Nuevos relatos publicados: 6

El regalo: Un antes y un después (Vigésima séptima parte)

  • 30
  • 11.205
  • 9,67 (27 Val.)
  • 3

Habían transcurrido por lo menos diez minutos desde que mi esposo Rodrigo y Paola, –su bella compañera de trabajo– se habían marchado del piso para pasar toda la madrugada juntos. Y yo, seguía allí de rodillas, tan desnuda y devastada, llorando sin poder detener la marea que empapaba mis mejillas y respirando agitada sin conseguir la calma. Por supuesto también con tantos pensamientos como remordimientos, sobre la alfombra de mí sala de estar. Completamente sola y tan… ¡Desconsolada!

Nunca pensé que todo fuera a terminar de esta manera. Intenté salir de caza en medio de la espesura de sentimientos, en la mitad de esas intranquilas sensaciones y simplemente no pude. Había caído en la trampa, una muy bien preparada por mi esposo y con la colaboración de su amante. ¿Pero cómo iba yo a saberlo? ¿Cómo poder adivinarlo? Rodrigo me había sorprendido aquella noche con una velada inesperada y yo, sencillamente me había hecho a la idea de que al volver a mi hogar y enfrentarme a él después de todo lo ocurrido, seria recibida por mi marido con centenares de reproches, algunos injustificados insultos o como aquella primera vez, con su dolorosa indiferencia. Nunca se me pasó por la mente aquella «amorosa» bienvenida.

¡Me sorprendió! Esa fue la amarga verdad. Descolocando mis pensamientos y de paso, mandando a la mierda todo el discurso que aquella tarde junto a mi amiga Amanda, habíamos preparado. Porque en sus brazos me refugié después de reconocerme que el préstamo del dinero era para quitarme en parte la preocupación de los gastos que apremiaban mi hogar, –la otra usada para mi nuevo ajuar– aunque ese nido de amor estuviera roto por las mentiras de un hombre que mi amiga, –sin conocerlo realmente– había colocado en un pedestal primero y luego ella misma con sus propios ojos y medios lo bajó de ese lugar. —Hombres, tesoro. ¡Todos son la misma mierda!–. Me dijo entregándome el dinero envuelto en un sobre de papel.

¡Sí! Amanda me reveló como días atrás, en aquella misma discoteca, mi esposo se había citado con aquella joven con quien compartía ella el piso y que por lo visto tuvo claros visos de una infidelidad de Rodrigo, si ella no se hubiera anticipado. Pero quedó marcado en mi corazón ese otro intento de traición. ¡Ojo por ojo y diente por diente! Infidelidad pagada con otra traición.

Una botella de Vodka con etiqueta roja, una cubeta con hielo, rodajas de ácido limón, hojas de verde menta y solo dos vasos. ¡Dos!, no tres. Y las velas rojas que iluminaban aquella sala, creando un ambiente cálido y especial, uno que creí tan romántico. Asombrada completamente, cuando abrí la puerta del piso y supuse que todo aquello, era una forma de pedirme perdón y «hacer las paces». Porque todo tengo que decirlo, y es que Rodrigo siempre ha sido un alma noble y por sus venas fluye la sangre de un romántico empedernido. En extremo detallista y desgraciadamente para mí, muy calculador.

Observé a mí alrededor, las tiras rasgadas del papel que momentos antes envolvió tentadoramente, aquel «inolvidable» regalo. Solitarias y dispersas como yo, adornaban en descoordinado desorden el suelo de laminado caoba y a mi lado izquierdo, –arrugada como mi alma– reposaba la fina bata de un translucido negro en el centro de nuestra sala y sobre uno de los brazos del sofá, mí tanga brasilera, poco usada y extendida al revés. Trofeos caídos y apartados de mi cuerpo por aquellas suaves manos que solo pude imaginar, mostrando explayada en aquella pequeña prenda, la humedad blanquecina del éxtasis estimulado por electrizantes ondas, a causa de aquella rosada mariposa de silicona, que permanecía en calma sobre la mesita auxiliar, simulando ser una vanidosa compañía a la botella de aguardiente sin tapar.

Todo allí no colaboraba para apaciguar mi dolor. Me hacían mala compañía, presionando aún más el abatimiento en mi pecho e impulsando mis ganas de salir corriendo a cualquier lugar. Me levanté, recogí la bata y con ella abrigué un poco mi desnudez. Apagué las rojas velas con rabia y ardores momentáneos en las yemas de mis dedos. Y así en penumbras, me fui alejando del terreno donde no disputé la batalla, engañada me entregué. Sin comer nada, porque hambre no sentía y el malestar en mi corazón, con seguridad se hubiera encargado de apartarla. Pero con la botella de aguardiente en mi mano izquierda, los cigarrillos y el rosado encendedor en la derecha, me dirigí con pasos derrotados hacia la alcoba principal. ¡Vacía!

Pero era mejor para mí refugiarme allí, pues en aquella sala me sentía perseguida por el fantasma de una más que segura separación. Busqué mi bolso, uno nuevo de estilo «carryall» en neopreno negro, muy ligero y práctico, que había comprado con el dinero que Amanda, –dos días antes de cumplir con el pacto– me había ofrecido como préstamo, el cual nunca llegaría a cancelar, pues cuando mi amiga se enteró del uso que le iba a dar, ella emocionada me lo entregó para que yo también consiguiera la justificada… ¿Compensación?

—¡Rodrigo, él se fue! Hugo... Él finalmente me abandonó. —Y pude escuchar como Martha sollozaba al otro lado de la línea.

—¡Martha!… Primero que todo cálmate. Lo que sucedió, consumado está. Y ahora tanto tú como yo, debemos enfrentar las consecuencias. ¡Tranquilízate! Dime donde estas, preciosa. ¿Quieres que te recoja? —Y Paola aferrada a mi brazo derecho, quien pudo escucharlo todo con bastante claridad, agitando con rapidez en el aire su mano derecha como si se le estuviera quemando, apretó también sus carnosos labios rojos, en coloquial gesto suyo de… —¡Erdaa, nene! Que hijueputa cagada–.

