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El pozo del diablo

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La abuela Helene, cómoda en su mecedora, observa a lo lejos a su nieta, a las orillas de los sembradíos de maíz.

En todo momento, su rostro, muestra la preocupación de qué se adentre en las siembras.

Al ver a Raquel, hija de su hijo, en los surcos para cortar mazorcas, se levanta gritando

- ¿A dónde va chamaca? ¡Regrese!

En eso, Ruth la nuera, aparece diciendo.

- Suegra. No sé preocupe. La nena ya es mayor de edad. Sabe cuidarse sola. Siempre está acompañada de mi sobrina Lucia. Aquí no corren peligro. Tranquila.

La suegra con rostro duro, contestó.

- ¿Olvidas qué a tu madre y a mí, nos consta, la espantosa vejación ocurrida a jóvenes doncellas que estuvieron en medio de las milpas?

Ruth, sonriendo, contestó.

- Me sé esa historia. Mi madre nos contó el relato. Su intención fue asustar a mis hermanas y a mí, de niñas. Ya adulta, entiendo que lo hizo para obligarnos a conservar en lo más posible la moral y virginidad.

La suegra, molesta, reviró

- No son cuentos. El pozo sí existe. Tu mamá y yo, lo vimos.

Ruth, sin diferir en opiniones, prefirió ir a la cocina a traerle una taza de café a Helene.

Por la noche la nuera, dijo a Heriberto, su esposo

- Tu mamá me tiene cansada con lo del pozo. ¿No sé sabe otra historia? Me pone nerviosa.

Contestó Heriberto - ¿Y qué dices de tu madre? Trae la misma historia. Quizá hasta más ampliada -

La esposa tras breve silencio, dijo

- Bueno, al fin comadres las dos. Vamos a dormir -

En esa noche, las hojas de los maizales, vibrando al roce con el viento, permitieron el pasó a unas volátiles sombras oscuras que tomaron dirección a las ventanas de la habitación de Helene. Al verla dormir, le dijeron

- Hemos regresado a cobrar la cuota que deben Carmen y tú. Sus nietas están en nuestra lista.

La abuela, gritando despertó.

-No, no, ¡Váyanse! No, no dejaré que ataquen a mi nieta. Yo ya no acepto el trato. ¡Largo!

Un toquido fuerte en la puerta se escuchó

- ¿Mamá, estás bien?

- Si Heriberto. Fue solo una pesadilla. Vuelve a tu cama

Horas después, en el albor del despuntar del Sol, Helene, tomó rumbo a casa de su comadre Carmen. En mitad de camino la encontró.

- Comadre Carmen, tengo que hablar contigo urgentemente

- Helene, me dirigía yo a tu casa. Anoche me visitaron las apariciones

Pálida la abuela de Raquel, respondió

- Carmen, eso mismo, te iba a decir. Vienen a cobrársela en nuestras nietas

Llorando Carmen, indicó

- No debimos aceptar. Van a violar y esclavizar a nuestras nietas ¿Qué vamos a hacer Helene?

- Carmen, trae a tu nieta Lucia junto con tus hijos mayores, a mi casa. Raquel, Heriberto, Ruth y yo, los esperaremos. Lleguen lo más pronto posible

Estando ya ambas familias reunidas, dijo Helene

- Lucia y Raquel, corren peligro

Todos extrañados se vieron unos a otros. Cuestionó Heriberto

- ¿Cuál es el peligro madre? ¿Quiénes son los maleantes? -Dijo Carmen

- Los del pozo han venido a reclamarlas

Una mueca de burla hubo en todos. Ruth, preguntó

- ¿De qué hablas mamá? Lo del pozo es un invento. Años aguanté tu falsa historia. Ya basta.

Helene, arrebatando la palabra a Carmen, mencionó.

- Ruth, tu madre no miente. Ella dice la verdad. Es tiempo que escuchen algo que Carmen y yo, siempre ocultamos.

La abuela de Lucia, llevando las manos a la boca comenzó a llorar.

Y continuó Helene

- Saben, hace 55 años, las reglas de la sociedad y religión, imponían a las mujeres estrictas prohibiciones morales. Todas tenían que ser recatadas salvo que fueran libertinas o pecadoras.

