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El enemigo de mi marido

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—¿Así estoy bien? —le pregunté a Alan.

Di una vuelta para que me observara con atención. Llevaba un vestido sastrero gris.

—Estás sencillamente perfecta —dijo él.

Pareció tragar saliva. Estaba muy nervioso. Desde que me informó de esa reunión de negocios que lo estaba. No podía culparlo. Alan tenía una empresa de seguridad en la que contaba con cien empleados, incluyendo los administrativos. Pero el último año fue pésimo. Uno de sus principales clientes, una cadena de laboratorios, decidió rescindir el contrato. Lo malo de tener una empresa que ofrece servicio tercerizado es que el cliente puede hacer eso sin necesidad de dar muchas explicaciones. Ese fue el golpe más duro que recibimos después de haber perdido algunos clientes menores. En realidad, perder clientes no es nada raro, pero cuando no entran otros nuevos, ahí sí, la cosa se pone complicada. Desde hacía casi tres meses que teníamos al treinta por ciento de los empleados sin un puesto. Aprovechamos para otorgarles las vacaciones que se les debían, sobre todo a los empleados más antiguos que arrastraban muchas semanas en su haber. Pero eso no quitaba que había que pagarles el sueldo a una cantidad de empleados que no producían ingresos.

Y ahora estábamos en la cuerda floja. Y es que los años anteriores no habían sido particularmente malos, pero tampoco particularmente buenos. Así que no teníamos grandes ahorros para sostener la empresa. De hecho, esos ahorros ya habían desaparecido. Luego acudimos al último recurso: un préstamo bancario. Los intereses eran altísimos, y ya nos estaba costando pagar las primeras cuotas. Lo cierto era que, si seguíamos así, en cuestión de un par de meses quebraríamos, dejando a muchas familias en la calle.

Así que entendía su nerviosismo. El potencial cliente al que íbamos a ver, ese tal Lorenzo, era, casi con toda seguridad, nuestra última esperanza.

—¿Ne será demasiado? —le pregunté después, señalando con la mirada mi vestido.

Era de un color sobrio, y me llegaba hasta debajo de las rodillas. Me cubría los senos por completo. Era formal, sí. Pero también era bastante ceñido, dejando una silueta que quizás era demasiado sensual por tratarse de una reunión de negocios.

Alan sonrió con tristeza.

—Quizás… —dijo, dudando—. No. Está bien. Además, ya no hay tiempo para que te cambies.

De pronto me sentí insegura. La seducción siempre era un arma de doble filo. Podía abrirte muchas puertas, sí. Pero también podía cerrarlas. Si la persona a la que íbamos a ver consideraba mi atuendo inapropiado, podría hacerse toda clase de ideas que lo llevaran a decidir que no era buena idea hacer negocios con nosotros. No obstante, la realidad era que el vestido no era exagerado. Quizás era mi propio cuerpo el que, con total naturalidad, solía hacerme lucir sensual casi con cualquier prenda que usase.

De todas formas, era raro que Alan me respondiera así. Normalmente le gustaba exhibirme, fuera cual fuese la ocasión.

Nos subimos al auto, y fuimos al restorán al que nos había citado.

—¿Y por qué Lorenzo decidió que nos reunamos por la noche? —pregunté.

No éramos millonarios, y en el círculo en el que nos movíamos las reuniones de negocios solían darse durante el día, en las oficinas del potencial cliente o en la nuestras.

—No sé. Pero no me extraña que cada decisión que tome sea para dejar en claro quién tiene el poder.

Sabía que Alan estaba muy contrariado con esa reunión. Y no solo era el hecho de que nuestra empresa podría llegar a tener una enorme dependencia de la empresa de Lorenzo, no. Él sentía cierta animadversión por ese tipo. Me dijo que lo conoció hace años. No entendí qué clase de relación tenían. Se mostró muy abstracto en ese punto, pero luego me confesó que habían tenido una ruptura que los separó para siempre. Estaba claro que para que hubiera una ruptura, su vínculo habría de ser significativo. Deduje que en realidad eran amigos, y que había pasado algo grave entre ellos. Cuando intenté ahondar en el tema, Alan me dijo que no había sucedido nada en concreto, sino que la actitud pedante de Lorenzo se había vuelto intolerable. No parecía estar mintiendo, aunque sí estaba claro que no me estaba contando toda la verdad. El día que hablamos de eso, vi un atisbo de vergüenza en su semblante. ¿Qué había pasado realmente entre ellos?, me pregunté. No obstante, lo alenté a dejar las viejas rencillas de lado. Además, si el otro había aceptado la reunión, era porque ya había dejado el pasado atrás.

—¿Sabe de nuestros problemas financieros? —le pregunté.

Era una pregunta que debí habérsela hecho hacía rato. Lo cierto es que no era una experta en negociaciones. Había comenzado en la empresa como secretaria. Mi relación con Alan fue el típico cliché del gerente con su secretaria, solo que nosotros de verdad nos enamoramos, y la cosa no quedó solo en lo sexual. Con el tiempo aprendí a tratar con los clientes, y conseguí a muchos de ellos (incluido el laboratorio que ahora nos dejaba al borde de la quiebra). Pero los negocios nunca fueron lo mío. Había mandado el currículum solo porque, a mis veinte años, estaba sin empleo y no tenía idea de qué hacer de mi vida. Años después Alan bromearía con el hecho de que había recibido a muchas postulantes mucho más calificadas que yo, pero que no pudo evitar escogerme a mí, por ser la más bonita. Eso me generaba sentimientos encontrados, pero con los años pude aprender a no depender más de mi linda cara y de mi terso trasero.

—No lo sé. Es probable —me respondió Alan—. Pero, aunque no lo supiera, su posición de poder en esta negociación es clara. Los casinos son enormes. Y su sociedad cuenta con diez de ellos, si no me equivoco. Aunque no pretenda contratarnos para todos ellos, seguramente la cantidad de vigiladores que solicite serán unos cuantos. Diez o veinte cuanto menos. Eso pone a una empresa pequeña como la nuestra en desventaja. Puede regatear el precio. De hecho, casi seguro que lo va a hacer.

Vi que la vena de su frente palpitaba, y que al cerrar la boca sus dientes se apretaban. No solo estaba preocupado, sino que parecía furioso. Me pregunté si era porque estaba imaginándose el escenario que había descrito, o si había otra cosa detrás.

—Estás muy tenso —le dije. Llevé mi mano de uñas largas a su entrepierna—. Si un empresario tan grande piensa en regatear, dejalo que lo haga. Eso lo va a hacer quedar como un imbécil. Mientras podamos pagar el préstamo y el sueldo de los empleados, con eso nos basta. Ya pensaremos en tener rentabilidad después de esto. Por ahora, el objetivo es no fundirnos. Un paso a la vez.

Alan suspiró hondo y ahora estaba visiblemente más relajado.

—¿Fueron mis sabias palabras las que te aliviaron? —le pregunté, mientras masajeaba su verga con mayor intensidad, sintiendo cómo se ponía dura.

—Obvio, ¿qué más va a ser?

—Entonces puedo dejar de hacer esto —dije, maliciosamente.

—No. Por favor no pares —dijo él, jadeante.