—Me quiero morir Rodrigo. ¡No puedo seguir sin él! —Me habló entre gritos que causaron más que sobresaltos, una gran pena en mi corazón.

—Ya voy Martha. Dime por favor donde te encuentras y espérame. Estoy con Paola y ya vamos por ti. —Le respondí apurando el paso junto a mi rubia compañera, para llegar a la SUV.

—Rodrigo, si ven por mí, ayúdame. Estoy fuera de la casa de Almudena. Ella… ella no me escuchó. Tiene una de sus fiestas privadas ya sabes dónde e insistió en que yo participara. Pero no… ¡Yo no quiero! Ya no sé qué hacer ni a quién acudir. —Giré la llave de encendido y me puse en marcha con afán.

—Ok, no te muevas, paso a recogerte y hablamos. —Y en la camioneta que antes era de Almudena, literalmente volé por las avenidas, las calles iluminadas y los semáforos titilantes en amarillo, que me pedían precaución pero que a su vez, me separaban de aquella doncella en apuros.

Los faros de la camioneta ubicaron la figura de una mujer con la cabeza recostada sobre sus dos brazos, cruzados ellos a su vez por encima de sus piernas recogidas; sentada a un lado de la entrada, sobre la fría acera aquella madrugada, se abrigada Martha con una chaqueta vaquera de azul desteñido que llevaba colocada, apenas por encima de sus hombros. Un sólido bolso grande y marrón de lona con flecos largos, al mejor estilo de una bandolera del viejo oeste, pantalones de jean a juego y zapatillas blancas con las famosas tres franjas diagonales a los costados. Parquee justo a su lado y descendí para tomarla de los hombros y levantarla, solo para perderme en el brillo húmedo de sus ojos de miel. ¡Agradecida por el reencuentro!

—Ya estoy aquí preciosa. Tranquila Martha, entra a la camioneta y hablamos. —Le dije, mientras abrazado a ella la conducía a la portezuela trasera. Mi rubia barranquillera la esperaba ya en el asiento posterior para acogerla ofreciéndole como amparo, el cálido espacio que se formaba entre la cintura y sus rodillas.

—Y ahora… ¿A dónde vamos? —Les pregunté.

Del interior tomé mi teléfono pensando en llamar a mi esposo para decirle… ¿Para pedirle?… ¿Qué? ¡Mierda! No sabía exactamente ni como hablarle. ¿Rogarle? —¡Vuelve mi amor!–. Pensé y continuaban anegados mis enrojecidos ojos, por el llanto. ¿Suplicarle perdón? —¡Lo siento mi vida, en serio lo lamento!–. Cavilé. Y entre quejidos, en medio de prolongados suspiros, seguían brotando gruesas y continuadas mis lágrimas, sin intenciones de detenerse ni calmar la obligada soledad, resbalando juntas desde mi mentón hasta sentirlas caer, mojar y deslizarse por los laterales de mis senos desprovistos de sus recordadas caricias.

¿Un trago? ¡No! Dos largos sorbos más de seguidos. Uno tras del otro. Quería que el alcohol me invadiera internamente con sus ardores, hasta hacerme claudicar la razón. Borrar con cada trago dado a esa botella de aguardiente, –entre inestables espejismos– toda la realidad. Y yo, al parecer me sobre actúe. ¡Sí! fui con él, una desafiante hija de puta. Lanzarme borracha al solitario abismo que me esperaba, en mi amplia cama matrimonial; retardar lo inevitable del día posterior. Aletargar las sensaciones, ocultar mis errores tras sus etílicos efectos, sin coordinación ni motricidad alguna. Ahuyentarme, dejarme caer al precipicio que significaría de ahora en adelante vivir sola, sin él, sin el padre de mis dos hijos. Lo amaba, sí. Infinitamente lo quería tener allí para mí, tanto como deseaba en esa madrugada, cerrar mis ojos con ganas de despertar más tarde y que todo hubiera sido una maldita pesadilla.

Recuerdo sentarme a mi lado acostumbrado de la cama. Mis ojos aún aguados, recayeron casi por inercia, en las fotos colgadas en la pared, mi Rodrigo y yo, –sonrientes tomados de las manos– disfrutando con nuestros hijos del Parque del Retiro, a los pocos días de haber llegado a Madrid. Y volví a recaer en mis intensos sollozos. No se detenían mis lágrimas, caían y caían, humedeciendo bastante la sábana gris. Aspiré y levanté mi cabeza hasta visualizar las luces en el techo.

Luego giré mi cabeza, buscando un poco de aliento, un apoyo necesario y baje la mirada para observar un cuadro con forma de corazón, una fotografía antigua, donde él y yo recién casados, nos besábamos con ternura y en ese beso dado la promesa de una vida entera, juntos hasta ya ancianos, morir los dos al mismo tiempo tomados de nuestra envejecidas manos. Esa foto fue de nuestro comienzo, sin tener nada, solo los dos con nuestros pequeños y nuestro amor. Desconsolada la tomé entre mis manos y la acerqué a mi pecho, pensando si acaso sería posible que se repitiera por mi estupidez y por la suya también, que Rodrigo se alejara de mí, por segunda ocasión.

Me puse en pie porque no me hallaba a pesar de que mi cuerpo si estuviera en aquella habitación, creería que ni me sentía viva aunque respiraba estremecida, adormilada por el dolor y con la gran ayuda del alcohol. Me acerqué a la ventana de la habitación y la abrí de par en par. Sentí la brisa golpear mi rostro, mecer mi ondulada melena. ¡Refrescándome! Dejé sobre mi almohada aquel retrato y tomé con ganas la botella de aguardiente y un cigarrillo, me apetecía fumar. Observé sin mayor atención la calle, a los pocos transeúntes mucho más alla de nuestra edificación y uno que otro auto, circulando silenciosos por la alumbrada avenida. Las nubes pocas y aquella luna, –tan admirada por mi esposo– que en su cuarto creciente, parecía muy sonriente, simular burlarse tan elevada en el firmamento de mis desgracias.

