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De toreros y cornadas

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–Qué puto asco, tía.

Ainhoa contemplaba la pantalla de su televisión mesmerizada, sin hacer caso a los comentarios de su novia. Sin embargo, tenía razón. La periodista no podía sino recordarse a sí misma que solo estaba viendo esa corrida para documentarse sobre su siguiente entrevista.

–Ainhoa, mi amor, ¿no puedes decirle que se la encarguen a otro? Es que esta barbaridad no debería ir ni siquiera en la sección de Cultura. Tú te metiste... pues para escribir sobre pelis de Almodóvar, o sobre novelas de María Dueñas. No sobre esta brutalidad.

Ainhoa sonrió y acarició las rastas de su novia Anisia. La besó en la frente, sintiendo sus temblores. Por Dios, qué llorica era a veces... aunque, para ser sincera, eso era lo que le había hecho enamorarse de ella en la Facultad.

–Sabes que no puedo hacer eso, Anisia. De las dos, soy la única que tiene un curro fijo, y...

–No me lo tienes que recordar, ¿eh?

Acarició de nuevo a su pareja, dándole ánimos, después de todos los currículums infructuosos y las oportunidades desperdiciadas por su propia pereza.

–Lo sé, solo te quiero decir que no puedo permitir que me echen. Si tengo que hacerle una entrevista a un matador de toros, se la hago.

–Claro, y a Hitler también...

–Oye, pues si me dan la oportunidad, después llevo a Núremberg al muy cabrón, pero seguro que tendría algo interesante que decir.

Su novia le dio un golpe en el hombro, claramente contrariada con esa salida de tono.

–Joder, para que te burles de mí de esta forma, me salía más a cuenta seguir con un tío...

Ainhoa soltó una carcajada y consoló a su celosa novia mientras miraba de reojo la pantalla. Aquel espectáculo bárbaro, por suerte, llegaba ya a su fin. La bestia había caído, su conquistador se golpeaba el pecho con un furor guerrero que ni siquiera otros de su profesión sabían imitar.

La cámara enfocaba al Carajillo, el torero que había llevado a cabo la faena. Su mandíbula cuadrada todavía se mantenía tensa, esos ojos verdes y fríos parecían mantener la tensión. Un moreno vitalista cubría toda su piel, desde su tez cincuentona hasta esas manos callosas que sostenían un estoque manchado de sangre. Después de su explosión de euforia triunfadora, dedicó a la cámara una única sonrisa chula pero respetuosa, casi indiferente, como si le importara poco su vida. Teniendo en cuenta su modo de ganarse el pan, no le extrañaría.

–Oye, pero por lo menos pon a este desgraciado en aprietos, ¿no? Creo que no le han preguntado nunca por los antitaurinos. Puedes tirar por ahí. Hacerle sudar, manteniéndote neutral.

–Ay, cómo se nota que tú sacabas más nota que yo en la Facultad...

–Ya, y aun así eres tú la que está trabajando de periodista. No es justo, tía.

Le acarició el cabello, consolándola.

–Venga, guapa, no te pongas así. Ya encontrarás algo... y, si no, bueno... nos seguimos teniendo la una a la otra... y puedo demostrarte mi amor siempre que quieras...

La reportera mordió la mejilla de su novia, que la rechazó con cierto fastidio.

–No, hoy no me apetece. Ando cansada.

“Siempre andas cansada” –pensó Ainhoa, pero de nada le serviría decirlo. Pasaron el día viendo su podcast favorito sobre veganismo y haciendo un tofu algo desagradable para cenar.

Cuando Ainhoa se metió en la cama y cerró los ojos, no vio a su novia, ni a su perro, no tampoco el retrato de Frida Kahlo que tenía colgado en la pared. En la oscuridad, esos ojos de tequila barato parecían fulminarla.

...

La arena se le metía a Ainhoa en el coño, su desnudez se asaba bajo el sol. Se sentía observada, se sentía vigilada. Las risas. Ahí estaban las risas de todas las chicas que se habían metido con ella por su condición, por su peso, por todas las taras que había ido acumulando a lo largo de una vida de inseguridades.

