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Construyendo cuernos

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Diez años de matrimonio son muchos para Isabel, considerando que todas aquellas virtudes que veían el uno en el otro en el noviazgo han quedado en nada. Ahora apenas se dirigen la palabra. Pablo está todo el día fuera de casa por su trabajo, pero cuando regresa sobre las ocho de la tarde no tiene mucho que contar. Lo mismo le pasa a Isabel, hastiada de una relación que ha ido enquistándose con el paso de los años porque ella cedió mucho y él parece que no cedió nada.

Los dos terminaron la carrera con veinticinco años. Pablo se licenció en Arquitectura e Isabel se graduó en Arquitectura interior, sin embargo, su error fue quedarse embarazada nada más terminar los estudios, y después de meditar mucho la decisión a tomar, optaron por casarse, decisión que lleva lamentando desde entonces.

Para Isabel supuso echar proyectos e ilusiones por la borda, en cambio, Pablo encontró trabajo enseguida y fue enriqueciendo su formación con los años. En consecuencia, a ella le tocó la peor parte. Sus proyectos de futuro no eran precisamente ser madre. Eso eran planes a largo plazo y tampoco estaba segura de que los hijos formaran parte de sus inquietudes. Ahora tiene dos churumbeles, uno de diez y otro de siete. Todo lo que no quería ser en el futuro, lo es ahora. Es madre, ama de casa y mantenida, de tal modo que todo aquello que había odiado le ha tocado por partida doble, renunciando a sus sueños y viendo como Pablo no ha renunciado a nada, y sigue sin querer hacerlo. Por eso lo odia, pero también se odia a sí misma por haber estado dando pasos equivocados uno tras otro. El haber abandonado su carrera en favor de la de su marido la va consumiendo lentamente, y con tan sólo treinta y cinco años se ve en pocos años como una maruja haciendo calceta todas las tardes. En cambio, Pablo ha cumplido su sueño profesional y disfruta de una excelente y fructífera vida social, pero eso tiene que cambiar, piensa.

Isabel no tiene indicios de que su marido le sea infiel, pero puede apostar su futuro a que lo es porque apenas la toca, y cuando a ella le apetece tener sexo, él está de mal humor, dice que está demasiado cansado, o cualquier otra absurda excusa, de ahí que Isabel se consuele ella misma con sus medios. Un año sin un hombre que la sacuda entera es mucho tiempo para una mujer joven como ella, con su sexualidad en plena vorágine.

A las ocho y media de la mañana Pablo la llama desde la obra para que le lleve antes de las doce unos planos que se ha dejado encima de la mesa, e Isabel piensa en mandarlo a la mierda, pero se contiene y aprovecha que tiene que llevar a los niños al colegio para pasarse por allí y dejárselos.

A las nueve y media está a pie de obra, aunque no ve a su esposo por ningún sitio y opta por llamarle, pero salta el buzón de voz. Avanza un poco más y empieza a sentirse como si estuviera adentrándose en una jungla y de un momento a otro fuera a saltarle una fiera encima. Los albañiles contemplan a la atractiva mujer buscando algo o a alguien, pero parecen no hacer caso a eso, sólo quieren regocijarse contemplando a la fémina que deambula por la obra. Isabel le pregunta a un joven el paradero del arquitecto y el peón parece no entender el idioma, o es medio tonto, piensa ella.

Se encuentra ante una situación que la violenta cuando es observada de forma indiscreta y con descaro por toda la cuadrilla, y está realmente incómoda con el asedio visual al que está siendo sometida, hasta que el encargado de la obra los pone firmes y les ordena continuar con su trabajo. Muy amablemente le pregunta qué desea y ella le dice que busca a su esposo, y el hombre se deshace en elogios ofreciéndose a acompañarla.

—Creo que está en las alturas. Si no me equivoco andará por el piso veinte.

—Si es tan amable de entregarle estos planos, —le pide ella.

—Puede dárselos usted misma. Podemos subir en el montacargas.

—Está bien, —contesta.

Mientras suben en el montacargas la escrutadora mirada del capataz le da un repaso visual por toda su morfología. Isabel lleva el pelo suelto por encima del hombro. Su corta melena es morena y a un lado lo lleva recogido detrás de la oreja. No va maquillada en exceso, sólo un poco de sombra de ojos en tonos grises, la raya del ojo y un poco de rímel. Lleva una falda suelta en tonos rosa que cae por debajo de las rodillas y está abotonada en el centro. En la parte de arriba viste una especie de top blanco de tirantes con un escote cruzado y unas sandalias de tacón alto rematan su vestimenta. El capataz, al igual que han hecho los albañiles anteriormente, le ha pasado el escáner. Isabel se percata de las miradas furtivas del hombre a su escote mientras le comenta cosas intrascendentes, del mismo modo, ella también le da un repaso visual al encargado. Es un tipo rudo, de brazos fuertes y está sudado por el calor, y se supone que también por el esfuerzo del trabajo. Lleva pantalón vaquero y una camiseta de tirantes de la que asoma un pectoral con un poco de vello.