Lo había exteriorizado todo, por culpa de esa mujer de dorados cabellos. Un parlamento insinuado y descrito por mi amiga Amanda. De tanto insistirme, presionarme para imaginarme nuevamente deseada, recordar mi desaforada venganza al ver la cara abatida de Rodrigo, al dejar que mi jefe me besara enfrente suyo y dejarme desear por aquel fornido americano, para incrementar su humillación. Y entre tantos gemidos germinados, –en amplias vocales aspiradas y afirmativos si prolongados– de mi garganta, obtenidos por los finos, juguetones y delicados dedos de aquella mujer, penetrando agitadamente mi mojado interior, terminé por recordar aquella noche anterior con mi jefe, reconocido ante mi esposo y delante de todos en aquel bar, como mi nuevo amante. ¡Sublime actuación! Fatal la decisión.

—«Rolito hermoso», a mi déjame en el hotel. —Me pidió mi rubia barranquillera, aduciendo que lo mejor para Martha y yo, era algo de privacidad al hablar.

Estacionado aún frente al hotel le pedí a Martha que me acompañara a fumarme un cigarrillo, sentados en una banca bajo la artificial claridad de uno de los faroles de la entrada.

—Sabes Martha… ¿No comprendo que pasó? ¿Cómo así que se fue tu esposo, después de realizar su dichosa terapia? ¿No funciono para él o para ti? —varias inquietudes que esperaban por una respuesta y dando luego la segunda aspirada a mi tabaco rubio, sentí las dos suaves manos aferrarse a mi brazo.

—Pero… ¿Cómo así Rodrigo? ¿Acaso Silvia no te lo contó? Todo iba muy bien entre ellos dos y yo aunque nerviosa, debía permitir que pasara y me centré en intentar dejar quererme por el americano que te presenté. Aunque por dentro los celos de ver a tu mujer y a mi esposo tan compenetrados, me carcomieran el alma. —Y yo no salía del asombro con aquella declaración.

—Hugo la dejó tan solo un momento, lo juro. Fue hasta la cocina para prepararnos unos cocteles y entonces nuestro amigo bastante excitado por la situación, besó a la fuerza a Silvia e intentó arrancarle la blusa de un tirón y se jodió todo por culpa de David. Silvia de un rodillazo en los testículos lo derribó en el salón de mi casa. Y hasta ahí nos llegó la fiesta, tu mujer estaba histérica, Hugo alterado le reclamaba en ingles a David por su abusiva actitud y yo, recordando el mensaje que me escribiste en tu tarjeta de presentación, la que pusiste sin darme cuenta dentro de mi bolso, abracé a tu esposa y la llevé para mi habitación, protegiéndola e intentando calmarla.

—Gracias, preciosa. Le agradecí. —También guardo el que tú me escribiste la noche anterior, y aun no lo he borrado del móvil–. Y desbloqueando mi teléfono, busqué el mensaje que anticipaba lo que yo sabía que iría a suceder y entre los dos sin hablarnos, tan solo lo repasamos…

… Van a salir este jueves por la noche. ¿Lo sabias? - 8:02 P.M.

¡No! Aunque lo esperaba no creí que fuera a ser tan pronto. – Doble Check azul.

¿Cómo te enteraste? Fue Almudena la que te lo dijo. ¿No es verdad? – Doble Check azul.

… No y sí. Fue el mismo Hugo quien me lo confesó ayer en la cena. Está nervioso así tú no lo creas. - 8:04 P.M.

… Él ha querido hacerlo pero no ha sabido cómo contármelo sin romperme el corazón. Hugo aún me ama. - 8:05 P.M.

… Yo no quiero que el matrimonio de ustedes dos se rompa. – 8:06 P.M.

Finalmente va a ser como pensabas desde un principio. ¡Ganaste! - Doble Check azul.

… Pero tú prácticamente la obligaste. No es solo mi culpa. – 8.08 P.M.

… Hugo se decidió a hacerlo con tu esposa, al parecer ayer después del almuerzo. – 8:08 P.M.

… Silvia lloró y se desahogó con mi esposo. Le contó que tú la habías traicionado con una compañera del trabajo, obviamente se refería a Paola, pero también le dolió que hubieras intentado hacerlo con una amiga de una de sus compañeras. Era ella, ¿cierto? ¿La tabernera? – 8:09 P.M.

Si, seguramente esa amiga nos vio esa noche en la discoteca. Silvia nunca me dijo nada. De hecho, llevamos varios días en que prácticamente ni hablamos. Lo esencial nada más. - Doble Check azul.

… Está muy dolida y quiere darte tu merecido. Lo siento. – 8.11 P.M.

… Así que finalmente Almudena le indicó a Hugo, que lo mejor para superar su baja autoestima y probarse como hombre, sería promover una cita en la cual, él aceptara verme con otro hombre y a su vez, Hugo estuviera con tu mujer. – 8:12 P.M.

Y entonces la bendita terapia es probarse los dos a ver si su amor persiste después de saberse traicionados. ¡Que estupidez! - Doble Check azul.

… Lo sé, y Hugo también se lo está pensando. No quiere espantar a tu mujer, cuando llegue a verme por ahí. Tal vez lo hagamos como si nos encontráramos de improviso. No lo sé. No estoy muy segura de que eso nos pueda servir. – 8: 14 P.M.

Y con quien piensas ir tú. ¿El que se te atraviese por ahí? - Doble Check azul.

