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Gastón

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Por la ventana de la sala de estar, enmarcada en los bordes blancos, la imagen de Julia entrando a la piscina parecía una obra de arte.  De tantas veces que se había metido, la piel húmeda le brillaba con la luz del sol. Estaba tostada de tantos días en la playa. Con todo, mantenía un aspecto saludable, liso, se veía suave. El hilo blanco de la tanga se le incrustaba entre las nalgas. Cada vez que se movía, le rebotaban un poco los músculos del culo y la parte superior de las piernas. Para probar la temperatura del agua, se arrodillaba. Entonces, se hacía visible una casi imperceptible protuberancia que no se escapaban a mi observación. La tela del bikini era tan fina y estaba tan mojada por el agua de la pileta que los labios de la concha se imprimían con una precisión pornográfica a plena luz del día.

Mi suegro dormía al otro lado de la piscina, recostado en la silla como un hipopótamo, con las carnes a cada lado. Mi suegra se pasaba una crema solar al lado de su marido, pero de espaldas a mí. Laura me había animado a meterme al agua, aunque sea un rato. Yo me negué. Me duele mucho la panza, dije. Pero en realidad me daba terror pensar que estar cerca de Julia podría generarme una erección tan evidente, que mi novia se enojaría. Yo estaba, después de todo, en la sala de estar, mirando por la ventana el culo de su mejor amiga.

Julia amenazaba con meterse, pero no se mojaba. Parecía buscar que el sol la secara primero. De vez en cuando, retorcía su cuello para acomodarse el pelo. Cuando lo hacía, los cabellos negros y gruesos se movían al unísono en su espalda. Al girarse para buscar algo en su bolso, la piel elástica que la cubría no se le arrugaba ni en la cintura. Y el movimiento era tan delicado, tan suave, que parecía que bailaba. Julia tenía más tetas que Laura, pero menos tela en el bikini. Sus pezones se marcaban como timbres.

Por el marco izquierdo de la ventana, apareció Laura corriendo al lado de sus padres. Les dijo algo, y su madre asintió. Luego trotó por el borde de la pileta hasta llegar al lado de Julia. No pude escuchar qué le decía. Pero Julia también asintió. Por miedo a que me descubriera mirando a su amiga, me paré y me fui a la cocina que estaba detrás de la sala de estar.

—¡Amor! ¡Amor! —la escuché llamarme.

—¡En la cocina! —le señalé.

Apareció sobresaltada. El bretel izquierdo del vestido floreado que llevaba puesto se le había caído.

—¡Me llamaron para un trabajo! ¡Un trabajo de verdad!

—¿Me estás hablando en serio, negrita? —le dije, genuinamente contento por la noticia —. No te puedo creer. ¿La aseguradora esa?

—No. No. La firma, boludo. La firma de abogados.

Laura y yo estudiábamos abogacía. Hacía un año que yo, gracias a mi padre, había conseguido un trabajo en el Estado, mientras que ella estaba preocupada porque no conseguía nada. Teníamos veinte años y comenzábamos nuestras vidas laborales en ámbitos profesionales. Todo comenzaba a encajar como las piezas de un rompecabezas y eso nos tenía muy aliviados. La abracé y la besé de la emoción.

—¡Me tengo que ir a una entrevista ya!

—¿Ahora, ahora?

—Ahora, ahora, ya.

—Andá, boluda. No te lo pierdas.

—Sí. ¡Sí! —dijo excitada.

Subió las escaleras haciendo un estruendo con cada pisada. Se escuchaban en toda la casa los sonidos de los placares y de los cajones de madera. Luego de un momento, la vi salir por el portón mientras gritaba sus adioses. Se subió al auto y desapareció detrás del portón.

Yo volví a la sala de estar a continuar con mis miradas. Julia ya no estaba. La busqué con los ojos, pero no había forma de encontrarla. Las únicas figuras que podía ver eran las de mi suegro y mi suegra. Por otro lado, no muy agradables que digamos. Salí hacia la pileta por mera curiosidad. Mis suegros dormían debajo de las sombrillas. El silencio de la casa de campo era estremecedor. Una briza recorría el borde de la pileta y me enfriaba los pies descalzos a la sombra del tejado. Sentí que tenía que acercarme más. El calor del sol me quemó las plantillas de los pies. Pero no me moví, porque justo en ese momento la vi.