En su piel aparecieron heridas sangrientas de saetas, heridas como orgasmos, orgasmos como heridas.

Despertó sudando, respirando entrecortadamente.

Gruñó, y tuvo que hacer un esfuerzo mayúsculo para no golpear la cama en la que su novia seguía durmiendo el sueño de los perezosos. Cuando no follaba, siempre tenía pesadillas.

Apagó el despertador y se preparó para la entrevista: vestido corto con un estampado de margaritas, ahora que venía el verano. Su pelo rizado y castaño, recogido en una coleta. Se colocó sus gafas redondas, deseando poder rendirse a ese miopía relajada con la que miraba el mundo cuando no había nada que hacer. Pero había que reconocer que se miraba bonita en el espejo... aunque, pese a todos sus artículos sobre positividad corporal, también había que admitir que habría estado más bonita con diez o quince kilos menos.

Sonrió, pícara, y se agarró las tetas delante del espejo. Eso también tenía sus ventajas.

Abandonó la casa y cogió el coche. Recorrió en él las calles de Sevilla con una mirada de forastera enamorada, ignorando el reloj y el calendario mientras se perdía en sus rincones. También, para qué negarlo, centrarse en las esquinas de tan bella ciudad era un modo de postergar el encuentro con aquel profesador de una barbarie que llevaba denunciando más de una década en sus redes sociales, de retrasar la enunciación de unas preguntas que no sentía como suyas ni podría formular adecuadamente.

“En fin, así es la vida. Un curro es un curro”.

Ver la casa de aquel torero no ayudaba en nada. Su superficie blanca e imponente la empequeñecía desde una altura señorial, su pulcritud sencilla era más apabullante que el barroquismo de cualquier mansión. Tuvo que llamar por el telefonillo desde detrás de la valla para recordar que no estaba en el siglo XIX, y para ser recibida por una anacrónica modernidad.

–Buenos días –saludó una voz grave y tranquila desde el otro lado–.  Supongo que viene por la entrevista, ¿verdad?

Ella cruzó los dedos, encomendándose a sus influencers de autocuidados favoritos para poder hacer frente a ese mal trago. Al menos, era un tío educado: poca gente hablaba con tanto detenimiento por el contestador.

–Sí, soy yo, Andrea Riveiro. ¿Puedo... puedo entrar?

–Sí, por supuesto.

Prácticamente al segundo, se oyó el timbre, que le permitió entrar al patio. Allí, una figura alta y altiva atravesaba el umbral de la puerta.

Estaba vestido con un sobrio traje negro y una camisa cuyos botones desatados permitían apreciar un pecho peludo y viril. Su pelo engominado ya peinaba algunas canas, pero a juzgar por la sonrisa chulesca de su rostro duro y moreno, poco le importaba. Costaba creer que ese hombre tan seguro de sí mismo fuera el mismo energúmeno al que había visto acabando con la vida de otro mamífero.

–Buenos días –saludó el matador de toros, dándole dos besos. Olía a desodorante y varón Dandy–. Andrea Riveiro, ¿verdad? Está usted más guapa aún que en las fotos.

–Gracias –contestó ella, con la sonrisita tonta que esbozaba siempre que tenía miedo.

–Perfecto. Entremos. Por cierto, me encantó su artículo sobre Vicente Aleixandre. Es uno de mis poetas favoritos, pero rara vez se le hace justicia.

Notó que, mientras cerraba la puerta, le miraba el escote de forma disimulada. Sin embargo, aquello que normalmente habría suscitado asco y tal vez incluso alguna respuesta verbal, no le importó demasiado. Supuso que se debía a lo cansada que estaba de discutir con su novia, como para ponerse a discutir con desconocidos.

La guio por el recibidor, en el que un cartel taurino marcaba la pauta para el resto de la casa, hasta una habitación que parecía un estudio.

–Si quiere tomar fotos, adelante.

