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El regalo: Un antes y un después (Vigésima tercera parte)
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Tiempo de lectura: 28 minutos

—Y ajá nene… ¿Ya te marchas? Me tienes tan abandonada. No me llamas y si me cruzo contigo, te haces el desentendido… ¡Ya ni me miras como solías hacerlo! ¿Nada que me perdonas «rolito gruñón»? —Y aunque Paola no se diera cuenta, yo si la observaba, –a hurtadillas– y la admiraba. Imposible no notar su presencia, cuatro escritorios más allá. La veía llamar, revisar apuntes y como no, levantar su mirada hacia su derecha, buscándome atrapar con el intenso verde de sus ojos esmeraldas.

—Pues no es verdad, ni lo uno ni lo otro. —Le respondí tomando mis portafolios, el teléfono y las llaves de mi auto.

—¡Aguanta! Aguanta la burra cachaco precioso. ¿Cómo así que ni lo uno ni lo otro? Desembucha bien que hoy amanecí con la chispa retrasada. —Tomándome de la mano, me preguntó curiosa.

—Ya te dije alguna vez Pao… ¡Observa bien y no solo mires! Los pequeños detalles dicen más que… ¡Si te portas bien algún día te perdonaré! Mientras tanto ten, tómalo como una ofrenda de paz. —Y en su mano deposité dos bombones de cacao con avellanas, de esos finos que vienen envueltos en papel dorado. Y dándole un beso en su mejilla izquierda, la dejé allí al lado de mi escritorio, con la boca abierta y un brillo intenso en su mirada.

Dejé mi Mazda en un parking cubierto al costado de una pequeña clínica y caminé hasta llegar a la próxima esquina, punto de encuentro de dos calles en diagonal. La aplicación me indicaba el lugar exacto, una vía de un solo sentido cuyo nombre hacía honor a un cardenal. Autos detenidos en sesgada secuencia a izquierda y derecha, solitarios ellos, aplacados esperando por sus propietarios. Un edificio con fachada de ladrillo de unos cinco pisos, locales varios en el primer nivel, algunos cerrados con sus rejas recias pintadas con diversos grafitis y una puerta metálica, de negro mate sin letrero alguno, justo al lado de una tintorería y una plazoleta con parasoles blancos y sillas de madera de una cafetería cercana, correspondía claramente a la dirección indicada por el amigo de Almudena. Tan solo golpee el portón con mis nudillos y unos segundos después, por una mirilla me preguntó una voz grave de hombre, a que se debía mi presencia allí.

—Buenos días, vengo buscando al señor Schneider… ¡Thomas Schneider! Tengo una cita programada con él. —Y tan solo al mencionar su nombre, la puerta chirrió y se abrió ante mí. Al comienzo di solo dos pasos lentos y me detuve, acostumbrándome a la escasa iluminación del interior espacio.

Un hombre de color, bastante alto y fornido, me recibió. Su cabello rapado por los laterales y una breve hilera de cabellos ensortijados desde la frente hasta la nuca. Cabeza cuadrada y corto cuello, macizo, tanto que parecieran tener la misma amplitud. Ojos saltones y amarillentos, de mirada insociable, similar a un Bulldog. No llevaba encima de su cuerpo musculoso, más que una pajarita roja por collar, bóxer ajustado blanco, sostenido por unos tirantes anchos, igualmente rojos que resaltaban sus oscuros pectorales y el macizo abdomen. En sus muñecas rojos igualmente, unos puños blancos con un prudente botón rojo. Todo ese tronco sostenido por dos poderosas columnas de piel brillante y musculosa. Y… ¡Descalzo!

—Pase usted y acompáñeme por aquí, por favor. —Relajadamente me respondió con acento francés e indicándome el camino por un pasillo tenuemente iluminado por la luz Neón de tonalidad rosa, que escapaba de las cornisas en el techo y que nos conducía hacia unas angostas y acaracoladas escalinatas hacia… ¿Abajo? ¿Una oficina en un sótano?

La trapezoidal y amplia espalda de aquel coloso de ébano, me guió después de dejar atrás el último peldaño, hasta dar de frente a un muy amplio salón, colmado de reflectores de colores, distribuidos en una malla metálica negra que pendía del alto techo y altavoces delgados B&O, mimetizados en las seis pilastras, que soportaban aquel armazón; cómodos sofás de cuero rojo para dos, cuatro y hasta seis personas, la envolvían junto a bajas mesas cuadradas también tapizadas en piel pero estas, en negro. Del cielo raso sobre ellas, telas de lonas gruesas y pulcras, simulaban las velas de algún navío decorando el falso techo de los pasillos y así, fingían enarboladas, navegar libremente de reflejo en reflejo, gracias a los espejos levemente oscurecidos que revestían las paredes.

Hacia la izquierda, al lado de una plataforma repleta de consolas, pantallas gigantes de TV y torres de sonido, se encontraba un grupo de trabajadores, hombres y mujeres con sus monos de trabajo beige y botas marrón, con multitud de cables sobre los hombros y un sinfín de festones coloridos de papel, imitando un panal de abejas, arrastrados por el piso de madera, que surgiendo de cada esquina parecían dirigirse a un único lugar, el centro de aquel salón.

Dos puertas de vaivén de lacada madera, tipo cantina del viejo oeste, me impedían el paso hacia otro portón de pintura negra y en cuyo centro centelleaba un logotipo bruñido de un brioso corcel, enmarcado por una herradura y un poco por debajo, en letras de molde también doradas un nombre… «Caballo Loco. Club Privado». Y debajo, en letras mucho más pequeñas y blancas… «Administración».

El gigantón, con su mano empujó aquella puerta y sin necesitarlo, pasó su fornido tronco por entre las hojas de madera de vaivén y yo solo lo seguí.

—Buenas tardes Señor Cárdenas. Bienvenido a mi humilde refugio. —Escuché una voz firme, clara y serena, nombrar mi apellido y recibirme con cordialidad.

—Muchas gracias señor Schneider. ¡Que morada la suya tan cautivante y… acogedora! —Sí, contuve un instante mis palabras respondiendo a su saludo, mientras con rapidez observaba la estancia, decorada de manera minimalista, a mi izquierda el amplio escritorio, dos archivadores de mediana altura y en la mitad de ellos una maceta de mármol con cuatro o cinco troncos delgados y secos; para la visita, dos sillas de madera tapizadas frente a él y a la derecha un mueble caoba.

Pero fui sorprendido al visualizar una pared, la del fondo, muy roja ella, desde el zócalo hasta llegar al friso del techo, pero en su centro, pintado un inmenso circulo negro y frente de él, quizás a una distancia de menos de medio metro, colgado del techo pendía un columpio, revestidas la sogas y su banca de velludo terciopelo, todo negro también.

—Vera usted, señor Rodrigo… ¡Ehhh! ¿Puedo llamarle por su nombre? —Reclamando mi atención me dijo el cliente, a lo cual con una sonrisa como gesto afirmativo, le confirme que sí, que podría hacerlo.

—Soy un hombre muy ocupado y honestamente, desorganizado. Mañana es el aniversario de mi «Mechas», por lo tanto necesito con urgencia entregarle un modesto presente. Hace meses viene insistiendo en cambiar su antiguo coche. Ella lo desea negro y discreto. Un modelo que ustedes distribuyen, me ha parecido perfecto para la ocasión. —Yo le alcancé el portafolio de nuestros automóviles y el señor Schneider, con rapidez me lo indicó con su dedo índice.