Mi hombre era sencillamente hermoso. Delgado, rubio (muy rubio), de ojos celestes. Casi parecía un actor de Hollywood. Una de las cosas más difíciles de nuestra relación había sido evitar que alguna de las mujeres que revoloteaban a su alrededor me lo robaran. Él siempre me decía que eso era imposible, que él me amaba. No es que no le creyera, pero un hombre como él tenía muchas opciones de dónde elegir. Si yo le daba la oportunidad, si me descuidaba un momento, nadie me aseguraba que no se acostaría con otra. De hecho, hasta el momento no tenía la certeza de que nunca me hubiera traicionado. Pero tampoco era justo atormentarlo con cosas de las que no tenía pruebas. Ojos que no ven, corazón que no siente. Bueno, mi corazón sí que se estremecía cuando temía una traición. Pero la mayor parte del tiempo estaba bien, pues no había visto nunca nada comprometedor como para encararlo por ello.

Desabroché su cinturón y metí la mano dentro del pantalón, ahora sintiendo el falo desnudo, ya completamente erecto.

—Ahora vas a tener que terminar lo que empezaste —me dijo, jadeante—. Pero no es buena idea llegar a una cena importante con el pantalón lleno de semen. ¿Se te ocurre alguna idea?

La avenida estaba bastante concurrida. Pero no me importaba. Al contrario, eso me excitaba. Era algo parecido a tener sexo en la vía pública, aunque el vehículo nos daba una mínima intimidad. Además, hasta ahora, solo lo estaba pajeando. No podrían vernos desde otro vehículo, salvo que prestaran mucha atención. En cambio, lo que estaba a punto de hacer, sí que podría dejarnos expuestos.

—Pero solo lo voy a hacer cuando estés a punto de correrte —le dije.

Lo pajeé unos minutos más, hasta que yo misma me di cuenta de que su orgasmo estaba a la vuelta de la esquina. Me incliné. El hecho de que mi cabello estuvieran recogido en un rodete ayudaba a que lo hiciera con facilidad. Me metí la verga a la boca. Pensé que el semen iba a brotar instantáneamente, pero tuve que chuparlo un rato hasta que salió disparado de esa pequeña pero linda pija.

—Mostrame —me dijo Alan—. Mostrame cómo te tragas toda mi leche.

Abrí la boca, mostrando el líquido blanco y viscoso que tenía en el interior. Después tragué todo. Volví a abrirla, ahora sin rastros del semen. Nunca había tenido inconvenientes en hacer esas cosas. De hecho, no entendía cómo algunas mujeres ponían tantos reparos en tragarse el semen. Era rico, y los hombres enloquecían cuando te veían hacerlo.

—Me encanta que seas así —dijo, mientras yo le abrochaba el pantalón—. Una dama en la vida cotidiana, y una puta en el sexo —agregó después.

Me alegró ver que su humor había cambiado. Ya estaba mucho más relajado. Listo para asistir a la reunión de la que dependía nuestro futuro económico.

—Eso apenas fue el aperitivo —le dije. Después me acerqué, y le susurré al oído—. Cuando lleguemos a casa vamos a festejar. Y tal vez, solo tal vez… deje que me la metas por atrás.

Alan Sonrió. Ahora ya no estaba solo relajado, sino que muy entusiasmado. El sexo anal era algo que dejaba para ocasiones muy especiales. Durante el año lo hacíamos dos o tres veces cuanto mucho. Para que yo accediera a eso no solo debía estar de humor, sino que tenía que prepararme físicamente para hacerlo sin que hubiera ningún inconveniente. Esa misma tarde me había hecho un enema. La verdad es que no lo disfrutaba particularmente. Pero para él era muy placentero. Creo que hacerlo por ese pequeño orificio le generaba la sensación de que tenía una verga realmente grande. Nunca se había mostrado con el autoestima baja por el tamaño de su pene, el cual, sin ser diminuto, era a todas luces más pequeño que el promedio. Pero no dudaba de que en muchas ocasiones se sentía mal por ello. No es que me gustaran los penes particularmente grandes, pero para gozar con plenitud necesitaba de, al menos, un tamaño estándar, cosa de la que él carecía. De todas formas, era un excelente amante. Con el sexo oral y con la ayuda de algún vibrador, siempre se las arreglaba para hacerme llegar al orgasmo. Después, con su verga, solo hacía la última parte del trabajo. Me la metía cuando ya estaba a punto caramelo, y eso nos generaba la sensación de que lograba hacerme alcanzar el clímax a base de penetraciones, cuando ambos sabíamos que eso no era cierto.

En fin, lo importante era que nos lleváramos bien en la cama.

—Espero que él pague la cuenta —dije, cuando llegamos al elegante restorán.

—Supongo que así va a ser. Pero, en todo caso, uso la tarjeta. Tampoco podemos pasar por miserables —dijo Alan.

Entramos al lugar en cuestión. Cuando lo hicimos, sentí su mano en mi trasero, frotándolo suavemente durante unos segundos. Era algo que hacía, según creía, cuando se sentía inseguro. Como si el hecho de confirmar que yo era su mujer, con ese gesto tan obsceno, le devolviera ese seguridad perdida. No me molestaba que lo hiciera. Me gustaba poner cachondo a mi hombre en todo momento.

Un estirado recepcionista nos llevó hasta la mesa en donde estaba sentado solo un hombre. Me sorprendió que no fuera con nadie más. Se trataba de un hombre de pelo cortísimo, de piel bronceada. La mandíbula era un tanto cuadrada, y tanto esta como los pómulos eran afilados. Tenía una mirada increíblemente intensa, que se posó en mí por un tiempo que me sorprendió, dadas las características de esa reunión. Pero luego la desvió a mi marido.

—Alan, querido —dijo.

Se puso de pie para estrecharle la mano. Me percaté de que era muy alto, quizás alcanzaba los dos metros. Además, debajo de ese impecable traje que costaría una fortuna, se notaba que estaba en excelente estado físico. Tenía una sonrisa de perfectos dientes blancos. En cuanto a lo físico parecía lo opuesto a Alan, quien era un rubiecito lindo pero un tanto desgarbado. Lorenzo era el típico macho Alpha. Con solo verlo se notaba. Y estaba terriblemente bueno, para qué mentir.

—Ella es Dana —me presentó Alan—. Además de ser mi mano derecha, es mi mujer.

Extendí la mano para estrechársela, pero él se inclinó y la besó, en un gesto tan anticuado como encantador. Vi de reojo Alan. No me cabía dudas que no le había gustado, pero por suerte lo disimulaba muy bien.

—Como siempre, querido —le dijo a mi marido—. Exquisito gusto cuando se trata de mujeres.

Esta vez Alan se sonrojó levemente. Estaba claro que no solo era una felicitación, como pretendía ser, sino que era un halago hacia mí. Y eso que la reunión recién empezaba.

Por suerte la cosa no fue a mayores. Supuse que era de esos tipos que no podían evitar señalar lo bellas que eran las mujeres que tenían en frente, como si su opinión importara. Aunque he de reconocer que en el caso de él sí me resultó halagador.

Después de una introducción, Lorenzo dijo:

—Bueno. La cosa es así. Una de las empresas de seguridad que trabajan con nosotros, acaba de actualizar su precio. Normalmente no tenemos problemas con eso. La seguridad es lo principal en nuestro negocio. Pero los empleados de esta empresa cometieron ya muchos errores que no viene al caso mencionar. La cuestión es que, en este contexto, abonar ese aumento que pretenden resulta absurdo, por lo que simplemente decidimos deshacernos de ellos.

