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El regalo: Un antes y un después (Vigésima cuarta parte)

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El viaje de regreso tuvo un retraso de media hora por la fuerte lluvia sobre la ciudad de Turín, pero la verdad ni me importaba y por el contrario sí qué lo agradecí, pues agobiada por no poder comunicarme con mi esposo, –tras aquella videollamada al alba– aproveché para sumergirme en mis pensamientos sopesando mi futuro, sin saber si a mi llegada, Rodrigo me daría la oportunidad de hablar o si por el contrario, en su conciencia tendría ya tomada la decisión.

En la sala de embarque, una silla de oscuro tapizado y cromado armazón, me separaba del causante de mi debacle. No habíamos cruzado palabra, más que el apenado y educado saludo de buenos días al desayuno, cuando Antonella y Francesco habían pasado al mediodía para trasladarnos del hotel al aeropuerto.

No habíamos hecho nada y sin embargo su presencia en mi habitación esa madrugada, implosionó la tambaleante torre de mi relación matrimonial. Me dolía fuertemente la cabeza, y los brillos repentinos de cualquier fuente de luz, aumentaban la migraña. Mi jefe me miraba de reojo pero no decía nada, tan solo giraba el móvil entre sus manos y de vez en cuando revisaba su reloj como si él, afanado por llegar a Madrid, quisiera desde su elegante palco, observar mi enfangado matrimonio y beneficiarse del desastre que causó sin obtenerme. ¡Lo odié!

¡Sí! Muy a pesar de que fuera inocente, –a medias– pero por su imprudente presencia en la habitación a esas tempranas horas, mi esposo intuyó que estaba él conmigo y yo se lo ocultaba; no respondió las llamadas, ni a la multitud de mensajes que le escribí, hasta que cansada de llorar, el abrazo consolador de mi asistente y la ternura de sus labios, absorbiendo aquella salina humedad de las lágrimas que rodaban sin pausa sobre mis mejillas, me hicieron odiarlo también a él, al hombre que yo amaba tanto. Me juzgó y me sentenció siendo yo una mujer… ¡Parcialmente exenta de pecado!

Tan inmersa me hallaba en acomodar palabras en mi mente, como si se tratase de ganar una partida de Scrabble, que no me fijé en el caos que causaba generalmente en mí el despegue. Armaba algunas frases de ruego, un locuaz discurso sin las consabidas… ¡Lo juro… no supe que paso! O… ¡Fue sin intención! Me urgía enlazar palabras, con las cuales yo lograra remediar lo que se rompió en el corazón de Rodrigo, pero que no se dio en realidad, tan solo en su quimera y con el hombre que mi esposo me imaginó ya entregada; no me percaté del movimiento del avión, sometido a vientos fuertes, turbulencias que en mi estado natural, me hubieran fácilmente llevado a gritar por el espanto, tal cual lo hicieron en la cabina muchas personas a mi alrededor. Nunca intenté extender mi brazo con mi mano buscando el ya conocido refugio en las de mi jefe. Iba allí sentada, afirmada contra el espaldar del cómodo sillón, pero era como si solamente viajara el cuerpo, –la materia presente– pues la mente… Esa estaba kilómetros más allá.

Ya pasada la turbulencia, el avión desplazándose por encima de las ensombrecidas nubes, en suave calma me envolví en mis pensamientos, recordando los últimos acontecimientos de mi estadía en Turín…

… Al ingresar al hotel aquella tarde después de despedirme de Antonella, lo encontré sentado en un mullido sillón del encantador lobby, ojeando un periódico. Tan pronto me divisó, lo dejó perfectamente doblado sobre una mesita central y se puso en pie, sonriéndome.

—¡Hasta que por fin! Pensé que te habías perdido en alguna de estas empedradas calles. —Me dijo mi jefe, claramente burlándose de mi pésimo sentido de orientación.

—Hummm, no lo creo Hugo. Es verdad que frecuentemente no me ubicó bien, pero para su desgracia y fortuna mía, en mi paseo iba muy bien acompañada por una inteligente guía turística que conseguí. ¡Jajaja! —Le respondí también en tono jocoso.

—Antonella y yo colocamos sus pertenencias en la habitación. ¿Aún no ha reclamado su tarjeta de acceso? La mía tiene una encantadora vista desde donde puedo ver la torre de oficinas. Está ubicada frente a la suya. —Y mi jefe me miraba, un tanto diferente. ¡Quizás evocando aquella tarde en el hotel de Madrid!

—Por qué supongo, –le insté– que tendrá deseos de darse una ducha y ponerse usted, algo más informal para salir conmigo a cenar. Además Hugo… ¡Creo que me debe una explicación! —Le hablé, advirtiéndole de mi molestia por la encerrona que me había hecho en la sala de juntas, mientras nos dirigíamos hasta la recepción.