—¡Este es! Y lo necesito resplandeciente y matriculado, todo listo para mañana mismo. Tengo la documentación necesaria en esta carpeta. ¿Lo puede hacer usted? —Y lo miré con incredulidad.

—¿Rodrigo?… Lo cancelo ya, solo deme el número de cuenta y además, si tiene este otro para entrega inmediata en color gris plata, también con suma urgencia y ese sí, sin matricular, lo quiero ver parqueado aquí, mañana en la tarde. —El hombre fijó su mirada en mi rostro, seguramente para determinar si le mentiría para conseguir el negocio, auscultando quizás sí estaba nervioso ante su propuesta, sorprendido o muy sereno.

—¿Thomas? Si me disculpa un momento, voy a llamar al concesionario para verificar nuestro inventario, si están disponibles, cuente usted con esos dos vehículos parqueados aquí al frente del edificio después de mediodía. —Le manifesté y el señor Schneider, desplazándose de su amplio escritorio de color caoba, se distanció de mí unos metros hasta llegar a un aparador mediano de roble, tomando del interior una botella de ambarino color y servir en dos vasos altos, lo que supuse yo, era un buen whiskey escocés. ¡Sin hielo!

Mientras el hacia los honores yo marqué en mi teléfono, el número designado para las urgencias…

—¿Alo?… ¿Jefe?

Y a continuación le realicé la consulta y para mi fortuna y por supuesto para el señor Schneider, era muy viable su solicitud, eso sí, colocándole mucho empeño y rapidez con el gestor del concesionario.

—Thomas, revisando esta documentación diligenciada, faltan firmas. Aquí y en estos otros dos también. Además, necesito este dinero para los pagos correspondientes y esta autorización firmada también. ¿A dónde me dirijo para encontrar a su esposa? —Le pregunté

—¡Jajaja! Rodrigo… Soy divorciado y Mechas no es mi esposa, pero si es mi mujer y mi socia. Ella, aparte de ser lo más preciado de mi vida, es la cónyuge de mi mejor amigo. —Me respondió con una normalidad pasmosa que me erizó la piel.

—Disculpe yo pensé que… —Y me interrumpió, alargando su brazo y entregándome el vaso de whiskey, y en su rostro una amplia sonrisa.

—No se preocupe, tome asiento por favor, que mi mujer no demora. Mientras tanto Rodrigo, acépteme este humilde presente. Con ellas no necesitara hablar para ingresar aquí. Solo preséntelas en la entrada principal y su ingreso será autorizado en el acto. —Miré la pequeña caja de cartón que me entregaba y allí dentro, dos pulseras de cuero negro trenzado y en el centro una herradura dorada, bañada en oro de 18 quilates y al respaldo en las dos figuras, los mismos cuatro dígitos grabados.

—Ese es el número que le corresponde a usted y a su pareja, como socios de este club. Venga con ella cuando guste. Estas doradas son para los socios VIP y estas otras cromadas para las personas solteras que solo vienen a disfrutar por ratos buscando amantes. Con ellas podrá tener acceso a todas las salas, incluyendo también todos los eventos y realizar con tranquilidad sus fiestas privadas en las habitaciones del piso superior. —Y antes de dar el segundo sorbo al excelente escocés, llegó ella escoltada por otro hombre de color, tan semi desnudo y «mastodonte» como el de la portería.

Con su cabellera suelta, rizada y de color castaño claro. Ojos aceitunas, delineados con una franja gruesa, oblicua y rasgada hacia las sienes, muy maquillados y compaginando con el color de sus largas uñas. Rostro rectangular de piel muy morena, nariz ancha y corta, inmensos ojos almendrados y carnosos labios resaltados en un tono naranja, hizo su aparición. Tetas inmensas imposibles de no ver, cubiertas por un top azul y claramente sin sostén. Minifalda blanca y brillante, angosta tal cual cinturón, conteniendo apenas la redondez de unas nalgas firmes y trabajadas en el Gym; lo escaso de su atuendo le permitía lucir unas espectaculares piernas morenas, montadas ellas sobre unos zapatos de plataforma muy altos y semi transparentes.

—Y bueno mi amor… ¿Ahora cuál es tu urgencia? —Se puso al lado de Thomas y le besó con pasión durante unos segundos, olvidándose de mi presencia, entre tanto, yo intentaba ubicar el terruño de aquella caribeña beldad.

—Mechas preciosa, este es Rodrigo un amigo de Almudena y ahora nuestro. Haz solo lo que él te indique y no preguntes nada bombón. —Y ella entonces sí, reparó en mí.

—Jejeje así que aquí está el «aguanta-gorro», discúlpanos por favor. Mucho gusto Rodrigo. ¡Pero qué elegante estas! Soy mercedes, pero dime Mechas, que me encanta como suena y así me decía mi abuela en mi Santo Domingo del alma. —Encantado… ¡Mechas! Y a mí puede decirme Rocky, es más corto y también muy sonoro–. Le respondí, sonriente correspondiendo a su saludo.

—Almudena tiene buen ojo para los «alentaitos». Debería pasear con ella más a menudo. ¡Jajaja!… ¿Y esto? —Preguntó y yo miré de reojo a Thomas, quien solo levantó sus cejas y me hizo un gesto como de… ¡Paciencia con ella! Pero siguiendo sus indicaciones yo esparcí los documentos sobre el escritorio y con mi dedo índice sobre los lugares adecuados, con seguridad le dije a la mujer…

—Solo firme aquí, acá y encima de esta línea también.

—Pero que hombre más bellaco me has salido, Rocky. ¡Haber, presta acá! —Y colocando su mano derecha cubriéndose un poco los ojos, recibió mi estilógrafo desechable y firmó con mucha destreza y en letra cursiva, donde le indiqué sin rechistar nada más.

—Listo. Entonces y no es por ser descortés, pero como la cuestión es de afán… ¡Yo me esfumo de acá! Por favor Thomas, esta es la suma a girar y aquí está el número de la cuenta bancaria. Me marcho, ya que debo salir disparado como «volador sin palo» para el concesionario y estar pendiente del alistamiento y el traslado. —Les mencioné a mis sonrientes y asombrados clientes.

—Rocky, le esperamos mañana con su pareja, póngase ropa cómoda, que el «bochinche» será para largo. Aunque creo que aquí no la necesitará. —Se despidió de mí la risueña Mechas–. Y no se le olvide traer puesto su brazalete. Muchas gracias por su atención y ya tiene mi número telefónico por si necesita algo adicional. —Me dijo finalmente Thomas, estrechando con moderada fuerza mi mano y Mechas, dos besos en las mejillas me brindó.

Y feliz por el doble negocio, salí de la oficina. El titán que me recibió, fue el mismo que escoltaba mi salida; debía ascender las mismas escaleras por donde había ingresado, solo que esa vez me fijé en el dintel y aquel letrero amarillo que rezaba… ¡Salida de Emergencia! Miré con asombro al fornido guardián y este comprendiendo mi extrañeza, me dijo en palabras cortas y afrancesadas… ¡La entrada principal se encuentra a la vuelta!

Y ya fuera con mis lentes de sol puestos, me senté en una de las mesas de madera bajo un parasol. La mesera se fue acercando y yo feliz le saludé y le dije… —¡Un café oscuro con dos de azúcar, por favor!–. Y tomé de la cajetilla un cigarrillo y del bolsillo izquierdo de mi pantalón, el zippo plateado.