Debajo del agua, como detrás de un cristal ondulante, Julia nadaba. El blanco de su bikini humedecido en combinación con la luz del sol daba la ilusión de que estaba desnuda. Los cabellos se le movían como una horda de peces diminutos. Los músculos de su culo temblaban como gelatina con cada patada en cámara lenta que daba debajo del agua. Creo que me vio, porque se detuvo justo en frente a mí y salió del agua.

—¿Andás de mirón? —me preguntó con una sonrisa.

El pelo se le había pegado en los hombros. Se secó la cara con las manos, y sus ojos miel me miraron. Sonreí porque no sabía qué más hacer.

—¿Me ayudás a salir? —me dijo, extendiendo la mano.

—Sí. Disculpá.

Pero, al pegar el salto, quedó tan cerca de mí que sentí el calor de su cuerpo peligrosamente cerca. Suspiré nervioso y clavé la mirada en mis suegros. Al notar que seguían durmiendo, volví a mirarla. Pero ya era demasiado tarde. Mis nervios me habían jugado una mala pasada. Julia se resbaló y terminó golpeándose la rodilla con el marco de la pileta. Escuché un gemido de dolor.

—¡Uy, Juli! ¿Estás bien?

Ambos miramos a la vez su rodilla. Estaba sangrando.

—Soy una pelotuda —se culpó.

—No. Fui yo de distraído. Vení. Sentémonos adentro, a ver si encontramos algo para ayudar.

La senté en el sillón desde el cual antes la había estado mirando. La lastimadura no parecía demasiado profunda. Pero un rayo de luz me iluminó la cabeza. Y decidí jugar por más riesgoso que fuera.

—En el tabuco hay unas vendas y Pervinox —dije, viendo cómo reaccionaba—. Voy a buscarlos. Esperá acá.

—No, boludo —dijo —. Voy con vos. A ver si mancho de sangre algo y después me cagan a pedos.

Me quedé mirándola un segundo. Era una forma de comunicarnos, como en el instante.

—Vamos. ¿Podés caminar?

—Sí.

El tabuco estaba en el patio trasero de la casa. Era el lugar en el que mi novia me había mostrado que guardaban las herramientas de su padre y las cosas que habían sobrado de la última refacción de la casa. También me había dicho que había un botiquín de primeros auxilios, en caso de que necesitase algo en algún momento. Caminé con Julia cojeando a mi lado. No podía hablar. Me sudaban las manos como un adolescente virginal. Estaba seguro de lo que iba a pasar y sabía que Julia también.

Cuando llegamos al tabuco, la hice sentarse en una mesa de madera mientras buscaba la caja. Julia se arregló el pelo y se recostó hacia atrás sosteniéndose con las palmas de la mano. Sus piernas bailaban en el aire porque no llegaban al suelo, la mesa era bastante alta. Al girarme con la gaza y el Pervinox, noté que, en la posición en la que estaba, su cadera quedaba justo frente a mi pelvis. Me turbé un segundo con la vista. Pero volví en mí lo más rápido que pude. Me arrodillé y mojé la gaza con el líquido. Comencé a desinfectar la herida.

No hablábamos. Ella concentraba sus ojos hacia el costado, y yo concentraba los míos en la herida. De a ratos nos mirábamos por el rabillo del ojo, serios, como si actuáramos con decoro. El doctor y la paciente. No pude evitar que mis ojos le recorrieran el cuerpo. El cuello alargado, las tetas infladas, la cintura delicada, el abdomen marcado, las caderas. Finalmente, miré entre sus piernas. Un poco de la humedad de la pileta todavía quedaba en la tela blanca de la tanga. Los labios de su sexo se imprimían en el algodón con tanta precisión que me dio escalofríos. Una parte de tela quedaba atrapada en el hueco. Miré de nuevo hacia arriba y la vi mirándome. Me puse muy colorado, pero ella reprimió una sonrisa. Fingí que sonreía, pero estaba completamente rojo de la vergüenza.

Intenté volver a mi trabajo, pero sentí que sus manos se movían. No quise ver, pero no pude evitarlo. Se había corrido la tela de la tanga hacia un costado, como quien abre una puerta corrediza. Un hormigueo oprobioso me recorrió la espalda y me acarició el cuello. Comencé a temblar. Los labios de su concha estaban desnudos frente a mí. Eran algo gordos, como hinchados, pero delicados y bien acomodados, lampiños. No tenía ni un solo pliegue de más, sólo los necesarios al final del camino donde se encontraba el agujero. La miré de nuevo como si buscara confirmar algo. Julia se mordía los labios. Devolví mi mirada a la zona y lancé mi cara para estrellar mi nariz contra su pelvis. La escuché gemir y empecé mi trabajo.