—Es verdad, tienes la razón como siempre. ¿Vamos a la habitación y me esperas un momento? —Me dijo muy sonriente, como fiera agazapada esperando la oportunidad para saltar encima de su presa.

—Hummm… Hugo, prefiero esperarle en la cafetería, no vaya a ser que le dé a usted por querer que le refriegue la espalda. ¡Otra vez! —Y me reí.

—Vaya no está nada mal esa idea mi ángel. —Me respondió y en su rostro se proyectó aquella expresión de intenciones encubiertas, obviamente acompañadas por su sonrisa de malicia.

—¡Jajaja! Claro que ya quisiera, pero no Hugo, me apetece mejor un café y de paso realizo una llamada importante.

—¿A tu esposo? —Curioso me preguntó.

—Sí, y saludo a mis hijos. Me hacen mucha falta. ¿Usted ya hablo con su mujer? —E inmediatamente cambio su semblante, de feliz conquistador ha vencido seductor.

—Esta tarde lo hice, cuando estaba reunido con mi amigo Peter recordando viejos tiempos y además para avisarle que David, otro amigo con el que coincidimos en Boston, va a pasar unos días en Madrid y desea verla nuevamente.

—¡Hummm vaya! Sí que es pequeño este mundo. ¿No le parece? Y quién es ese amigo suyo… ¿Peter? ¿Lo pronuncié bien? ¿Trabaja en las oficinas principales en Nueva York? —Le pregunté interesada.

—En realidad Silvia, Peter hizo el MBA con David y yo en Harvard. Pero David se hizo muy amigo de mi esposa Martha, quien por esa época había decidido viajar para estar conmigo y de paso, preparar mejor su inglés, seis meses antes de culminar mi estadía en Norteamérica. Y Peter, pues ahora trabaja para él. David se inmiscuyó en la industria petrolera. Y están en esta ciudad gestionando una probable adquisición de acciones de un importante grupo italiano.

Saciada mi curiosidad, mi jefe se dirigió a su habitación y yo a la cafetería del hotel. Hablé con mi esposo ya más en calma, relatándole mi día lleno de buenas noticias laborales y culturales, pues yo estaba dichosa de haber deambulado y fotografiado parte de la ciudad. Me escuchó con detenimiento, emocionado por los detalles de mi paseo junto a mi asistente y felicitándome por mi buen desempeño. Rodrigo también estaba dichoso por su doble negocio, muy cansado eso si para poder cumplir con su palabra al comprador. Y para no dañar aquel buen momento, omití el pequeñísimo detalle de que tendría que dejarle a él y a mis pequeños, cada tres meses a partir de ese momento. Un sacrificio que pensé, sería mejor exponérselo personalmente.

—¿Qué prefieres para comer? —Me dijo llamando mi atención, cuando bajó de su habitación.

Y ese hombre allí esperándome de pie, con su look informal pero distinguido, me pareció muy guapo. Verlo con un jersey negro de cuello alto, pantalones negros también a cuadros y zapatos de amarrar perfectamente lustrados, más con los lentes oscuros de carey sobre su cabeza y su sonrisa que en Madrid parecía dejar en casa cuando iba a la oficina, le hacían ver realmente como un maduro muy atractivo.

Salimos los dos separados hacia a la calle, dejando atrás la recepción y ya fuera del hotel, mi jefe ahuecando su brazo derecho, me invitó a pasar el izquierdo mío por debajo del suyo, para así caminar como una pareja de… ¡Muy buenos amigos! Claro, de esos sin derecho a nada más cercano que una buena relación laboral. Él como mí elogiado jefe y yo, su fiel secretaria y amiga confidente, lejos de nuestras respectivas parejas.

Mi jefe revisó una aplicación en su móvil y atravesando la Piazza San Carlo, por una calle empedrada, dimos con una vía ancha y pavimentada con sus edificaciones de estilo barroco, engalanada por arcos de piedra y frisos preciosos. Y un poco más allá, ingresamos a un bello y elegante restaurante de comida japonesa.

Y en verdad se comportó como todo un caballero durante la cena. Hablamos de aspectos organizativos y administrativos, entre bocado y bocado. Orgulloso de mi por la presentación y claro, disculpándose por dejarme a mi toda la exposición. Según él, porque yo estaba más enterada que él, al haberlo realizado en conjunto con mi compañera Magdalena y además porque estaba plenamente convencido de mis habilidades.

Un hermoso lugar en una bella ciudad y en una noche estrellada, la comida deliciosa y la manera tan eficiente y amigable con la que nos atendieron, redondearon unas horas ciertamente agradables. No hizo en toda la velada, alguna inapropiada proposición. Tan normal, que de vuelta hacia el hotel bajé mis defensas y sin reservas le invité una cerveza para hablar de cosas más banales, –mientras yo fumaba un cigarrillo– como por ejemplo el noviazgo de Francesco y si su familia no lo veía mal.