Sentí la tensión en el aire. Yo misma estaba tensa. Entendí que ese tipo no nos veía como futuros socios, sino como potenciales empleados. En caso de cerrar un trato con él, probablemente nos salvaríamos, pero estaríamos muy vulnerables. Eso en realidad ya lo sabíamos, pero ahora que lo escuchaba hablar me daba cuenta de lo contraproducente que podría ser trabajar con alguien como él. Con la misma facilidad con la que había decidido deshacerse de la otra empresa, podía hacer lo mismo con nosotros. En ese caso estaríamos perdidos. Pero la triste verdad era que sin él, de todas formas estábamos perdidos.

—Entiendo —dijo Alan, mostrándose impasible, aunque sabía que se sentía como yo—. Pero mi empresa no se caracteriza por ser la más barata, sino por prestar un servicio de excelencia…

Siguió hablando, explicando cómo nos desenvolvíamos, detallando lo estricto que era con los supervisores, quienes de esa manera se aseguraban de que los vigiladores cumplieran con sus tareas. Destacó también el centro de monitoreo con el que contábamos, cosa que no era muy común en una empresa relativamente pequeña como la nuestra. Estaba exagerando nuestras virtudes, obviamente, pero no estaba mintiendo.

Era arriesgado lo que estaba haciendo. Lo más seguro sería aceptar sus condiciones, y ofrecerle un precio muy rebajado. Aunque eso, si bien nos serviría en el corto plazo, podría destruirnos en el largo plazo. Entre nuestras empresas se establecería una relación carnal, sí. Pero en esa metáfora, la empresa de casinos de Lorenzo sería un enorme moreno con una verga de veinte centímetro, y nuestra empresa sería una colegiala virgen a la que ese moreno se cogería sin piedad.

Pensar en esa metáfora sexual me puso extrañamente cachonda. Los escuché hablar un rato, e intervine cuando lo creí necesario, para demostrar que no era un mero adorno. Había temido que Lorenzo me lanzara miradas subrepticias. Era difícil que los hombres no lo hicieran cuando me tenían cerca. Pero parecía todo un profesional. Un ejecutivo que pensaba todo de manera racional.

—Bueno. Entonces, en principio necesitaríamos veinte vigiladores —dijo Lorenzo—. ¿Creen que pueden conseguirlos para el primero del mes siguiente?

¿Cuándo había llegado la conversación a ese punto? Lorenzo había aceptado la tarifa que le cobrábamos a todos nuestros clientes, y eso que por la cantidad de puestos que necesitaba cubrir podía negociar tranquilamente una quita del diez o del quince por ciento. ¿Por qué no lo había hecho? ¿La empresa anterior era más cara? Podría ser.

—Claro. Aunque estemos con poco tiempo, seguro que los conseguimos —dijo Alan.

Faltaban apenas cinco días para el cambio de mes. Conseguir veinte empleados en ese lapso de tiempo, sin arriesgarse a equivocarnos con las elecciones que hiciéramos, era casi imposible. Y bien sabíamos que contratar a la persona equivocada podría costarnos un contrato como ese. No obstante, a nosotros nos sobraban treinta empleados, por lo que no tendríamos ese problemas. Alan fue muy astuto al no mencionar esto, así parecería un mérito nuestro conseguir ese personal en tan poco tiempo.

—Bueno. No hay nada más que decir entonces —dijo Lorenzo. Miró su reloj—. Ya me tengo que ir. Pero primero hagamos un brindis.

Así lo hicimos. Y, como broche, la cuenta la pagó él. De todas maneras yo apenas comí unos rolles de salmón. Me había preparado concienzudamente para darle el regalo prometido a Alan, y no iba a correr el riesgo de que alguna comida me cayera mal.

Estábamos contentos. Yo, en particular, me encontraba eufórica. Pero mientras volvíamos a casa, Alan no tardó en ponerse serio.

—Aunque nos pague lo que le pedimos… —dijo—. Vamos a hacer prácticamente sus empleados. A partir de ahora su cadena de casinos va a ser nuestra principal fuente de ingresos.

—Puede ser. Pero aunque sea la principal, no es la mayoría. Por ahora representará el veinte por ciento de los ingresos —dije—. Si todo sale bien, dentro de poco puede duplicar la cantidad de vigiladores. Ya lo escuchaste. Hay algunos puestos que aún quedan por cubrir. Y la otra empresa de seguridad con la que trabajan se reúsan a cubrirlos. Cuando llegue el momento analizaremos si nos conviene o no.

—Quizás lo hacen porque son más inteligentes que nosotros —dijo Alan, pesimista.

—Quizás no están en la cuerda floja como nosotros —retruqué yo, un poco hastiada de su negatividad. Pero insistí con mi optimismo—. No te preocupes. Esto es una buena señal. Tuvimos una mala racha, ahora viene la buena, y va a venir todo junto. Vamos a conseguir más clientes, y quizás hasta podamos sacarnos de encima al pedante ese en un año o dos. Vamos a ser lo suficientemente grandes como para no necesitarlo. Vamos a concentrarnos en clientes chicos, como siempre. Muchos clientes chicos es mejor que uno grande. Eso lo sabemos. Pero mientras tanto tenemos que aceptar lo que nos toca.

—Tenés razón, como en el dos mil catorce —dijo Alan, levemente esperanzado.

El dos mil catorce fue nuestro mejor año. Pasamos de tener treinta empleados a más de cien. Al otro año llegamos a los ciento cincuenta. Ya nos veíamos como una empresa enorme en un par de años más. Pero de a poco la cosa se fue desinflando. Por suerte aquello fue paulatino, y volvimos a tener cien empleados sin muchos sobresaltos, ya que la plantilla se fue reduciendo de a poco a lo largo de dos años. En el dos mil dieciocho la cosa fue estable. Y después vino el terrible dos mil diecinueve, con el maldito laboratorio clavándonos un cuchillo por la espalda.

—Quedate tranquilo. Nosotros nos vamos a terminar cogiendo a su maldita empresa de casinos, ya ves a ver —dije.

Alan me miró sorprendido por la alusión sexual. Era sabido que en las relaciones empresariales había mucho de lo sexual, pero probablemente nunca me había oído decir ese tipo de comentarios.

—Sí. Es verdad. Nosotros nos vamos a coger a ese hijo de puta. Y no al revés —dijo él.

¿Había odio en sus palabras? Parecía que sí. En la cena logró comportarse con naturalidad. Quien lo viera no supondría, ni de lejos, que detestaba al otro tipo. ¿Eso significaba que Lorenzo también odiaba a Alan? Bien podría estar fingiendo igual que mi marido. Se me hizo un nudo en el estómago. Por más que me hiciera la valiente, lo cierto era que sí estábamos en sus manos. Ahora representaba un veinte por ciento de los ingresos. Pero ese veinte por ciento resultaba ser un número inmenso si se consideraba que era la diferencia justa entre estar en quiebra y seguir de pie. De hecho, seguiríamos teniendo diez empelados de más, quien sabía hasta cuándo, por lo que los gastos serían cubiertos con lo justo. Un mínimo empujón y todo se desmoronaría.

Era patético. A pesar de ser empresarios apenas éramos de clase media. Hacía años que no veíamos ganancias. Vivíamos de nuestro sueldo como si fuéramos unos empleados más. Eran buenos sueldos, pero no puedo negar que cuando me enredé con quien fuera mi jefe había fantaseado con cambiar el auto todos los años y con viajar a Europa, al menos de vez en cuando.

