Ana insistió en ir al gimnasio. Para ella el ejercicio era como respirar y el hecho de que fuera Nochebuena no cambiaba nada, por el contrario, a su novio le parecía ridículo que también ese día tuviesen que jugar al pádel como si les fuesen a poner falta por el hecho de no asistir, por consiguiente, fue arrastrado por Ana, y por fortuna ese día tocaba pádel, pues cuando era spinning se le hacía un mundo.
Como había supuesto, a las seis de la tarde el veinticuatro de diciembre el gimnasio estaba prácticamente vacío. Tan sólo unos cuantos frikis de los hierros pensaban como su novia. Todas las pistas de pádel estaban vacías por lo que, en ese sentido era un alivio no tener que apuntarse, ni tampoco tener que esperar.
Ana estaba ansiosa y enérgica y daba saltitos para calentar, en su lugar, el novio estaba perezoso y apático por haber tenido que sustituir los preparativos de la cena por estar haciendo el tonto en el gimnasio. Para él la elaboración de la cena con sus padres eran como un ritual y perdérselos era casi como perderse la cena, pero sabía que intentar que ella prescindiera de su rutina era una batalla perdida. Ana era minuciosa en todo lo que hacía, no sólo en el ejercicio, sino en sus estudios. Había terminado la carrera de medicina y estaba preparando el MIR, y si tenía previsto dedicarle ocho horas a estudiar todos los días, nunca alteraba su programación. En ese sentido era inflexible y su fuerza de voluntad inquebrantable, tanto era así que su novio la llamaba en ocasiones “cabeza cuadrada”.
Ana llevaba unas mallas que se ajustaban perfectamente a sus formas. Eran negras con una franja fucsia que cruzaba por el muslo y finalizaban debajo de las rodillas, dejando la pantorrilla al aire. Un top fucsia cubría unos pechos nada exuberantes, pero muy bien puestos, con los pequeños pezones marcándose a través de la prenda. El top le permitía lucir un vientre plano con la definición de su abdomen y adornado con un piercing en el ombligo. El ingrediente del tanga marcándosele en las mallas le daba una apariencia realmente sexi y excitante para quien se detuviese en ese detalle. Y unas zapatillas Nike blancas con unas rallas fucsia remataban su indumentaria. Estaba arrebatadora y su novio lo sabía, y en parte era uno de los motivos por los que la acompañaba al gimnasio, pues entendía que su novia era una delicatessen para los ojos y estaba al tanto de las miradas que despertaba entre tanta testosterona pululando por el gimnasio. Pero todos los atributos de los que el novio se beneficiaba no estaban ahí porque sí, sino por su constancia y dedicación. Ese era su lema.
Ana venció los dos sets como era de esperar. Para su novio estaba claro que no le gustaba perder ni a las chapas. No le hizo falta jugar el tercero, aunque con eso ya contaban ambos. A pesar de ello, se le hicieron extremadamente largos y conforme avanzaban los juegos, él iba volviéndose más descuidado y su apatía se hacía más evidente, de modo que cuando venció, Ana dio un salto de júbilo y su novio respiró pensando que ya podían ducharse e irse a ayudar en los preparativos de la cena.
Después de haber tensado sus músculos ya se sentía mejor y enfilaron hacia las duchas, pero para llegar a ellas tenían que pasar por un pasillo que separaba con un cristal transparente la sala de musculación. Ana se quedó mirando a un hombre maduro de una edad indefinida. No pudo calcularla porque aquel hombre desarticuló sus esquemas. Sabía que era mayor, sin embargo, el ejercicio diario perfectamente podía haberle quitado entre diez y quince años, por tanto le fue difícil calcular su edad, aunque estaba segura que rebasaba los cincuenta. Solamente quedaba él en la sala de pesas y Ana repasó toda su anatomía de cabo a rabo. Iba con un pantalón corto luciendo unas piernas estriadas, y una camiseta de manga corta contribuía a resaltar unos magníficos brazos. Cada una de las dos prendas perfectamente ajustadas al cuerpo marcaba su cincelada musculatura. No poseía un cuerpo excesivamente voluminoso, pero sí que era un físico muy trabajado, con separación muscular y una definición propia de los mejores atletas. Una vena gorda recorría sus bíceps y bajaban hasta sus antebrazos ramificándose en numerosas venas más finas. Sus piernas perfectamente contorneadas, separaban los vastos interno y externo del cuádriceps, y todos ellos adornados con ramales de venas que se esparcían por las extremidades inferiores.