También conversamos sobre Antonella, quien me había parecido además de hermosa, muy eficiente y así me enteré que fue el mismo, quien después de revisar sus estudios y experiencia laboral, sugirió la contratación de Antonella por encima de las demás, debido a su edad muy similar a la mía, lo cual pensó que me daría más seguridad y familiaridad, sumado obviamente al hecho de hablar español. Agradeciéndole con un beso en su mejilla, nos fuimos cada uno a su habitación a descansar, yo personalmente estaba rendida de mis pies y además que por la mañana, muy temprano pasarían nuevamente a recogernos para ultimar algunos detalles en la oficina. Medio día de trabajo y después a esperar la gran inauguración.

El viernes muy temprano, bebiendo la primera taza de café moca, llamé a Rodrigo para saludarlo amorosamente y de paso, recomendarle recoger a los niños a mediodía del sábado para reunirnos ya en el piso a mi llegada. Me comentó que no se demoraría mucho en la entrega de los dos automóviles debido a que el sábado debería trabajar media jornada y domingo completo, el martes si podría descansar. Lo noté muy emocionado y con sendos ¡Te amo!, nos despedimos hasta una nueva comunicación en la noche.

Entretenida en el trabajo junto a mí jefe y Antonella en «mi oficina», se acercó hasta la puerta el divino Francesco, –con su sonrisa sana y resplandeciente– para recordarme la invitación a almorzar junto a su novio Doménico. Inmediatamente dirigí el común café de mis iris hacía los escasos grises de mi jefe, quien tan solo me miró con resignación. Antonella por el contrario, tomó su bolso, el informe respectivo en la carpeta gris y nos acompañó, despidiéndose prudentemente con su mano, estrechando la de don Hugo.

—Solo es un lugar para que la comunidad LGBT disfrute sin reservas. —Me fue comentando emocionado, –como un niño con juguete nuevo– el guapo Francesco con respecto a la nueva adquisición de su prospera familia y que él personalmente administraría.

—La idea fue de Doménico, que tiene un amigo que es un DJ internacional. Organizaremos fiestas, con pista de baile interior y exterior. También fuera un espacio amplio para divertirse sin temor al rechazo. Tendremos buena música y tarimas para espectáculos Drag Queen y shows con artistas invitados. ¡Sera sensacional! —Me parece que vas a necesitar de un fuerte plan de marketing, utilizar las redes sociales y aplicaciones de citas. Hay que generar mucha recordación entre las personas y no solo en la ciudad sino a nivel nacional e internacional. —Le respondí y continúe con mi explicación.

—Las cifras en tu informe no pintan nada mal, sin embargo debes tener en cuenta otros aspectos cruciales para que se obtengan beneficios a mediano y largo plazo. Debes mantener los números en verde. —Le comenté mientras daba el ultimo bocado a mi «Rissotto alla Millanese». Y Antonella revalidó mi acotación con el movimiento afirmativo de su cabeza.

—No solo los espectáculos y la música harán la diferencia. Debes atraer al público con el buen servicio, ya qué será fundamental para lograr crear un buen nombre, que se traduzca en un importante factor diferencial. ¿Está bien ubicado? —Le pregunté terminando de un pequeño sorbo, mi copa de vino tinto.

—Sí lo deseas preciosa Silvia, podemos ir en seguida y así me das tu sincera opinión. —Me ofreció de manera jovial visitar aquel local Francesco, mientras Antonella batía sobre la mesa sus dos manos y exponiendo a continuación el porqué de su negativo gesto.

—Pues será más tarde en la noche, ya qué estas dos plebeyas, deben salir con urgencia al salón de estética, para que esta noche parezcamos todas unas princesas ante el escrutinio de las damas de la realeza. ¡Jajaja! —Y mi bella asistente tomándome del brazo, me hizo poner de pie.

—Desconozco ese mundo nocturno de frenética rumba gay, especialmente el tuyo aquí en esta ciudad, corazón. —Le respondí con sinceridad a bello italiano.

—Yo, lamento no ser de mayor utilidad, Francesco querido, tal vez solo sea buena con las cifras pero si gustas, esta noche nos escapamos temprano de la inauguración y vamos a la tuya. Ya con más tiempo y calma, me enseñas tu nueva adquisición. ¿Te parece? —Y el guapísimo muchacho, resignado, asintió con su cabeza y de la mano de su novio, nos acompañó hasta la salida.

Miré la hora en mi dorado reloj de pulsera con incrustaciones de fantasía y le envié un mensaje a mi esposo, relatándole por encima lo que iba a suceder en las próximas horas. Me respondió casi en seguida y me contó que había estado ocupado, ultimando algunos trámites y que solo hasta el atardecer, acudiría al piso para arreglarse. Nos deseamos mucha suerte en nuestras respectivas reuniones y quedamos de hablarnos por la noche. Efectivamente Antonella me llevó a un salón para que nos maquillaran y peinaran y luego me dejó a las puertas del hotel.