…Es una idea loca porque ni yo misma estoy segura de poder verlo besar o acariciar a otra mujer y menos conociendo que es tu esposa. Hugo no se siente seguro con algún extraño. Hay un amigo que está de paso por la ciudad. Quizás con él se sienta más cómodo. Vamos a pensarlo bien. – 8.16 P.M.

Esto es tan extraño para mí. Martha si tú vas con ellos… ¡Cuídamela por favor! - Doble Check azul.

… Tranquilo Rodrigo, Silvia estará bien. Finalmente me preocupas más tú. ¿Estás seguro de esto? – 8:18 P.M

¡Es inevitable! - Doble Check azul.

… Es verdad. Finalmente han decidido consumar lo que tanto has evitado y yo promoví, pero ya no a escondidas, sino a la vista de todos. Si tan solo no le hubiera hecho caso a tu dichosa idea de que yo no buscara a Silvia y hablara con ella, exponiéndole mi idea directamente, quizás podría haberte evitado este dolor. – 8:14 P.M.

… ¡A veces es mejor no saber! No sé bien a que le temes, ni porque deseas ocultarle a tu esposa que me conoces. En todo caso, ellos piensan ir a un bar, tomar algo por ahí y después encontrarme con ellos, de pura casualidad. Almudena piensa que lo mejor es enfrentar los celos míos y los miedos de él, al vernos departir una noche con otras personas. – 8:15 P.M.

Ya le he mentido lo suficiente. Si se entera de que siempre he estado al tanto de esta locura y no la detuve a tiempo, la voy a perder para siempre. - Doble Check azul.

Ok, lo entiendo. Pero tengo miedo Rodrigo, quisiera que fueras tú, contigo me sentiría mejor y no con… No me siento capaz de hacer nada con nadie más pero es verdad que debo ayudar a Hugo a recobrar su hombría. Yo me ocuparé de cuidar a tu esposa y no permitiré que le suceda nada malo. Te avisaré después como terminó todo. - 8:17 P.M.

No te preocupes por eso, solo se feliz e intenta recuperar a tu esposo cuando pasé lo que tendrá que suceder y luego sí, promete devolverme sana y salva a mi mujer. Un beso. Bye. - Doble Check azul.

… ¡Cuanta con ello! Un beso, mi caballero sin armadura. – 8:19 P.M.

¡Una fantasía por cumplir! Rodrigo como tantos hombres, se moría del deseo por verme en brazos de otra mujer. Se suponía que sería un trio, tan anhelado por él. Me excitó esa idea. ¡Y sí! También Paola, al procurarme tan prolongados orgasmos, logró transportarme hacia aquellos nocturnos instantes para que me acordara, de la forma como me comporté de seductora manera, con un extraño americano, dueño de una labia jovial, amable y con divertidas ocurrencias, –pero de manos sueltas y largas– que estuvo de suerte al estar presente y se dejó utilizar sin planeárselo, para mis oscuras intenciones, a pesar de haber sido invitado por Martha, la infiel esposa de mi querido jefe. No debí dejar que pasara, no debí continuar con mi venganza.

Me dejé llevar por el deseo, incentivada primero por el roce estremecedor de un dedo extraño sobre mis labios, luego complementado mi éxtasis por los besos de una boca con delicados y suaves labios; su femenina fragancia me embriagaba, más las expertas caricias, que con sus manos me conquistaba. Pero sobre todo, influenciada además por las brasas de una fogata que aún ardía dentro de mí, después de mi madrugada entre los brazos de Antonella y mis ganas de sentirme tan deseada por una joven mujer. Todo eso y el alcohol que también colaboró con su granito de arena para que al final, yo me decidiera a visualizar en mi mente, con los ojos vendados, situaciones ya no tan imaginadas.

¡Y gemí! Clamé por mayor placer, por su culpa, por su boca recorriéndome, por sus dedos apartando los pétalos de mi flor y penetrando mi mojada vagina, agradecida de su lengua explorando, procurándome tan apetecidos orgasmos y yo colaborando, tanto mental como físicamente para alcanzar mi clímax, al traer a mi mente las imágenes de aquellos dos hombres que me deseaban, excitándome con la idea de saber que mi esposo estaba allí, –al lado mío– escuchando entre mis jadeos, suspiros y electrizantes convulsiones, las convenientes confesiones de placeres nuevos, –recibidos aparentemente de otras manos– disfrutando yo, como él… ¡De un precioso y juvenil cuerpo! ¿Cómo lo iba a saber?

¡No! no lo pude llamar. Sin embargo al desbloquear mi móvil, en él tenía varias llamadas perdidas de Hugo, mi jefe, mi casi nuevo… ¿Amante? Y… ¿Qué pretendía él de mí? ¿Simplemente sexo? ¡Por supuesto que no! ¿Un nuevo comienzo para él, para mí? Sí, dentro de su corazón, Hugo ya albergaba la esperanza de que yo lo ocupara. Había nacido tal vez entre los dos una especie de… ¿Romance? No, al menos yo no lo sentía así. Era una sensación diferente, de cariño obviamente, una sincera amistad pero sin llegar más allá en lo sentimental, lo apreciaba y le quería, pero nunca con la pasión que yo sentía por mi esposo.

¿O había encontrado él, en mí, solo un refugio momentáneo? Algo más había entre su esposa y él, aquella noche. Una conexión que yo no veía tan rota. Pero la presencia de aquel americano me había descolocado bastante. Me ofendí con mi jefe por no avisarme, por no ponerme al tanto y sorprenderme. Y ese gringo abusivo confundió los papeles e intentó propasarse conmigo a espaldas de su amigo, con la primera oportunidad en la que mi nuevo «amante» se apartaba de mí. Al parecer con la esposa de Hugo, la química no fluyó o simplemente Martha, solo tenía ojos esa noche para aquel colombiano desconocido.

¿Cómo verle a la cara la próxima vez que nos viéramos en el trabajo? ¿Y Hugo? ¿Volvería a ser el mismo conmigo, o ya solo como mi jefe, aquel distante hombre que dirigía fríamente, la oficina? No podía calcular lo qué pensaría de mi ahora después de… De haber terminado súbitamente nuestra cita. ¡Puff! Suspiré.

