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El viejito en la residencia

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Frente al espejo estaba don Javier con su mejor traje, ultimando los retoques para estar impoluto. A sus setenta y tres años se conservaba delgado y, aunque su metro ochenta ya empujaba a encorvarse, se resistía a caminar como un viejo, pese a no separarse nunca de su elegante bastón de ébano con empuñadura de plata. Había sido este el último regalo que había recibido de sus repelentes hijos, que no dudaron en enviarlo a una residencia en cuanto lo creyeron oportuno. Y allí, aunque no le quedó más remedio que asumirlo, pronto encontró una motivación: Elena, la enfermera asistente de su zona, con la que ya había tenido algunas conversaciones.

Esa tarde, cuando entró en la sala donde era la fiesta de la residencia, muchas miradas se centraron en él. Era inevitable, su elegante aspecto dejaba entrever que había sido un hombre que se había cuidado, de una vida en apariencia solvente, muy distanciado del resto. Él siguió caminando hacia la mesa donde se había montado un pequeño picnic, sin prestar atención a las miradas, aunque consciente de ellas y orgulloso por saberse distinto. Con la mirada recorrió el local buscando a Elena, pero no la vio. Ella, con sus treinta años recién cumplidos, su elegancia natural, acompañada de su simpatía y alegre solvencia para salir airosa de situaciones tensas, se le había metido en la cabeza como si fuera un chico de quince años. La recorría con la mirada cuando ella pasaba con el disimulo necesario para no ser visto, pero sabía que ella no era ingenua, que se sabía deseada por él. El tiempo pasaba y don Javier empezaba a aburrirse, las conversaciones le resultaban inocuas, superficiales, y se negaba a comportarse como un viejo más. A él la vida aún le quemaba. Tomó un canapé cuando una mano le dio un par de golpecitos en el hombro.

–Que elegante se ha puesto usted, ¿se casa? –Preguntó Elena sonriente.

Don Javier tragó y bebió un poco de agua. Después la miró.

–Eso depende de ti –le respondió con serenidad.

Elena sonrió, en el fondo le agradaba sentirse deseada por él.

–Yo sólo me casaré con alguien que sepa bailar bien –dijo coqueta antes de girarse y caminar en dirección opuesta.

Javier la observó caminar, adoraba ese culo, que parecía jugar con la gravedad cuando ella caminaba. Mantuvo la vigilancia un rato, viendo como la sacaban a bailar, como repartía simpatía y comprensión allá por donde pasaba. Su sonrisa ancha y jovial, su pelo largo, su mirada coqueta, que cada cierto tiempo intercambiaba con él, hacían la delicias de todas las fantasías previstas por Javier.

El tiempo pasaba y Javier comenzaba a aburrirse, entendía que Elena tenía una misión, estaba trabajando y, como sus compañeras, debía estar atenta a todos y todas. El ánimo se le cayó al suelo a Javier, que se levantó y puso paso hacia la puerta. Antes de llegar Elena le cortó el paso.

–¿Se puede saber a dónde va? –Le preguntó.

–A mi habitación, he conseguido aburrirme. –Respondió Javier un tanto afligido.

–De eso nada, debe bailar primero conmigo, no me gustan los hombres tristes.

–Estás demasiado solicitada, Elena, y es normal, lo entiendo, así que no quiero que faltes a tus responsabilidades.

–No sea tonto, estoy esperando que me saque a bailar, ¿o no sabe?

Javier sonrió y la cogió de la mano para llevarla a bailar. Cuando llegaron a la zona él dejó su bastón y puso sus manos en las caderas de ella. Empezaron a bailar. Javier desplegó sus artes y giraba a Elena sin perder el ritmo, demostrando su saber hacer.

–Vaya –dijo Elena– es usted buen bailarín.

–Un buen aficionado toda la vida –respondió Javier orgulloso.

Cuando acabó la canción sonó otra más lenta y pausada, y Javier no perdió la oportunidad de agarrarla y pegarla a su cuerpo con decisión.

–¡Uy, qué ímpetu! –Exclamó sorprendida Elena.

–Me gusta llevar la voz cantante –aclaró él.