Hacia las siete de la noche, llamé a mi jefe para avisarle que ya estaba lista. Finalmente me coloqué el vestido platinado, que con su brocado de finos hilos de plata, distribuidos en formas geométricas, centelleaba bajo las luces del pasillo y que con su profundo escote, y espalda al aire, no me permitiría mucha libertad de movimiento. Y cuando pude ver a don Hugo, abriendo la puerta de su habitación, los dos al mismo tiempo nos quedamos con la boca abierta.

El estilo del traje elegido por mi jefe, con su blazer blanco a rayas azules, camisa de lino azul marino, corbata de seda y pantalón también índigo pero en un solo tono, le hacía lucir sumamente atractivo y el olor de su colonia, la misma que dejó impregnada en mi vestido aquella tarde y me causó dolores de cabeza con mi esposo, inundaba con agrado mis fosas nasales. Le acomodé un poco el pañuelo de lunares blancos diminutos sobre la tela de seda añil, en el pequeño bolsillo de su blazer y le adulé por su imagen tan varonil. El también hizo lo mismo, agradeciendo que por fin llevara encima, el vestido que él juraba que yo había escogido en ese almacén, pensando en él. No fue así, pero el destino quiso que antes que mi esposo, fuera mi jefe quien tuviera el placer de posar el gris de sus ojos sobre la brillante tela que cubría a medias mi cuerpo, admirándome de arriba hacia abajo, paseando tímidamente la punta de la lengua sobre sus resecos labios.

Recién se abrieron las puertas del elevador, del falso techo colgaban globos platinados y festones escarlatas; y de pronto me sentí intimidada por todas esas miradas escrutadoras, mi jefe por el contrario, feliz y presuntuoso de llevarme a su lado, tomada del brazo. Saludos del personal y de algunos de los socios quienes estaban acompañados por sus esposas. Señoras también de edad con vestidos mucho más recatados, que saludaban fingiendo agrado por la recién llegada y aparte debí sonriente, soportar las miradas obscenas de sus esposos hacia mi pecho, esperando por un eventual descuido mío.

Doménico, Francesco y su padre, afortunadamente vinieron a mi rescate y aproveché el encuentro para preguntar por mi asistente.

—¿Y Antonella? —Le pregunté a Francesco, con mi voz y mirada.

—Humm Silvia, creo que no demora. Es mujer y como tal, es de las que se hace esperar. ¿Champagne? —Y separándome del cobijo de mi jefe, me llevó hasta el fondo del amplio piso, exactamente al lugar donde habían preparado una larga mesa cubierta con un delicado mantel blanco bordado, sillas altas e igualmente cubiertas por similares telas y un amplio moño de brillante tela carmesí en el espaldar.

Allí le solicitó a un mesero, las respectivas copas de la espumosa bebida. Y así, acompañada por el guapo italiano, Francesco me fue presentando a algunas personas que no trabajan en la organización pero que él las había invitado primero a este evento y posteriormente a la inauguración de su discoteca. Eran jóvenes como él, y de clara tendencia homosexual, aunque también había allí tres mujeres, con edades de entre los veinte a los veinticinco años.

—¡Hasta que por fin te encuentro Silvia! —Escuché la delicada voz de mi asistente personal a mi espalda. Me giré y me quedé de una sola pieza al ver la imagen de una sin igual obra de arte italiana.

Antonella se encontraba allí de pie tan preciosa como la más deseada de las joyas de la realeza. Me remonté a mi breve época de modelo de lencería, sin embargo la preciosa italiana parecía más una modelo de pasarela y revista de modas, con su talle frágil y espigado, la tez de una laja de mármol pulido, con su boca entre abierta como los pétalos más delicados de una urbana rosa turinesa y la redondez de sus preciosos ojos almendrados que se veían más grandes que nunca, gracias al arco alto de sus cejas negras matizadas.

Su vestido era suntuoso, muy provocativo y seductor. Los delicados pliegues del chiffon rojo envolvían su figura y que en sesgadas franjas ascendían desde sus muslos, entrelazando la delicada tela translucida hasta un palmo por encima de la cintura, muy ajustado a sus caderas, confirmando visualmente las rotundas elevaciones de sus nalgas y terminando en unas ajustadas copas que recubrían sus senos, ya arrullados por un coqueto brassier con transparencias y de negros encajes.