Pero no me hizo feliz saber que me había llamado y me buscaba, por el contrario, me enfurecí aún más conmigo misma. ¡Estúpida, mil veces estúpida! Me decía a gritos para mis adentros. ¡Qué gran actuación la mía! me dije ahora sí en voz alta, mirándome en el reflejo que ofrecía el espejo del angosto tocador. ¡De seguro que con ella, te hubieras ganado un «Oscar» Silvia! Pero no, no fue así, –no fui contratada para ninguna serie o telenovela– por el contrario el único papel que había conseguido, era el de una puta esposa que logró con aquel falso parlamento, la estampida del infiel esposo y con ello, la casi entrega por mi parte hacia un hombre que me deseaba, pero qué por su culpa, mi amado Rodrigo terminó yaciendo en otros brazos. ¿Otro trago Silvia idiota? ¡Sí! ¿Por qué no? Y bebí directamente de la botella.

No, no, no. ¡Idiota! Rodrigo no era el único culpable. Yo también empecé a dejarme involucrar sentimentalmente por la situación matrimonial de mi jefe, meses atrás. Solo que nunca di el paso, ni el insistió demasiado. Su tristeza, su desencanto, su amargura y sus confesiones, al considerarme a mi digna de ser un abrigo, un respiro entre toda aquella agitación, fueron minando mi resistencia hacia él. Antes tan lejano de sus empleadas, tan elevado sobre los demás. Callado, hablando solo lo suficiente. Órdenes dadas, mandatos cumplidos. Y ya, no había más que admirar en Hugo. Mi jefe él y yo, su obediente secretaria.

Un abrazo vespertino llegó, uno lleno de compasión, que le ofrecí una tarde ya casi a la hora de mi salida, mientras aquel hombre lloraba desconsolado, colocando su cabeza en mi pecho y mis manos acariciando su melena. Y así, sentados en el sofá de su oficina, al levantar su cabeza para apaciguar con más gestos que palabras su tristeza, sus ojos húmedos tan grises como la faz de la luna, se encontraron con el brillo abrigador de los míos. Un beso surgió ligero, casi casto y núbil. Un momento después Hugo se aferró a mí, forzando con su lengua la apertura de mis labios, serpenteando, hurgando en mi interior. Un beso tan apasionado como atrevido, que me sorprendió en un primer momento. Intenté apartarme pero la fuerza de sus brazos, rodeando mi espalda y la cintura, me lo impidió. Giré mi rostro en un vano intento por desobedecer la sensación de estúpida calentura y humedad en mi entrepierna y razonar, luchar contra lo que no podría ser ni suceder. Pero ese abrazo muy cercano, esa boca necesitada y la mía tan deseada por él, me venció y los dos nos abandonamos ya, en un beso más intenso y correspondido. Pero recapacité y me aparté de él. La imagen de mi esposo había aparecido en mi mente, representando ser una brillante línea roja que yo no debía cruzar. Y en Hugo, supongo que la de Martha, infiel pero por él, también muy amada. ¡Dos seres confundidos! Los dos tan cercanos y prohibidos.

—Rodrigo, tengo mucho frio. —Me dijo Martha, abrazándose con mayor fuerza a mí. Por lo tanto pisé la colilla de cigarrillo y nos levantamos para meternos en la camioneta que le había negociado a Almudena.

—Y bien, según te entiendo mi mujer no hizo nada ni con tu esposo ni con el pedante gringo ese. —Y Martha asintió con el movimiento afirmativo de su cabeza, sin decir nada más intentando por enésima ocasión contactar a su marido por teléfono.

—Nada, Rodrigo. Nada que me contesta Hugo. Y sí, a tu pregunta la respuesta es que nada sucedió. Tranquilízate. ¿No habrás cometido alguna injusticia con ella? Rodrigo… ¿O sí? —Y yo me tomé la cabeza a dos manos, para luego golpearme repetidas veces mi frente contra el cuero del volante, hasta que Martha reaccionó y con fuerza interponiendo sus brazos, impidió que siguiera haciéndolo.

—Soy un completo idiota Martha. Acabo de lastimar aún más a mi mujer. La humillé sin conocer la verdad. —Y ella asombrada, aun forcejeando conmigo, me preguntó la razón.

—Es que yo creí que no solo lo había hecho con tu esposo, sino que ella me hizo creer que con el americano también. ¿Por qué me mintió? —Me pregunté interiormente–. Y yo Martha, fui a casa con una estrategia ideada por Paola para hacerla sentir mal, vengándome de una manera diferente, proporcionándole gracias a mi amiga, mucho sexo con la idea de que ella creyera que arrepentido, buscaba yo su perdón. Silvia nos dijo muy convencida que se había acostado con los dos. Que había disfrutado por igual de ambos. Y luego la dejamos entre excitada y confundida, salimos del piso con la idea de disfrutarnos unas últimas horas, hasta que con tu llamada, nos cambiaste nuestro destino. ¡No comprendo porque razón me tuvo que mentir! —Y Martha acomodándose el rebelde mechón de siempre, detrás de su oreja izquierda me contestó.

—Debes comprender sus razones. Le fuiste infiel con Paola y además le ocultaste tu cita con aquella joven de la taberna. Es una mujer dolida, con sus sentimientos vueltos al revés por todo esto. Tú le aconsejas acostarse con mi esposo a modo de equilibrar la balanza. Hugo le insiste en dejarse querer por él y yo… Yo al igual que tú, le oculté mis verdaderas intenciones. La usamos Rodrigo y ella se siente así, desbastada y ahora humillada por la mujer que se acostó contigo. Pero no te odia, ella te ama con locura, me lo dijo estando las dos a solas. Ten paciencia con ella y ahora entre los dos, le pediremos perdón.

