Lo pienso y lo escribo, para empezar: nunca debí haberme enamorado de Yui. Yo tenía una existencia restringida a la normalidad, es decir, yo vivía con mi esposa, feliz; los dos trabajábamos. Teníamos dos hijos, la parejita, y juntos los cuatro éramos una familia privilegiada. Hasta que conocí a Yui.
Fue un día de enero. Había nevado en la ciudad. En nuestro barrio, en el extrarradio, donde todas las casas, de dos plantas, estaban provistas de un jardín delantero, la nieve cubría las aceras y, claro, los jardines. "Rosa", le dije a mi esposa, "voy a salir a comprar el pan, ¿quieres que te traiga algo?"; "No, cariño", contestó ella desde la cocina. Rosa, mi esposa, era una mujer estupenda, y bella: su cuerpo era como el de una adolescente: era delgada; sus tetas eran como limones, redonditas y de pezones puntiagudos; su pelo rubio lo llevaba cortado a media melena; tenía un culito precioso: pequeño y prieto; en fin, Rosa me seguía gustando, pero es que Yui…
Los operarios del Ayuntamiento habían abierto un pequeño sendero en la acera, a través de la nieve, y por ahí eché a andar en cuanto salí de mi casa. El cielo, después de la noche tempestuosa, lucía azul celeste y claro; hacía un bonito día, aunque frío. Pasé junto a la valla del jardín de la casa colindante a la mía. "Vaya", pensé, "parece que tenemos de nuevo vecinos". La casa estaba deshabitada desde hacía meses. Noté la presencia de gente al divisar unas cortinas en una ventana del piso superior que antes no estaba. Bajé la vista y allí la vi, Yui; iba vestida con un conjunto de pantalón y camisa de gasa de color blanco. Por supuesto, yo no sabía su nombre, Yui. La observé mientras seguía caminando: estaba sujetando una pala. Entonces, me vio; siguió apaleando nieve. Me fijé en que iba descalza: sus pies, ligeramente bronceados, destacaban sobre el blanco, llevaba una tobillera; su ropa interior, sujetador y braguitas se transparentaban a través de su ropa; sus pechos voluminosos se movían a la par que movía los brazos para apalear, se agitaban, vibraban; su melena negra, rizada y larga, ascendía y descendía, tapándole la cara, cada vez que se agachaba. Seguí mi camino.
Cuando volví a casa, no dudé en contarle las nuevas a Rosa. "Ah, ¿pero no lo sabías?, se llama Yui, no es de aquí, me dijo que se quedaría poco tiempo, que estaba de paso, quizá unos meses…"; "¿La conocías?", pregunté; "La conocí ayer, en el súper".
Después de almorzar, antes de que llegaran nuestros hijos de la casa de sus abuelos, aprovechando que gozábamos de unas merecidas vacaciones, Rosa y yo follamos.
Por la noche, soñé con Yui.
¡Soñé con Yui!, ¡qué locura era esta! Bueno, fue un sueño ligero, simplemente la vi, en sueños, caminando descalza por una playa, nada más, ¿o sí?; sí, se metía en el mar vestida con ese conjunto blanco, que se transparentó, y la vi desnuda, en sueños.
A la mañana siguiente, volví a pasar frente a la casa de Yui. Me detuve. No estaba en el jardín. Miré a la ventana del piso superior. Y la vi: Yui estaba asomada; vestía una bata de terciopelo verde, y fumaba. Me saludó con una mano. Le devolví el saludo. Nada más.
Pasaron los días. Mi intranquilidad iba creciendo. Follaba con Rosa, pero yo quería hacerlo con Yui. A veces, mientras hacía el último esfuerzo para correrme en el coño de mi mujer, cerraba los ojos, e imaginaba como sería el cuerpo de Yui debajo de mí, me imaginaba sus grandes senos botando, su melena cubriendo la almohada…; y eyaculaba.
"Yui, Yui"…
Al cabo, ocurrió.
Fue un fin de semana, un sábado por la mañana. Yo estaba sólo en casa: Rosa y los niños habían salido de compras al centro de la ciudad. Sonó el timbre: "Ding dong". Me levanté del sofá y fui a abrir. Abrí y allí estaba, frente a mí, Yui. "Hola Rafa", ("¡Sabía mi nombre!"), "perdona si te molesto, pero necesito que vengas a mi casa". Dije que sí.