Pero aparté esos pensamientos de mi cabeza. Lo mirase por donde lo mirase, a partir de esa noche estaríamos mejor.

Cuando llegamos a casa, le dije que me esperara en la sala de estar. Bajé con un sensual babydoll negro. Alan me agarró de la mano, furioso, y me llevó hasta donde estaba un espejo enorme que nos mostraba en cuerpo completo. Me metió la mano dentro del babydoll y me arrancó la tanga de un brusco movimiento, haciéndola hilachas.

—Me vas a tener que comprar una nueva —dije, sonriendo, aunque su repentina agresividad me asustó un poco.

Alan nunca había sido así. Siempre fue dulce y cariñoso. Los máximos arranques de violencia que tenía consistían en penetrarme con salvajismo, cosa que no era la gran cosa considerando el tamaño de su miembro. Me pregunté qué le pasaba, pero enseguida entendí que se sentía así por la reunión que habíamos tenido.

De todas formas, no me desagradaba este cambio de personalidad. Me había enamorado de su sensibilidad, de su fuerte conexión con su lado femenino, pero a veces me hastiaba tanta dulzura. A veces no quería un príncipe azul, sino un lobo feroz, y en muy pocas ocasiones había encontrado eso en mi marido.

Alan escupió su mano y me penetró con los dedos. Me miré en el espejo: el pelo color vino aún recogido, pero ya no tan prolijamente debido a los movimientos de mi cuerpo, producto de cómo mi marido me hundía sus dedos en el culo. Me veía hermosa. A mis treinta años me sentía más mujer que a los veinte. Miré a Alan, que jadeaba mientras me dilataba el ano con salvajismo. Tenía los dientes apretados. Era como si me estuviera cogiendo con una ira contenida.

Después sacó sus dedos y los reemplazó por su pija. En esa estrecha cavidad podía sentirse un titán, un enorme hombre con una verga también enorme. Gemí de placer. Era difícil acabar haciéndolo de esa manera, pero por momentos resultaba agradable. Además, lo estaba haciendo por él, no por mí. Mi alma de geisha siempre le jugó a favor, ya que, inconscientemente, consideraba su placer más importante que el mío.

—Sos mía. Sos mía —decía, jadeante. Era algo que nunca había dicho. Jamás había evidenciado ningún sentimiento de posesión hacia mí, ni siquiera en los momentos de lujuria, en donde a veces se daba pequeñas licencias—. Solo mía —repetía.

Me cogió de parado frente al espejo. Y eyaculó adentro.

—No te dije que hicieras eso —le dije, mientras sentía un hilo de semen saliendo lentamente del orificio.

Como única respuesta, Alan me dio una fuerte nalgada. De verdad estaba raro.

Cuando estábamos en el dormitorio, abrazados, desnudos, después de haber hecho otra vez el amor, le pregunté.

—¿Me vas a decir qué pasó entre vos y Lorenzo en el pasado?

Puede que fuera una pregunta incómoda, pero era una pregunta que tarde o temprano debía responder. Y creí que lo mejor para los dos era que lo hiciera lo antes posible.

—Éramos amigos —dijo. Eso ya me lo suponía. Pero faltaba la otra parte de la historia. Las más importante. ¿Por qué se habían peleado?—. Cuando éramos más chicos. Antes de conocerte… Cuando teníamos veintiún años… me acosté con su novia.

Lo miré a los ojos, con el ceño fruncido.

—¿Te cogiste a la mujer de tu amigo? —le pregunté.

—Sí. Esa es la versión corta. Me cogí a la mujer de Lorenzo.

No era tanto la anécdota lo que me estremeció. Muchas personas hacían estupideces cuando eran jóvenes. El tema es que eso no concordaba con el Alan que yo conocía. Además, ¿por qué nunca me había contado algo como eso?

Sentí que, por más que me doliera, me veía obligada a reconocer que no conocía a mi marido tan profundamente como creía.

……………

En los siguientes meses nuestra vida cambió considerablemente. Pero sobre todo, Alan cambió. Solía estar de mal humor con mucha mayor frecuencia que de costumbre. De hecho, antes era una cosa insólita verlo de mal humor, y ahora era lo más común. Sabía que su cambio tenía que ver con nuestra asociación con Lorenzo. Su examigo era en extremo demandante. Tal como lo habíamos vaticinado, nos trataba más como empleados que como socios. Siempre nos exigía cambiar a algún vigilador porque, según él, no estaba bien aseado o por cosas igual de insignificantes a esa. Ya habíamos tenido que prescindir de varios empleados por sus exigencias. Y lo peor era que en menos de medio año de que empezáramos a trabajar juntos, ahora el cincuenta por ciento de nuestros ingresos dependían de él. Habíamos perdido algunos clientes pequeños en el camino, y Lorenzo nos contrató no solo para más puestos en los casinos, sino en otros negocios que tenía.

No es que nuestro vínculo comercial fuera del todo negativo. Lorenzo pagaba todos los meses religiosamente. Pero, sin decirlo de manera explícita, siempre nos recordaba lo dependiente que éramos de él. Si un día decidía dejar de contratarnos, inmediatamente nos iríamos a la quiebra. Habíamos pagado buena parte de nuestras deudas, pero otras tantas seguían acumulando intereses, no teníamos un peso de ahorro, y seguíamos sin acceso a crédito.

No estaba segura de qué era lo que perturbaba más a Alan. Lorenzo nos llamaba casi todos los días, por una cosa o por otra, y siempre que terminaban de hablar, por más que no se tratara de una conversación densa, parecía irritado. A veces era yo la que llamaba a la oficina de Lorenzo, más que nada para ver el tema de los pagos. A pesar de que no era necesario que hablase con él directamente, siempre me atendía, y se mostraba muy simpático. Alguna que otra vez habíamos ido a su suntuosa oficina.

—Cómo te miraba, eh —me dijo Alan en una de esas ocasiones, cuando volvíamos en el auto.

—A lo mejor fantasea con vengarse de vos y cogerse a su mujer —le dije, para luego apretar su verga—. Dejalo que mire. ¿A nosotros qué nos importa?

Para mi sorpresa, Alan apartó mi mano. Tenía el ceño fruncido.

—No me gusta que te mire así —dijo, y no habló más en todo el trayecto.

Nuestra frecuencia sexual disminuyó considerablemente. Pero eso no era lo que más me preocupaba. Lo peor era que sentía que la calidad del sexo había desmejorado. Incluso en una ocasión Alan no pudo lograr endurecer lo suficiente su verga como para penetrarme. Hice de cuenta que no pasaba nada. Le dije que de seguro estaba cansado y estresado. Pero sabía que fue un golpe duro para él. Ya de por sí habría de ser difícil tener un miembro viril pequeño, y si encima ahora no funcionaba como debería, sería un golpe al ego muy fuerte.

Pero eso ocurrió solo una vez. Lo que no significaba que nuestra vida sexual estuviera mejorando. Alan me cogía como si sintiese rabia al hacerlo, y acababa pronto, casi siempre llegando al clímax él solo.

Creo que yo misma no alcanzaba a comprender que nuestro matrimonio se estaba desmoronando. Comprendía que atravesábamos una crisis, pero no asimilaba su gravedad.