Hummm… ¿Pareja para mañana?… ¿Silvia? ¡Mierda! Tendría que llamarle y saber cómo le fue en su reunión.

—¡Bravíssimo! Appoggio la proposta. Bellísima mostra, Silvia. ¡Ben fatto, ben fatto! —Y me abrazó con fraternal encanto, el padre de Francesco al terminar yo de ofrecerles aquella exposición, los demás hombres allí reunidos, celebraron haciendo sonar el cristal de sus copas.

—Muchas gracias, pero aquí, las ideas generales son de don Hugo. —Le respondí al señor Bianco y de inmediato posé mis ojos en los grises descoloridos de don Hugo, sonriéndole por fuera pero enojada por dentro, pues tan solo empezar la reunión, muy orondo se sentó él, junto a los otros seis septuagenarios socios italianos, hombres canosos, de piel rosácea y casi todos ellos calvos y barrigones, exceptuando al padre de Francesco, –un hombre flaco y alto, con nariz aguileña y ojos negros, mirada profunda y la piel ajada– dejando totalmente sobre mis hombros la presentación de los informes de gestión.

Afortunadamente, a mi lado siempre estuvo Antonella, quien presionando suavemente mi cintura con su mano, me conminó a hablar ante ellos sin temores ni nerviosismo y exponer nuestras ideas de reorganización financiera con total profesionalismo. ¡Hummm! Pero más tarde en el hotel y ya a solas él y yo, le haría saber de mi leve enfado.

—Signora Silvia, ¿Gusta tomar su desayuno aquí o en su oficina? —Y dale con el cuento de “mi oficina”.

—Antonella, vamos a la oficina y dejemos esta sala de juntas para que los hombres puedan platicar un poco. —Y salí de allí, caminando al lado de la bella asistente, que en sus manos portaba la bandeja cromada con un cappuccino, tostadas, huevos con tocino y unos sobres de sal y salsas, además de los cubiertos de plata.

El personal tanto masculino como femenino, nuevamente detuvo sus quehaceres y desde sus puestos de trabajo, a la par de un divino Francesco y de su hermoso novio Doménico, me aplaudieron y saludaron. Yo agradecí aquel gesto con mi mejor sonrisa y el agitar de mi mano derecha, respondiendo a su amigable festejo.

—Cierra la puerta por favor y siéntate, le dije. —Antonella en silencio acató mis órdenes y con bastante garbo se sentó en frente de mí, acomodándose su azabache melena hacia el lado derecho.

—¿Me va a entrevistar o hice algo incorrecto? —Me preguntó con timidez, bajando su mirada y en sus labios un mohín infantil, esperando la reprimenda, que me pareció enternecedor.

—¡Jajaja! Ni eso ni aquello, le dije señalándole el sobre amarillo que contenía su currículum vitae. —Antonella, muchas gracias por tu apoyo, gracias a ti no me sentí cohibida. Me diste mucho valor. Además, si te colocaron aquí en este cargo, no creo que haya sido por lo preciosa que eres ni tampoco… ¡Porque hables bien el español! —Y se iluminó de nuevo su rostro de muñeca de porcelana, resplandeciendo con tranquilidad y satisfecha con mi respuesta, su risa contagiosa resonó en la amplitud de aquella oficina.

Y en mi teléfono, el sonido de una llamada activó dentro de mí la emoción. Hice la señal con mi dedo índice anticipando a mis labios, para que la asistente italiana se mantuviera en sepulcral silencio.

—¿Amor?… ¡Hola mi vida! Precioso mío te extraño mucho. ¿Cómo estás? —Lo saludé con efusividad e inocencia.

Rodrigo me habló con emocionadas palabras, exponiéndome con gran entusiasmo su afortunada visita de negocios. Me pidió que hablara con mi madre para que se encargara el viernes de cuidar a los niños en su casa, debido a un compromiso comercial. Debería estar presente en la entrega de los dos vehículos, y le era imposible evadir ese compromiso. Lo sentí plenamente feliz, y esas ventas solo tenían titilantes cifras en verde para el próximo mes. Y yo, también emocionada le relaté como me fue en la reunión, pero o no me escuchó bien o simplemente debido a su estado alterado, lo pasó por alto y no me felicitó.

—Mi amor, mañana en la noche debo asistir acompañado. Digamos que es una exigencia por puro protocolo, así que sin estar tú, iré acompañado por Paola. Pero tranquila, qué me comportaré bien. No te afanes ni te angusties, las manos se quedaran lejos de esa mujer. ¡Lo prometo! —Guardé prudente silencio, sonreí de manera embustera hacia el juvenil rostro de Antonella, más en mi interior las dudas me generaron un sinfín de tribulaciones.

—Está bien, le respondí con honradez. ¡No vayas a beber mucho! No quiero que tu compañera aproveche la ocasión y resultes después con el cuentico de que te violaron. —Y nos reímos los dos, mi esposo con amplia sinceridad y yo con oculta preocupación. Por despedida un ¡Te amo! de su parte y un ¡Yo también! de la mía, con la promesa de hablar por la noche, cuando estuviera ya instalada en la habitación del hotel.

Y así, pensando en todos los hechos ocurridos desde mi llegada, la intriga me pudo y no aguante más.

—Antonella, por favor necesito saber algo. Entiendo que nos colabores con los informes de estas empresas y lo agradezco, pero… ¿Por qué omites a mi jefe casi siempre? Y… ¿Cómo así que esta es mi oficina? ¿Acaso mi jefe tiene otra? —Finalmente tomé valor y le pregunté.

—Señora Silvia, fui contratada para ser su mano derecha. ¡Solo suya! Del señor Bárcenas y Esguerra, la encargada es usted. Además el mismo la postuló para dirigir la reorganización empresarial y yo debo cada comienzo de mes, enviarle los informes sobre cómo avanza el proceso de reestructuración administrativa y financiera. ¿No se lo comentó el señor Hugo? ¡Usted está a cargo! Nos veremos cada trimestre o antes, si surge alguna eventualidad. —Sorprendida por su franca respuesta, di el ultimo sorbo a mi cappuccino y me vi invadida por una emocionada dualidad.

Me giré en la silla hacia el panorama azul que me ofrecía aquel gran ventanal. Mi jefe no había sido claro conmigo y omitió premeditamente información vital, que afectaba positivamente mi futuro laboral y que podría, por el contrario, desbalancear mi estabilidad matrimonial. Aunque no podía evitar sentirme halagada por la responsabilidad concedida y emocionada por este… ¿Ascenso?… Definitivamente con mi jefe, debería sostener una charla larga y tendida.

—¿Signora Silvia? —Era Francesco que reclamaba mi atención desde el rellano del pasillo, con una carpeta plástica gris sin solapa bajo el brazo.

—Hola Francesco, cuéntame. ¿Qué necesitas? —Y él sonriente se acercó al escritorio y rodeándolo, me entregó el informe y me comentó…

—Me gustaría saber su opinión sobre la otra inversión. Mi padre está hablando con Hugo para conocer su dictamen y a mí me interesaría conocer la suya. Me encantaría junto a Doménico, invitarla a almorzar mañana y de paso usted conoce el lugar. ¡También mañana inauguraremos el sitio! ¿Qué le parece?