Aún con las mil lisonjas que sonaron constantemente en nuestros oídos, mi comadre y yo, que éramos muy jóvenes para ese entonces. Sin rebasar los dieciocho años, cada una, tuvimos las inquietudes del despertar sexual. No sé cómo explicarlo pero estábamos habidas de conocer todo aquello de la intimidad que nuestros padres nunca explicaron.

Un día, al río Carmen y yo, fuimos a lavar ropa. Cuando apuradas estábamos tallando las prendas unos gemidos, se escucharon entre los ahuehuetes. Suspendimos la labor. Ambas en silencio fuimos a verificar qué ocurría. Escondidas en los árboles, a distancia prudente, pudimos ver a una pareja haciendo el amor.

El tipo era alto. Su cuerpo desnudo dibujaba sus músculos de tentación. Era fácil enamorarse de ese rostro varonil. La mujer que le acompañaba era escultural. Su cabello negro azabache, le llegaba a la cadera. Su blanca piel, se veía muy tersa. Eran el dúo de belleza perfecta.

Mudas les observamos. Verlo besar los senos grandes de la joven era un deleite. Ella transmitía energía al atrapar con fuerza, el duro trasero y espalda de ese apolíneo varón.

Con ojos desorbitados no dábamos crédito al descomunal pene que hipnotizaba por la vigorosa forma de entrar y salir en la vagina de la maja. Gemía ella. Nos afigurábamos el canto de una sirena, invitando a la perdición.

En un instante, Carmen y yo, petrificadas quedamos cuando esos bellos ejemplares humanos, voltearon a vernos. Desde un principio supieron de nuestra presencia y por eso aceptaron tenernos como espectadoras. Mi comadre y yo, sentimos temor. Echamos a correr.

Durante dos meses, noche con noche, soñé a esa pareja, invitando a unirme. Mis pecados de carne fueron enormes porque sin condición aceptaba. Cuando ya desnuda ellos desparecían. Al despertar, mis ganas eróticas me desbordaban. Tenía que bañarme con agua fría para apagar mi calor. Pensé que la única enferma pecadora era yo pero lo mismo ocurría con Carmen.

Las necesidades de los hogares nos obligaron de nueva cuenta ir a lavar ropa al río. Deseábamos verlos. Nerviosas tallábamos en las piedras. Cualquier ruido, nos hacía ir a espiar entre los ahuehuetes. No los encontramos.

De regreso a nuestras casas, entre las milpas, los vimos. El deseo impuro, nos impulsó a dejar las cestas llenas de ropa a orilla del camino y meternos en los maizales. Junto a un pozo que nunca habíamos visto, ahí estaban, parecían esperarnos.

Nos tiramos en medio de los surcos. Les espiábamos. La mujer no se estuvo a medias tasas. Desgarró la camisa de su hombre. Le acarició con las mejillas el velludo pecho de acero para luego enroscar las lenguas haciendo sus besos más intensos.

Presumiendo gran fuerza, el hombre, sin esfuerzo sentó a la mujer en el brocal. Impactadas quedamos al ver, qué al separar las piernas, no traía calzón. Hincado le deslizó suavemente la lengua en la vagina. Las manos de ella, lo sujetaron del cabello, jalándolo más a su entre pierna. Cuando éste le dio succión al clítoris, provocó que ésta en un fuerte respirar arqueara la espalda.

Ni respirábamos. No queríamos interrumpir la escena. En eso, el individuo, dijo

- Ambas vengan.

Descubiertas por segunda vez, nos levantamos. Sacudimos el polvo de nuestras prendas. Temblorosas fuimos a ellos que con lascivia nos miraban. Una vez llegadas, sin esperar explicación o permiso, sentí los labios húmedos del buen mozo estamparse en los míos. Ese primer beso en mi vida me creo adicción.

Luego se dirigió a Carmen. Ella un minuto dudó pero la mujer, le tomó de la mano, la acercó al hombre. Mi comadre alejó su resistencia. Cerró sus ojos por el ensueño de entrar a un paraíso que a la postre resultó el averno.

En poco tiempo ya éramos parte del juego. Sin fuerza de voluntad permitimos a la bella, desnudar nuestros torsos. El hermoso varón cogió como presas voluntarias nuestros juveniles senos. Con toque cálido y gentil, amasó con precisión provocando a los pezones a su máximo levantarse.