Mientras bailaban una semibalada, él bajó su mano lentamente por detrás de ella hasta llegar a su culo, pero Elena, sin decir nada, le cogió la mano para ponerla de nuevo en su cadera. Javier no se resignó, y repitió el gesto algunas veces, siempre con el mismo resultado.

–Ya veo por qué le gusta el baile, ya –exclamó ella.

–Bailar es hacer el amor vestidos –aclaró Javier.

–Menudo galán está usted hecho.

El baile terminó y todos volvieron a sus habitaciones. Javier se despidió de Elena.

–¿Tienes vuelta de reconocimiento? –Quiso saber.

–Sí, me toca su zona.

–Genial, me gustará volver a verte.

–¿Ya me echa de menos? –Preguntó coqueta.

–Sí, además, después de hacer el amor debemos compartir un cigarrillo.

–Sabe que no se puede fumar aquí.

–Uno imaginario, hay que reposar el orgasmo.

Elena sonrió pero no dijo nada. Javier fue a su habitación.

Una vez en la habitación se puso el pijama, el más elegante que tenía, de una tela fina que parecía seda, y se sentó en el sillón que tenía junto a la cama con un libro. El tiempo pasaba pero Elena no aparecía. Inevitablemente el sueño se apoderó de Javier, que quedó dormido con el libro sobre su abdomen.

De pronto sintió un movimiento y despertó sobresaltado. Elena le había quitado el libro de encima.

–¡Ah! Eres tú. –Acertó a decir Javier.

–¿Quién si no? Vamos, métase en la cama, que aquí termina mi recorrido y estoy agotada –dijo estirando las sábanas de la cama.

–Espera –inquirió Javier– quédate un ratito.

–¿Para qué, no ha tenido bastante con tocarme el culo?

–No, la verdad, ansío tocarlo bien, incluso besarlo. Quisiera adorarlo.

–También poeta, qué buen partido es usted –ironizó Elena.

–Por favor.

Ambos se miraron fijamente.

–Por favor, ¿qué? –Quiso saber Elena.

–Déjame adorar tu culo, sé que suena vulgar, y quizá lo sea, pero siento la imperiosa necesidad de hacerlo.

Elena se colocó frente a él con los brazos en jarras sin decir nada.

–Por favor –suplicó Javier– es un deseo profundo, tanta belleza me está volviendo loco.

Elena seguía frente a él sin decir nada, en su cara se podía ver una gran duda.

–Está usted muy loco, Javier – e espetó.

–No digo que no, pero eres tú quien me pone así, no puedo evitarlo.

Se miraron fijamente un buen rato hasta que Elena giró la mirada a la cama contigua, donde el compañero de habitación dormía placenteramente, con el aparato auditivo sobre la mesita. Después paseó su mirada por la habitación como quien busca algo donde asirse. Javier, inquieto, no le quitaba ojo de encima. Elena volvió a mirarlo, esta vez con una mirada seria, distinta a todas las que recordaba Javier. Sin decir nada se giró, dejando su culo frente a la cara de Javier.

Ella empezó a subir la bata despacio ante la atenta mirada de Javier, que no daba crédito. Detuvo la bata justo antes de que empezaran a verse sus nalgas unos segundos, generando tensión. Después retomó la subida lentamente, mostrando muy despacio. Cuando la bata estaba ya en sus caderas se inclinó ligeramente hacia delante, haciendo que su culo se acercara un poco más a la cara de Javier. Él sintió un espinazo que le recorrió la columna. Entonces puso las manos en las nalgas, suave, como quien reconoce el terreno.

Después acercó su cara y pegó su mejilla derecha a la nalga izquierda de Elena, sintiendo el calor de su piel. Se frotó así unos segundos hasta que se separó y apretó fuerte ambas nalgas, separándolas y metiendo la cara en medio. Pasó la lengua y escuchó un gemido que le hizo sentirse mejor aún. Se separó y llenó de mordiscos pequeños aquel maravilloso culo. Mordía y lamía como un hambriento ante un manjar. Entonces Elena se separó y se bajó la bata.

–Bueno –dijo– ya está bien.