—Hummm, si claro por supuesto. Déjale la carpeta a Antonella. Me gustaría ir entonces al hotel para dejar nuestras cosas y refrescarme un poco. Luego la revisamos con calma. Ahhh y otra cosa más Francesco, por favor no me llames más señora que me haces sentir vieja. Silvia, a secas y eso va también para ti. —Miré entonces a mi bella asistente, que no perdía detalle a la conversación y le dije…

—Antonella… Necesito revisar la documentación del personal que tendré a cargo. —Y ella asintió para ponerse en pie y dirigirse hacia la puerta. —Una cosa más corazón… ¿Tú podrías llevarme al hotel después?–. Y ella sonriente, confirmó con su amplia sonrisa.

—Y saldremos las dos por ahí para que conozca un poco mi ciudad. —Me respondió de inmediato, guiñándome su ojo derecho.

Trabajamos las dos, codo a codo una hora y media tal vez, empapándome del personal y obviamente de sus capacidades. En mi ausencia esas cuatro personas estarían bajo el mando de mi asistente. Don Hugo me llamó, para averiguar cómo me encontraba y si todo estaba en orden. Lo noté distante aunque posiblemente fuera por estar él rodeado de personas. Le comenté que iría al hotel y que nos veríamos después. Luego aproveché para hablar con mi madre y pedirle el favor de cuidar a mis hijos la noche del viernes y comentarle qué el sábado Rodrigo los recogería a medio día.

Ya en el hotel, que por cierto no estaba muy distanciado de las oficinas, Antonella se encargó de realizar los registros y acompañarme hasta la habitación. Estaban justo una al frente de la otra. Pero la mía tenía una linda vista hacia la parte posterior, que a lo lejos me permitía divisar la torre donde se ubicaban las oficinas.

Sentada en la cama y Antonella en una silla al lado de un escritorio, llamé a Rodrigo, necesitaba comentarle de mi nueva situación profesional pero no tomó mi llamada y después de unos minutos recibí un mensaje donde se disculpaba, comentándome que estaba muy ocupado y que en la noche con calma hablaríamos. Por lo tanto, le pedí a Antonella que me esperara mientras me duchaba y cambiaba de ropa. Mi jefe seguía sin llamarme, reunido con los socios, habían salido de las oficinas para observar unos viñedos, según me comentó Francesco.

Salí del baño envuelta en la toalla y Antonella revisaba el informe que me había entregado Francesco sobre la nueva inversión de su padre. —¿Y tú como lo ves? le pregunté y sus radiantes ojos almendrados se posaron en los míos y realizando una mueca de satisfacción me dijo que lo veía todo muy bien. ¡Interesante! —Me dijo al final, levantando sus cejas.

—No ha confirmado mi solicitud de amistad, me dijo de repente. —¿Perdón?–. Le respondí intrigada.

—Silvia, la que te envié al Face, me respondió ya tuteándome. —Y yo recordé.

—Lo siento Antonella es que no soy muy de redes sociales y obviamente no acepto solicitudes de extraños. Discúlpame, si quieres mientras me arreglo, mira, toma mi teléfono y agrégate. Lo puedes desbloquear sin problemas, no acostumbramos con mi esposo mantener claves en los móviles.

Y ella tomando mi teléfono, se entretuvo con el mientras yo dentro del baño con la puerta entreabierta, me colocaba la ropa interior, dándole la espalda. Por el reflejo del espejo pude notar que Antonella me observaba. No le di mayor importancia y en brassier y tanga, salí del baño hacia la cama donde había dejado la ropa con la cual me vestiría.

—Mira, tienes un mensaje del señor Bárcenas. ¿Te lo leo? —Sí claro por favor, mientras eso me visto y me maquillo. —Le respondí de manera inocente.

«Mi ángel, aún me demoro un poco. Me he encontrado con un antiguo compañero de diplomado, es un gran amigo de Norteamérica. Pero al llegar al hotel me gustaría salir por ahí contigo y recorrer la ciudad. Cenamos juntos y de paso hablamos. Estoy muy orgulloso de tenerte a mi lado. También como tú, es mi primera vez aquí y me gustaría dar un paseo contigo. Te avisaré cuando llegue. Un beso».

¡Plop! Yo me quede literalmente de piedra con mi falda a medio subir, mi blusa sin abotonar y mi boca tan abierta como los ojos de Antonella, quien no dijo nada más pero sí, dejó la bella italiana vislumbrar una maliciosa sonrisa.

—Ehhh, no es lo que piensas, te lo aseguro. Es solo que mi jefe… Es una historia un poco larga y privada, pero entre él y yo no exis… —Antonella me interrumpió con su dedo índice presionando levemente sobre mis labios, la no pedida explicación.

—No te preocupes Silvia, no es de mi incumbencia tu vida privada. ¿Te ayudo? —Y acercándose a mí, me fue abotonando la blusa de lino fucsia, pacientemente botón tras botón. Entre tanto yo con mis dos manos ajustaba finalmente la falda a mi talle.

Tomadas de la mano, como un par de antiguas amigas, cruzamos la amplia recepción y salimos de aquel hotel. Entusiasmada por conocer un poco la ciudad pero teléfono en mano, pendiente de dos llamadas. La más importante la de mi esposo, para proporcionarle tranquilidad. La segunda la de mi jefe, dispuesta a solucionarle cualquier necesidad.

Fui conociendo varias calles con sus plazas adoquinadas y plenas de monumentos e historias, a veces un poco distanciadas las dos, en otra de ellas ampliamente espectacular, a la orilla de un rio, el brazo de Antonella asediando afectuoso, mi cintura. Pasamos frente a la catedral metropolitana de San Juan Bautista, e hicimos una breve oración frente al relicario que resguarda al Santo Sudario. Luego nos dirigimos caminando hasta el museo egipcio, que desafortunadamente no alcanzaría a recorrer con la tranquilidad necesaria, por lo tanto mi bella asistente tomando mis manos entre las suyas, me dijo que lo dejaríamos para una próxima vez y me llevó hasta un local para saborear un famoso y cremoso helado que nos supo a gloria aunque sí que me sorprendió un poco, su cariñosa forma de limpiar con su meñique, rastros de la crema en un esquina de mi boca para luego chupárselo.

Ya anochecía y sentadas en una banca de madera, en la calle del frente del hotel le pregunté finalmente donde había aprendido a hablar español, mientras yo reposada, aspiraba un mentolado.

—Siete meses en Buenos Aires. —¡Qué bien! Le respondí.

—¿Estudiando o trabajando? —Le indagué, sin parecerle una entrometida.

—Nahh, solo persiguiendo un sueño que se tornó en pesadilla. —Y su carita se ensombreció.

—¡Hombres! Ellos como siempre. —Le respondí yo, acariciando su mejilla.

—¡Cara mía! Los tiempos cambian, y ya no son solo ellos los que cargan con la fama. ¡Las mujeres también! —Y recostó su cabeza sobre mi hombro.

Mi teléfono vibró ya entrada la noche, al recibir un mensaje. Don Hugo me esperaba ya en la recepción del hotel.

—Llegó la hora del… ¡Hasta mañana! Debo dejarte, pero muchas gracias por el recorrido. Mañana seguiremos hablando. —Y Antonella me besó delicadamente, cerca de la comisura de los labios, para a continuación decirme con su suave voz… —Gracias a ti por tu compañía y espero no defraudarte.

—¡Anda nene! ¿Cómo va todo con tu esposa? —Me preguntó la rubia Barranquillera.

—¡Todo bien y mejorando! Anoche y hoy a medio día hablé con ella. Está de viaje y esta noche va a asistir a dos inauguraciones. Que suertuda. ¡Dos por una! —Le comenté y luego Paola se colocó frente a mí y con bastante seriedad, cosa poco habitual en ella, me preguntó.