Complementando el ajuar de princesa turinesa, Antonella usaba unas mangas del mismo hilado retorcido, que desde las muñecas los cubrían hasta unos cuatro dedos por encima de los codos, perfeccionada su admirada belleza por aquel peinado irreverente y distinto al del jueves que me recibió. Rizada su azabache melena, labios de fresco melocotón sin brillo, contrastando con la brillantez de su vestido, Ojos bien marcados por un rímel potente y suave rubor mate en los pómulos. Hermosa y encantadora mi asistente. ¡Matadora! Como diría mi esposo si la viera.

—Estas… ¡Preciosísima! –Fue lo único que atiné a decirle–. Menos mal que has llegado, con tanta mirada y comentarios al oído entre las señoras de los socios, me estaba sintiendo fuera de lugar. Debe ser por este vestido tan… ¿Te parece inapropiado?

—Para nada Silvia. ¡Resplandeces como una hermosa estrella! —Me respondió Antonella. Honesta su voz y coqueta aquella mirada con trazas de avellanas.

Don Hugo nos ubicó hablando en medio de las personas que nos colaborarían en la ejecución de nuestras propuestas y pasando su brazo derecho por detrás de mí desnuda espalda, reposó con suavidad, su mano sobre mi cadera diestra y alejándome de Antonella, recorrió el lugar conmigo de su lado, bebiendo él de su vaso de escocés y yo otra copa de champagne. Orgulloso de pasearme por aquella amplia oficina, –tal cual mi esposo me lo había expresado días antes- y lucirme junto a él, para terminar unos metros más allá, dialogando mi jefe con dos de los socios, ellos acompañados de sus aristocráticas mujeres, quienes en italiano hablaban y me miraban mientras lo hacían.

Los hombres adultos con sus ojos puestos en la «V» del escote, o el perfil de seno que se adivinaba bajo la delicada tela, devorando imaginariamente los poros de mi piel y las señoras, simulando una afable sonrisa. No supe de qué conversaban. Aparentemente yo era el punto focal de sus palabras y las risas, y como una idiota solo les agradecía en español sin saber si era ofendida o halagada en italiano. ¡Tal vez era esto último! ¿Pero debido a qué? ¿A mi desempeño profesional? ¿Mi figura latina tal vez? O… ¿A lo atrevido del vestido que les ofrecía tanta piel para fantasear retozando conmigo?

Francesco y su novio, de pronto aparecieron como a las diez de la noche, tomados de la mano y sonriéndole a mi jefe, el apuesto italiano apoyó su brazo por encima de los hombros de mi jefe, para decirle muy confiado y en un perfecto español, como para que yo lo comprendiera todo y diera seguramente el visto bueno a su proposición…

—Bueno Hugo, creo que ya es hora. Vamos a secuestrar unas horas a tu hermosa asistente. La juventud debe buscar ahora un lugar un tanto más movido y dejar de estar rodeados de tantos «vejestorios». No te preocupes por ella que la cuidaremos y te la devolveremos muy temprano en el hotel, sana y salva. En sus cinco sentidos, no lo podría asegurar. ¡Jajaja!

Y don Hugo con cara de conformismo, se despidió de mí cariñoso y con una casi paternal expresión en su rostro, me dijo…

—¡Ten mucho cuidado y bebe con moderación! —Y la iluminación de sus ojos de luna plateada, se fue diluyendo tras los pasos que me fueron separando con rapidez de él.

Iba Francesco junto a su novio en su deportivo plateado por delante de nosotras, trazando con el relumbrante rubio de las luces, las curvas de una colina no muy elevada, en las afueras de Turín. Antonella conducía el rojo suyo y sonriente, a veces me miraba y en otras ocasiones el retrovisor. Yo pendiente del paisaje iluminado por la claridad que otorgaba la luna, pensé en mi esposo y en su promesa de mantener lejos las manos del cuerpo de su compañera de trabajo en esa noche.

Luego de una amplia curva a izquierda, ante nosotras se hizo luz primero y al detener los autos ante un gran portón de madera, en medio de dos columnas de piedra de rio, escuchamos ruidosa música, elevados gritos, aplausos y festejos por doquier. ¡Demasiada algarabía! Pensé.

La reja se abrió raudamente y pude observar una mansión de paredes pintadas de cal. Dos pisos soportados en amplios arcos y cubiertas a dos aguas en rojas tejas romanas. Pinos altos y delgados iluminados para navidades, a uno de los costados de la amplia zona de estacionamiento y en el centro una fuente de agua, con dos ángeles desnudos iluminados por tres focos de rosada luz.

—Bienvenida Silvia, este es el lugar. Nuestro sitio para vivir y disfrutar como lo deseamos ser, sin restricciones ni miradas acusadoras. —Me dijo muy feliz Francesco, entre tanto Doménico saludaba efusivo a un grupo de personas con vestuarios para un carnaval, pelucas de colores encendidos y exuberantemente maquilladas.