—Tenemos que ir a buscarla. Al menos sabemos dónde está y desde allí seguiremos intentando contactar a Hugo. —Y arranqué con más prisa que antes.

—Está bien Rodrigo, vamos primero allá, porque a Silvia le debemos una explicación. —Me dijo muy sincera, acariciando mi mejilla.

—Me va a odiar cuando lo sepa. ¡La voy a perder para siempre! —Y se empezó a fraguar en mis ojos, la humedad de un llanto amargo por herir a la mujer que tanto amaba.

Un sorbo adicional, esta vez breve, mirando la pantalla de mi móvil. Temblorosos mis dedos, tecleaban y borraban sucesivamente, mensajes con frases colmadas de erráticos sentimientos, –carentes de procedente sentido– pero con una sola razón y mil motivos para solicitar su perdón. Mi necesidad de explicarme, solo era superada por mi temor a no ser escuchada. Estaba perdiendo a mi esposo, por una estúpida venganza. Dejándole ir de nuevo, cogido de las manos de su hermosa amiga, entregándole al padre de mis hijos, mi amor… ¡Como Martha con Hugo, lo hizo a su vez conmigo!

Me cuestioné si era posible que ya no me amara como antes, que hubiese dejado ser para Rodrigo, yo, su eterna «Emmanuelle». Y llevé de nuevo mi boca hacia el pico de la botella, pero no di solo un trago, literalmente fue un «chorro» de aguardiente el que inundó mi garganta. En seguida me tumbé boca arriba sobre la cama, con mi mano izquierda limpié los restos de alcohol de la comisura de mis labios y con la diestra, la humedad de mis ojos y de paso la de la nariz. Y sentí el inmediato efecto del licor palpitar en mis sienes. Cerré los parpados y me dejé llevar por los recuerdos. Otra calada al cigarrillo, profunda aspirada. La última, hasta consumirse entre mis dedos y en su azulado humo, transportarme años atrás.

¡Sí! Me vi de nuevo allá en la distante ciudad donde nos conocimos, transportándome a la antigua sensación de perderlo. Porque sí, ya la había vivido y sufrido. Le fui infiel a Rodrigo con otro hombre, cuando apenas éramos novios, en nuestra época de estudios universitarios, aquel otro también casado, con diferente estampa a mi actual jefe, mas alto y fornido, con un rostro de esos que tienen los hombres que se baten día a día en medio de las calles y se sienten poderosos, capaces de obtenerlo todo con apenas una simple sonrisa de falsa amistad y con la mirada penetrante, posesiva magia de un cruel conquistador. Y su personalidad festiva y arrasadora, atractiva para cualquier «mocosa» como yo, sin disimular que le atraían los desafíos, –yo convertida para él en uno nuevo– pero con similar historia a este matrimonio mío tan… ¡Agonizante!

Fui la doncella tonta e inocente, qué por joven e inexperta, cayó rendida ante el embrujo de lo prohibido y de la atractiva novedad; de la complicada ansiedad por probar los placeres que me ofrecía la vida, convertidos en la apariencia ruda, varonil y con aquella mirada dominante, de un hombre que ejercía igualmente, como mi superior en aquella empresa donde apenas iniciaba mi vida laboral. Él y su moto, Rodrigo y yo andando a pie.

Me fui envolviendo en su telaraña, me dejé confundir por sus patrañas y los consejos de mis nuevas compañeras, igualmente de una tía, mi familiar confidente. —Silvia ¡Hay que disfrutar la vida, mientras se pueda! –. Todas ellas repitiendo las mismas frases hasta anidarlas en mi subconsciente.

Su bienvenida fue cordial, reconfortante y amistosa, atrayéndome con la hermosura de su pícara sonrisa. El galante trato y su esmerada paciencia para explicarme los diferentes procesos de facturación. Un café sobre las diez y media de la mañana fue lo primero, pocos días después una docena de donuts con Coca-Cola por la tarde, lo secundario. Y sin claridad alguna, me fui apartando de un ya alejado novio y acerqué mis afectos hacia quién me hacia la vida feliz, hablar de cosas y casos distintos, reír de nuevo pero por bromas y apuntes diferentes, cada dia de la semana y cada jueves seguidos de los viernes en una u otra discoteca. En cambio con Rodrigo era solo estudiar y trabajar. La rutina de los deberes nos fue apartando, minando nuestro amor. ¡Intenso aburrimiento! Yo pensaba solo en bailar, pasear, beber y disfrutar. Mario con sus picaras diabluras y Rodrigo, con su amor casi angelical.

Porque ambos, Rodrigo y yo, estudiábamos en la misma universidad y el automatismo de nuestro diario vivir me nubló la razón y descuidé el verdadero amor. ¿O lo cambié? Ambos trabajábamos para ayudarnos con libros y materiales. Vivíamos cerca, aún en la casa de nuestros padres, por lo cual pasábamos muchas horas del día, juntos, yo con mis matemáticas, contabilidad y clases de informática, Rodrigo metido entre sus pinturas, planos y maquetas. Y se me fue haciendo aburrido verle solo interesado en ser el mejor de la facultad, dejamos de salir a bailar para ahorrar pensando en los gastos del semestre y solo permanecía entre los dos, el transitar desde nuestras respectivas casas, cada uno para el trabajo y en la tarde-noche, reencontrarnos con un beso en los labios, al frente de la Universidad. Como en un cuadro de Dalí, empecé a percibir como se derretía de a pocos mi juvenil amor por él. Me fui haciendo a un lado, apartándome de la diaria costumbre y ya no veía a mi amor como antes, lejano estaba ya, viviendo tan cercano.

—¡Vive experiencias nuevas! ¡No te ates a uno solo!–. Esas fueron las frases de mi mejor amiga de la universidad, que detestaba a Rodrigo por tener una personalidad similar a la de su novio, un recién graduado arquitecto, igualmente de temperamento soñador, con más ganas de construir sin concreto sus sueños que en edificar con reales bases, la arquitectura de su propia existencia juntos.