La respiración se nos agitó. Si un tercero nos hubiese descubierto escándalo hubiera sido en todo el pueblo. De libertinas y bajas nos hubiesen calificado. Sin embargo, no sentíamos pena ni vergüenza por nuestra conducta.

De repente, nos horrorizamos cuando la pareja, se lanzó al fondo del pozo. Asustadas echamos vista. Era profundo y oscuro. No había voces de auxilio. Sólo leves risas y gemidos de placer. Preferimos no investigar más. Regresamos a recoger las ropas.

Me vinieron once meses de sueños más atrevidos. El recato desapareció. En esas visiones las tres en fornicación estábamos a su disposición. Despertaba sudando. El agua fría ya no apagaba mi calor. El cuerpo me exigía saborear el enorme y aterciopelado pene de ese ser extraño.

Por las noches mis manos no pararon de acariciarme. Una y mil veces me penetré con los dedos pero no me era suficiente pues deseaba con todas mis ganas el cuerpo estético de ese, que en el pozo, se lanzó.

Una noche escuché llamados que salían de las milpas. Me asomé por la ventana. Era el hombre quien me llamaba. Tomé mi bata, lo seguí. Al lugar donde llegué encontré a mi comadre.

Ambas notamos que el pozo no estaba en dónde por primera vez lo vimos. No dijimos nada. La emoción hizo a nuestros corazones palpitar sonoramente. De suyas por fin ya éramos. Las ropas al suelo cayeron. El clima nos fue bueno. Sus besos recorrieron los dos cuerpos virginales. Nos trató como a las reinas más amadas, protegidas y afortunadas del mundo.

Primero me tuvo a mí. Mis ojos no dejaban de verle. Tomé la iniciativa al sentarme en el brocal del pozo. Desinhibida, le abracé con mis piernas su cintura. Sentí su pene estimular mi clítoris. Era fascinante esa sensación. Hoy con vergüenza digo que bien pude llenar el pozo de tan mojada que estaba.

Le sujeté con ambas manos los hombros y mi cabeza quedó pegada a su pecho cuando entró en mi vientre. Dejé de ser virgen. En mi locura le pedí que el mete y saca fuera más rápido. Me complació. Me regaló en medio de su semen ardiente, el primero de muchos maravillosos orgasmos. Luego tocó turno a Carmen. En cuatro puntos la colocó. La hacía gemir con tal intensidad que se antoja con ella participar. Nos alternó. El sudor nos bañó. Para él, en todo momento éramos las más bellas del mundo.

El agotamiento llegó. Prometió nunca abandonarnos. A cada una dio un costalito lleno de oro. Con el tiempo, eso nos permitió salir de la pobreza. Adquirimos tierras, ganado, los grandes ranchos que ahora tenemos.

Un año desapareció. Cumplido ese tiempo, se repitió su llamado. Relamimos los labios para ser suyas de nueva cuenta. Corrimos para encontrarlo. Asombradas vimos el pozo de nueva cuenta movido de lugar.

En el punto de encuentro no le encontramos. En su lugar estaba la mujer esperando. Nos abrazó al verlos. Nos dijo llamarse Albertina. Sus primeros besos fueron directos a nuestros cuellos. Tal era su poder placentero que parecía imán al atraernos. Nuestros senos desnudos se apretujaron y rozaron con los hermosamente suyos.

Un relámpago iluminó la noche. Fuimos un grito cuando ella, nos tomó del cabello, arrojándose con nosotras por detrás al pozo. Vi el círculo de la luna alejarse de mí. El viaje se hizo eterno. Espantosa fue la caída. Los cuerpos tronaron feamente al tocar suelo. Al despertar todo era una inmensa oscuridad. El frío era terrible. No había un solo ruido. Aturdidas escuchamos la voz de ella, ordenar ponernos de pie y seguirla. Así lo hicimos.

Nada se veía en el caminar. Nos guio su voz. Tras cinco minutos hubo una iluminación total que lastimó la vista. Ahí en medio de una inmensa caverna, estábamos. Las gigantes paredes del fondo se separaron. Un majestuoso salón apareció. Desde su trono de oro macizo el hombre nos llamó. Muchas mujeres desnudas de todas las razas y edades postradas le rodeaban.