De lejos parecían mujeres, pero ya más de cerca, pude darme cuenta de que eran hombres, por los rasgos rudos de sus rostros y la musculatura de los brazos que permanecían rodeados con las adornadas guirnaldas de plumas coloridas. Eran altos, y mucho más gracias a su calzado de plataformas que yo como mujer, me daría temor usar. Uno de ellos era muy parecido a Marilyn Monroe, otro más imitaba a una cantante americana que a Rodrigo le encanta por sus espectaculares shows, no recordé su nombre pero Madonna claramente no era. Los otros tres, la verdad que ni idea.

—Vamos «cara mía». ¡Ven y te das una idea del lugar! Me acaban de comentar que hace veinte minutos empezó la fiesta, ¡Dentro está que arde! —Me invitó Francesco, abrazando por igual a Antonella y esta a su vez, extendiéndome su mano y en el interior, bajando unas preciosas escalinatas hacia un amplísimo salón, nos recibió una oleada de calor.

Sonido estridente, colores rosas en las delicadas cornisas, una ardiente franja roja un poco más abajo. Naranjas y amarillos intensos; el verde de un bosque y a continuación una franja turquesa seguida de un profundo azul índigo y por último el color violeta de la pasión. Festones, globos platinados en forma de corazón y letras doradas que hinchadas, flotaban sobre las mesas circulares a los dos costados. Luces multicolores y olores variados a menta, canela, fresa y otro apestoso, muy dulzón, que sin dudarlo era pura marihuana fumada.

—¿Y las oficinas? —Le pregunté a mi agraciado anfitrión.

Y él mirando a mi hermosa asistente, le habló al oído algo y me envió con ella hacia unas escaleras, también con pisos de mármol, hacia el segundo nivel. Allí una cómoda oficina con sofás de cuero beige, pinturas de desnudos amantes bastante explicitas, dos escritorios y pantallas gigantes de televisión, que en alta definición, mostraba desde las alturas, la espectacular imagen de la rumba más abajo. Dejamos nuestros bolsos y amparada en el medianero silencio, tomé mi teléfono y marqué al de mi esposo. No respondió. Miré la hora en mi reloj y pensé que era tiempo de disfrutar de la noche, obsequiándole una sonrisa a mi asistente seguida de unas pocas palabras…

—¡Ya es hora Antonella, vamos pues las dos a divertirnos! —Y dejé confiada mi bolso y dentro, la tarjeta de la habitación, mis documentos y también el móvil.

Extendía sus brazos hacia las alturas de la nada y luego de aquella misma lóbrega nada, sacudiendo las ondas de su melena rizada como el mar agitado, se aparecían albas sus dos manos y diez dedos clarificados frente a mis ojos y que sin reparos, acariciaban mi rostro con efusiva alegría y en perpetua ternura, el contorno de mi boca. El fervoroso fulgor en su mirada avellana y la constante sonrisa en su rostro, me seducían con mucha picardía. Aquella risa contagiosa que me alegraba la noche, despejando mis temores y controvirtiendo mi apostólica moral, me animaba a seguir sus pasos; bueno al menos a intentarlo, dando saltos descoordinados, ella arriba y yo abajo. Subía yo emocionada al cielo, despegando la suela de mis zapatos de tacón del brillante entablado y con los brazos abanicando la nube blanca del gas que por ratos permitía exhibir los colores de un arco iris y que a mediana altura, nos envolvía a todos en el centro de la pista de baile, muy feliz Antonella me rodeaba con sus brazos, evitando mi probable caída.

Y ella, mi preciosa asistente italiana, se acercaba para cubrir con la esquivada tela mi seno izquierdo, brillante por el sudor y rebelde por su agitada desnudez. Una primera vez, después de la segunda se venció. ¿O no? A la tercera tan solo me lo acarició, presionando la redondez y con su pulgar, rotándolo por encima del altivo pezón. Y entre tanta música, luces de mil colores rompiendo de vez en cuando la oscuridad del lugar, aprovechaba la intimidad que el humo colorido y aroma a fresa nos ofrecía, para mirarme con vibrante intensidad y orillar el grosor de sus labios, sobre los apacibles míos.

Cuando cansada de mis pies estaba, me acompañaba hasta nuestra mesa y en una de las tantas veces, una mano delicada y tersa, pretendía escalar mi muslo por la abertura de la falda. Me gustaba esa sensación, caricias permitidas, seductores avances… ¡Para qué negarlo! Estaba dichosa y algo excitada por todo lo que se vivía allí. Observé la hora en mi reloj al levantar la copa de acrílico verde con mi… ¿Noveno? Cocktail Margarita y me sobresalté por la hora. No había reparado en toda la noche en mi esposo, hipnotizada por el ambiente liberador de aquella discoteca y obviamente, siendo objeto de todo tipo de atenciones y licores ofrecidos por Francesco las primeras veces o por Doménico después.