Esas indicaciones me elevaron las ganas de vivir una prohibida aventura. Mario, que así se llamaba aquel nuevo jefe mío, comprendió a base de mis sonrisas y de las furtivas miradas que nos ofrecíamos en aquellas oficinas, que podía actuar con mayor diligencia, más libertad y con mi pleno consentimiento.

Después de una semana de arduo trabajo en la oficina y desveladas noches para cumplir con la entrega de proyectos y esquemas de planeación empresarial para la universidad, llegó un viernes, donde después de unos provocadores roces y un beso robado a la hora del almuerzo, al atardecer varias compañeras sugirieron salir a tomar algo por ahí. Llevaba encima muchas horas de esfuerzo y no voy a negarlo, la invaluable ayuda de Rodrigo con unos gráficos que no me salían tan bien como a él.

Tenía una entrega final con mi compañera de estudios, donde el trabajo lo realizaron en su mayoría mi amiga y Rodrigo, abriendo espacio en sus ya complejas madrugadas. ¿Fiesta y rumba? O ¿Rutina y universidad? ¡Adivinaron, sí! Esa noche de viernes me fui acompañando a mis amigas y compañeros del trabajo y obviamente cogida de las varoniles manos de Mario.

En mi cabeza ya giraban luces estereoscópicas, marrones, amarillas, verdes y rojas, todas ellas en mi cabeza, en plena efervescencia lumínica. Estaba mareada, me recosté sobre un brazo mirando en la mesa de noche de mi lado derecho, las fotos enmarcadas de mi familia.

Y lloré de nuevo. Esa maldita noche de un viernes finalizando junio, me dejé seducir a conciencia por aquel hombre, –experto embaucador– besándonos ya frente a todos, debilitando mis ya reducidas defensas morales. Su palabrería, su forma de manejar mis vueltas al bailar, tomándome de la cadera unas veces, otras de la cintura y entre besos y sus roces con su bulto en medio de mis muslos, me fui humedeciendo. ¡Cediéndome¡

El alcohol que también me desinhibe, confabuló otra vez, deshaciendo los nudos de mi cordura, venciendo mis temores a ser infiel.

—«Me voy a separar de mi mujer». —Me decía continuamente al oído, –mientras me acariciaba sin pudor mis nalgas– para que lo vieran los demás y tan solo yo le escuchara.

—«No comparto nada con ella. De hecho estoy durmiendo en el cuarto de mis hijos». — Y yo caí redondita en sus mentiras.

No fui a la universidad. No presenté mi trabajo y dejé en el aire a mi compañera de estudio, con un gran cero por calificación, poniendo en peligro nuestro semestre. Pero también abandoné a mi novio. Desde esa noche y para siempre, perdería su confianza. Al menos así lo alcancé a pensar, entrando ya con Mario a un motel para parejas cercano al sitio donde nos habíamos «rumbeado». Era un hecho que consumado con sexo, Mario sería mi nuevo novio. Rodrigo era un cuento pasado.

Mario no demoró en desvestirme con deseo. No, no hubo eróticas caricias por preámbulo, su ego de macho lo sacó pronto a relucir. Bajo mis jeans descoloridos con premura, dejándolos enrollados en mis tobillos. Mi tanguita de algodón, humedecida en la mitad del pálido azul, también fue retirada hacia un lado por sus gruesos dedos. Hurgó como pudo en mi interior, facilitando yo su labor al abrir lo que podía mis piernas. La pasión era evidente en su rostro de dominante profanador de tesoros. Levantó mi suéter amarillo y con el mi blusa blanca, jalando con fiereza mi delicado sostén, –rompiéndolo de hecho– y su boca se fue apoderando de mis senos. Lamiendo, chupando y mordiendo mis pezones hasta causarme un aguantable dolor.

Y yo deje explorar las mías por dentro de su pantalón, tocando aquella verga endurecida, palpitante y tan tibia. Estaba tan bebida y caliente, que sinceramente no reparé en su tamaño, aunque no era pequeña al sentirla cuando me penetró, casi a la fuerza. Recuerdo que aquella primera vez con él, no sé si por el susto de vivir aquella infidelidad, comparé por breves segundos con la de mi novio y noté que no me satisfacía ni su grosor ni sus precipitados movimientos. Era eso o que ya estaba acostumbrada a otro tipo de sexo, a un cuerpo conocido, a unas manos esmeradas que me llevaban fácilmente a la cumbre, entre múltiples orgasmos. No fue una experiencia fabulosa, para nada. Mario solo me tomó, me abrió las piernas y buscó satisfacer su egoísta placer sin reparar en otorgarme el que ansié obtener de él. Tan distinto, tan brusco el cambio, que esa noche con el no llegué la primera vez y fingí. Mario se derramó dentro de mí, sin preguntar, sin importarle si me protegía o podía dejarme embarazada. ¡Gracias a Dios eso no sucedió!

Cuando se dio vuelta a mi lado para descansar de su orgasmo, me quedé yo allí mirando al techo de aquella habitación, escuchando variados gemidos provenientes del televisor encendido, uno de mediana pantalla, donde se recreaban escenas de sexo entre una mujer y dos hombres. Me levanté para ir al baño y allí me encerré. Lave mi cara y al mirarme al espejo, comprendí que iniciaba algo nuevo, pero no tan romántico ni pausado cómo aconteció con Rodrigo. No hubo poemas ni cartas entregadas, llenas de amor y ternura para allanar el camino de la pasión, para terminar en aquella faena. ¡No! Nada de eso. Solo un capricho mío, que terminó en menos de cinco minutos. Pero volví a la cama y lo miré, –y pues a lo hecho pecho– me envolví entre los brazos de Mario, lo abracé con ternura, esperando ser retribuida con besos y caricias delicadas.