—Y ajá Rocky… ¿No se te hizo de pésima educación no invitar al jefe?

—¡Jajaja! Mi Pao hermosa, no creo que este sitio sea el apropiado para hombres de su edad. ¡Ya lo veras!

Y dicho esto, de una limosina negra, descendió primero una anciana mujer y con algo de esfuerzo, un hombre canoso, arrugado el rostro y encorvado, cubierto con un gabán de paño grueso, que se apoyaba en un bastón. A su encuentro llegaron dos hermosas jóvenes, una rubia y la otra morena, que los saludaron con efusivos besos en sus bocas. Paola me miró, yo tan solo levanté mis hombros y nos reímos disimuladamente a carcajadas los dos.

Miré la hora en mi reloj y recordando las palabras de mi esposa, marqué a su número y esperé.

—Hola mi amor, ya estoy por salir. ¿Y tú? ¿Ya estas allá?

—¡Sí mi cielo! le respondí. —Ya vamos a ingresar. Ten mucho cuidado por ahí y diviértete mucho. ¡Ojito con las manos!

—¿Cuáles? ¿Las mías? ¡Jajaja!

—¡Nooo señorita! No te me hagas la loca. Ya sabes a quien pertenecen las manos a las que me refiero.

—Tranquilo mi vida que voy a ir con Antonella. Allá nos esperan Francesco y su novio. Ahhh, y por tu tormento no te preocupes, que ese lugar no es de la apetencia de mi jefe. Él irá a tomarse algo por ahí con su amigo americano, con el que se reencontró por casualidad. Por ese lado no tienes nada que temer. ¿Y tú? Pilas pues con esa amiguita tuya ¿No?

—Descuida que me sabré comportar, además traje el coche y no podré descontrolarme. Te marco después. Ponte guapa y entonces levántate una novia italiana. ¡Jajaja! Bye, te amo mucho.

—¡Jajaja! Loco mío, de pronto te haga caso y regrese a casa dejando algún femenino corazón roto por aquí. ¡Te amo precioso mío! Esperaré tu llamada. Hasta la vista mi amor.

Y una vez colgué la llamada, tomé de la mano a mi rubia acompañante y nos dirigimos hasta la entrada, discretamente iluminada.

—Por favor, sigan por acá. Estas son las llaves de su casillero. Son nuevos por aquí. ¿No es verdad? ¿Ya conocen las normas? —Y tanto Paola como yo, negamos con el movimiento de nuestras cabezas.

—Bueno, nada de móviles ni cámaras. Respeto y discreción. Y lo más importante… ¡No es no! Y si tienen algún problema con el vestuario me avisan y lo solucionaremos. ¡Bienvenidos y que disfruten del evento! —¿Pero cuál vestuario? Le pregunté y la joven con el punto de su boca, me los indicó.

Paola fue la primera en desnudarse, sin recato alguno hacia mí, ni a las demás personas, hombres y mujeres que allí estaban en el vestier mixto. Extendió la blanca tela, examinando como colocársela.

Yo entretanto realicé lo que hacían los demás, y dejándome tan solo el bóxer blanco, me coloqué lo que parecía una túnica de percal blanca, cuyas mangas me llegaban un poco por encima de los codos y de largo hasta mis rodillas. Encima terciada una larguísima toga verde y… ¿Sandalias? Bien, un colombiano más disfrazado de romano y aun no llegaba el día de Halloween.

Paola también vestía una túnica blanca, sujetada en sus hombros por dos finas tiras, y de largo hasta los tobillos y encima un manto rectangular purpúreo. No había lugar donde guardar nada. Las llaves atadas a un cordel elástico, las colocamos en la misma muñeca donde manteníamos puestas las doradas manillas.

—¿No te habrás dejado puesto nada por debajo? ¿No es así tesoro mío? —Esa voz… ¡Hummm!

—¿Almudena? —Y me giré ciento ochenta grados para darme cuenta de su presencia y de la de… ¿Martha?

—Ehhh, hola muchachas. ¿Y ustedes que hacen por aquí? —Acucioso les pregunté y ellas al unísono, levantaron sus brazos y me dejaron observar sus pulseras doradas.

—¡Vaya sorpresa! —Y dirigiéndome en especial a mi amiga Almudena, le respondí…

—Pues sí, no llevo nada debajo. Tan solo libre y suelta mi virilidad. ¡Mentí!

Se saludaron amigablemente con Paola y la misma Martha se presentó con mi rubia acompañante, vanagloriando su caribeña belleza. Y sus ojos esmeraldas, brillaron más por el halago.

—Bueno tesoros… ¿Vamos a buscar nuestras mesas? O… ¿Antes prefieren dar una vuelta para que conozcan las salas? —Y Paola por supuesto dio brincos de felicidad y tomando del brazo a Almudena, se adelantaron por el pasillo. Yo, resignado miré a Martha y le ofrecí mi mano.

Y no es que yo frecuentara esos lugares, de hecho era mi primera vez en un club swinger como aquel, pero ya había tenido la oportunidad de informarme sobre el lugar, tras mi apresurada salida después de concretar las dos ventas. Y además a la entrada, había tomado un volante con bastante información.

Gente de todo tipo, jóvenes, adultos y viejos. Cuerpos hermosos y cuidados en gimnasios o esculpidos en algún quirófano. Dos piscinas cubiertas y climatizadas rodeadas de espacios con arena blanca y palmeras artificiales, eran lo más impactante del lugar. ¿O no?

Cruzar por un pasillo oscuro donde se escuchaban gemidos a lado y lado me erizó la piel e inclusive a Martha la incomodo también, aferrándose a mí con algo de temor. Las salas donde por el jaleo y los gritos, imaginaba como andaba dentro la situación, las obviamos y pasamos de largo. Llegamos por fin a un sitio reconocido por mí. La amplia sala donde a esa hora ya estaba todo organizado y con los festones elevados, bailaban varias parejas, y otras en grupitos de a tres, casi desnudos.

«Rodrigo Cárdenas». Rezaba un letrero blanco sobre una de las pequeñas mesas negras y dos más allá, la mesa de «Almudena Martínez». Y tomando del brazo a Paola, me separé de la mano de Martha y pensé… ¡Hasta aquí fue!

Paola se sentó a mi diestra y yo tomé la jarra de agua mineral y serví un poco en los dos vasos. Enseguida se acercó una núbil jovencita, ataviada a la usanza, con una bandeja y una botella de Aguardiente, otra de escocés y adicional, una bandeja con apetitosos pasantes.

Entre tragos y amena charla con Paola, recordando nuestras respectivas rumbas en nuestras ciudades de nacimiento, bailamos algunas bachatas, dos o tres de salsa y un vallenato de Jorgito Celedón, fueron transcurriendo las horas hasta que el Dj detuvo la rumba y la voz de Thomas retumbó por el lugar.

—¡Sean todos ustedes bienvenidos a este festejo por el cumpleaños de la mujer más bella de nuestro universo! —Y pasó su brazo por encima del hombro de un joven mulato que sonriente, permanecía a su izquierda. Y todos aplaudimos, haciendo presencia aquella mujer de cabellos ensortijados, ataviada por igual que el resto de las mujeres de su vestimenta romana.