Al comienzo me sentí cohibida por sus manifestaciones de afecto, pero después me acostumbré a verles muy entregados a comerse las bocas a punta de besos apasionados, lenguas rosáceas y húmedas escrutando sus paladares y caricias demasiado sensuales por debajo de la mesa, que en otro lugar serian objeto de desaprobación. Lascivas imágenes que me calentaban, de a poco, pero mojaban mi intima hendidura. Todo aquello en frente de nosotras dos, y al observar a mi alrededor la situación era igual entre hombres con su disfrazada pareja Drag, mujeres con mujeres… ¡Todos en su disfrutada libertad!

—Antonella, se le acabo la fiesta a esta cenicienta. Debo marcharme ya. ¿Me puedes llevar al hotel? Le hablé sinceramente afectada por el alcohol y las ganas de reposar en mi habitación. ¡Había próximamente un vuelo que tomar!

—Solo si prometes dejar aquí, –señalándome su boca– una muestra de que te gustó todo y hasta más tarde en sano juicio, me juras ahora que no te arrepentirás. —Pensé en Rodrigo rápidamente, con seguridad que le iba a gustar cuando se lo contara.

Y sin demostrarle mi afán, –entrecerrando los párpados– me prendí pausadamente de aquella boca primero, y desbocada unos segundos después, de sus labios encarnados que se me antojaban apetitosos y dulces, de un carmín naranja pastel hipnotizante, estrechando el cerco que mi lengua pretendía tomar de su boca, Antonella me recibió con codicia el beso, y tomó con experimentada intrepidez, posesión de mi lengua absorbiéndola dentro de aquella cálida abertura.

No medí el tiempo, quizás solo breves segundos, de pronto las dos entregadas más de dos minutos, lo único real es que me humedecí. ¡Bastante! Y en medio de nuestras respiraciones no contenidas y sexualmente expresadas, no sé cómo me dio por decirle a mi deseada asistente…

—¡Vamos a mi habitación a continuar nuestra fiesta! —Y en el rostro de Antonella, una carita de felicidad se le fue bosquejando con visos de una más que segura conquista. Ella sí, él no.

El cielo plomizo de la ciudad y el viento helado, me recibieron en el andén, presagiando tempestades. Con mi trolley arrastrando tras de mis apurados pasos, me separé de mi jefe, sin despedirme ni darle las gracias por todo y por nada. Y él avergonzado, ni hizo el intento de acercarse a mi o si lo realizó, yo no me fijé en él y tampoco lo escuché. Tras pisar la acera del aeropuerto de Barajas, un taxi me acercó a mi hogar ya en la tarde. La verdad, me tomé unos minutos, indecisa en el pasillo en frente de la puerta. Respiraba muy agitada y las palpitaciones en mi corazón, por supuesto aceleradas.

Finalmente como una piadosa mujer, que no lo era tanto en verdad, me persigné y respirando profundamente liberé la tensión de los músculos y giré la perilla abriendo la puerta a la realidad.

Encarnado el silencio en cada objeto, en cada mueble y rincón de la sala de mi hogar, me dio de frente el frio de la soledad que provenía de las habitaciones por el estrecho pasillo. No esperaba el abrazo de mi esposo, obviamente. Pero si al menos la algarabía calurosa de mis hijos como recibimiento. Descargué el abrigo sobre el brazo del sofá, el trolley plateado ni siquiera lo acomodé. Lo dejé solitario a mitad de camino entre el comedor y la cocina. Lo importante era averiguar y entonces teléfono en mano le marqué esperanzada a Rodrigo. Todo igual con él y con su móvil fuera de servicio o apagado. ¡Mi madre! Pensé, y en pocos minutos por fin el generoso saludo de la persona que siempre me acogería con ternura y amor entre sus brazos, abriéndome de par en par, las puertas de su casa si llegado el caso, lo pudiera necesitar.

—Ya llegué madre mía, ya estoy aquí. —La saludé.

Y cuando ella me escuchó se emocionó tanto, como casi siempre lo hacía con las llamadas de sus hijos, casi hasta llorar.

—¡Hola mi princesa! ¿Cómo me le fue en el viaje de regreso? —Preguntó animada por mi retorno.

—Bien mamita hermosa. —Le respondí. ¿Y los niños? ¿Ya los recogió Rodrigo? —Le pregunté con ansias por saber de mis dos pequeños amores.

—¿Rodrigo?... Pero mi amor si el «arremuesco ese» llamó temprano para decirme que tú vendrías por ellos. ¡Que él estaba trabajando hoy! —Y sí, a mi madre mi esposo nunca le agradó. Por un medroso y estúpido silencio de mi parte, Rodrigo cargó con la cruz de mi desfloración y eso mi madre nunca se lo perdonó.