Pero de nuevo sus dedos hurgaron mis orificios. Los dos. Abrió con fuerza mis nalgas y sin preguntar me fue penetrando, con un dedo, luego dos. Hasta que mi ano se fue dilatando con sus acometidas y luego me coloco en cuatro sobre aquella cama y puso su glande a la entrada de mi virginal orificio. Algo que Rodrigo deseaba y yo no se lo permití. Pero con Mario fue distinto, no dije nada, solo me tomó por detrás, casi como si fuese una violación, una que fue consentida, mas no disfrutada. Lo intentó pero solo al sentir dolor con sus varios intentos, me hizo entrar en razón, apreté con fuerza mis nalgas y con mis dos manos aparté de mi culo aquel intruso trozo de carne.

Mario no se lo tomó muy bien, aunque mascullando algo entre dientes, le escuché decirme que lo dejaría para después. Volvió a besarme morbosamente y yo opté por encaramarme sobre él cabalgándolo, penetrándome lujuriosamente con su miembro, agitando mis caderas para hacerlo llegar hasta el fondo de mis entrañas. Quería mi placer, era perentorio para mí obtenerlo rendida pero feliz, uno o varios orgasmos, Mario aguantó más esa vez y pude alcanzar mi clímax, fue uno rápido, para nada trepidante. La verdad no duramos mucho, pues el cansancio y el alcohol ingerido causaron que los dos termináramos durmiendo, más de lo debido.

Desperté sobresaltada por la mediana claridad que podía divisar por el rectángulo de la ventana. ¡Mierda, mierda! Ya casi serían las seis de la mañana. Como pude me vestí lo más rápido posible, necesitaba llegar a mi casa. Nadie sabía nada de mí desde la noche anterior. Ni donde estaba, si bien o mal, ni con quien. Y ese fue mi garrafal error. No tuve la precaución de fabricarme una coartada. Y simplemente sucedió. Mi mamá angustiada, mis hermanos buscándome en las casas de mis amigas del barrio y Rodrigo… Mi novio como siempre en su trabajo de día, presentando proyectos para terminar aquel semestre y en la madrugada, terminando sus maquetas y los planos para la presentación final. Ocupado como estaba en sus trabajos finales, supuse que no me extrañaría. ¡Ilusa! Grandísima idiota.

El destino sabe cómo usar sus cartas, y yo no supe jugar. Le pedí a Mario que me acercara en su moto a mi casa, pero apenas llegando le dije que me dejara a una prudente distancia. Me despedí de mi nuevo amante con un beso apurado. Me encaminé con pasos rápidos, cabizbaja, perdida en mis pensamientos, meditando en el discurso que tendría que darle a mi madre por llegar al otro día. Y angustiada, completamente abstraída de mi solitario entorno, crucé por el parque, ya a poca distancia de mi casa, y no pensé en la posibilidad de lo improbable. Sin reparar en nada ni nadie, no lo vi, no me di cuenta de que Rodrigo me observaba a prudente distancia, inmerso en una profunda melancolía. Era aún temprano, no debía estar por allí, si no camino a su trabajo. No debía verme llegar a esas horas.

Pedí perdón a mi madre por la tardanza y la angustia que causé. Me duché afanosamente y me vestí para continuar con mi día. Otro en la oficina, al lado de Mario, mi jefe. Al mediodía, hora del almuerzo, no recibí la acostumbrada llamada de Rodrigo. En la noche, al llegar a la universidad, tampoco estaba esperándome, como siempre. Pase por su facultad y de lejos lo vi, atareado con sus planos y la maqueta de la presentación final. Me quedé un momento observando aquella sustentación. Fue aplaudido por profesores y compañeros. Fue como lo soñó, el mejor. ¡Lo había logrado! Pero en su rostro no vi alegría, tan solo unos gestos de amargo éxito. No tuve el valor de enfrentarlo, de mirarle a la cara y decirle que ya lo había reemplazado. Ni el me buscó, ni yo le llamé. Se esfumó de mi vida, en prudente silencio como lo hizo al llegar una tarde acompañando al hombre que me despreció. Hasta que un día supe la razón de su desaparición y me quede literalmente de piedra, avergonzada y arrepentida, cuando me enteré por boca de una de mis cuñadas lo que Rodrigo había presenciado.

Lo de Mario me duró lo que te demoras en soplar las velitas de la torta en tu décimo octavo cumpleaños. Una tarde, tres semanas después de mi reciente «noviazgo», después de haber sostenido relaciones sexuales esporádicas con él, tal vez tres o cuatro más, que la verdad me supieron a poco, quizás debido al alcohol que siempre fungía como actor determinante de aquella relación. A la salida cuando iba abrazada con Mario, se nos atravesó una señora alta, con un niño de unos cinco años de la mano y un cochecito para bebes de color rosado. Mario se separó inmediatamente de mí. Su esposa le cruzo la cara con dos cachetadas. Me escupió la cara y me llamo ¡Puta destroza hogares! Mario se fue tras de ella sin determinarme. Yo me quede estática, convertida en fría laja de mármol. ¡Hermosa, joven y muy solitaria! Completamente abandonada, como ahora volvía a estarlo.

Miré hacia la mesita de noche, la botella de aguardiente me hacía caritas, me llamaba insistiendo mucho en que la ingiriera hasta dejarla vacía. Fui a tomarla con mi mano pero al fondo del piso escuché el reconocido ruido del manojo de llaves del amor mío que regresaba a su hogar, de mi esposo Rodrigo que volvía a mis brazos. Me levanté rápido, mareada por el ingerido alcohol y a tientas, golpeando mi cuerpo entre las dos paredes, corrí por el oscuro pasillo hacia la sala y entonces lo vi, a mi amor regresar ¡Había vuelto! Lo vi al encenderse la luz, pero… ¿Por qué había regresado a nuestro hogar, precisamente con ella?

Continuará...

(9,67)