Ya a su lado, nos besó apasionadamente. En coro todas las demás, estirando sus brazos, le suplicaron tener el mismo privilegio. De pronto, su actitud cambió. De su asiento se levantó y nos dijo con frialdad

– Pequeñas mías, es hora de que paguen mis favores. Nada les fue gratis. Son mujeres mías y por esa razón, las he hecho poderosas y adineradas. Nada les ha faltado de mi parte porque hasta tuvieron en sus sueños los más exquisitos clímax de pasión. ¿Miento?

El movimiento de nuestras cabezas le dio la razón. Y continúo

– Fácil es pagarme. Sólo requiero de dos cosas. Así como lo hizo Pattzy, deben traerme doncellas para hacerlas mías. Ellas como ustedes harán más llevadera mi soledad. Por último, consagraran a sus nietas para mí. ¿Verdad, qué desean hacerme feliz?

Torpemente le pregunté

- ¿Y al tener más mujeres te olvidarás de nosotras?

Con bella sonrisa y dulces caricias en mí rostro, me dijo

– Tontita. Seguirán siendo parte de mi felicidad. ¿Me pagaran?

A simple vista el trato era sencillo. Llevar vírgenes al despertar parecía no malo. Total, no sería contra sus voluntades. Sumó a eso lo inexperto de la juventud. No había en nuestras cabezas la idea de concebir hijos mucho menos de tener nietas. Salvo él, a ningún varón ni por error nos atendía. Algo les hacía alejarse. Aceptamos pagar.

De la nada aparecimos en nuestras casas. Todo fue normal. Sin embargo, los llamados al pozo se multiplicaron. En cada uno de ellos siempre hubo el regalo del sexo y dinero. Fue a nuestro vocabulario agregar la palabra “Maestro”. Así nos dirigíamos a él. En nuestra monstruosa labor aprendimos a seleccionar mujeres. Las elegidas terminaron haciendo lo mismo que nosotras. Ninguna se negó a pagar lo pedido.

El desenfreno desconoció límites. Las nuevas reuniones en la caverna eran orgías. Éramos ninfas desnudas en plena libertad. No era pecado mujer contra mujer. Dimos cacería al fantasma del silencio que siempre tenía reprimida nuestra sexualidad. Las entregas eran espontáneas. El tiempo no contaba solo importaba el intenso placer.

El macho cabrío montaba a todas sus hembras. No hacía distingos en delgadez o gordura, edad, color, o raza. Era un paraíso cuyos pastos verde cubrían oscuras muertes y traiciones. En una de esas tantas juntas las más viejas nos descubrieron el destino de las nietas. Él, el bello, el perfecto, el amoroso y protector, transformado en demonio, sacrificaba a sus víctimas.

Frente a todas, el sadismo le afloraba. Con brutalidad las violaba. Su cola servía de látigo. Los puños de tanto golpearlas bañadas en sangre las dejaba. Lo más horrible fue verlas en el caldero cociéndose. Burlonamente las comía. Sus almas llorosas prisioneras eran. Les impedía alcanzar el cielo y la salvación.

De lo visto no quisimos cargar con remordimientos. Fuimos indiferente. Usamos de escudo protector el discernir que con esas desdichadas no había vinculación. No eran parientas, amigas o conocidas. Su suerte estuvo en manos de otros. Irresponsablemente preferimos la riqueza y lujuria. El sufrimiento humano no importó.

Años y años fuimos compartiendo la vida como cómplices de los secretos ruines. La depravación fue facilitada porque previo al sexo colectivo, la caverna, se impregnaba de un aroma exquisito, diría yo narcótico, que embriaga de euforia. La potencia aumentaba pero disminuía la agudeza mental. Desconectadas del plano afectivo con mejillas sonrosadas, sonrisas de satisfacción y mucha humedad en nuestras vaginas nos sumábamos al terreno del placer físico.

De la etapa inocente por conocer la sexualidad pasamos a repartir besos, caricias y abrazos de manera indistinta a perfectas conocidas o desconocidas. Estorbaba la ropa para lograr el éxtasis. El impulso morboso tenía reflejo en la erección equina cuando al maestro por las sensuales danzas le expresábamos la seducción.