Una pantalla inmensa se iluminó y allí estaba enfocado por una cámara de video el auto negro que me habían comprado. Thomas con Mechas en medio de él y del otro hombre, besándola primero y luego Mechas al que estaba a su lado, comentó con orgullo que ese era el regalo por su natalicio. Y de nuevo los ruidosos vítores invadieron la sala. Bajaron ellos tres de la tarima, acomodándose en una mesa que estaba dispuesta en diagonal a la mía y saludándome, brindamos los cinco desde lejos. El Dj, tomó la palabra y anunció el espectáculo central. Un evento que sería premiado para aquella mujer u hombre, que lograra sin ayuda de las manos y en menos de tres minutos, hacer acabar a… «El Monje Tibetano».

Paola me miró intrigada, yo busqué con la mía a Martha y ella a su vez, la de nuestra amiga Almudena. Claramente nadie sabía de qué trataba aquello. Y se hizo silencio por unos minutos, se apagaron las luces y de improviso música relajante se dejó escuchar y del centro del techo un haz de poderosa luz ámbar creó un círculo sobre la iluminada figura de… Sí, efectivamente un hombre sentado en posición de loto, cabeza rapada y de ojos rasgados, vestido por una túnica carmesí, que cruzaba su pecho y tapaba su cintura.

Nadie hacia o decía nada, por lo tanto el Dj, animó a las personas allí presentes a intentarlo. Solo cinco dijo él. Y aseguró que el premio al ganador o ganadora sería sumamente reconfortante. —¡Solo cinco personas! ¡Vamos! Anímense mujeres o es que… ¿Sus parejas no las dejan? Hombres ustedes también pueden participar!–. Vociferó el animador.

El tal monje que permanecía en el centro de la pista, con los ojos cerrados y en total paz, desanudó la túnica y la lanzó con gran destreza y agilidad, unos dos metros a su derecha, quedando totalmente desnudo. Con sus manos juntas por las palmas, realizó una especie de reverencia y se puso en pie. Exclamación entre los asistentes y ojos desorbitados en la mayoría, incluyendo los míos. De Paola ni hablar.

Un largo falo blancuzco, de por lo menos treinta centímetros, tieso y grueso como el puño de Paola, apuntaba fieramente hacia el techo. Se fue girando con lentitud, demostrando a la audiencia todo su potente esplendor. Tres mujeres y dos hombres de acercaron. ¡Y el monje se dejó hacer!

La primera con la boca lo intentó, dando pequeñas lamidas y succionado aquella verga hasta que se le agotó su tiempo. Luego fue el turno para una rubia, muy blanca, delgada casi escuálida y con los infantiles pechos, coronados por pezones muy rosados. Le habló algo al superdotado y este se acostó boca arriba, la mujer escupió bastante saliva sobre el colorado glande de aquella deidad tibetana y se fue introduciendo por la vagina lo que a bien pudo. Mucho gemido, ojos cerrados y frente fruncida, pero poco movimiento de la pelvis y se agotó su tiempo. Enseguida un hombre joven y algo amanerado, –la verdad sea dicha– abrió su boca y pudo más que la mujer primera. Era una visión escalofriante, pues la garganta del joven se ampliaba a medida que lo introducía, recordándome las imágenes de una boa, regurgitando a su presa muerta. Más no pudo hacerlo por completo y atragantado, casi vomitó, perdiendo así su ocasión.

El siguiente fue un hombre de cuerpo fofo y mayor de edad que yo, muy velludo y culón que abriéndose el mismo las nalgas, acuclillado hizo acopio de valentía y con esfuerzo, se introdujo despacio aquel mástil color del marfil. En sus gestos el dolor y en el publico la algarabía. No llegó a introducirse ni una cuarta parte cuando en medio de un alarido, desistió.

La última fue una mujer obesa y de piel de muy oscura como un tizón. Nalgas protuberantes y con bastante celulitis, tetas inmensas y colgantes con aureolas como arepas y pezones gordos como mi dedo meñique, sin aspavientos y mirando de frente al sereno monje, se introdujo de un solo envión toda la extensión de aquella verga endurecida, más por la concentración mental que por la sangre y la emoción. Agitó las caderas, meneó la cintura y gimiendo, en un alocado ritmo, se escuchaba claramente el chapoteo de sus flujos mezclados con el pausado respirar de aquel artista. Adelante y hacia atrás, después del lado izquierdo al derecho, y en círculos con su vagina encharcada, logró descomponer la impavidez y serenidad del tibetano y a falta de pocos segundos para terminar su tiempo, el rostro del hombre, sonrió agradecido y explotó en la intimidad de la mujer.

¡La apasionada fricción, había vencido a la meditada razón! Por enésima vez.

—¡Y la ganadora se lleva este espectacular premio! —Gritó por los altoparlantes el Dj. Y el no matriculado automóvil plateado, parqueado junto al negro obsequiado, apareció enfocado por dos cámaras en la pantalla gigante del salón.

Aplausos a rabiar, pieles sudadas y aromas a sexo humedecido por el erótico espectáculo, invadieron la sala. Y luego fue la misma Mechas, quien tomada de la mano de Thomas y del mulato, habló por los micrófonos, anunciando el último sorteo de la noche.

—¡Un viaje con todos los gastos pagos y estadía por siete noches y ocho días para cuatro personas en un resort solo para parejas en Punta Cana! —Y la mayoría de personas, tal vez unas cuarenta o sesenta, festejaron aquel sorteo.

El hombre a la izquierda de la Mechas, tomó una pequeña balotera de acrílico transparente, Thomas la hizo girar y al detenerse, Mechas introdujo su mano y tomando una de las pelotas, anunció un número.

—¡Vamos! ¡Revisen sus pulseras! —Pronunció dichosa la Mechas, pero nadie dijo… ¡Yo! Tal vez ese desafortunado ganador no asistió o estaba entretenido en otras labores sexualmente más satisfactorias en alguna otra sala.

Segunda oportunidad y se repitió la operación.

—Y el número ganador es el… ¡1003! —Se anunció.

Paola me dio un codazo pues yo ni había revisado. Por el micrófono Thomas insistió en que miráramos bien la parte posterior de las manillas y mirando a Paola le dije…

—Yo ni para que miro, que nunca me he ganado nada. ¡Ahh, sí! perdóname que te miento. ¡Una licuadora en una rifa! Cuando la fui a utilizar para hacerme un jugo de guanábana, la maldita venia dañada de fábrica. —Y me reí a carcajadas.

Pero solo yo, pues mi rubia compañera, curiosa ella, dio vuelta a mi pulsera y gritó —¡Aquíii!, aquí–. ¡Completamente emocionada!

El resto fue verme iluminado por un reflector, Martha y Almudena vinieron hasta mi mesa a felicitarme, abrazándome y de aprovechadas me dieron cada una un morreo espectacular delante de la concurrencia y Paola, mi rubia tentación tomo posesión de mi boca con la suya y con súbito sentido de propiedad entre los dos, nos besamos con pasión.

—¡Vamos a celebrar en privado! Rocky querido, en el segundo nivel. —Escuché a la Mechas, quien abrazaba a Thomas y de su mano izquierda tomaba el miembro expuesto del que después me enteré, era su esposo oficial.

—Ok, ok. Les respondí sonriente. —Pero antes necesito hacer una llamada con urgencia, les expliqué y solo, me dirigí hacia el vestier y del casillero tomé mí el móvil, lo encendí, me fije bien en la hora… 1:38 A.M. ¡Y marqué!

Una, dos, cinco, siete veces timbró y no, Silvia mi esposa no contesto. Volví a marcar a su número, y de nuevo se fue la llamada al buzón. Le dejé el mensaje de que estaba bien y quería saber cómo estaba ella, mi amada esposa.