Quizás tanta definición era síntoma inequívoco de que el tipo estaba ciclado, pero no le importó para que su vista se recreara en el escultural físico del que hacía gala. Lo que tenía claro es que aquel hombre no parecía español. Parecía más un vikingo, o un dios nórdico. Asimismo, era imposible no perderse en sus profundos ojos de un azul tan intenso que parecía que llevara lentillas. Era rubio, con el pelo largo, y una barba no muy poblada le confería un aspecto aguerrido muy varonil. Era difícil no detenerse en cada uno de los atributos de aquel vikingo, y Ana no fue menos. Sus piernas avanzaban hacia los vestuarios, pero su cabeza no parecía querer compartir la misma ruta y su cuello fue torciéndose mientras avanzaba, quedando en una postura casi antinatural, hasta que se obligó a darse la vuelta para continuar contemplando aquel espécimen salido de la mitología nórdica.
El novio de Ana, más pendiente de que se estaba haciendo tarde, pareció no percatarse del repaso visual que su novia le aplicó al vikingo. Después se despidieron momentáneamente y cada cual enfiló a su vestuario.
Dentro de los vestuarios de caballeros estaba el dueño del gimnasio intentado solucionar un problema de la caldera, y le advirtió que no había agua caliente en las duchas de caballeros. Se disculpó por las molestias, pero tampoco podía hacer más. Era Nochebuena y el problema tendría que solucionarse después de Navidad, por lo que el novio de Ana decidió que ya se ducharía en casa y se fue a esperarla al hall que estaba en la entrada.
A los dos minutos el vikingo se encontró con el mismo problema cuando fue a ducharse. El dueño le advirtió que no iba la caldera, sin embargo, pensando que ya no quedaba nadie en el gimnasio le ofreció ducharse en los vestuarios de las mujeres, por tanto, cogió sus cosas y allí se dirigió. Cuando entró, daba por hecho que no quedaba nadie y no reparó en las cosas de Ana, que en ese momento se encontraba en el baño, con lo cual se desnudó y se metió debajo del chorro. Eran duchas individuales, separadas la una de la otra por una pequeña mampara que únicamente cumplía la función de delimitar los espacios.
Ana salió del baño desnuda con sus chanclas, cogió su toalla y se dirigió a las duchas pensando que era otra mujer la que se estaba duchando en ese momento, pero se quedó en shock cuando vio al vikingo como Dios lo trajo al mundo enjabonando su cincelado cuerpo. Él tenía los ojos cerrados mientras el agua caía directamente sobre su rostro. Ana estaba boquiabierta sin poder articular palabra, ni siquiera podía moverse. Si hubiese habido moscas, habría corrido el peligro de que se le metiera alguna en la boca. Se quedó a mitad de camino, allí varada de pie y mirando como el vikingo se frotaba con las manos el cuerpo enjabonado, mientras Ana no perdía detalle del proceso. Después, las manos del hombre se entretuvieron más de lo que cabría esperar en un pene flácido, pero que a pesar de ello parecía de buen tamaño y realmente apetecible. Entre los repasos que se daba y el agua caliente dilatando sus capilares, a Ana le pareció que estaba ganando tamaño.
El vikingo se enjuagó los ojos y los abrió para encontrarse a una atractiva joven de veintiséis años con un físico que hacía juego con el suyo. A pesar de la sorpresa inicial, no dejó de tocarse, y al verla allí varada, completamente desnuda y con aquel cuerpo atlético, la polla fue buscando las alturas y en cuestión de segundos tenía una erección de caballo. El maduro siguió tocándose de manera sugerente, y pese a ello Ana permaneció observando como se toqueteaba el miembro enjabonado. Ana notaba como su respiración se iba acelerando, al mismo tiempo que una ola de calor recorría su cuerpo. No sabía si vestirse y marcharse o quedarse y abandonarse a aquel hombre. Y la verdad era que suspiraba por quedarse contemplando a aquel hombre. Después de un minuto de examinar como se tocaba, su mano derecha ascendió lentamente por su muslo hasta detenerse en su sexo, a la vez que contemplaba como el hombre seguía moviendo su mano a lo largo de un falo erecto esperando una respuesta por parte de ella. Ana deslizó los dedos por su raja gelatinosa y mientras miraba como aquel maduro movía su polla en movimientos lentos, sus pulsaciones fueron en aumento y su boca se abrió deseosa. La lengua recorrió su labio superior involuntariamente alentada por el deseo. Los dedos se introdujeron en su sexo como si tuviesen voluntad propia y empezó a masturbarse delante del hombre al mismo tiempo que lo hacía él. Su boca se abrió contemplando a aquel dios recién bajado del Olimpo con una polla venosa que casi doblaba en tamaño a la de su novio. De pronto pensó en él y que estaría esperándola, pero fue un pensamiento fugaz porque inmediatamente el vikingo le hizo un gesto con la mano y ella no dudó en avanzar hasta la ducha. Se puso frente a él y miró hacia arriba. Le sacaba una cabeza. Se adelantó un poco más y se fundió en su piel.