Aquellas mejores bailarinas eran las primeras escogidas. Les llegaban de inicio las caricias a los senos desnudos para luego centrarse en las piernas. Las miradas de él con las nuestras se mantenían sin desvíos. A la preferida levantaba el pie para besar. Nadie podía superarlo en galantería.

El primer anuncio de que las mieles en hojuelas nos peligraban fue al cumplir los treinta y dos años. De la nada a nuestras vidas llegaron los hombres con quienes nos matrimoniamos. De ser solteronas ahora teníamos el rol de amas de casa.

Mi comadre fue bendecida con hijos cuates, niño y niña, y yo solamente a Heriberto. En esa época no llegó llamados al pozo. Las ansiedades de ser amasias tumultuarias cesaron. En mente, alma y amor nos entregamos a la crianza de nuestros hijos.

Doce años después ya no teníamos maridos. No supimos a dónde se fueron. Otra vez el pozo resurgió. A la llamada, contentas fuimos. Ya con él, nos dijo

– ¡Estoy contento de volverlas a ver! ¡De verdad las extrañé! ¡Me llené de frío cuando se ausentaron!

Tan solo de besarnos los lóbulos de las orejas suspiramos. El Maestro nos hizo pegar ricos quejidos por sus fuertes embestidas. Empinadas alabábamos lo grueso y largo de su durísimo pene. Nuestras piernas temblaban y los labios vaginales dilatados y palpitantes se negaban a dejarlo salir por los intensos orgasmos que nos regaló. Quince para mí. Carmen tuvo veinte.

Al momento que nos dio su tibia leche en las bocas comprobamos que solo para y por él, podíamos ser verdaderas hembras.

Volvimos a la tarea de enganchar mujeres para su servicio. A la edad de cincuenta años comenzó nuestro calvario. Carlos, hijo de Carmen, embarazó a su esposa. Todo el periodo de gestaciones ansiábamos que no fuera niña. Vino el primer nieto de mi comadre. De verdad descansamos.

Al año siguiente Heriberto y Ruth, esperaban bebé. Carlos volvió a embarazar a su mujer. Lloramos cuando nacieron Lucia y Raquel. Coincidieron en día. Miserables de nosotras ahí comprendimos la maldad de haber vendido a nuestras nietas y almas al sacrílego.

Desde el nacimiento de las nietas buscamos zafarnos del compromiso. Un día nos llamó a su presencia. Sin haberle confesado nuestras intenciones, nos dijo

– Esas niñas que nacieron son bellas. Muy parecidas a ustedes. No se esfuercen ni se acongojen. No hay forma de incumplir el trato. A ustedes dos las amo y por eso les prometo no tocar a sus nietas sino hasta cuando cumplan veintiún años. Ven sigo siendo bueno y amoroso.

Veinte años han pasado y no encontramos solución para salvarlas. Intentamos ser más entregadas y conseguir el mayor beneficio. Sonriendo nos dijo

– El pacto por las nietas cancelado no ha quedado.

Todos los que en la habitación se encontraban se estremecieron. De todas las paredes salió una voz, indicando

– ¡Helene y Carmen, el Maestro les llama!

Sin excusa o explicación las llamadas, se encaminaron. Sus familias les siguieron de cerca para convencerlas que no fueran. Al adivinar que se lanzarían al fondo del pozo les sujetaron de brazos y cinturas pero era tal la descomunal fuerza de las abuelas que les fue imposible detenerlas.

Boquiabiertos quedaron al verlas desaparecer en el fondo oscuro. Ninguno se animó a ir más allá del brocal.

Al día siguiente las volvieron a ver. Tristes dijeron a sus familias

– Fracasamos. No lo convencimos. El uno de octubre de este mil novecientos cuarenta, vendrá por ellas. Solo espera que cumplan veintiún años. En veinte días será.

Dos días después, en la cabecera municipal, dijo Helene a Carmen

– Me voy a suicidar. Estoy sumamente arrepentida de haber aceptado tan mal trato. Aumenta el peso de mi consciencia que también ayudamos que otras jóvenes pronto tengan el mismo destino de nuestras retoños.