Lo hizo, claro: cómo perderse esa oportunidad de añadir a su portafolio esos cuernos de toro colgados en la pared, ese cartel taurino que tanto le había llamado la atención, la inesperadamente amplia biblioteca. Se sorprendió de que, entre libros sobre toreo y, con la presencia prominente de Sangre y arena de Blasco Ibáñez, hubiera una gran cantidad de novelas y ensayos de gran calado que, por la novedad de sus ediciones, no parecían heredadas de algún familiar más culto que él. Se preguntó cómo un hombre de letras, un hombre que había visto mundo y había tenido oportunidades, se había dedicado a esa forma de entretenimiento tan sádica.

–Bueno, creo que ya estamos listos. Para le entrevista, quiero decir.

La risita del torero le hizo morderse los labios instintivamente. La guio hasta las dos sillas de la mesa del comedor, donde se sentaron. Le tomó algunas fotos más, enfocando a su pecho mientras él se deleitaba en el de ella. Y, entonces, dio comienzo a la entrevista.

Empezó con preguntas inocentes sobre su carrera y sobre sus perspectivas de futuro, con alguna que otra pregunta personal para que estuviera relajado. Contestó de manera sucinta, con una actitud positiva que no había esperado en un asesino. Y, aun así, había cierta perversidad en esas sonrisas y en el brillo pícaro de sus ojos. Como si estuviera delante de un toro manso. Domesticado, sí, pero con más de media tonelada de puro potencial destructor.

Por supuesto, la pregunta tenía que salir.

–La tauromaquia está en crisis. Se está prohibiendo en algunas comunidades y países, el público decrece, hay polémica... ¿es el fin?

El Carajillo chasqueó la lengua, movió sus pupilas hacia arriba con tanta fuerza como sus estocadas. Sin duda, estaría harto de la preguntita de marras.

–Bueno, esto es como los propios toros, ¿no? A veces, las pobres bestias se rinden cuando les clavan muchas banderillas, y casi no tiene mérito acabar con ellas de la sangre que han perdido. Pero, a veces, un toro bravo se revuelve contra la muerte. Es su momento de gloria en el que sus cuernos son como dos guillotinas y en el que te puede llevar por encima casi sin proponérselo. Con nosotros, igual: cuanto más nos ataquen, más reivindicaremos nuestra forma de vida. Y yo cada vez veo a más jóvenes en las plazas, seguramente por la tabarra que sus padres les habrán estado dando con lo malos que son los toros. La juventud es rebelde y el toreo es vanguardia de nuevo, aunque a algunos no les guste.

Quiso vomitar con la respuesta, pero se limitó a pensar en su contraataque.

–Ha hablado de los pobres animales. ¿Usted siente lástima por los toros?

Pareció casi ofendido por la pregunta, aunque esa ofensa se saldó solo con una sonrisa fiera.

–¿Yo? Claro que sí. Yo respeto mucho al toro y, por eso, nunca lo hago sufrir innecesariamente.

–Un animalista diría que, aun así, lo mata...

El Carajillo enarcó una ceja, disfrutando de su incomodidad.

–Ya, igual que un animal mata a otros animales o un herbívoro se come las plantas. Y no solo por sobrevivir: los animales se matan para competir por las hembras, para defender a sus crías... y, sí, por diversión. El toreo, amiga mía, es una ritualización de todos los instintos que es mejor dejar a un lado para vivir entre nosotros. Igual que el boxeo o las artes marciales, permite que la gente desahogue su lado sádico sin peligro para terceros. Aunque a algunos les parezca cruel, es necesario.

Estaba en completo desacuerdo con eso, pero asintió como una tonta. Ver a alguien defender algo con tanta pasión era indeciblemente atractivo.

“Venga, Ainhoa, no pierdas las bragas. Es un puto asesino”.

Pero un puto asesino al que apuntaba con sus rodillas con la actitud sumisa de una colegiala.

Cuando la entrevista terminó, el bravo sacó una botella de vino.

–Ha sido una charla muy fructífera. Por favor, tome al menos una copa de esta botella. Es un licor muy bueno, y usted se lo merece.

Ainhoa aceptó con gusto: después de haber estado recortando gastos durante meses por culpa de la vaga de Anisia, estaba bien darse un lujo como ese. El primer trago hizo que se le encendieran las mejillas.