–No –inquirió Javier– estaba gozando.

–Ya lo creo que estaba gozando, es usted un golfo. Vamos, métase en la cama.

–No voy a poder dormir.

–Coja el libro, se le pasará.

Javier obedeció y se metió en la cama. Elena lo arropó y él sacó la mano de debajo de las sábanas y la introdujo bajo la bata. Lo hizo rápido, con maestría, tanto es así que ella no tuvo tiempo de reaccionar.

–Por favor, Javier, ya está bien por hoy –quiso aclarar Elena.

–Perdona mi ansia –dijo Javier con voz sinuosa– pero no me cansaré jamás.

Elena dejó que le tocara el culo otra vez, permaneciendo a su lado. Acercó su mano a la mejilla de Javier, que se giró hacia ella para besársela sin dejar de manosearle el culo. Javier bajó la mano por el muslo de Elena y la coló entre sus rodillas, para ir subiendo poco a poco, acariciando la cara interna de sus torneados muslos. Ella, con su mano derecha, acariciaba el cuello de Javier.

Él siguió subiendo poco a poco hasta llegar al preciado triángulo y sentir la humedad de su coño en sus dedos. Elena volvió a suspirar cuando sintió cómo el dedo índice de Javier, que hábilmente había apartado el tanga, iba y venía entre sus labios vaginales. Ella bajó despacio la mano por el pecho de él, y se detuvo en el abdomen cuando sintió que el dedo de Javier se introducía en ella. Lanzó un gemido casi celestial a los oídos de Javier, que no se detuvo. La miraba fijamente apreciando el placer en su rostro, deleitándose con sus gestos.

Por su parte, Elena retomó la marcha de su mano y bajó hasta el bulto de Javier. Se sorprendió al notar que tenía una erección muy potente, digna de un chaval. Le bajó los pantalones y dejó al descubierto aquella sana y vieja polla, que tenía el aspecto de algo que está a punto de estallar. Sorprendida por la presencia de aquel falo imponente, se llevó la mano a la boca y se la lamió. Después la llevo a la polla de Javier y empezó a masturbarlo. Javier estaba en una nube, su sueño se estaba haciendo realidad y saboreaba cada gesto, cada expresión. Ella, mientras lo masturbaba con su mano derecha, llevó la izquierda a la cara de él, lo acariciaba cariñosamente mientras subía y bajaba su polla, y sentía sus dedos dentro de ella.

–Por favor, no pares ahora –inquirió Elena.

Javier obedeció rigurosamente, y no sólo no paró, sino que aceleró un poco el movimiento, notando llegar el orgasmo de su más preciada enfermera. Tardó poco en estallar, enseguida sintió un estremecimiento y apoyó su mano izquierda sobre el pecho de él, con los ojos cerrados y agachando la cabeza, sintió como el orgasmo la invadía como un oleaje salvaje. Javier ralentizó el movimiento hasta parar, pero llevó su mano al culo de ella y lo agarró con fuerza. Ella, al sentirlo, aceleró el ritmo de su mano. Volvió a acariciarle la mejilla.

–Vamos, Javier, le toca a usted –le dijo.

Javier apretaba el culo como si fuera su último asidero, envuelto en una tensión lujuriosa que lo inundaba de placer. Elena, consciente de su estado, siguió pajeando su polla sin tregua hasta que sintió como se estremecía. Sintió la dureza máxima en su mano, estaba a punto de estallar. Javier empezó a correrse entre espasmos, mientras Elena regulaba la velocidad de su mano para iniciar el descenso. Paró y se miró la mano llena de semen. Fue al baño y volvió con varias servilletas de papel. Lo limpió y le colocó bien el pijama. Lo arropó y acercó su cara a la de él.

–Es usted un viejo verde, Javier –le susurró.

–Es tu culpa, yo era un ser calmo hasta que te vi.

Ella lo besó en los labios y después se irguió. Le colocó la mano en el paquete y lo miró.

–Dime que vas a dormir a gusto –le exigió.

–En la gloria, garantizado.

Elena sonrió y le lanzó un beso al aire. Se giró y salió de la habitación.

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