¡Perdóname Dios mío! Ruego para que las eternas llamas del infierno purifiquen mi alma. Carmen, estamos cerca de una notaría. Acompáñame voy a dejar testamento –

Carmen, llorando contestó

– Haré lo mismo que tú pero yo me ahorcaré en tres días. Por la gran maldad que causé pediré que mi tumba sea llenada con sal para que en su superficie nada crezca. Vayamos a arreglar la documentación –

Todo quedó en regla. De regreso fueron a sus casas. Con el sol del atardecer las milpas lucían hermosas. Ahí en el mismo lugar, de cuando jóvenes dejaron los cestos de ropa limpia para introducirse en los maizales y ver por primera vez el pozo, se detuvieron. Olía a esquites. De entre los surcos les salió un anciano carente del ojo izquierdo. En sus manos llevaba una olla chica con el hervido preparado.

El hombre de avanzada edad, les dijo

– Helene, Carmen, vengan. Aliméntense –

Siendo desconocido le preguntaron

- ¿De dónde o porqué nos conoce?

El viejo, tardó en contestarles. Primero tragó el maíz que masticaba y después dijo

– Hace poco más de cincuenta años mi hija llegó a platicarme de ustedes. Ella tiene dos años que murió –

Preguntó Carmen

- ¿Quién era ella?

Contestó el hombre

– Mi hija era la joven escultural de cabello negro azabache a la cadera, muy blanca de piel que conocieron. Se llamaba Albertina –

Sorprendidas dijeron en coro

- ¿Usted es el padre de ella?

- Sí, lo soy. A mis noventa y cinco años recuerdo lo bien que se expresaba de ustedes. Me decía que eran muy bonitas e inocentes. Las predilectas del falso maestro

Enmudecieron y preguntaron

- ¿Sabe usted, del maestro?

- Sí. Al muy desgraciado lo conozco. A las tres las convirtió en monstruos. Yo quise arrebatar a mi hija de sus garras.

Empecé a sospechar que algo malo ocurría pues con cierta frecuencia en las noches desaparecía. Mis celos me hicieron concebir que era un amante quien la distraía. Tenía que ahuyentárselo. La espié.

Cuando por primera vez la vi lanzarse al interior del pozo tuve miedo de perderla. Fui a casa para conseguir sogas y tratar de rescatarla. Tardé pero ya de regreso caminaba en mi dirección.

No había rasguños. Amorosamente la abracé. El olor de su piel era a hierba húmeda pero podrida. No di importancia.

Su conducta extraña me hizo ser más vigilante. No entendiendo los sucesos en cierta ocasión me hice acompañar de un viejo sacerdote. La seguimos hasta el pozo.

El cura y yo casi morimos del susto. Salió del hoyo un hombre. Caídos al piso con saña nos pateó. Estando bañados en sangre se transformó en demonio. Nos dijo

– ¡Largo de aquí! Son mis dominios y nadie es bienvenido si no es a invitación mía ¡Fuera!

Al sentir sus ardientes escupitajos en la cara, corriendo huimos. El escape terminó a mitad del camino real, ahí aunque molidos recuperamos el aliento. El sacerdote me dijo

– ¡Santo Dios, si existe el diablo! Para derrotar a la bestia ocupamos saber primero su nombre. Voy a solicitar al arzobispado traer curas exorcistas.

En eso, el sacerdote se llevó sus manos al pecho. Al piso cayó sin vida. Había entrado en un paro cardiaco fulminante. Fui a casa por unas mulas. A lomo lo llevé a la parroquia. Quedé solo en mi guerra contra ese maligno.

En mi poco entendimiento fui a consultar brujos. Siempre me quedó duda ¿Del porqué necesitábamos saber del nombre? Fue un nigromante, el que me dijo

– Si obtienes el nombre de ese ser del mal, es porque lo has debilitado o sorprendido en torpeza. Obtendrás poder sobre él. Atóntalo primero. Quema incienso de copal y en las mismas llamas arroja el hígado y el corazón del pez que ahora pongo en tus manos.

Era un pez que nunca en mi vida había visto y continuó diciendo.

- En su ansiedad por no ahogarse te dará su nombre. Debes ser veloz o la vida te costará –

Con la información obtenida me di valor y salí al combate. Antes de eso bañé en agua bendita mis armas. Me encomendé a la Virgen de Guadalupe. Le pedí me cubriera con su manto protector. Como en las otras veces seguí a Albertina. Cerca del hoyo que conduce al averno prendí un anafre.