Hablaron de sus respectivas carreras, y descubrió en ese matador a un ser galante, sensible a su manera como un pintor. Los cuadros de su estudio, obras de carácter figurativo frente a las birrias abstractas de los que solo compraban pinturas para ostentarlas, eran la prueba fehaciente de que le importaba el arte.

–Entonces, sea sincera. ¿Es usted antitaurina?

Le pegó un respingo.

–¿Por qué lo dice?

–Porque tengo dos ojos y dos orejas, y he visto lo incómoda que estaba.

–Pues... pues sí, soy antitaurina. Espero que no se ofenda.

–¡No, no, por supuesto! Estoy más que acostumbrado. De hecho, ha hecho usted una entrevista magnífica pese a su animadversión a los toros.

–A los toros no –corrigió, sonriente, mientras ese hombre se acercaba a ella. Su sudor se le metió en la nariz, su pecho se desbocó–. A la tauromaquia.

–¡Ja! Bien llevado, sin duda. Pero, en fin, parece usted una mujer culta y con las ideas en su sitio... y, bueno, dos personas con pensamientos distintos se pueden entender...

La cogió de la barbilla con delicadeza y, dándole tiempo a reaccionar, posó un encendido beso sobre sus labios. Ella se dejó besar, tensó sus manos, sintió cómo el mundo se le venía encima y cómo, después de tanto tiempo sin gozar de un cuerpo ajeno, volvía a girar.

Se retiró, colorada.

–Oiga, yo... tengo novia.

–¿Sí? No parece haberle importado mucho.

Y, sin dejar de sonreír, la besó de nuevo. Y Ainhoa sintió el feminismo disolverse en la humedad de su entrepierna, que ese apuesto carnicero acariciaba ya con sus dedos.

Sintió un escalofrío delicioso. Era acoso, era una agresión, pero... pero, joder, cómo le ponía.

–Oiga, por favor...

–¿Qué?

–Yo... yo nunca he estado con ningún hombre...

–Una pena, una chica tan guapa como usted... qué desperdicio...

Él guio su mano hasta ese bulto que sobresalía en su pantalón, ese bulto que tanto se marcaba en las mallas y que tantos escándalos de la prensa del corazón había protagonizado. Era grande y duro, pero con un tacto más caliente que el consolador que su pareja se metía a veces en las piernas como patético sucedáneo de la carne real. De la carne que, ahora se daba cuenta, llevaba echando de menos toda su vida.

–Nadie... nadie se puede enterar...

–Por supuesto. Ya hace tiempo que me puse firme con los paparazzi.

Ella asintió, dejando que esa mano firme acostumbrada a matar la agarrara de una de sus generosas nalgas. Él la guio hasta el sofá con calma, tumbándola. En ese momento, supo que estaba aún a punto de salir corriendo cual vaquilla asustada. Pero, en su lugar, esbozó una sonrisa y se agarró las ubres, comprobando risueña que ese animal se volvía loco con ellas.

Entre los dos le quitaron el vestido, dejándola en ropa interior. Las tetas se le salían del sujetador, sus jadeos eran ya notorios.

–Qué guapa eres...

El torero lamió sus pezones tras retirarle el sujetador. Su habilidad con la lengua no era tan precisa como la de su novia, pero había una pasión que a esta le había faltado desde hacía tiempo. El Carajillo, que seguramente quedaba con mujeres distintas todas las semanas, acudía de todos modos a sus pechos como si fueran un delicioso maná, como si los necesitara para vivir. Y Ainhoa gozaba como una perra de esa devoción.

–Así, joder, así...

Gozó aún más cuando sintió el aliento del matador en su ombligo, cuando sus mordiscos fueron descendiendo hasta sus amplios muslos.

Retiró las braguitas de corazones como quien retira algo sagrado, con la misma reverencia y el mismo entusiasmo impúdico. Sin perder un segundo, enterró la lengua en el hoyo agradecido de una mujer que no había sido estimulada en mucho tiempo. Y esta respondió como era preceptivo responder, con un gruñido gutural de agradecimiento.

Esa mamada de coño fue breve y rápida, feroz y tempestuosa. El torero hizo una demostración de destreza dibujando círculos en su clítoris, haciendo que tuviera que agarrarse al sofá para contener su furor y no caerse al suelo.

