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El día de mi boda

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Al leer el relato "Una boda y un secreto familiar", publicado por Lynette, me recordé de golpe, algo que paso hace más de medio siglo y que ya había olvidado. El día de mi boda, poco faltó para que tuviera un coito con alguien que no era mi esposo.

Los antecedentes venían desde dos años antes, en que nos conocimos Roberto y yo cuando fui de vacaciones con mis padres a la ciudad donde él vivía. Roberto es primo de otros primos míos, y aunque ya lo relaté a detalle, reescribo, a manera de síntesis.

En una fiesta, bailábamos en la terraza del salón y al concluir la música, nuestras bocas se unieron apasionadamente. En el abrazo, él pudo sentir la suavidad de mi pecho y recargó en mis piernas su turgencia. Me alarmé al sentir que su deseo también hacía crecer el mío, y le pedí regresáramos al salón. Ahí concluyó ese embate pues ya no me separé de mis padres.

Al día siguiente, fuimos a un paseo familiar y apenas estuvimos fuera de la mirada de los demás, Roberto empezó a hablarme de amor. Me alabó, a la par que acariciaba cada parte, enfatizando, lo hermoso de mi rostro, lo suave de mi piel, lo negro de mis ojos y, claro, lo exuberante de mi pecho. “Nunca había conocido a alguien tan hermosa e inteligente como tú”, insistió y se declaró completamente enamorado de mí: “Quédate por siempre en esta ciudad. Convence a tus padres de que te permitan quedarte a vivir aquí, con tus tíos. ¡Necesitamos conocernos más!”. Pero eso no entraba en mis planes a los 19 años.

Al retorno a mi tierra, al lado de mi novio, poco me acordaba de Roberto, quien con cierta frecuencia me escribía o me hablaba por teléfono.

Al año y medio de haber estado allá, donde él vivía, se dio pronto otra oportunidad. Mis padres regresaron a la ciudad de Roberto para preparar su estancia definitiva. Disfruté al lado de él esos quince días. Sus besos fueron más apasionados y, aunque antes de conocerlo, ya había perdido yo la virginidad, me cuidé lo suficiente de que el atrevimiento de sus caricias no llegara al umbral donde yo sabías lo irremediable de las siguientes acciones. La maestría con la que yo dominaba esas situaciones y evadía los requiebros, llegó a su extremo en un paseo familiar que hicimos a las ruinas de una antigua ciudad colonial pues me dijo “Aunque no me creas, quizá por lo repentino, pero quiero que sepas que te amo y deseo que te quedes aquí, a mi lado: ¡Casémonos hoy!”, concluyó ante mi asombro, enfebrecido por el placer que él adivinaba en mis brazos.

“No es posible hacer eso de repente, una decisión tan importante hay que meditarla. ¡Lo dices porque estás enamorado! Pero sabes bien que por ahora eso no es posible. Me iré pronto y te olvidarás de esto”, le contesté. “¡Cómo voy a olvidarte, si desde que te conocí estoy pensando en ti!”, me expresó fervorosamente y rodeó mi cintura con sus manos. “Después, cuando vuelva a venir, hablaremos de ello”, le contesté con dulzura, acariciándole el pelo con una mano y metiendo la otra bajo su camisa para excitarlo más. “Al menos déjame hacerte mía, para que así vuelvas a mí con seguridad” me suplicó al tiempo que me resbalaba sus manos en la espalda, bajo la blusa, y me abrazaba para darme un beso que correspondí. Su lengua jugó con la mía, deslizó una de sus manos bajo el tirante del sostén y dejé que la corriera por ahí hacia el frente hasta quedar de costado, donde empezó a sentir mis axilas y lo suave de mi pecho. Aprisioné con el brazo su mano derecha para que no continuara, pero la izquierda había bajado hasta mi cintura y, con sus dedos meñique y anular, entre mi piel y el resorte de la pantaleta, se trasladó dificultosamente hasta mi ombligo e intentó desabotonarme el pantalón. “¡No! Nos pueden ver, le dije al oído quitándole las manos del botón de mi pantalón. Lo volví a abrazar y separé ligeramente el brazo, liberándole la mano que estaba a punto de entrar en la copa del brasier, para que sintiera mi pecho, el cual acarició con mi complacencia.

“Eres muy hermosa y yo muy caliente”, dijo mientras se deleitaba acariciándome bajo el suéter. “Vamos con los demás”, le pedí, bajándole las manos hasta que las sacó de mis ropas y me separé. “Antes, prométeme que alguna vez haremos el amor”, me pidió después de tranquilizarse por lo abrupto de mi separación y sin soltar mis manos me dio un beso en la frente.

“Quizás...”, le dije, y sonreíste imaginando que seguramente eso no llegaría a ocurrir, pues al día siguiente regresarías a la ciudad donde yo vivía y estabas comprometida para casarte en pocos meses más con Saúl. Yo tenía la seguridad de que esto sólo habría quedado en el recuerdo de una agradable aventura en vacaciones. “No. ¡Asegúramelo!, exigió, mirándome seriamente a las pupilas. “Sí, la próxima vez que nos veamos” concedí, antes de darle un beso en la mejilla que él completó, deteniendo mi cabeza, para que su lengua entrara en mi boca, al tiempo que pegaba su pubis al mío.

Y hete aquí, que el día de mi boda por el civil, él estaba entre los presentes…

Durante la espera a que el Juez de Paz llegara, subí a mi recámara para darme los últimos arreglos, pero, sin hacerse notar, Roberto me siguió y entró tras de mí a la alcoba, cerrando suavemente la puerta y le colocó el seguro. En ese momento descubrí que me había seguido.

–¿Qué haces aquí? –exclamé.

–Sólo trato de que cumplas tu palabra: “Haremos el amor la próxima vez que nos veamos” –dijo dándome un beso.

¡Me encantó su arrojo! ¡El beso fue dado con la pasión de un enfebrecido amante que se había sacado el pene! Sin dejar de besarme, levantó mi falda y colocó su verga entre mis piernas. Yo hervía en calentura, hice a un lado la pantaleta y, al momento de dirigir su falo hacia los labios de mi vagina, escuchamos unos fuertes toquidos que daba mi hermana Helen a la puerta, al tiempo que decía “Tita, ya llegó el Juez y dice que tiene prisa”.

–¡Voy! contesté separándome abruptamente de Roberto y le indiqué un lugar para esconderse.

En cuanto me cercioré de que Roberto estaba oculto, me lamí la mano para limpiarme el presemen que traía; me alisé la falda para disminuir las arrugas en el frente; abrí la puerta y tomé a Helen de la mano para bajarnos a la sala. Cuando ya estábamos en la firma del acta matrimonial, vi que Roberto ya estaba entre la concurrencia. Después de despedir al Juez, ya no me solté de la mano de Saúl. Bueno, a veces me separaba un poco para recibir los abrazos de las felicitaciones, pero pegada a mi flamante esposo como si fuésemos siameses.

Me causó admiración que ese suceso tan intenso fuese olvidado por mí durante tanto tiempo. Más aún, ni siquiera lo recordé cuando, un año y medio después hicimos el amor por primera vez Roberto y yo. Gracias, Lynette, por haberme recordado con la lectura de tu relato esos momentos con Roberto, que en paz descanse.

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