—Ahhh, si es verdad. Lo siento mamita pero se me olvido. ¡Ya paso por ellos! —Le respondí evitando entrar en más detalles. Pero mi madre que es como una bruja, esa tarde algo sospechó.

—Tranquila, no te afanes que ahora que regrese Alfonso con ellos del parque, los arregló y vamos para allá. De paso me muestras las fotos y me cuentas como es Italia, mientras tomamos un chocolate caliente. Nosotros llevamos los churros. —Me respondió con gran alegría y yo, sin ganas de verla a la cara. De seguro con su intuición, sospecharía que entre mi esposo y yo, algo sucedía.

—¿Me llamaste? —Aquellas palabras de un mensaje al móvil de Martha, habían sido escritas a las 3:10

—Ya estaba durmiendo, Martha. ¿Sucede algo con los niños? —Escribió un minuto después. ¡Mentiroso!

La respuesta de Martha a su esposo, tan solo fue…

—Sí, ellos están durmiendo en casa de sus compañeritos. Te marqué porque te extrañaba. Disculpa por despertarte. Vuelve a dormir y cuando puedas o quieras me llamas.

Pero ni le escribió ni la llamó, mientras yo conducía con precaución en dirección al hotel.

—Rodrigo… En serio que lo lamento. No pensé que Hugo y tú esposa, fueran a terminar liados en este viaje. La terapia con Almudena parecía estar funcionando. Dormimos en la misma cama, aunque no hacemos nada, aún. Pero si hablamos y nos comportamos delante de los niños como antes de que yo… —Y de nuevo Martha lloró amargamente. Se acomodó en el centro del asiento posterior y continuó diciéndonos…

—Deberíamos llevar las cosas con calma, nos lo pidió Almudena. —Y diciendo esto la escuché maldiciendo varias veces y golpeando fuertemente sus muslos, pero no con las palmas de sus manos, en lugar de ello, lo hacía con sus puños cerrados. ¡Me mintió! ¿Porque?

—Sí, Claro. Por supuesto Martha, muy en calma entre ustedes dos, pero por lo visto, tu queridísimo esposo seguía a tus espaldas empeñado en tirarse con todas sus ganas a mi mujer. ¡Y por lo visto lo logró! —Le respondí con mi voz entrecortada.

—Se suponía que Hugo debería de abstenerse de tener sexo hasta que Almud… ¡Por Dios! Rodrigo será qué… ¿Crees que ella también nos mintió? —Me preguntó Martha bastante afectada y limpiándose la nariz.

—Pero porqué lo haría, si es nuestra amiga. Que ganaría Almudena con eso. ¡No! ni sé qué pensar ya, Martha. Es que no veo a mi mujer mintiéndome de nue… ¡Mierda! Pero sí yo hablé con ella y la escuchaba muy bien. Todo estaba normal. —Y golpeando el volante con fuerza, me detuve a un costado de la avenida.

—Martha será qué él, que tu esposo… ¿La emborrachó para poder follarsela? —Seguía enojado y llorando. Aun así, yo continuaba buscando una razón y mil motivos para disculparla y dije una estupidez que hirió a Martha.

—Mira Rodrigo, Hugo podrá ser todo lo malo que tu pienses, pero jamás se aprovecharía de una mujer. Tiene sus principios, y es tan buen hombre como tú.

—¡Discúlpame! Es que no sé qué más pensar Martha. —Me excusé con ella y Paola me alcanzó un pañuelo de los que llevaba yo en la guantera del Mazda, para poder sonarme la nariz.

—Rodrigo, créeme que si lo hubiera sabido no habría insistido en que Hugo se acostara con su secret… Con tu esposa, para aliviar en algo su dolor y emparejar así nuestra relación. —Y continuó llorando y sorbiendo por su humedecida nariz.

—Yo, en serio que lo último que quería era destruir tu matrimonio. ¡Nunca! Escúchame bien Rodrigo, jamás pretendería utilizarte ni matarte en vida, como ahora estas. Lo siento, lo siento mucho. ¡Perdóname, Rodrigo! ¡Perdónanos a las dos!

Y llorando amargamente, Martha me pidió que la llevara mejor hasta su casa. Paola asombrada, acariciaba mi mejilla para luego posar su mano con firmeza sobre la mía, la que reposaba sobre la palanca de cambios y decirme con su acostumbrada jovialidad...

—¡No jodaaa, Nene! Pero que carnaval te han montado. ¿Y todo para qué Rocky? Es mejor que la dejemos en su casa y los dos ya más tranquilos en mi hotel, tomemos algunos roncitos con rodajas de limón para tranquilizarnos y deja de andar cuidando el culo de tu mujer. Allá ella con sus parrandas y los remordimientos. Anda «Cachaquito» hermoso, no te preocupes tanto, que como bien decía mi abuela… ¡Eso con jaboncito y agua se lava y queda igual!

Continuará...

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