Por suerte en la empresa nos llevábamos en general bien. Aunque ahora parecíamos más que nada socios. La sensualidad que solía surgir a veces, cuando él me manoseaba en la oficina, o cuando teníamos sexo sobre el escritorio, cuando todos los empleados ya se habían ido, había quedado en el pasado.

Pero yo estaba convencida de que solo era una crisis pasajera. Ya volverían los buenos tiempos. Sin embargo, Alan estuvo raro durante unos días. Y cuando digo raro me refiero a que estaba de buen humor. Eso me alarmó. Debería hacerme feliz verlo bien, pero me daba cuenta de que yo no era la causa.

Así que un día simplemente decidí revisar su teléfono. Nos estábamos preparando para salir a una cita a la que me costó mucho convencerlo. Hacía rato que no teníamos un momento romántico juntos. Cuando se metió en el baño, aproveché para husmear en el aparato.

Ahí estaba todo, sin que siquiera el imbécil se hubiese molestado en cubrir sus huellas. Obvio que conocía su contraseña para desbloquearlo. No era estúpida. Como suelen decir, el que busca encuentra. Y yo encontré la conversación con Carolina. Una veinteañera de senos gigantes. Leí todo lo que pude, descubriendo mensajes subidos de tono que claramente evidenciaban una traición. “¿No tenés una foto sin la pollerita?”, preguntaba Alan. A lo que la cuasi adolescente respondía con risas. Alan le había respondido una historia en donde la chica salía con una ropa muy sensual, de ahí su pregunta.

—Así que Carolina, ¿eh? —le dije, cuando lo encaré.

Nunca estuve tan enojada. Y no solo estaba furiosa por la traición, sino por el hecho de que me hiciera lidiar con ella, casi como si se hubiera quedado expuesto a propósito. Le dije de todo. Estuve durante minutos gritándole, echándole en cara lo mal que me estuvo tratando en el último tiempo, lo hipócrita que era estando tan distante cuando en realidad estaba teniendo una relación con alguien.

—Dani, te juro que no hice nada —dijo él una y otra vez.

No podía creer que acudiera a respuestas tan trilladas como esa. Que no era nadie realmente importante, que en verdad no había pasado nada entre ellos, etc. Lo eché del departamento. Esa noche dormiría afuera, no me importaba en dónde.

—Y que no me enteré de que te vas a ver con esa putita —le dije.

Nuestra cita había quedado arruinada. Tanto tiempo que me había tomado ponerme linda, con ese vestido negro, corto y ceñido, el pelo planchado y el maquillaje perfecto. Lucía exactamente como le gustaba a él: como una puta fina.

Entonces entró el llamado de Lorenzo. Estuve a punto de hacer de cuenta que no había escuchado el celular, pero debía comportarme como una profesional; Lorenzo era muy molesto, pero si llamaba un domingo por la noche era por algo.

—Dana. Tu marido no me atiende, pero igual es lo mismo. Ya hablé con el inútil del supervisor de tu empresa. A partir de este momento prescindiremos de su servicio.

Me quedé pasmada. No necesitaba analizar las consecuencias de eso, pues ya lo habíamos pensado mil veces.

—A ver, Lorenzo, intentemos calmarnos —dije, aunque yo misma no estaba nada calmada debido a lo que me acababa de enterar de mi marido.

—Pero si yo estoy muy tranquilo —dijo él.

—Okey, pero vos sabés lo que provocaría una decisión como esa. No podríamos soportar tener que deshacernos de la mitad del personal. Nos fundiríamos. Ciento cincuenta familias en la calle. Vamos, me imagino que lo que sucedió fue muy grave. Por algo me llamás. Pero debe haber alguna solución.

—Un empleado tuyo vino a trabajar borracho —dijo Lorenzo, con total aplomo—. Y se agarró a trompadas con un cliente. Él dice que, supuestamente, el cliente causó alborotos. Pero las cámaras y los testigos dicen algo bien diferente. Resulta que este idiota se propasó con la mujer del cliente, y obvio, el tipo hizo lo que haría cualquier hombre.

De verdad ese vigilador era un imbécil. Pero si ese era el problema, debería bastar con echarlo. No me gustaba despedir a nadie, pero este parecía tenerlo bien merecido.

—Lorenzo, entiendo tu enojo. Pero, por favor, al menos dame la oportunidad de convencerte. Vos sabés que la mayoría de nuestros empleados son buenos —esgrimí, tratando de ocultar la desesperación que sentía por dentro.

—Lo siento, Dana, me caés bien, pero no es la primera vez que ocurre un problema con tus empleados. Esta solo fue la gota que rebalsó el vaso.

¿Qué carajos está diciendo?, pensé para mí. Esta era la primera vez que ocurría algo de tal magnitud. Además, el empleado del que hablaba había sido contratado a las apuradas justamente porque Lorenzo exigió cubrir un puesto nuevo de un día para otro. ¿Acaso su resentimiento contra Alan resultaba ser mucho mayor al que había imaginado? No permitiría que mi empresa desaparezca por algo que ocurrió hace una década. No me podía imaginar siquiera lo que implicaría despedir a todos nuestros empleados.

—Lorenzo. Esta es una decisión muy importante para que la tomes en caliente, cuando el problema recién sucedió. Desde ya te prometo que voy a despedir a ese vigilador, pero al menos esperá un poco para rescindir nuestro contrato. ¿Podemos vernos y hablar tranquilamente?

—Ahora estoy en mi oficina, pero no creas que vas a poder convencerme —dijo—. Tenés media hora para estar acá.

¿Media hora? Ni siquiera tenía tiempo de cambiarme. A la mierda, me dije. En todo caso le diría que salí de una cena programada hace mucho tiempo, solo para verlo. Eso debería jugarme a favor.

Me pedí un taxi. Pensé en lo curioso que era que estuviera trabajando a esas horas. ¿Sería debido a lo que ocurrió en el casino? Lo dudaba. Lorenzo tenía intereses en múltiples negocios, así que supuse que eso haría que tuviera que ir a la oficina en días no laborales.

Su cuartel general no estaba en ningún casino. Alquilaba un piso en un moderno edificio de Puerto Madero. El guardia de seguridad me abrió la enorme puerta cuando llegué. Se quedó atónito al verme. Su mirada se fue indiscretamente a mis senos. No era de mi empresa, por lo que era natural que no me conociera. Mis empleados disimulaban mejor al encontrarse conmigo. ¿Pensaría que Lorenzo había contratado a una prostituta? No me nació reprender al tipo, aunque en otro momento lo hubiera hecho. Ahora estaba preocupada por evitar que la empresa se fuera a pique. Ni me molesté en avisarle a Alan. Seguía furiosa con él. De hecho, prefería no verlo en ese momento, aunque suponía que cuando viera la llamada perdida de Lorenzo, le devolvería el llamado y este le diría que yo había ido a su oficina.

Pasé por el molinete, no sin percatarme de la insistente mirada del vigilador, que parecía hipnotizado por mi trasero. Entré al ascensor, y me miré en el espejo que había en sus paredes. Me veía bien. De hecho, me veía espléndida. El problema era que no era el aspecto de una mujer que iba a una desesperada reunión de trabajo. Los zapatos de tacos altos hacían que mis piernas se vieran increíbles. El vestido era tan corto que apenas cubría hasta un poco por debajo del trasero. El pelo estaba atado en un rodete, lo que generaba que mi cuello luciera elegante. Dos aros grandes y un collar dorado era lo que terminaba de darme ese aspecto de escort de lujo.