La seguí durante el camino a su casa. Yui llevaba puesto un vestido largo tipo túnica de color negro, calzaba sandalias con plataforma; yo me preguntaba si no sentiría ella frío. Por supuesto que, aunque rezagado respecto a Yui, pues ésta caminaba veloz, le fui preguntando que de qué se trataba la cosa, cuál era el motivo para que hubiese venido a buscarme, para que yo fuese a su casa, y, de paso, por qué esas prisas. Entonces ella se detuvo, se giró y dijo: "Ratones", y reanudó su marcha. Caminar detrás de Yuri me producía un inmenso placer, ya que podía hacerme una idea de la carnosidad de su culo, de la robustez de sus piernas. Llegamos al umbral de su casa y ella, cortesmente, me cedió el paso. Cerró la puerta tras de sí. "Ratones, dices, ¿dónde?", pregunté; "Ahí", señaló una puerta cerrada. Estábamos en el salón principal de la casa, ya que no había vestíbulo, y en éste había un mullido chaise longue. "¿Puedo sentarme, quiero decir, antes de emprender la cacería?, tengo un par de cuestiones que explicarte, Yui, si no te importa", dije; "Bueno, empieza", dijo ella y se sentó; "¿Cómo sabes mi nombre?", pregunté; ella rio: "¡Qué tonto eres!, ¿acaso no sabes qué Rosa y yo nos hemos hecho amigas, acaso no sabes que a las mujeres nos gusta hablar de todo?"; "¿De todo?", pregunté inseguro; "De todo, segunda cuestión", abrevió ella; "Pasemos a los ratones", atajé mientras me levantaba.
Abrimos ambos la puerta que antes había señalado Yui, y la volvimos a cerrar tras de nosotros: de esa habitación no podía salir ningún bicho vivo. Íbamos en silencio. Yo me quité un zapato con el fin de descalabrar al primer ratón que pasara cerca de mí. No encendimos ninguna luz, íbamos en penumbra. La habitación era un trastero. Yui se agachó para mirar debajo de un viejo ropero, apoyó las dos manos en el suelo, inclinó el torso y elevó el culo. "Yui", dije despacio; "Qué", respondió ella; "Nada"; "Exacto, nada, sigamos buscando", dijo. Nos aproximamos a unas cajas que contenían libros; no estaban cerradas. Yui se asomó al interior y comentó despectivamente: "Basura". Al volverse, tropezó con algo que había en el suelo y su cuerpo se precipitó contra el mío; la sujeté por las axilas. "Por poco me caigo", salió de sus labios, a escasos centímetros de los míos; la miré a los ojos, dulces y brillantes. De pronto, me besó. Entonces la tomé por detrás de su nuca y la acerqué hacia mí para besarnos más largamente. La humedad de sus labios me excitó tanto que tuve una poderosa erección, la cual ella seguramente notó. Acto seguido, bajé las manos hasta el faldón de su túnica y las icé; Yui no llevaba nada debajo. Saboreé sus tetas con parsimonia, deleitándome, disfrutándolas; luego, me fui agachando hasta lamer su ombligo, y su coño. Yui gimió. Me erguí y le pedí que se diese la vuelta; ella obedeció. Le pedí que se agachara como cuando lo hizo para mirar bajo el ropero; entonces, me bajé los pantalones y le metí la polla en el coño, muy hondo, hasta que no le pude ver ni el tronco; ellá gritó como una gata en celo. Follé todo lo que pude, Yui gemía y suspiraba, cada vez más sonoramente, hasta que la punta de mi polla se puso en estado de ebullición; entonces la saqué; Yui, al darse cuenta, de rodillas se dio la vuelta y, mirándome a la cara, se metió la polla en la boca y mamó. Mamó hasta que mi corrida inundó su boca.
El día siguiente, a eso de las diez, después de ducharme, en albornoz, me asomé a un balcón de mi casa. Divisé un cartel en la casa contigua: "Se alquila". Rápidamente, fui a la cocina. Los niños ya se habían ido al colegio; Rosa preparaba un desayuno para ambos. "Rosa", empecé, "¿has visto el cartel de la casa de al lado?"; "Sí, claro"; "¿Yui?"; "Te dije que estaba de paso, esta mañana se despidió, tú dormías, Yui es escritora, ayer mismo, antes de irme de compras, la ayudé a empaquetar sus libros, tiene muchos, me dijo que estaba escribiendo una novela, sobre ratones, sobre una plaga de ratones, por supuesto que no son el coronavirus, pero son molestos", rio; "Ah", solté. Rosa preparaba tostadas, en bata de andar por casa. Me fijé en que el cordón de la bata pendía: no la llevaba atada. Me acerqué por su espalda. Las tetitas de Rosa me saludaron cuando me asomé sobre los hombros. Rodeé a Rosa con mis brazos y acaricié sus tetas; me empalmé. "Rafa", dijo Rosa, "hazme tuya, aquí". Fue decir esto Rosa y, en pocos segundos, se despojó de su bata y se quitó las braguitas; después se inclinó y, apoyando sus brazos estirados, sus manos, sobre la encimera, me ofreció su culo. "Vamos, Rafa, dame, métela en mi rajita, vamos, hasta el fondo, como ayer, vamos". "Como ayer", pensé confundido. Y vi su móvil junto al frutero; un vídeo en pausa. Y ahí me vi yo, y a Yui.