Ana sintió los dedos del hombre rubio como si fueran brasas candentes sobre su piel. Cada caricia le provocaba placer sin todavía haber tocado los puntos estratégicos. Ana estaba muy caliente y húmeda, y no era por el chorro de agua que caía por sus cuerpos, era por su calentura. Las manos de él cogieron sus pequeñas tetas y le apretaron los pezones, pellizcándolos y arrancándole suspiros de placer. Después las manos se posaron en sus nalgas y las apretó con firmeza. Ella hizo lo mismo con las suyas. Recorrió su culo duro y se lo apretó queriendo clavarle las uñas. Deseaba más manos para poder acariciar a la vez aquel cuerpo caído del cielo en Nochebuena.
Empezó a notar como la verga del vikingo se frotaba sobre su abdomen y quiso aferrarse a él. Lo cogió fuertemente con la mano y comprobó su dureza. Estaba a punto para que se la clavara, pero fue un dedo el que la penetró encontrándose con su raja completamente abierta y mojada.
Ana movía su pelvis acompasando los movimientos del dedo en su interior y, al mismo tiempo que se dejaba hacer, masturbaba al vikingo con movimientos lentos, pero aferrando con fuerza el enorme falo. Quería arrodillarse y comerse esa polla que parecía tan deliciosa. Él no la dejó. La empotró contra la pared, le levantó el culo, se cogió la polla, la acercó a la entrada de su vagina y de una estocada se la hundió sin hacer paradas. Ana gritó de gusto. Notó como la abría en canal con aquel cipote XXL.
—¿No era esto lo que querías zorra? —le preguntó en un perfecto español, pero con acento.
El “Sí! de Ana apenas se escuchó mitigado por el ruido del agua y sus jadeos. En cada embate, lograba levantarla del suelo. El vikingo se aferró a sus caderas y le azuzó con unos violentos golpes de riñón pollazo tras pollazo, conduciéndola a un orgasmo y haciéndola gemir de placer. Las piernas le flaquearon a Ana, pero el nórdico continuaba arremetiendo en su coño con gran violencia, como si quisiera terminar, pero no fue así. Le dio la vuelta. Ana apenas se tenía en pie. La levantó en volandas y la sostuvo con la fuerza de sus brazos, mientras ella se enganchaba a su cuello, la cogió por debajo del culo para subirla y bajarla en el aire. Sus piernas se enroscaron en el cuerpo del vikingo como si fuera una serpiente envolviendo a su presa. Marta gemía de placer al sentir como el cipote la penetraba por completo. La cogía de las nalgas como si estuviese haciendo bíceps con dos mancuernas y la subía y bajaba mientras la polla se adentraba hasta sus profundidades para volver a emerger. Ana se cogió a su cuello y se dejó follar por el vikingo que arremetía con furor en su coño.
—¿Te gusta que te folle, zorra?, preguntó completamente desatado.
—Me encanta. ¡Fóllame más fuerte! —rogó.
—Tu novio espera afuera.
—Que se joda. ¡Fóllame toda, cabrón! —le expresó totalmente desenfrenada.
Su novio esperaba impaciente en el hall de la entrada y empezaba a ponerse nervioso ante la tardanza, pero no podía oír desde allí los gritos que aquel semental le arrancaba a su novia, ni tampoco como pasaba de él prefiriendo el polvazo que le estaba dando el vikingo en ese momento. Él pensaba en su Nochebuena, pero era Ana la que estaba disfrutando de una noche, no buena, sino espléndida con la gran polla que golpeaba su coño una y otra vez. Sin embargo los jadeos no le pasaron desapercibidos al dueño del gimnasio, y dando por hecho que sólo el hombre rubio estaba en los vestuarios entró para averiguar el origen de aquel desenfreno. Ninguno de los dos lo vio entrar y la imagen que contempló al entrar fue de las mejores que había visto. Competía incluso con la mejor de las películas porno, pero era en vivo y en directo. A nadie le hubiese resultado indiferente la escena: el vikingo estaba de pie y tenía en brazos a la joven atlética y ésta levantaba las piernas en alto mientras subía y bajaba con la fuerza de sus brazos, y en medio había un pollón que se abría paso en sus profundidades entrando y saliendo de su delicado coño con la ayuda de los golpes de cadera del hombre rubio. El dueño vio que la chica que antes jugaba al pádel con su novio estaba ahora gritando de placer con el hombre rubio y la escena fue demasiado para sus ojos. Se sacó la polla y empezó a masturbarse al tiempo que los contemplaba. El nórdico se percató de su presencia, pero no hizo caso y siguió fornicando salvajemente a Ana, de manera que el dueño del gimnasio lo tomó como una especie de invitación y avanzó polla en ristre hasta su posición, de tal modo que se acercó por detrás a la joven y aproximó su glande al orificio libre, compartiendo la mirada de aprobación del vikingo que parecía estar de acuerdo. Ana notó a un intruso en su ano y quiso darse la vuelta. No sabía qué estaba pasando, pero el hombre rubio la besó como si el morreo fuese un tranquilizante. En ese momento dejó de moverse sobre la verga y sintió la otra que se abría paso hacia su esfínter sin preparación previa, provocándole un dolor agudo. Quería gritar, le hacía daño, pero el vikingo le comía la boca y se lo impedía. La verga que atacaba su retaguardia seguía haciéndole daño, pero el placer que le proporcionaba la del vikingo mitigaba en cierto modo un dolor que paulatinamente iba mutando en un extraño placer cada vez más intenso hasta que el dolor desapareció por completo dando paso al placer, al morbo y al desenfreno.
