola a subirse culo para arriba sobre mis rodillas. Claro, yo ya tenía la picha en completa erección y su cachucha quedó encima de ella. La sintió y comenzó a refregarse contra ella como si tuviera el mal de sanvito, mientras la patrona comenzó a atizarle las nalgas con la palmeta.

Clavé la mirada en las tetas de la patrona que se bamboleaban con cada raquetazo.

No me aguanté y le arranqué el soutien de un tirón. Se agachó hacia mi y me metió la lengua en la boca. Comencé a lamérsela y sobarle los pezones que pronto se endurecieron como avellanas. Amalia extendió su mano y la metió debajo de la tanguita de su tía. Se la bajó y vi como empezó a sobarle la ya húmeda cajeta. Habrá pasado un minuto, no más, cuando la patrona tiró la palmeta al piso, retiró su boca de la mía, cayó arrodillada y pegó un alarido gutural. -¡Amalia, dame tu botón!- gritó, mientras los espasmos de un orgasmo recorrían todo su cuerpo.

Amalia saltó de mi regazo. Entonces fue cuando la vi de frente y noté su tremendo clítoris que, como una pirámide obscena, sobresalía de su concha roja bordeada con pendejos enmarañados desde su ombligo hasta el coxis Los palmetazos y el frotarse contra mi miembro al palo la habían encendido y el botón del placer estaba como erecto y a la altura de la boca de la patrona, que no dudó en rodearlo con sus labios ajados y comenzar a chuparlo.

Los jadeos de ambas hablaban de su tremenda calentura. Mi picha estaba al rojo fuego, el glande hinchado.

Supe que tenía que ponerla o pajearme ya. Cuando logré pararme y desprenderme de mi ropa, busqué donde enterrarla, El ojo negro de Amalia me hacía guiño, así que la ensalivé para lubricarla y allí la ensarté, sin avisarle.

-¡Hijo de puta!-gritó-¡Por el culo nooo. Nunca me dejé. Me matás! Cuando logré meter la cabeza, quiso detenerme apretando su esfinter. Vencí la valla y se la enterré hasta las pelotas.

Mentía. La turrita ya había recibido antes visitas en su upite, que se me abrió anhelante de verga. Yo entraba y salía de ese culo con un vaiven que se hizo frenético. Aproveché para amasar sus pequeñas tetas por arriba de su top que, debido a su transpiración, se había convertido en un trapo. No véía a la patrona, pero oía a su boca chupeteando ese clítoris desmesurado.

Amalia balbuceaba. ¡No me de… jen, no pa… ren. Que pla… cer, Ahh!

Yo sentí que mi clímax llegaba. Amalia se agachó hacia adelante y apretó la cabeza de su tía contra su concha. Empezó a tartamudear. –¡Me corro, carajo, me co… rro! ¡y me voy a ca… gar! ! ¡Que sen… sa… ción!

Amalia temblaba. Llegó al orgasmo y no pudo sostenerse en pie. Cayó de rodillas. Su concha se convirtió en un surtidor. Los chorros del squirt que largaba bañaron la cara de la patrona, que cerró los ojos mientras el líquido se corría hasta sus tetas.

Al descolgarme de su orto, sentí a la guasca subir por mi pija y eyaculé. El primer chorro salió tan fuerte que se elevó y pudo alcanzar los labios de la patrona, que empezó a lamerlo. La leche de los siguientes bañaron la espalda y el pelo de Amalia.

Mis cojones se aliviaron y, cuando mi picha comenzaba a encogerse, la patrona se paró y vino hacia mi.

-Walter, ni se te ocurra -me dijo- ahora me toca a mí.

Me agarró los huevos con una mano y empezó a pajearme con la otra, mientras que sus pezones, mojados por el squirt de la sobrina y duros como piedras, comenzaron a frotarse contra mis tetillas. En segundos mi poronga se irguió como un mástil. La patrona había sido la dueña de mis deseos libidinosos desde hacía meses, y ahora me iba a dejar entrar en su vulva. ¡Que morbo! lo evocado cuando me masturbaba al imaginarme cogiendo su concha carnosa se haría realidad.

Fue en ese momento que Amalia, aún en el piso, comenzó con un pedorreo cuyo sonido y hedor inundó la sala. Se irguió, levantó la palmeta e introdujo el mango en su cajeta de un saque. Acecándose a la patrona por la espalda, y mientras se pajeaba entrando y sacando el mango, empezó a acariciarle a su tía las nalgas y el ojete con las plumitas.

El olor a mierda nos rodeaba, pero no nos importó. Al contrario, nos encendió aún más a los tres.

Aproveché para tenderme boca arriba en el piso. La patrona se puso a horcajadas e introdujo mi carajo en su cachucha que me recibió caliente como el infierno. Era cómoda y aterciopelada. Sin dejar que me moviera, bajó sus tetas para que se las chupara. Me prendí a ellas, una por vez, como un bebé hambriento, mientras ella, como un muñeco a cuerda, subía, bajaba y contoneaba sus caderas. Era una profesora del coito. Las arrugas de su rostro parecían haberse alisado y desde atrás Amalia le susurraba “cogelo, tía, cogelo al Walter“.

Esa tarde de domingo de Carnaval gocé como nunca.

No. No le acabé adentro a la patrona.

Me da un poco de vergüenza contarlo, pero terminaron chupándome las dos juntas la pija y los huevos. Me corrí como loco cuando Amalia me lameteó las pelotas, haciendo que levantara la cola. Vio su venganza y empezó a penetrar mi culo con el mango de la palmeta. No todo, solo un poquito. ¡Que placer tan tremendo! Sentí cuando mi leche dejaba mis pelotas y subía como lava hirviendo por el tronco erguido de mi picha para terminar saltando hacia sus bocas, que la recibieron dándose un beso de lengua interminable para luego tragársela.

Nos bañamos los tres juntos y jugamos otro rato. Todo terminó al anochecer cuando la patrona salió con Amalia para regresarla al internado.

El lunes me desperté tarde. Entré en la sala y allí estaba un hombre bajito, pelado y con bigotes. Me dijo que él era Aurelio, el nuevo dueño de la pensión. Me informó que la había comprado el jueves antes de Carnaval y el día de ayer a la mañana la señora le había dado la posesión, pero ella le había solicitado que le permitiera el domingo por la tarde para dejarle ordenado el lugar. Le pregunté por la patrona. Le dije que ni siquiera se había despedido.

¡Soy un mentiroso! ¡Vaya si hubo despedida! Nunca la volví a encontrar, ni a Amalia.

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