Comencé a lamerle los bordes superiores y los costados. Era cosquillosa, así que se retorcía en la mesa. Para sostenerla, llevé mis manos a sus nalgas y la contuve. Paseé mi lengua por su clítoris que se endurecía con cada lengüetazo, y, de tanto en tanto, bajaba hasta el agujero para intentar meterme en su hueco. Pero era inútil. Cada vez que lo hacía, Julia se excitaba tanto que sus piernas se cerraban en mi cuello y me imposibilitaban la entrada.

La agarré con fuerza de las nalgas y la apreté contra mi cara. La escuché gemir y cuando vi que abrió las piernas, metí mi lengua adentro de su agujero. Esta vez, sus piernas no lograron detenerme. Llevé mis manos hacia la parte interna de sus muslos y las mantuve abiertas. Julia comenzaba a dejar sus fluidos por toda mi cara, se retorcía como una loca. Con una mano se apretaba uno de sus pechos; con la otra, me sostenía la parte de atrás de la cabeza.

Llevé uno de mis dedos al aguajero de su vagina y lo metí mientras sostenía su clítoris entre mis labios. Los jugos de Julia ahora me chorreaban por la mano. No paré hasta dejar los labios de su concha del color del salmón. Y fue entonces que me apartó de ella. Quedé parado viéndola algo confundido. Julia se giró sobre su propio eje arriba de la mesa. Y yo entendí todo.

Me apuré a bajarme el pantalón y sacarme la remera. Mi verga salió de un solo salto, recta, apuntando a su cara. Puse mis rodillas arriba de la mesa y comenzamos un sesenta y nueve. Sentir los labios de Julia rodeando mi pija hizo que me distrajera varias veces. De a ratos, arriba de la mesa que temblequeaba, tenía que frenar la chupada de concha que le estaba pegando, porque Julia se metía mi verga hasta los huevos. Me recostaba gimiendo como un tonto sobre su pelvis, y luego volvía a mi labor. La sentía chuparme la pija como una desesperada, con movimientos algo erráticos. Me apretaba las nalgas con ambas manos como buscando meterse en la boca más verga de la que había. Comenzó a señalarme cómo moverme con la palma de sus manos. Quería que le cogiera la boca. Y eso fue lo que hice. Me volvía loco de sólo imaginarla con mis huevos golpeándole la nariz.

Salir de esa posición fue incómodo. Me dolían las rodillas, y a Julia le costó reincorporarse. En el ajetreo, se me había dormido un poco la pija. Nos miramos entre los dos y nos reímos como dos niños traviesos. Julia se sacó el bikini y me mostró las tetas. No quise admitírselo en el momento, pero tenía un cuerpo más delicioso que el de mi novia. Me quedé mirándola mientras se acariciaba.

Desde el día que la había conocido, hacía dos años atrás en la facultad, me había hecho incansables pajas imaginando que la tenía desnuda. Nunca se lo admití, pero varias veces me había cogido a Laura pensando en ella. Me encandilaba lo hermosa que era. La miraba durante las clases, durante las salidas, cuando Laura y ella hablaban de cosas de mujeres. Me encantaba los gestos delicados que hacía con las manos. La imagen que más guardo de ella es cuando ayudó a mi novia a hacerse unas trenzas. Las manos de Julia, finas y atentas, agarraban los mechones de pelo de Laura que se escurrían entre sus dedos. Yo la miraba hacer su trabajo con la mayor desenvoltura. Un movimiento, otro, otro, y la trenza se formaba de manera casi natural. Me volvía loco la idea de que me hiciera una paja con esas mismas manos.

Ahora, Julia estaba desnuda frente a mí. Entre sus piernas, una combinación de sus fluidos y mi saliva le humedecían la piel. Se masajeaba las tetas como dos mazas. Sin darme cuenta, mi verga había vuelto a endurecerse. Al notarlo, Julia se arrodilló, me agarró el tronco con las dos manos, como rezando, y se metió de lleno la cabeza en la boca. Ahora la podía ver, no como antes. Cerraba los ojos para concentrarse. Mientras se metía la cabeza en la boca, trabajaba el palo con las manos. Al principio, fue algo incómodo, porque la saliva que ella había dejado antes se había secado. Pero pronto recuperó la lubricidad y, soltando el tronco, se metió toda la pija entera en la boca.