Regresé a los pocos minutos hasta el salón y allí me aguardaba la precoz mesera. Los demás no estaban. La doncella romana, me guió por un estrecho pasillo y ascendiendo unas amplias escalinatas, llegamos hasta un corredor con al menos ocho puertas, cuatro a lado y lado. Llegando a la penúltima a mi derecha, la joven golpeó la madera tres veces seguidas y dos después. Finalmente el esposo de la Mechas, abrió y la chica se marchó sin musitar sonido alguno.

Thomas se atragantaba con los inmensos melones de la Mechas, desnudos los dos, sobre el lado izquierdo de una cama impresionantemente grande. A un lado, un amplio sofá de piel rojo y para cuatro personas, donde Almudena bebía del néctar de la entrepierna de Paola, quien con sus ojos cerrados, acompasaba el ritmo de la comida de coño, con su mano derecha pellizcando el pezón cereza de su seno izquierdo. Y Martha… La mujer del tormento mío, sentada al otro extremo, perdía una mano en el medio de sus piernas abiertas. Los dedos se cebaban en la humedad de su vulva. Labios henchidos, los de su boca también; párpados completamente cerrados, abandonada ella a la espiritual libertad de privadas sensaciones, sintió como el mulato acariciaba su seno libre de caricias pero de inmediato, abriendo sus acaramelados ojitos de miel, resuelta le apartó su mano y cuando me vio allí de pie a dos pasos de la puerta, sonriente me invitó.

Me acomodé de rodillas a su lado, y ella virando levemente, me ofreció la visión de su sexo abierto y brillante, rosados sus labios, tan recorridos y disfrutados por la personal experiencia de sus dedos. Por varios minutos friccionó los pliegues laterales, y después se concentró en hacer círculos concéntricos sobre su endurecido botón. Gimió con dulzura, y mirándome, mencionó entre sus jadeos, mi nombre.

Paola, también acabó en la boca experimentada de Almudena y recompuesta después de disfrutar del éxtasis, se puso en pie y se acercó por fin a mi lugar. Thomas boca arriba, Mechas encima, morreándose con él y su esposo, lamiendo el culo y algo más, –lo que se le atravesara– disfrutaban enredados en esa cama.

—Esto está muy bueno, pero debo irme ya. Sabes bien que tengo que trabajar. —Le mencioné en el oído a mi rubia tentación, quien desprovista de tela que cubriera sus hermosos pechos, pegada a mi torso, me besaba el cuello mientras su mano con agilidad, palpaba por encima de mi bóxer, la dureza de mi verga.

—Anda nene, no seas así, quiero que me jodas bien la cuca y me la hundas bien adentro de mi culo. Ya es tiempo de que te liberes, «Rolito precioso». —Me dijo con una voz muy sensual y su mirada encendida de destellos verdes.

—Lo siento, respondí. —Y mirando a Almudena que se abrazaba a su amiga Martha, me acerqué para agradecerle y despedirme.

—Bueno tesoro, pues es una lástima, pero eso es lo que me encanta de ti. —La miré torciendo mi boca, al tiempo que ladeaba un poco mi cabeza en señal de no comprender.

—Tu férrea templanza, cariño. Es un don que pocos poseen. Te acompaño hasta la salida, pero yo si me quedo otro rato. ¿Te vas tú también querida? —Le habló, pero no a Paola sino a Martha. Esta se encogió de hombros y mirándome le respondió que sí y me pidió que por favor la dejara en su casa. De los anfitriones me olvidé, o mejor sería decir que ellos tres, ocupados en sus sexuales placeres, se habían olvidado de los demás.

Ya vestidos, mi amiga Almudena pasó su brazo por debajo del mío, enganchando su fisonomía a mi costado. Y me dijo con suavidad al oído izquierdo…

—Espero que no te vayas por no querer pecar. Sería un completo desperdicio que duermas solo, mientras tu esposa quizá a esta misma hora, retocé en brazos de él. —Y Martha que venía detrás, la alcanzó a escuchar y tomándola con fuerza de la mano, le preguntó también que era lo que nosotros dos no sabíamos.

—¡De que me hablas? ¡Tú que vas a saber! —Me detuve y apartándome de su abrazo, le pedí explicación.

—No lo puedo saber con exactitud, pero si yo fuera él, claramente aprovecharía la inesperada ocasión y me lanzaría con todo por conquistarla. Te lo podría asegurar. ¿Quieres apostar conmigo tesoro? —Y me retó.

—¿Cuánto quieres perder? —Le respondí con seguridad.

—Vamos a ver… Ehhh, si yo ganó, serás mi esclavo por 24 horas. Y sí pierdo pues… ¡Tú eliges lo quieras de mí, corazón!

—Si yo gano, tú Almudena querida, te pondrás en cuatro patas y te dejaras culear por mí. Me agradará mucho perforar ese asterisco casi virgen tuyo. ¿Estamos? —Le contesté, mientras Paola y Martha, no podían cerrar sus bocas.

—Perfecto Rocky querido. ¡Vamos! Anda tesoro, hazle una videollamada y tú Martha, préstame tu teléfono. Cuando yo crea que es el momento le marcaré desde este móvil al de Hugo y ya veremos quién gana. —Me respondió con una seguridad que me estremeció.

—No se te olvide preciosa, que hoy la suerte esta de mi lado. —Y temerario, bordeando casi las tres de la madrugada de aquel sábado, le hice la videollamada a mi mujer.

—¡Hola mi vida! —La saludé, agitando frente a la cámara mi mano.

—Hasta que por fin me respondes, ya me tenías preocupado. Pronto serán las tres de la mañana ¿Dónde estás? —Silvia estaba con una copa verde neón en su mano, mientras con la otra intentaba mantener estable la cámara del teléfono y no salirse del plano, se veía sobresaltada. De fondo, yo pude escuchar los rítmicos «beats» de música electrónica.

—Aghhh… Ehhh, mi amoorrr, estoyy… acabando de entrar a mi habitación. ¿Si me ves bien? ¡Jajaja! —Y Silvia junto a la ventana se veía espectacular con ese vestido brillante pero la luz era insuficiente y en el tono de su voz enredada, la acostumbrada visión de ella algo alicorada.

—Amor estoy… Estoy un poco prendidita. Creo que me dejé contagiar por la rumba y me pasé con estos coctelitos. No revisé el móvil hasta ahora lo siento. ¿Y tú mi amoorrr? ¿Ya llegaste a nuestro piso?

—No señora, aún no, pero ya iba de salida. Ni te imaginas el buen ambiente que hay, pero debo trabajar. Creo que solo dormiré como cuatro horas. Te amo mucho. Estas muy bella mi amor. ¿Y esa música? —No te gustaba. ¿Y ahora sí? Le pregunté.

—¡Ehhh, es solo el televisor mi amor! Qué lo encendí y están pasando videos musicales. —Me respondió sonriendo y mirando hacia otro lado.

—Te extraño mucho y tengo ganas de hacer cositas ricas contigo cuando llegues. —Le mencioné y me sentí triunfador.

—Ufff, yo estoy igual. Lástima que sea tan tarde y estemos tan lejos porque si no… ¡Jajaja! Ya te la estaría comiendo. —Y mi mujer dio otro trago a esa bebida y paseó lujuriosa su lengua por los labios, mirando sensualmente a la cámara.