Llegué al piso, y toqué el timbre. No podía asegurarlo, pero en todo el edificio no parecía haber nadie más aparte del vigilador de la entrada y del propio lorenzo. En efecto, fue él mismo quien me abrió la puerta que daba directamente a su oficina.

—Perdón que venga así, pero no tuve tiempo de cambiarme —fue lo primero que dije.

—Pero si estás perfecta. ¿Por qué te disculpás? —dijo él—. Veo que Alan no va a formar parte de esta reunión. Mejor así, porque no creo que su presencia sume algo.

—Quizás se nos una después —dije, poniéndome de repente a la defensiva.

Entré a la oficina. A pesar de que ya la conocía, no podía dejar de fascinarme por lo imponente que era. Era más amplia que el departamento que compartía con Alan. Había un living con sofás Chesterfield de cuero y una coqueta mesa en el medio. El piso era de un reluciente mármol beige. En un extremo, después de un escalón, estaba su escritorio. Un mueble circular que separaba su exquisito sillón ejecutivo de las sillas que estaban del otro lado. Era como si con ese mueble dejara en claro que quien fuera que se sentase frente a él, no era un igual.

Lorenzo tenía un ego desmesurado, pero tenía que reconocer que contaba con motivos para ser así. Hasta donde sabía, su familia era de clase media, tirando a baja, por lo que todo lo que había conseguido había sido por su cuenta. No dudaba de que estaba metido en negocios no muy legales que digamos, pero eso no quitaba que había construido un imperio de la nada. Muchas veces me encontré admirando su enorme ambición.

Para mi sorpresa, no se sentó detrás de su escritorio, sino que me indicó que me sentara en uno de los sofás del living. Cuando crucé las piernas, supe que durante un instante había dejado a la vista mi ropa interior. No me importó. De hecho, deseé que me haya visto. Él se colocó a mi lado.

—Mirá, Dana, acepté esta reunión por cortesía. Pero cuando se trata de negocios, suelo ser firme. Cuando algo no funciona, hay que cortar el problema de raíz —dijo, con su voz rasposa y masculina.

Estaba vestido con un impecable traje azul marino, y una corbata de seda del mismo color. Supuse que era Armani. Costaría más de lo que Alan y yo ganábamos en un año.

—Vamos, Lorenzo, no seas inflexible. ¿De verdad vas a juzgar nuestro desempeño como empresa por un hecho aislado? —dije, aunque ya sospechaba que no lo iba a hacer cambiar de opinión con tanta facilidad. él tenía razones para estar molesto, pero lo que le había dicho era cierto: no podía juzgar nuestro profesionalismo de los últimos seis meses por lo que había hecho el idiota aquel.

—Es que no es un hecho menor. Y no creas que tus empleados son tan eficientes como creés —dijo él—. En fin, no quiero hacerte perder el tiempo, ni crearte falsas esperanzas. Esta asociación con Alan termina hoy.

Con qué facilidad este tipo con ese elegante traje puede destruir a tantas familias de un plumazo, pensé, asqueada. Pero también noté algo. A pesar de que hacía todo lo posible por mostrarse como un profesional, como un gerente frío y experimentado, sus ojos no dejaban de dirigirse a mis piernas y a mis tetas. Me deseaba. Eso era obvio. Y era muy probable que el hecho de que fuera la mujer del hombre que en el pasado le había quitado a su pareja, le generaba un morbo especial, como así también un sentimiento de revancha.

—Entonces, ¿es el fin? ¿Así de fácil? —pregunté.

Separé mis piernas, y volví a cruzarlas, en un movimiento lento que indefectiblemente atrajo su atención. Me pareció notar que durante un instante contuvo el aliento.

—Dana, esto no es personal —dijo—. De hecho, como te dije, vos me caés bien. Y no solo me caés bien, sino que creo que serías un gran elemento en mis empresas. Quisiera proponerte que seas mi asistente personal.

Sonreí, con nerviosismo. Así que por ahí venía la cosa, me dije. Le arrebataría la empresa al tipo que tanto odiaba, e intentaría quitarle su mujer. Hacer que trabaje para él solo era el primer paso para tenerme cerca. Me indignó su patética demostración de poder. Pero no podía negar que resultaba eficiente.

—Claro. Puedo ser tu secretaria. ¿Esa es tu fantasía? —dije, con ironía—. Tenerme entre estas paredes, yendo y viniendo con los papeles que tenés que firmar. Con una minifalda diferente todos los días. Me mirarías las piernas y el culo cada vez que saliera.

—A mi última secretaria la hacía andar en tanga por esta oficina —dijo él, como si nada.

Sonreí con desprecio. Me puse de pie. Fui directo al gran ventanal que había en el ala opuesta a su escritorio. La ciudad parecía diminuta. Ya había oscurecido. Observé con nostalgia las cientos de luces que veía en la avenida. Así que a eso había llegado, me dije. Me sentía patética, porque estaba consciente de que ese perverso hombre me tenía entre la espada y la pared. Pero la ira que aún sentía por Alan de alguna manera opacó esa sensación.

—Debés sentirte muy poderoso acá —dije—. Viendo a todo el mundo como si fueran moscas. Seguro te sentís un gran hombre, disponiendo de la vida de los demás. Arruinando a centenas de familia de un plumazo. Sometiendo a las mujeres que deseás, arrinconándolas con tu poder y con tu dinero.

Lorenzo se acercó, y se puso detrás de mí.

—Dana, no seas tonta —dijo—. Cuando se trata de negocios hay que tener la cabeza fría.

—Sí, lo sé —dije, sintiendo mis ojos ardiendo. Estaba a punto de largarme a llorar, pero me contuve.

Entonces sentí su mano en mi pierna. No me sorprendió que me manoseara, aunque sí me sorprendió que no fuera directo a mi trasero. La mano era muy dura, y bastante áspera, por tratarse de un hombre de negocios. Más bien parecía la mano de un albañil. Los dedos subieron lentamente. Sentí mi vestido levantándose unos centímetros, para que luego empezara a masajear mi muslo.

—No voy a ser tu secretaria —dije—. Me vas a coger. Te vas a quitar el gusto de vengarte de Alan, y de acostarte con su mujer, tal como él lo hizo con la tuya. Pero vas a seguir contratándonos como empresa de seguridad. De todas formas eso es lo que querías, ¿no? A esto se reduce todo. Aunque finjas ser un profesional centrado y calculador, todo esto es para cogerme. Para desquitarte del golpe al ego que te dio mi marido hace tiempo. Bueno, te felicito. Acá me tenés.

El movimiento de su mano se detuvo. Por un instante sentí que se disponía a retirar sus dedos de ahí, pero en cambio los subió, en un movimiento mucho más brusco que el anterior, y empezó a acariciar mi vulva a través de la bombacha.

—Acepto. Por esta vez voy a perdonarlos —dijo él.

Me bajó la bombacha hasta los tubillos. Luego se irguió, me agarró de las caderas y apoyó su verga en mi trasero. Era tan grande como lo insinuaba su estatura. Y el hecho de que durante años el único pene que me había penetrado fuera el pequeño miembro de Alan hacía que se sintiera inconmensurable.