Ana gritaba de gusto mientras las dos pollas se le clavaban una y otra vez en una coordinación que parecía ensayada. No sabía cual de las dos le producía más goce, probablemente la del vikingo, sin menospreciar a la que le estaba perforando el culo. Nunca había estado con dos hombres a la vez, y no es que le estuviera gustando más o menos, es que lo estaba disfrutando. Quizás era por el morbo, quizás por la situación, quizás por estar follando con dos tíos mientras su novio la esperaba en el hall, o quizás también porque ahora tenía un vikingo en su vida, quien sabe. Había fantaseado en ocasiones con esa situación, pero sólo eran fantasías. Lo que estaba claro es que dos tíos la estaban empalando en las duchas y ella se estaba dejando porque estaba disfrutando como una zorra.
—Menuda puta estás hecha, —le recordó el vikingo.
Ana se lo creyó. Se sentía muy puta por lo que estaba haciendo, o mejor dicho, por lo que estaba dejando que le hicieran, pero le gustaba. En ese momento no tenía remordimientos. Esos ya vendrían después.
El dios del trueno se cansó de la posición, la levantó como si fuera una muñeca, mientras las dos pollas salieron al unísono, a continuación la apoyó contra la mampara, alzando su culo.
—Ahora ya te han abierto el camino. Quiero romperte ese culito que tienes, —le dijo el dios del trueno, cogió su martillo y la penetró lentamente, pero sin pausas. Ana dio un pequeño respingo y gimió levemente al sentir el mayor calibre, pero pronto se adaptó al tamaño y el portador del arma inició de menos a más un martilleo en el pequeño orificio. El dueño del gimnasio la cogió de la cabeza y le puso la polla en la boca para que la mantuviera ocupada y empezó a follársela buscando el placer en la humedad de su boca, y en pocos segundos estalló. Entretanto Ana soltaba por la comisura de los labios gran parte de la corrida y la otra se la tragaba.
Por el otro lado, el vikingo continuaba enculándola y sus jadeos evidenciaban un orgasmo inmediato alentando a Ana a que lo hicieran juntos.
—¡Córrete puta!… que me va a venir… ¡córrete! —la alentó. Y como si sus palabras, al igual que su polla, fueran un embrujo, un orgasmo diferente, pero increíble invadió sus entrañas entre resuellos, jadeos y gemidos.
Cuando todo acabó, el vikingo extrajo el miembro de su ano y Ana se incorporó y se dio la vuelta ojeando la pringosa verga que acababa de romperle el culo. Unos minutos antes le habría parecido una hazaña impracticable, sin embargo se congratuló de haberlo disfrutado tanto.
Ana se dio una ducha muy rápida sin mediar palabra con los dos hombres. Había disfrutado como una salvaje, incluso había sido el mejor polvo de su vida, pero ahora estaba avergonzada por su libertina actitud. Se vistió apresuradamente y se fue sin despedirse de ellos.
En el hall estaba su novio maldiciendo a diestro u siniestro.
—¿Qué coño estabas haciendo? —preguntó indignado por su tardanza. —Llevo media hora esperando. Es Nochebuena.
En ese momento salía el hombre rubio recién duchado, vestido y con su bolsa de deporte y sonrió a la pareja.
—Y tan buena, —respondió Ana devolviéndole la sonrisa al vikingo sin que la viera su novio, y los remordimientos que la inquietaron unos instantes antes se esfumaron cuando algo le dijo en su fuero interno que volvería a encontrarse con aquel hombre, es más, estaba segura de ello.