En las bolsas de mi chamarra traía el copal, el hígado y corazón del pez. En la boca del pozo grité conjuros religiosos. No tardó en salir el maligno. Lo rete a un duelo. Se reía de mí. Le dije

– ¡Si no me temes dame tu nombre!

Contestó altaneramente – Pobre mortal ¿Te crees merecedor de tan inmenso tesoro? ¿Acaso eres el Rey Salomón? Eres un idiota. Lárgate o te pesará

Le grité

- ¡Libera a mi hija!

A carcajada me dijo

– Ella está por propia voluntad ¿Ves que eres estúpido? Me entrega su cuerpo de forma libre. Ah, sí vieras como es obediente y buena amante – Guiñando un ojo agregó – Es mi mejor puta

Sus palabras me descontrolaron y olvide arrojar los ingredientes al fuego. Enfurecido le vacié todas las balas de mi pistola. Sin haberle hecho daño, tomé mi machete y sobre su cuerpo me fui

El anciano cayó y lloró amargamente. Carmen, desconcertada le preguntó

- ¿Te venció?

Contestó el tuerto

–Sí. Me dejó moribundo, sin un ojo. Con mí mismo machete me castró. Toda mi hombría, voluntad y valor se fue. Tuve mucho miedo pero me entregué a la voluntad de Cristo. Una luz iluminó el lugar. Sentí los brazos de una mujer cargarme. Escuché al demonio decir

– Ese me retó. ¡Devuélvemelo! ¡Es mi derecho! ¡Yo no busqué la bronca!

La Virgen de Guadalupe, habló

– Siempre has sido un provocador. Con falsos formulismos tratas de negar que eres maligno ¡No se te entregará! Por su valor, amor y bondad, se te ha quitado ¿Deseas desafiar el mandato? Sus manos no te derrotaran pero guárdate de seguir haciendo mal porqué de él viene tu humillación

El ser se carcajeo, y dijo

– ¿Ese que cargas me humillará? ¿Acaso no ves cómo lo he dejado? Hasta lo castré. En fin, si ya hay decreto, me voy. Yo Cynocephalus, te obsequio esa basura. De seguro poco habrá de vivir

De la nada aparecí en el hospital Juárez de Ciudad de México. A quinientos kilómetros de aquí. Un año duré internado. Albertina nunca fue a verme. Después de dárseme de alta hospitalaria, tres años trabajé en la capital.

No quería volver acá. Estaba aterrorizado aparte pesaba en mi la decepción de no estar entero en mis genitales pero mi preocupación por mi hija me obligó a regresar. Me las arreglé. Ahorré y al pueblo llegué. Encontré a mi hija como propietaria de una gran hacienda. Ofendida estaba conmigo.

Le rogué deshacerse de ese criminal. Nunca aceptó. Unos cuatro meses me tuvo en su casa. Me platicó mucho de su falso maestro y de ustedes. Una mañana le dije tener en mis manos la forma de derrotarlo. Me echó de sus tierras.

Con mis ahorros compre un terreno chico y construí una modesta casa. Mi hija tuvo hijos. A todos les prohibió hablarme. A la fecha ni los nietos me dirigen la palabra. Para entonces ella ya era muy rica.

Nunca le pedí nada. Viví de mi trabajo. Nació su primera nieta. Es de la misma edad de Raquel y Lucia. Todavía no ha sido sacrificada y deseo salvarla. Día y noche rezo por la salvación de las almas infortunadas.

Por un sueño, sé que pronto Ustedes, habrán de hacer el sacrificio de sus nietas. También por ese sueño supe que aquí las encontraría.

El nombre del demonio es Cynocephalus. Repítanlo mil veces para que no lo olviden. En sus manos está salvar a todas las muchachas que serán sacrificadas y liberar a las almas aprisionadas.

No lo piensen. Acaben con esta injusticia

Helene y Carmen, sin decir nada se alejaron. El anciano tristemente se metió entre las milpas. Cuando llegaron a casa Helene, dijo

– Comadre se nos adelantó la hora. Hagamos lo que nos indicó el padre de Albertina

Carmen, reprochó

– ¿Y si es una trampa?