Empujé con el trasero hacia atrás y empecé a frotarme con aquel poderoso falo. Me encontré haciendo movimientos obscenos con mi culo. Era como si estuviéramos perreando. Apoyé ambas manos en el vidrio y separé las piernas. Me sorprendió encontrarme tan excitada y entregada. El morbo que había detrás de esa relación de poder entre nuestras empresas, y que ahora culminaría con el presidente de los casinos cogiéndose a la esposa de la pequeña empresa de seguridad, me produjeron una lujuria incontrolable. Claro, la traición de Alan también había contribuido a que en ese momento no tuviera reparos en convertirme en una puta; como así también incidía en mi cambio de ánimo esa magnífica pija que ahora se restregaba en mis glúteos.

Podía vernos de manera difusa en el vidrio. Lorenzo se frotaba los labios con la boca, y observaba el movimiento de caderas que yo aún hacía, con increíble deleite. Luego arrimó sus labios a mi oreja. Me la chupó, y me susurró:

—Alan siempre tuvo un exquisito gusto con las mujeres —dijo—. Eso sí, siempre eligió a las más putas.

Las palabras denigrantes no me hicieron cosquillas. Y es que ya había aceptado el papel que me tocaba, y sabía que no iba a cogerme de manera romántica y caballerosa.

Escuché el cierre del pantalón bajándose. ¿Me iba a coger con ese carísimo traje puesto? Por lo visto sí, pensé, al notar que ni siquiera se quitaba el saco.

Hizo un movimiento pélvico y de un momento a otro ya se encontraba adentro de mí. Su verga se abrió paso lentamente. Gemí, pues no podía hacer otra cosa mientras ese hermoso rabo se introducía lentamente en mi vagina. Se sentía bien. Increíblemente bien. Una oleada de culpa me atormentó durante unos instantes, mientras Lorenzo se meneaba detrás de mí; pero enseguida la aparté de mi cabeza. Alan me traicionó, me dije.

Traté de no pensar en eso. La verdad es que en ese instante toda mi vida estaba dando un vuelco. La relación sana y feliz con mi marido parecía haberse desmoronado, y yo me estaba cogiendo ni más ni menos que a su enemigo. Así que aparté esas conflictivas ideas y me dejé llevar por el morbo y la excitación del momento. Solo iba a ser un momento. Quizás ni siquiera una hora. Algunos minutos en los que sería el juguete sexual de aquel taimado millonario.

Torcí un poco el cuello para verlo cara a cara. Sus ojos marrones reflejaban no solo el placer, sino su arrolladora victoria. Para él todo esto había sido un juego. Un perverso juego en el que nos hacía depender económicamente de nuestra sociedad, para que él pudiera tirar de la soga cuando quisiera. Y ahora había decidido hacerlo. Había tirado de la soga y el resultado era que su verga se había introducido en mí, y que yo estuviera gozando de sus embestidas, sin ningún pudor, delante de ese vidrio, sabiendo que cabía la posibilidad de quedar expuesta.

—Manipulador hijo de puta —dije.

Pero el jadeo con que se interrumpió mi insulto dejó en evidencia que en ese punto mi cuerpo estaba completamente sumido en el goce que me generaba esa gruesa verga que me estaba hundiendo.

Como era de esperar, él solo se limitó a reír, para luego empezar a embestirme con más fuerza. El vidrio era reforzado. No tembló ni un poquito a pesar de que cada vez ejercía mayor presión con mis manos. Los jadeos de Lorenzo se tornaron cada vez más agitados, hasta que acabó.

Se metió en un rincón, en el que supuse que estaba el baño y que ahí se sacaría el preservativo. Me dejó ahí, con el vestido levantado y el culo al aire. Agarré mi ropa interior, me la coloqué, y acomodé mi vestido. Lorenzo volvió. Quien viera lo prolijo e inmaculado que se encontraba no sospecharía que acababa de echarse un polvo.

—Quitate el vestido —me dijo.

—Pero si ya hiciste lo que querías —dije.

—No seas tonta. Podés quedarte quince o veinte minutos más. Te prometo que después de eso, te libero.

—¿Me liberás? —pregunté, ofendida—. ¿Así que estoy secuestrada?

—Claro que no. Podés irte cuando quieras. Pero si no querés que tu empresa se funda, quitate el vestido —insistió él.

—Habíamos quedado en que si me cogías no ibas a rescindir nuestro contrato —respondí, patéticamente, intentando encontrar una lógica a toda esa situación tan inusual.

—No. Eso fue lo que vos asumiste. Me extraña Dana, sos una mujer de negocios. Siempre tenés que tener en claro las cláusulas de un acuerdo.

—¿Y cuáles son las cláusulas de este acuerdo? —pregunté, tragándome el orgullo.

—Bueno, simplemente que quiero hacértelo una vez más. En una rato tengo que ir a otra reunión, así que no tengo tiempo para tus dudas. Quitate el vestido inmediatamente.

A regañadientes, me lo quité. Luego me dispuse a desabrochar mi brasier.

—Todavía no —dijo él.

Se fue a su escritorio, y se sentó en el ostentoso sillón acolchado. Me indicó que me acercara. No di más vueltas al asunto. Rodeé el escritorio y fui a su encuentro.

Me puse de rodillas. Cuando me incliné, él me detuvo. Me miró desde arriba, examinado mi rostro con aparente meticulosidad. Entonces me percaté de que su celular estaba vibrando. Lo tomó y lo atendió.

—Alan. Bastante tarde me devolviste el llamado —dijo. Escuché que mi marido le respondía, seguramente diciéndole que desde hacía rato estaba intentando comunicarse—. Mirá, ahora no tengo tiempo de hablar con vos. Pero ya arreglé el asunto con Dana. Que ella te explique lo que hablamos. Ah, y otra cosa, Alan. Dana es una mujer de oro. Deberías considerarte muy afortunado de que esté a tu lado.

Colgó. Lo miré, ahora con odio.

—No te preocupes —dijo—. Como hombre de negocios que soy sé que no es bueno presionar demasiado. Ahora me vas a chupar la pija, y nuestro acuerdo va a quedar sellado. Podés pensar lo que quieras de mí, pero no creo que me consideres como alguien que no cumple con su palabra.

Aún sintiendo la rabia en todo mi ser, me incliné, y empecé a mamar, sintiendo cómo esa verga iba creciendo en mi boca.

Cuando bajé por el ascensor me miré en el espejo, temiendo tener el rostro sucio con semen. Pero no lo tenía. Me lo había tragado todo. Saqué un caramelo de menta de mi cartera y me lo metí en la boca, para contrarrestar el sabor a semen que aún sentía en el paladar. En la planta baja me reencontré con el vigilador, que esta vez me miró a la cara con una evidente lascivia. Fruncí el ceño, pero nuevamente no pude decir nada. Sentía el llanto en mi garganta; apenas hablara, empezaría a lloriquear como una niña. Además, al fin y al cabo, el tipo no estaba errado en la impresión que había dejado en él. Seguramente se había hecho la fantasía de que era un puta de lujo y que durante todo ese tiempo estuve teniendo sexo con Lorenzo. Y ciertamente, no estaba nada alejado de la realidad.

