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Cuando me comprometí

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Como ya he contado, he tenido relaciones sexuales con mi primo Diego (de quien escribí en mi relato “El diácono”) desde que éramos muy jóvenes y han continuado hasta la fecha.

Dentro del fervor religioso inculcado en la familia desde que tenemos uso de razón, incluso desde antes, pues a todos nos bautizaron a los pocos meses de nacidos. Me inclinaron a que hiciera un noviciado. A los pocos meses me dijeron que no estaba llamada para ser esposa de Cristo (seguramente en alguna de las revisiones se dieron cuenta que ya no era virgen), pero que aún podía servirlo sirviendo a un marido creyente y educando a mis hijos en el amor y en el temor a Dios.

Estudié en la Normal para señoritas y terminé mi carrera. Di clases en la primaria y secundaria de varias escuelas religiosas antes de impartir cátedra en mi alma mater, donde muchas alumnas estudian MSC (Mientras Se Casan). Además de las clases normales, en la tarde se daban cursos sobre asuntos que les servirían durante la vida: cocina (llamada "nutrición y salud"), costura (con el nombre de diseño y confección), modelaje (a la materia se le llamaba "personalidad" y versaba sobre posturas para posar elegantemente mientras esperan, cómo caminar y parecer unas señoritas atractivas) y conferencias sobre los valores y la manera de atender a la familia y distribuir correctamente el gasto familiar.

En una ocasión me comisionaron para llevar a las alumnas a un concurso académico que duraría una semana y nos mediríamos con otras escuelas de las entidades de la región, la mayoría eran escuelas mixtas, pocas eran de un solo sexo. Nos instalaron en un campamento recreativo, asignándonos una cabaña para las seis concursantes de la escuela y yo como "cancerbera" pues debía cuidar de la buena conducta de las señoritas.

Sucedió que una de mis pupilas se lesionó jugando y la llevé a la enfermería donde el médico le curó los raspones. El médico era pasante y atendía ahí haciendo su servicio social. Tuvimos un "flechazo" y al tercer día derivó en un riquísimo coito, con protección, ¡claro!, que se repitió varias veces durante toda la estancia, mientras las chicas atendían sus actividades. Varias de ellas lo sospecharon, pero creo que fuimos lo suficientemente discretos y teníamos todo el consultorio casi siempre libre.

El médico insistía en que lo hiciéramos sin condón y, si pasaba algo, nos casaríamos de inmediato, pero le dije que eso sucedería hasta que estuviésemos casados. Al terminar el concurso, continuamos en contacto telefónico y postal, también me fue a visitar, conoció mi casa y mi familia, lo llevé a conocer mi ciudad, y pasábamos invariablemente a su hotel para amarnos como es debido. Con el tiempo la relación se enfrió y él se casó con otra, pero nos seguimos viendo una o dos veces al año, para recordar viejos tiempos.

Por cuestiones profesionales, conocí a un señor casado, quince años mayor que yo (se trata de José, de quien ya escribí el relato "¡Rico!"). En ese momento iniciamos una relación furtiva, pero sin coito, pues me negué.

Después de terminar la Normal, hice una licenciatura, y allí conocí a dos colegas con quienes tuve relaciones. Uno de ellos, quien más me satisfacía y me gustaba, estaba casado; siempre cogimos con condón. El otro, un soltero con quien siempre me hice del rogar, sólo me chupó las tetas y restregamos nuestros sexos sobre la ropa, es con quien ahora vivo en amasiato; ¡coge muy rico, pero no le gusta el sexo oral! No lo da ni lo recibe, “porque es antihigiénico” y yo me quedo frustrada.

Desde jóvenes, mi primo Felipe iba con frecuencia a la casa, suponíamos que a buscarla a mi hermana pues ella no se le despegaba. Al poco tiempo, Felipe se fue de ilegal a los Estados Unidos y se quedó allá. Una vez habló por teléfono a la casa y contesté yo.

Después de los saludos de rigor, le informé que mi hermana no estaba.

–¡Qué bueno que tú contestaste! Es contigo con quien quería hablar –escuché sorprendida.

–¿Para qué soy buena? –contesté extrañada.

–Para ser mi esposa –soltó sin más preámbulo.

–¡¿Qué?! –exclamé

–Te pido que me escuches, porque hoy me decidí a hablar contigo. Perdí mucho tiempo ya. Yo iba a buscarte a tu casa y siempre te retirabas dejándome solo con tu hermana.

–Yo pensé que mi hermana y tú… –balbuceé.

–¡No! Yo te amo a ti y siempre ha sido así. Nunca intenté nada con tu hermana, aunque ella lo insinuaba con insistencia.

–Pero…

–Déjame terminar, porque ya empecé –dijo y continuó externando lo que durante años había callado.

Felipe me confesó que, si no era mi hermana, era Diego u otros quienes le impedían acercarse a mí para declararme su amor. A mí me gustaba, aunque él era año y medio menor que yo, pero como yo pensaba que era con mi hermana el asunto, nunca me hice a la idea de algo con él. En esa conferencia que duró más de una hora, me convenció de que fuera a visitarlo para platicar las cosas de frente; ya que él, si salía de los Estados Unidos, seguramente no podría regresar.

Continuamos las pláticas telefónicas y por correo. Acepté un noviazgo a distancia. Por último, me envió dinero para pagar el viaje a los Ángeles en mis próximas vacaciones. En mi familia me tildaban de loca, mi hermana se mostraba agresiva conmigo, pero me fui haciendo a la idea de algo que podría funcionar.

Fui a Los Ángeles y la pasamos muy bien: sólo le quitaba el condón para mamarle el pene. No conocí gran cosa de la ciudad pues nos la pasábamos cogiendo. Felipe seleccionó muchas escenas de películas porno y practicamos decenas (¿o cientos?) de posiciones sexuales. Regresé a México con la panocha hinchada e irritada de tanta fricción; la cama quedaba llena de vellos en cada ocasión.

A los seis meses, nos decidimos a matrimoniarnos en las vacaciones de fin de año. “Voy a Los ángeles a casarme”, le conté a José. “Vas a embarazarte, regresarás cargada”, contestó, pues él sabía de mis ganas de embarazo, y yo me reí. Nos casamos y el condón ya no me pareció necesario. Luna de miel deliciosa… A mi regreso, al ver que ya no me bajaba la regla, le dije a José: “Eres brujo, ya sabías que me embarazaría”. Él me acarició el vientre, me besó y dijo “¿Ahora sí me dejarás venirme?” ¡El cabrón ya me estaba convenciendo pues me empecé a mojar!, Me retiré de inmediato diciéndole “Soy una mujer casada, no puedo serle infiel a mi marido”. José simplemente sonrió.

Felipe y yo hicimos planes para que él regresara a trabajar acá, compramos una casa, encontré un local para poner una imprenta, el oficio de Felipe, Arreglamos la boda religiosa, nos casaría el tío obispo, pero él no vino. Fui a dar a luz en Estados Unidos, pero Felipe siempre puso objeciones para regresar. Con los años, además de enfriarse el asunto, raras veces me enviaba dinero.

Volví a buscar a mis antiguas amistades, quienes me dieron consuelo entre las sábanas, me decidí por ese antiguo colega que siempre me buscó y me junté con él, pensando que lo llegaría a convencer para hacer un 69 con todas las de la ley, pero mantuvo su negativa. Sí, cojo varias veces a la semana con él, pero pronto le puse cuernos por no chuparme la panocha, y así la hemos llevado.

(8,25)