–Sí... sí, por favor, no pares, no vayas a parar... por Dios...

Hacía mucho que no invocaba el nombre del Altísimo con tanta fuerza, tal vez desde que había declarado a sus padres que no haría la confirmación. En ese momento, moviendo las caderas de forma tan potente y entusiasta, no pudo sino agradecer a Dios el haberla puesto en el camino de esa tormenta arrasadora con forma de lengua.

–Así... ah, joder, no pares, no pares...

Y no paró. Su saliva acarició los límites de su vagina, la hizo temblar. Y, después del temblor, el orgasmo. El dulce néctar que le hizo taparse la boca para no chillar, como si Anisia la pudiera oír aún desde tanta distancia. Pero, al sentir ese placer sin ataduras, su compromiso con Anisia le importó más bien poco.

Dejó que el éxtasis se apoderara de ella y que se fuera, su fuerte respiración fue un indicador suficiente para que la cara del torero saliera de entre sus piernas. Pero, a juzgar por aquella creciente protuberancia en sus pantalones, no había terminado con ella.

Se desabrochó con lentitud, dejando que Ainhoa degustara el momento, dejando que captara fragmentos de ese pedazo de carne antes de liberarlo por completo. Cuando lo hizo, ella se relamió del gusto y de la expectación.

–Madre mía, eso sí que es un rabo de toro...

La mano derecha del matador se cerró en torno a su cuello.

–Sí. Seguro que la bollera de tu novia no puede darte esto...

Ese comentario, que en cualquier otra circunstancia le habría ofendido, le hizo reír. Abrió las piernas, reconociendo instintivamente a ese hombre como el compañero perfecto. Presa de sus pulsiones más atávicas, ni siquiera le pidió que se pusiera un condón. La punta de ese miembro rozó la entrada a su interior.

–Empieza despacio...

Entró con delicadeza, incrustando en ella ese trozo de carne que provocó una mordida de labios y que, sin esa barrera, habría suscitado abundantes gemidos. La posición del cuerpo de ese hombre, por encima de ella, era una muestra de superioridad que hizo que su coño se derritiera.

Ese tipo sabía controlar los tiempos. Primero le clavó su banderilla con movimientos rápidos pero gentiles, como los primeros cautos acercamientos a una bestia aún en perfecto estado de salud. Pronto, sin embargo, sus estacadas se fueron tornando más violentas, haciendo que su amante se retorciera de un delicioso dolor. Ainhoa expulsó un chillido, disfrutando por primera vez en su vida de un macho. Había gozado de consoladores mucho más grandes que ese miembro, sí, pero guiados por una mano débil de mujer, no por esas hábiles caderas. Y sin ese calor que la llenaba por dentro, colocando en su interior la pieza de puzzle que le faltaba.

–Venga, di la verdad... –susurró él, dándole palmadas en las tetas. Estas rebotaron, jubilosas–. Di la verdad, a ti te hacía falta polla...

La transformación de ese hombre elegante en aquel salvaje no le resultó chocante sino, por el contrario, muy atractiva. Se tomó unos segundos para responder mientras la taladraba con aquella despreocupación tan deliciosa.

–Sí, joder... no sé cómo he vivido sin polla durante tanto tiempo...

Eso hizo sonreír al Carajillo, que redobló sus esfuerzos. Aquel semental golpeó su punto G con la fuerza entusiasta del conquistador.

–Si es que todas las tías sois iguales... –musitó, dándole un suave manotazo en el cuello–. A todas os va que os manejen... y, cuanto más feminazis, más sumisas sois...

–¡Sí! ¡Sí! ¡Sí, joder soy tuya! ¡Soy tu perra feminazi! ¡Penétrame más, por favor! ¡Hazme tuya!

Esas súplicas solo hicieron que aumentara la rapidez y brutalidad de sus embestidas, que creyó que la volverían loca. Se preguntó qué pensaría Anisia si la viera. Siendo tan débil como era, seguro que se pondría a llorar y caería en una depresión. Seguro que, aun así, le suplicaría que volviera con ella y le haría sentirse culpable. Seguro que amenazaba con suicidarse y le echaba la culpa al heteropatriarcado.