—¿Me podrías dar una pruebita de lo que me espera? Déjame admirarte con ese vestido tan sexy. ¡Hey!… ¿No abras mostrado mis tetas a esos degenerados por ahí? —Le dije sonriéndole.

—¡Como se te ocurre! O bueno tal vez unas dos o tres veces, pero fue sin querer por estar saltando con una canción de Lady… Lady algo. Tú sabes que nos soy buena para esos nombres extranjeros. Pero igual a nadie le importó y solo me las vio Antonella, que de inmediato me las cubrió con sus man… ¡Me las tapó rápido! Jajaja. —Me respondió dudando un poco en su respuesta.

—Bueno pues que bien por ella que disfrutó de esa visión. ¡Ahora quiero que me las muestres a mí! —Le dije con mi voz más seductora.

—¿Ahhh?… ¿Ahora precioso? Nahh, estoy como borrachita y con ganas de acostarme también. ¡Todo me da vueltas! —Me respondió negándose a mi petición, más yo le insistí maliciosamente.

—Anda mi vida no seas malita y muéstrame esas hermosas téticas que tanto deben estar extrañándome. Dame ese gusto. —Y Silvia se negó de nuevo.

—No, la verdad no creo que estas sean horas para ponernos en eso, que después nos arrechamos y nos quedamos con las ganas. Además alguien podría verme en esta ventana. —Me respondió haciendo pucheros, con los que ella usaba para convencerme de algo.

—Vamos mi amor, dale y haz de cuenta que me vas a seducir… cierra la persiana si te da pena que alguien te vea y aprovechando la música, me bailas sensual, como si estuvieras haciéndome un striptease. No me vas a dejar con las ganas o es que… —Y dejando en suspenso la frase, Silvia un poco asustada se fue retirando de medio lado de la ventana enfocándose posteriormente con lentitud cerca de la bien tendida cama.

—Rodrigo es que me da cosa. Mejor ahora cuando me coloque la pijama en el baño yo te envío unas fotic… —¿Rodrigo? Y entonces algo inquieto, contraataqué.

—¡Ahora mismo Silvia, muéstrame las tetas ahora! ¿O qué es lo que pasa allá? —Le hablé duro y ya fastidiado, aunque también preocupado.

¿Tendría razón Almudena? ¡No! No podía ser, si ella me había prometido que… Silvia me había dicho que nada pasaría entre ella y su jefe.

—Está bien, está bien no te enojes. Lo siento es que estoy algo cansada. Mira mi amor… ¿Así te gusta?

Y Silvia empezó a balancear su cuerpo, moviendo un poco la cámara hasta acercarla a su cuerpo. Se desenfocaba por momentos pero luego tal vez lo dejó soportado, sobre el marco de la ventana y solo podía ver su figura a contra luz, bailando seductoramente y bajando primero una tiranta de su vestido, cubrió coquetamente con su mano ese seno, para luego cruzar su otro brazo y retirar la otra tira, cubriéndose de igual manera el otro pecho. El vestido fue cayendo por su cuerpo con parsimonia, a medida que mi esposa danzaba con suavidad una pegajosa melodía.

Movía mi mujer su cintura con gracia y soltura, –siempre se le había dado bailar bien– y poco a poco retiró su brazo derecho y luego el izquierdo para dejarlos reposar en su cintura y aquel par de pechos aún hermosos después de amamantar, se mostraron por fin ante mí, meneándose con sensual suavidad.

—¿Si ves amor que no era tan difícil? ¡Te amo preciosa! Y ahora un poquitín más, que quiero ver ese hermoso tesoro escondido. ¡Quítate la tanga y acaríciate por mí! —Y Silvia con cierto temor en su rostro, volteó de nuevo su mirada hacia algún lugar en esa habitación y luego acercándose de nuevo al teléfono comenzó a bajar despacio las delgadas tiras negras de tela y me dijo casi susurrando…

—Yo también te amo. ¿Te gusta? ¿La quieres mucho? ¿Me deseas? —y me mostró su preciosa vagina, abriendo los labios, –tantas veces por mí, acariciados y besados– con sus dos dedos y cuando le iba a responder que sí, observé a Almudena quien con su dedo índice en alto, me hizo la señal de que iba a marcar. Y realizada esa operación me mostró la iluminada pantalla del móvil de Martha, donde pude leer con claridad dos palabras con las que ella registraba el número de su marido… ¡Amor mío!

E inmediatamente escuché un sonido en la habitación de mi esposa. —El sonoro repicar de otro teléfono que había allí. Silvia se sobresaltó también y giró súbitamente su cabeza hacia la izquierda y luego volvió a mirar a la cámara y cuando iba a hablar, con la no olvidada sensación de vacío y amargura, sin mirar la pantalla de mi móvil escuché la asustada voz de Silvia…

—Rodrigo…. Yo, en serio no es… ¡Perdón! —Mis lágrimas con la facilidad de siempre, comenzaron a humedecer mis mejillas, pero sacando fuerzas de donde no las hallaba en esos aciagos minutos le dije con firmeza…

—Ya es suficiente Silvia. ¡Me cansé! —Y corté la videollamada, y de paso, apagué mi teléfono.

Almudena por igual realizó la misma operación en el teléfono de Martha. Me giré para ver a Paola, que pasmada por la escena, ni sonreía y permanecía mi rubia tentación con su boca a medio abrir. Martha por su parte me miró con un dejo de compasión y Almudena, ella si sonriente al saberse vencedora, apoyó su mano sobre mi hombro y me dijo…

—Tranquilo Rocky tesoro mío, que esto no es el fin del mundo ni tampoco debe serlo el de tu matrimonio. Corazón, tú también lo presentías, algún día iba a suceder. Tener sexo es el mal menor, pero como te dije hace días, mentir solo… Y la interrumpí abrazándome a ella con fuerza y resignación, para culminar su frase.

—¡Engañar! Ese el mal mayor. Sí, ahora ya lo sé.

—Pao, vamos a tomar algo en otra parte. —Y sin despedirme de Martha y Almudena, me alejé con mi rubia tentación abrazada fuertemente a mi cintura y su cabeza apoyada de medio lado sobre mi hombro, reconociendo mi dolor.

Pero Martha dándonos posterior alcance, se metió en el medio de los dos y nos dijo con cariñosa suavidad…

—No quiero estar sola esta noche. ¿Puedo ir con ustedes? Quiero… ¡Deseo estar con ustedes dos!…

—… ¿Tendrán habitaciones disponibles en tu hotel? —Le pregunté a Paola, ya montados dentro del auto.

—Toda la suite está esperando por los tres. Mi padrastro y mi madre andan de viaje por Canarias. ¡Vamos cachaco precioso! Qué al mal paso hay que darle prisa y a la traición, la bendición de hacernos el amor. —Nos respondió con su sonrisa de carnaval.

Sentí la tibieza y suavidad de su mano acariciando mi mejilla y a pesar de sentirme engañado, la rabia pudo más que el dolor y no, ¡No derramé ni una sola lágrima más! Voltee mi cabeza y observando hacia el asiento posterior a una silenciosa Martha fijamente, decidí perderme para siempre en la espesura de aquella selva verde que tantas veces esquivé y beber de la fuente rosada y húmeda de la mujer del hombre que se tiraba a kilómetros de mí, esa madrugada a la traidora esposa mía.

—Vamos entonces mi Pao hermosa, que apenas tengo tres horas libres para qué disfrutemos los tres. El tiempo justo para que las dos, logren hacerme revivir.

Continuará…

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