La comadre respondió

– Debemos salvar a nuestras nietas. Estoy dispuesta a todo. No temas Carmen. Como consuelo piensa qué de salvar a las otras jóvenes y a las almas aprisionadas quizá y solo quizá nuestros pecados sean perdonados. Tenemos que arriesgarnos

Con ese plan Helene cargó las bolsas de su mantel de copal. Carmen hizo lo propio con el hígado y corazón del pez. Hincadas imploraron ser llamadas a la presencia del oscuro. Se les concedió.

Al bajar a la cámara infernal dejaron sus ropas en donde siempre. Desnudas se presentaron al demonio. Al oler sus cuerpos, les dijo, tapándose la nariz

- ¿De dónde vienen qué apestan horrible? ¡No se acerquen a mí! Regresen a sus casas y no vuelvan hasta que ese nauseabundo olor les desaparezca. Me enfurece esa hediondez

– ¿Maestro qué tanto nos amas? – Preguntó Carmen.

El maléfico, salido de sus casillas, contestó

– Mucho pero no lo suficiente para deshacer el trato. Tendrán que ir por sus nietas y entregármelas. Última vez que les tolero la necedad de quererlas salvar. ¡Largo!

Contestó Carmen

– Deseamos salvarlas. Libéralas por favor. Pide lo que quieras pero déjalas ir

El diablo, contestó – ¡Dije largo!

El demonio, dubitativo pensaba en el olor de ellas. En sus adentros, se decía

– Ese aroma me es conocido ¡No recuerdo por más que me esfuerzo!

Las abuelas fueron a vestirse. Luego Helene y Carmen, teniendo a sus espaldas una llama encendida, llamaron al oscuro. Éste teniéndolas cercar, volvió a percibirles el olor, y dijo

– Ahora apestas mil veces más

Calló por unos segundos y refirió

- ¡Ya recordé! ¡Huelen igual al padre de Albertina! ¡Fuera de aquí!

Helene, valientemente, le dijo

– No nos iremos hasta que rompas el pacto

El oscuro, replicó

– ¡Me desafían! Mis niñas no me hagan enojar ¿No saben que puedo hacerles crujir los huesos? ¡El pacto se cumplirá!

Eso bastó para que Helene arrojara el copal a las llamas. Carmen hizo lo mismo con las vísceras del pescado. Un abundante humo invadió el recinto. La Bestia gritó

– ¡Traidoras! ¡Quiten eso que me ahogo!

Helene, manifestó

– Libera a todas las nietas que deben victimizarse y rompe todos los pactos con tus amasias

Carmen, agregó

– También has de liberar a las almas prisioneras

El demonio, tosiendo, les mencionó

– Eso que queman no ha de durar mucho tiempo. Se les acabará y las mataré

Helene, gritó

– ¡Obedece Cynocephalus! ¡Ahora!

Él en medio de fuertes dolores que lo llevaron a arrastrarse, respondió

– Piedad, piedad, les juro que el pacto no se puede romper

Ambas, con severidad, dijeron

- ¡Rómpelo! ¡Cynocephalus, rómpelo!

El demonio llorando, dijo

Es imposible. Puede ser modificado pero no roto. Deben darme la libertad y algo valioso para ustedes a cambio de ellas

Helene, dijo

– Nuestras vidas y almas nos son valiosas. Quedamos a cambio de ellas

El humo cesó, el demonio se levantó, enfurecido grito

– Largo todas menos ustedes dos. Cúmplase la modificación al pacto de forma inmediata. Tan enfurecido estoy que nunca más quiero volver a ver a ninguna de mis amasias

Las mujeres del demonio le imploraban no abandonarlas. De la caverna salieron llorando. Las almas prisioneras se elevando sus brazos, se enfilaron a los cielos. Desde ese día cesaron los sacrificios de las jóvenes.

Sin más testigos Cynocephalus, dijo a Helene y Carmen

- Ustedes fueron mis cómplices. Mi maldad la compartieron. Son parte de mi esencia. Es tiempo de pagar mis hermosas

Durante mil años, se vio a Cynocephalus, comer a solas en su mesa.

Mascaba los cuerpos hervidos de Helene y Carmen.

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