Imaginarse a su novia tan destrozada hizo que riera, malvada y animal, mientras aquel hombre seguía empeñado en destrozar sus entrañas.

La agarró de los hombros, tratándola como si fuera una muñeca de trapo y mirándola desde una posición prominente y de autoridad. Atacó, atacó sin piedad, dándole lo que siempre había necesitado sin saberlo, tratándola como a una bestia derrotada. Y así era.

Cuando se corrió dentro de ella, ni siquiera hizo un amago de escapar. Dejó que su semen la llenara, que empapara su interior de ese calor de homínido dominante. Dejó escapar un suspiro de futura preocupación, de futuros quebraderos de cabeza. Y, sobre todo, de placer.

–Bueno, no ha estado mal –observó el torero–. Anda, vístete y vete, que tengo cena pronto. La verdad es que me gustaría verte otra vez, tal vez... ¿qué tal te vienen los miércoles?

Como había sucedido a tantas otras mujeres antes que ella, la pérdida de la virginidad la llevó a una repentina decepción. Aunque seguía jadeando y rojiza en su semblante, se arropó los pechos con las manos y asintió, temerosa y volviendo de nuevo a la realidad.

–Va... vale. Pues... encantada –dijo ella, sonriente–. Ya veremos cuándo quedamos.

Se vistió con rapidez, abandonó la casa y, con la cabeza gacha (miró a ambos lados para comprobar que nadie la veía) se metió en una Farmacia para comprar la píldora del día después. Joder, joder, joder...

Volvió a casa con una sensación ambivalente de soledad y vergüenza, no queriendo admitir que había pasado uno de los mejores ratos de su vida. Pero hacía mucho tiempo que no se sentía así... tan deseada, tan guapa... tan zorra...

“No. No, no. Todo esto ha estado mal –pensó, imaginándose a sí misma en la piel de su novia–. Eres... eres una hija de puta, una cabrona”.

No, tampoco era eso, ¿verdad? Un error, un error tonto que podía tener cualquiera y que, de hecho, muchos tenían. Un error que olvidaría mientras trataba a su novia como a una princesa durante toda su vida. Y entonces, tal vez, pudiera dejar de sentirse culpable.

Al volver a casa, dio un beso a Anisia, que se lo tomó con cierta guasa.

–Anda, que podrías haberme comprado un helado ya que estabas fuera. Joder, nunca piensas en mí...

Cualquier rastro de empatía que pudiera haber tenido por ella se esfumó. Se retiró a su cuarto, donde cerró el puño y lloró. Lloró recordando las oportunidades perdidas, los desprecios, las constantes recriminaciones de esa morsa perezosa que no podía aceptar que tuviera más éxito que ella.

Después de llorar, sonrió. En cierto modo, era liberador.

Lo siguiente que hizo fue descargar el Tinder y hacerse un perfil con las fotos subidas de tono que se había hecho durante las semanas anteriores y no le había mandado a Anisia con pereza. No se le veía el rostro, solo un camisón en el que se apreciaban sus dos pechos del tamaño de su cabeza. Temblaba de excitación al subir esa imagen. Los cuernos en la cabeza de su novia estaban bien, pero ahora quería limarlos, regarlos, dejarlos crecer. Para que, si algún día se lo contaba, fueran más que un breve escarceo con un matador de toros.

Su móvil vibró.

“Hablando del rey de Roma...”

Una foto de su contacto: "Carajillo". Su polla, de nuevo. Venosa, grande, magnífica. Se tocó el clítoris, recordando orgullosa cómo se había rendido ante él. Cómo se había hecho una con ese galán anacrónico y engominado.

Bloqueó el contacto. Sí, el Carajillo follaba bien, pero no quería dejar a una persona tóxica para empezar a salir con otro cabrón. Ni con un cabrón ni con nadie: ella, acababa de descubrirlo, no era mujer de un solo hombre. Ni de una sola mujer.

Se masturbó furiosamente, apoyada en la encimera del baño, mientras iba pasando de un perfil a otro.

(10,00)