—Hace un calor de mil diablos, —comenta el hombre para romper el hielo, mientras el montacargas se eleva.

—Así es. Con este calor se hará duro trabajar.

—Bueno, son los inconvenientes del oficio. En invierno frío y en verano calor. Qué se le va a hacer.

—Ya…

El montacargas se detiene en la vigésima planta y el hombre le cede el paso a Isabel y mientras avanza ella delante, el capataz babea ante los sutiles movimientos de cadera que ejecuta al caminar, y unas nalgas sugerentes se le insinúan a través de la fina tela de la falda.

—¿Dónde está mi marido? —pregunta Isabel.

—Creo que no está por aquí, —señala el capataz sin dejar de observarla de forma cada vez más indiscreta.

De pronto el montacargas es llamado desde abajo y ella piensa que va a tener que perder más tiempo del esperado por culpa de su marido. Mientras él le dice que tendrán que esperar un rato hasta que suba el montacargas, se percata de que no le quita el ojo de encima y eso logra ponerla nerviosa.

—Parece que nunca hayan visto a una mujer —se queja Isabel.

—Tiene que disculpar a los chicos. No vienen muchas mujeres por aquí, y mucho menos tan hermosas como usted —asegura mientras rebasa su espacio vital.

Para Isabel es una situación embarazosa ante tanta mirada libidinosa a la que ha sido sometida. Ahora, sin embargo, con las indirectas y las insinuaciones, Isabel siente cierta atracción animal hacia ese hombre rudo de fuertes brazos y manos grandes con la piel sudorosa y bronceada por el sol. Está tan cerca que puede aspirar su fuerte olor, con la consiguiente labor que las feromonas están ejerciendo, del mismo modo que las de ella hacen lo propio.

—No lo decía por ellos, lo decía por usted, que tampoco deja de mirarme, —dice tras un lapso de tiempo en el que parece que se le ha ido el santo al cielo.

—Bueno, uno no es de piedra. La verdad es que está usted como un queso.

—Le agradezco el cumplido. ¿Dónde está mi marido? —pregunta para cambiar de tema.

—Ya le he dicho que no lo sé. Pensaba que estaba aquí, pero parece ser que no.

—Pues tendremos que bajar ¿no?

—Sí, pero tenemos que esperar a que acaben con el montacargas.

—Yo tengo un poco de prisa, —señala.

—Hay que esperar de todos modos.

—Entonces esperaremos, —dice resignada.

—Su marido es un hombre con suerte, —declara el encargado invadiendo de nuevo su espacio vital.

Las feromonas de aquel hombre vuelven a asaltar sus fosas nasales e Isabel puede notar su humedad e incluso como el flujo resbalaba hasta su braguita. Tanta abstinencia, y el notar la cercanía del hombretón que se le está insinuando y que solo necesita una señal para saltar sobre ella, la está poniendo muy caliente, y su respiración se acelera por su agitación, pero también por lo nerviosa que está ante una situación que puede considerarse de acoso, de modo que se separa un poco y se va hacia la fachada para apoyarse en una ventana mientras contempla el paisaje desde el vigésimo piso.

El hombre no puede apartar la vista de aquel culito respingón que parece estar pidiendo a gritos que lo azoten y ve en aquella pose una insinuación, e incluso una invitación. Se acerca por detrás preguntándole en la oreja si le gustan las vistas, al mismo tiempo que encaja su paquete en la regata de su culo. Ha pasado lo que Isabel se temía, pero también lo que parecía estar deseando. Su respiración se acelera un poco más, al tiempo que nota el bulto completamente hinchado haciendo presión en sus nalgas, mientras dos manazas se cogen sus pequeñas tetas. Isabel no puede moverse, ni tampoco quejarse, pero tampoco está segura de querer hacerlo. Solamente se ha dejado llevar por sus impulsos más animales. La falta de sexo durante tanto tiempo, el sentirse deseada por todos aquellos hombres, y después la cercanía de ese hombre rudo junto a sus insinuaciones, la han excitado sobremanera.

El encargado le pellizca los pezones y ella abre la boca como buscando el aire con un suspiro por las sensaciones de las dos manazas que parecen querer reventarle las tetas. Isabel nota la erección del hombre en su culo a través de la falda, y alentada por el deseo, empieza a moverlo acompasando los movimientos de pelvis del albañil.

—Ya veo que te va la marcha y has venido a que te den polla, ¿verdad zorrita?