Volví al departamento. Agradecí que Alan respetara mi decisión y no hubiera vuelto, a pesar de que tenía todo el derecho de hacerlo, pues también era su casa. Pasaron un par de días, en los que no fui a la oficina, para no tener que cruzármelo. La excusa era que aún estaba enojada con él, pero también me sentía culpable. Ahora que tenía la cabeza un poco más fría, me di cuenta de que no estaba segura de que se hubiera acostado con otra mujer. Si bien esos mensajes eran en sí mismo una traición, no podía evitar sentir que lo que había hecho yo había sido mucho peor. Una parte de mí deseó que efectivamente se hubiera cogido a aquella veinteañera, así al menos estábamos a mano. Pero Alan me juraba y perjuraba, en los mensajes que me mandaba a diario, que ni siquiera conocía en persona a esa chica. Y yo le creía. Muy a mi pesar, le creía.

El día del reencuentro fue inevitable. Le pregunté de nuevo si su traición había escalado hasta lo carnal. Necesitaba que me lo dijera en la cara.

—Mi amor —me dijo. Estábamos en nuestra pequeña sala de estar. Al decir esto, me agarró de la mano. Instintivamente la aparté, pero al instante la dejé en mi rodilla, para que él la tomara, esta vez sin reticencias de mi parte. Lo extrañaba, y lo necesitaba—. Solamente era un histeriqueo por mensajes. No te niego que hice mal, y que si vos hicieras algo parecido me sentiría igual de traicionado. Pero nunca me acosté con esa chica, ni con ninguna otra. Y nunca lo haría.

Le creía. Me hubiese gustado no hacerlo, pero le creía. Y entonces todo el mundo se me vino abajo. Hablamos un rato más sobre nuestros problemas de los últimos meses, incluyendo su violencia en la cama, y su bajo rendimiento sexual.

—Todo es desde que conocimos a Lorenzo —dije.

—Sí. No te niego que desde que nos contrató, me siento amenazado —dijo.

—¿Tanto miedo tenés de que se vengue de vos de alguna forma? —pregunté, e inmediatamente pensé en que ya se había vengado, aunque el pobre Alan nunca lo sabría, o eso esperaba.

—No, no es eso —dijo. Fruncí el ceño. Siempre había dado por sentado que su animadversión hacia Lorenzo venía por ese lado—. Es que… es un tipo poderoso, que a todas las mujeres les gusta. Y es obvio que está caliente con vos.

—Pero ya hablamos de eso —dije, algo irritada—. Dejá que desee lo que quiera. Nunca me va a tener. No entiendo por qué tanta inseguridad de tu parte —agregué.

No tenía idea de dónde había sacado el coraje como para armar semejante frase. Mamá siempre me había dicho, cada vez que yo negaba alguna travesura, que tenía la cara dura como una piedra, pero esto ya era demasiado.

—Es que… no te dije la verdad en cuanto a mi alejamiento de Lorenzo —dijo Alan. Contuve el aliento, intuyendo lo que iba a decir a continuación—. Yo nunca me acosté con su mujer.

—Él se cogió a la tuya —dije, completando la frase. Alan asintió con la cabeza.

—Perdoname. Es que… supongo que en cierto punto estoy atado a los mandatos machistas. A los hombres no suele gustarles que se los considere un cornudo, y yo no soy la excepción.

Comprendí todo. El cambio en la personalidad de Alan; la violencia que le despertaba depender tanto de Lorenzo, y que estuviera en todo momento como tema de conversación; su bajo rendimiento sexual; lo poco viril que parecía en los último meses. Todo cerraba. Había reaparecido en su vida el hombre con el que la mujer que amaba lo había engañado, que además era su amigo, y su destino económico dependía casi exclusivamente de ese hombre. También recordé, con rabia, algo que me había dicho Lorenzo: “Alan siempre tuvo un exquisito gusto con las mujeres. Eso sí, siempre eligió a las más putas”. Ahora esas palabras adquirían nuevas dimensiones. Ahora me percataba de hasta qué punto había denigrado a mi marido, sin que se lo mereciera.

Me sentí horrorizada. ¿Qué podía pasar si se enteraba lo que había hecho en la oficina de Lorenzo? Alan era un ser muy sensible. Podía tomar la peor decisión.

Traté de ocultar mi espanto. Llevé la conversación de nuevo hacia lo que él había hecho. Dejé que hablara, y permití que creyera que me había convencido de perdonarlo.

Pasaron algunos meses. Volvimos a ser una pareja unida. Todavía no regresábamos a los mejores tiempos, pero estábamos mucho mejor que en esos oscuros meses. Ahora que Alan había blanqueado sus temores, parecía haberse sacado un enorme peso de encima, por lo que todos esos factores en los que había empeorado, ahora se normalizaban.

Pero yo no estaba muy bien que digamos. En todo momento temía que se enterara de lo que pasó aquella noche con Lorenzo. Estaba consciente de que ya no solo tenía en sus manos a nuestra empresa, sino también a mí. Pero nuestra relación comercial siguió evolucionando. Hasta que un día recibí un llamado de aquel perverso hombre.

—Dana, Dana. Ustedes de verdad me decepcionan —dijo.

Habíamos hablado muchas veces por teléfono durante ese tiempo, aunque había logrado evitar verlo. En su momento había pensado echarle en cara el hecho de que me hubiera ocultado el hecho de que él siempre había sido el malo de la película, quien traicionó a su amigo hace muchos años; pero no tenía sentido hacerlo.

—¿Qué pasó? —dije, controlando la ansiedad que siempre me generaba hablar con él.

Me encontraba en mi oficina. Sentí un nudo en el corazón. Si se comunicaba directamente conmigo cuando ocurría algo grave, era solo por un motivo.

—Uno de tus empleados, ese tal Melgarejo, resulta que tiene antecedentes penales —explicó.

—Lorenzo, con todo respeto, siempre pedís personal de un día para otro, y hacemos lo que podemos. Melgarejo tuvo un excelente desempeño en las entrevistas. Ahora entró en un período de prueba, y tiene derecho a adjuntar el certificado de antecedentes penales a lo largo de estos meses. Pero si efectivamente tiene antecedentes, puedo sacarlo. Solo quiero que entiendas que no tengo una bola de cristal con la que puedo saber sobre la vida de mis empleados sin que ellos me lo hayan mencionado.

—Claro que lo entiendo. El problema es que fue descubierto robando del bolso de una de las mozas del casino. El imbécil fue visto en cámaras. Esto es motivo más que suficiente para desvincularme de ustedes. Ya estoy teniendo entrevistas con otras empresas.

Maldito hijo de puta, pensé. Estaba claro que durante todos esos meses estuvo esperando que se diera la situación adecuada para amenazarme nuevamente. Para orillarme hasta dejarme sin alternativas.

—¿Qué querés que haga? —le pregunté.

—Que vengas a mi oficina a la noche —dijo él.

—No, a la noche no —dije, susurrando—. No tengo ganas de inventar una excusa a mi marido para salir —aclaré. Y luego de pensarlo un rato, agregué—: Voy ahora mismo para allá. Debe haber algún hotel cerca, ¿no?

—Claro. Ya mismo me encargo. Y Dana, otra cosa…

—¿Qué? —pregunté, exasperada.

—Me encanta que seas pragmática en los negocios.

—Buen eufemismo para decir que te encanta que sea tan puta —dije, y colgué.

Luego fui a la oficina de Alan. Le dije que me sentía mal y que necesitaba descansar.

—Claro, cuídate —me dijo, y luego agregó—: Te amo. Lo sabés, ¿no?

—Sí, lo sé —dije. Salí de la oficina y cerré la puerta a mi espalda. Luego volví a abrirla, encontrándolo con la cara de perrito triste con la que sabía que lo había dejado—. Yo también te amo —le dije.

Fin

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