Intentaba mirarla sin cara de estúpido, pero me era imposible. Cada vez que sentía la lengua de Julia en la base de mi pija y el roce de su paladar en la cabeza, la sensación era tan intensa que me hacía revolear los ojos como un desquiciado. La saliva comenzó a chorrear por mis huevos. Para no desperdiciar nada, Julia tomó el tronco de mi verga y lo llevó hacia arriba. Con su lengua, me lamió las bolas mientras me pajeaba la verga lubricada.

—Juli… voy a…

Fue todo lo que atiné a decirle. Sentí que mis huevos se contraían. Que la pija se me endurecía más de lo normal. Vi que la cabeza de mi pene se engrandecía. Julia, sabiendo que estaba por acabar, se volvió a atragantar con mi verga y me miró a los ojos sin moverse, con mi tronco atravesándole la garganta y chorreando lo que se sintió como litros de leche.

Se quitó el palo de la boca y me miró sonriente mientras lamía las gotas que quedaban en la uretra.

—Perdón —le dije, como si hubiera hecho algo malo.

Se paró para enfrentarme.

—¿Perdón por qué?

—Porque soy un precoz de mierda —le dije mientras la abrazada.

—A mí me dijo un pajarito que aguantás más de una.

—Pero, boluda, mirá si nos encuentran —le respondí, genuinamente asustado.

—No va a pasar. Tu novia va a volver tarde. Y tus suegros duermen.

Mientras lo decía, masajeaba con una mano mi verga y con la otra mis huevos. Yo seguía duro como una piedra. Laura le había contado que yo acababa más de una vez. Gajes de la juventud que ahora perdí. Pero en esa época yo no era más que un adolescente calentón.

—Vení —me dijo.

Se colocó de nuevo en la mesa. En la misma posición en la que comenzamos todo. Abrió sus piernas.

—Cogeme… Quiero sentir tu pija dentro mío.

Escucharla hablar así me calentó más. Julia no solía usar esas palabras obscenas. Al menos, yo nunca la había escuchado. Sentí que había descubierto un nuevo lado de su personalidad que me estaba vedado. En esa casucha, a punto de cogerme a la mejor amiga de mi novia. La situación era demasiado morbosa como para negarme. Después de todo, soy sólo un hombre.

Me acerqué a ella con la pija todavía dura. Agarró el tronco con la mano y acomodó la cabeza dentro suyo.

—Pará, boluda… Usemos un forrito —le dije.

Pero mis reclamos fueron inútiles. Porque tan pronto como sentí el roce de su concha con la punta de mi pija, me desesperé. La agarré de la cintura y se la metí hasta los huevos. Julia se quejó, gimió. Pero se recuperó rápido.

—¿Qué decías? —se burló de mi con una sonrisa.

—Nada, nada… Nada —le murmuré mientras sentía mi verga entera atrapada entre las paredes de su sexo y mis huevos apoyándose en el agujero de su culo—. Nada…

Después de que ambos nos recuperáramos de el primer envión, Julia acomodó sus caderas y yo comencé a cogérmela. Sus piernas se abrían a mis costados. Con cada empujón, las tetas se le movían como globos. Desde la punta de mi verga, se disparó un sentimiento eléctrico que me recorrió todo el cuerpo. Me estoy cogiendo a la mejor amiga de mi novia; la mejor amiga de mi novia está gimiendo mientras me la cojo; la voy a llenar de leche; la preño; la preño, me repetía una voz en mi interior. Me sentí el gil más afortunado del mundo.

—¡Ay, puta! —se me escapó de la boca mientras ensoñaba.

Me frené.

—Perdón —le dije, avergonzado.

Julia se rio. Agarró con ambas manos mis nalgas y me apretó, metiendo mi verga aún más adentro suyo.

—¡Así! —dijo, una vez que volvió a sentir mis huevos contra sus nalgas—. Cogeme como a una puta.

Casi me agarró un infarto. Pero me desinhibí. Con sus manos apoyadas en mis nalgas y sus piernas abrazándome, comencé a pegarle una buena embestida, a lo bestia.