Isabel no contesta y se deja hacer. No ha ido a que le den polla, pero quiere que se la den.

Está asomada a la ventana ofreciendo su culo al hombre que le levanta la falda y se deleita ante la octava maravilla. Unas bragas brasileñas rosa le muestran unas nalgas dignas de exhibir y que aquel hombre nunca ha tenido el placer de contemplar, pero que ahora las tiene a su disposición. Se las baja completamente y desliza su manaza entre las piernas hasta llegar a un coño completamente mojado, en el que un dedazo se adentra como si fuera una polla. Isabel gime de placer con las incursiones de la extremidad, al mismo tiempo que sus flujos vaginales se deslizan por sus piernas. El dedo chapotea en el chorreante coño, penetrándola una y otra vez con rotunda brusquedad.

—¿Quieres sentir una polla de verdad, preciosa, o buscamos a tu marido?

Isabel no contesta, pero sabe lo que desea. No quiere a su marido, lo quiere a él y desea que la folle.

—¡Dime cariño! ¿Qué quieres que haga?

—¡Métemela! —le suplica deseosa.

—¿Ya no tienes prisa? ¿Ahora quieres que te folle? ¡Joder! ¡Qué buena estás! ¡Menudo polvazo tienes!—le dice exteriorizando sus pensamientos. A continuación se desabrocha los pantalones y extrae un miembro completamente erecto y lo encaja en la regata de sus nalgas para que sienta como se desliza.

—¡Vamos, pídeme que te folle!

—¡Hazlo ya! —le suplica mientras contornea su culo en busca de la polla.

—¡Cabrona! Como me has puesto desde que te he visto. Sabía que ibas a ser mía. Lo presentía.

Isabel contempla apoyada en el alfeizar de la ventana desde el vigésimo piso el paisaje, y también a los hombres trabajando, entonces nota como una gorda polla se abre paso en su cavidad, abriéndola en canal, y echa la cabeza hacia atrás en señal del goce que recibe. El hombre la coge del pelo, estirando su cabeza y empieza a arremeter con contundentes y violentos meneos de su pelvis, al tiempo que se la folla, e Isabel va gimiendo al compás de cada pollazo que el cavernícola le va imprimiendo.

El capataz babea a la vez que contempla como su verga se hunde una y otra vez en aquel coño caído del cielo. Isabel contornea sus caderas queriendo sentir el puntal que se adentra en sus entrañas. Las manos sudorosas resbalan por sus nalgas sin dejar de aferrarse a ellas en cada embate e Isabel percibe como empieza a asomar un orgasmo en su sexo, y en cuestión de segundos envuelve todo su ser, exhalando un alarido del éxtasis después de tanto ayuno. Sin embargo, el hombre no deja que se reponga del clímax. Le levanta la pierna y la penetra de nuevo apoyándola con brusquedad contra la pared, arrancándole un gemido con aquella primera y enérgica estocada. Después le levanta la otra pierna y mantiene a Isabel en volandas, apoyando su espalda contra el tabique. Sus manos sujetan y alzan su culo, mientras ella acomoda sus piernas detrás de su cintura. El capataz la eleva con sus brazos sudorosos y, al bajar, ella siente como la polla penetra dentro de su ser para después volver a salir con aquellos violentos y reiterados movimientos que le aplica aquel hombre que parece convertido en un salvaje, no obstante, aquella rudeza, lejos de molestarle, le gusta cada vez más. Se aferra a su cuello e intenta ayudarse a subir en cada embate, sintiendo el garañón penetrar una y otra vez hasta que advierte como un segundo orgasmo golpea su coño, recorre su clítoris y transita después por todo su ser a través de cada terminación nerviosa. Isabel exhala un último suspiro de gusto pensando que todo ha terminado, pero el encargado la coloca en el suelo, sobre un cartón y se deshace completamente de los pantalones, le abre las piernas y las engancha a sus hombros para volverla a penetrar, iniciando así una nueva cópula en la que ambos se funden en uno como si fueran dos amantes que hubiesen estado dos años sin verse y ahora se reencuentran, y eso no conduce a otra cosa que a fornicar como posesos.

Isabel jadea como una yegua en celo a la vez que el garañón resuella como un toro mientras embiste con fiereza en su coño. El sonido de los chapoteos se entremezcla con los resoplidos y los jadeos. El sudor del hombre cae a chorros sobre la cara y el cuerpo de Isabel. Ella se coge a sus fuertes brazos mojados también por el sudor y abierta de piernas se abandona a un tercer orgasmo gritando de gusto.

—Me voy a correr yo también, puta, —le dice el hombre mientras su pelvis golpea con inusitado frenesí una y otra vez con su polla se hundiéndose reiteradamente en sus entrañas.

—No te corras dentro, —le advierte ella, pues en vista de su poca actividad sexual decidió en su momento dejar los anticonceptivos.

El hombre extrae su polla y tras tres movimientos de mano la leche escapa a presión, derramándose sobre su falda, su top, su cuello y su cara. El capataz grita como un energúmeno mientras se la menea encima de ella hasta que los últimos trallazos se diseminan por su ropa. A continuación le acerca la polla pringosa a la boca y se la hunde. Isabel nota que se ahoga y lo empuja hacia atrás para que se la saque. Ahora tiene el cipote en la cara y se pone bizca ante una bolsa con dos pelotas de pin pon que se pasean por su boca, y aunque no le apetece más sexo, su lengua golpetea los huevos y se va introduciendo primero uno, y después el otro.

Con semejante repiqueteo de la lengua de Isabel, la polla del capataz parece no querer retornar a su estado natural y se mantiene en pie de guerra.

—¡Vamos! ¡Empléate a fondo! —le ordena.

El hombre se recuesta sobre los cartones e Isabel se incorpora para apoderarse de la polla. La coge con la mano y la mueve arriba y abajo con movimientos lentos. La descapulla completamente y su boca babea ante la perlada y brillante cabezota roja. A continuación repasa con su lengua cada centímetro de aquel pedazo de carne venosa. Después sus labios abrazan el cimbrel e inicia una felación como hacía años que no realizaba.

—¡Vamos, sigue mamando hasta que me corra! Quiero regarte esa cara de mamona que tienes para que tu marido sepa lo zorra que eres.

Isabel no sabe si sentirse ofendida o halagada, pero la verdad era que aquella jerga irreverente le excita. Por tanto se afana en la felación, mientras su mano masturba el cipote trazando círculos sobre él. Contrariamente a lo esperado, Isabel vuelve a estar caliente ante la mamada que está realizando y después de tres orgasmos, cree estar en disposición de poder alcanzar un cuarto, de tal modo que cruza una pierna a través del él y se monta a horcajadas sobre la verga.

El capataz parece que no da crédito ante la ninfómana que tiene el arquitecto como esposa y empieza a gozar de la cabalgada que la atractiva esposa le está realizando. Parece una jinete experimentada, pero sobre todo, tiene que reconocer que la jinete está hambrienta de polla.

El hombre le coge las tetas y las lame, le muerde los pezones y se los estira con los dientes, y ella retuerce sus caderas en busca de ese último placer que vuelve a sacudir su vagina, provocándole una convulsión tras otra durante veinticinco segundos de un intenso placer.

Cuando recupera el resuello vuelve a retomar la mamada que había dejado a medias con la intención de que acabe en su boca y después de unos segundos el hombre empieza a mover su pelvis en un intento de follarle la boca, pero Isabel sabe lo que tiene que hacer. La verga empieza a descargar el espeso líquido en su boca y el hombre se retuerce como una serpiente abandonándose a un placer inigualable. Los gritos y jadeos invaden la estancia, pero los ventanales abiertos disipan los sonidos de la euforia, mientras Isabel va tragando toda la sustancia que va saliendo de la polla.

Parece ser que el montacargas vuelve a subir y ambos se visten apresuradamente. Isabel intenta adecentar su aspecto y limpia las manchas de semen con una toallita mojada, después intenta recomponer su compostura y el ascensor hace su aparición. Isabel se estira un poco la falda mientras paladea los restos de la sustancia viscosa que acaba de tragarse. El sabor amargo ahora le resulta desagradable, pero trata de ignorarlo y se sube al montacargas, a continuación lo hace el capataz ahíto de sexo. Ahora tiene una anécdota que contar a sus amigotes y un acontecimiento digno de recordar, por su parte Isabel ha aplacado el ardor que bullía en su interior y amenazaba con desbordarse. No tiene remordimientos por lo que ha hecho, pero el rencor sigue aferrado a sus carnes, aunque ahora ya sabe lo que tiene que hacer.

Cuando llega el montacargas a la planta baja, Isabel escucha el aplauso de los operarios, y aparenta estar dedicado a ella, pues al parecer todo el mundo conoce ya lo que ha pasado allí arriba, de ahí que ella se ruborice y agache la cabeza.

—¿Puede darle los planos a mi marido? —le vuelve a preguntar.

—Por supuesto. Ahora sí, —sonríe.

Ese día Pablo llega a casa mucho antes de lo que es habitual en él, puesto que ahora es conocedor de lo que ha pasado en la obra. Abre la puerta con determinación y cierra de un portazo. Isabel está esperándole con las maletas hechas.

—¿Qué coño has hecho?

—Lo que tú tendrías que haber hecho durante estos años.

—Eres una puta.

—Sí, soy una puta, y tú un cornudo, pero por inútil.

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