—¿Así? ¿Así? —le pregunté gritando — ¿Así te gusta que te cojan, pedazo de puta?

—¡Ay! ¡Sí! ¡Así, así!

Comprendí de repente que los dos habíamos cruzado un límite. Que, así como yo estaba metiéndole los cuernos a mi novia, ella estaba traicionando a su mejor amiga. Y no nos importaba. Sudábamos uno encima del otro. Ella gemía, yo gruñía. Los dos nos agarrábamos por todos lados mientras yo sentía cómo mi verga se abría camino en el agujero de su concha.

Mientras la embestía, llevó su cabeza hacia atrás para sacarse el pelo de la cara. Y yo, tomando mi oportunidad, comencé a chuparle las tetas como un loco. Sin dejar de atacar su agujero, la escuché gemir como una desquiciada mientras le lamía y le mordía los pezones. Se tapó la boca como si tuviera miedo a que nos descubran. Me erguí frente a ella y la vi recostada en la mesa de madera. Me parecía una ilusión, una fantasía. Julia detrás de un cristal. No creí que fuera real.

Comencé a cogérmela con fuerza mientras el cuerpo de Julia se retorcía. Sus tetas bailoteaban de arriba abajo. Me aferré a ellas con ambas manos.

—¡Gastón! —me gritó.

Sentí que me habían nombrado por primera vez después de mucho tiempo.

—¡Gastón! ¡Llename de leche, por favor!

Bastó que dijera eso para que el frenesí de nuestros movimientos llegara al clímax. Chorros y chorros de leche se dispararon de mi pija, llenándola por dentro, mientras Julia se retorcía y gemía con unos gritos agudos y enternecedores.

Se quedó temblando. Los jugos de su concha me habían inundado los pelos de la pija. Un silencio similar al de la piscina volvió a tomar posesión del lugar. La briza volvía a acariciarme los pies.

Nos miramos después de unos segundos y nos reímos de lo que habíamos hecho. No quise decirle nada, pero me había dado un poco de miedo haberle acabado adentro. Me miró de reojo, como si adivinara mi turbación.

—No puedo tener hijos yo, Gasti —me confesó mientras nos vestíamos.

—¿Qué? —le dije fingiendo tan bien que no la entendía que terminé no entendiéndola de verdad.

—Que soy infértil, tonto.

No sabía si entristecerme o no. En el fondo, a decir verdad, fue un alivio.

—No hace falta que te pongas nervioso ni triste. Lo sé desde chica. Ya lo superé… —lo dijo lo suficientemente resuelta como para que me lo creyera. Ignoré la mirada triste que hizo por comodidad, en principio, pero también porque no quería deprimirla—. Vamos, nos deben estar buscando, boludo —dijo, sonriendo de nuevo.

Julia me agarró de la mano y me llevó de nuevo adentro. Al meternos en la casa nos separamos. Mi suegro me interceptó de camino al cuarto para preguntarme por Laura. Mi respuesta fue interrumpida por su mujer que gritó desde la cocina.

—Pero si te dije, te dije que Laurita se había ido a la entrevista de trabajo —se acercó a la escalera—. Dios mío, este hombre. Siempre se olvida de las cosas importantes.

Mi suegra se dirigió a mí.

—Acaba de llamar —me dijo con una sonrisa—. Salió todo bien. Dice que intentó llamarte, pero que no le contestabas. Le dije que probablemente te habías dormido.

—La llamo ya mismo, Nuria. Muchísimas gracias.

Corrí a la habitación. Busqué mi celular. Un Motorola RAZR V3, de la época. La llamé y me habló gritando de la alegría. Me senté en la cama a felicitarla. Por el marco de la puerta de nuestra habitación, se veía en perpendicular la habitación de Julia. Se acercó para felicitar a su amiga.

—Bueno… ¿Y cómo fue? —le dije entusiasmado mientras Julia me acariciaba la pierna.

Mis suegros hacían ruido en la cocina, lo cual me tranquilizaba que no iban a subir. Laura me contaba con lujo de detalle cómo había ido la entrevista. Y, mientras tanto, su amiga sacaba mi verga, otra vez dura, del pantalón y comenzaba a chupármela como sólo ella sabe hacerlo.

—Me encanta —dije mirando a Julia con la boca llena.

—¡A mí también! —respondió Laura.

Sonreí. Todo me pareció un sueño.

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