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Goloso de piscina

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Recuerdo que aquel no fue un verano especialmente caluroso, sobre todo en comparación con los que estamos viviendo en estos últimos años, pero si había, como en todos los veranos, muchas ganas de diversión, bebidas frías, largas conversaciones nocturnas y juegos en la piscina. Así que, en mis diecinueve años, no podía desaprovechar ni por asomo, ser invitado por mi amiga Alma y su familia a pasar un par de días en un bonito chalet que tenían a las afueras de un pueblo en el centro de España del cual no pretendo recordar el nombre. Debí darme cuenta, eso sí, que sería examinado milimétricamente por sus padres para analizar el tipo de relación teníamos aquella enérgica y alocada joven de dieciocho, y yo.

El caso es que mi amiga odiaba tener que separarse de sus compañeros y compañeras para pasar largas temporadas en aquel sitio durante las vacaciones, así que negoció que iría sin rechistar ese año con la condición de que pudiera llevar a un acompañante al menos a pasar una noche durante el primer fin de semana. Y por la mirada de su padre al verme, supongo que esperaba a alguien del género femenino y no le hice mucha gracia.

Aunque ya me conocían por todo el tiempo que fui compañero de clase de su hija y creo que me consideraban buen chico, me pareció que las cosas estaban algo tensas aquel día, quizás por la idea de que su hija adolescente se exhibiera en bikini o compartiera habitación con un chico, aunque fuera en camas separadas.

Pero la realidad era que Alma y yo solo éramos buenos amigos. Pese a que alguna vez habíamos tonteado totalmente de broma.

Así que, en resumen, fue así como terminé en la piscina de tamaño mediano de mi colega de prácticamente toda la vida, realizando saltos de cabeza o de bomba como locos, subiéndonos a una colchoneta hinchable para que el que quedara abajo tratara de volcar al que la estuviera ocupando en ese momento y salpicándonos agua sin parar de reír. Todo eso mientras Juan, el progenitor de la joven estaba encargado de preparar una rica paella veraniega con la que poder presumir de gran cocinero experto en arroces, y su esposa, Julia, hacía la guardia ocultando su mirada diligente detrás de unas gafas oscuras, sentada en el borde de la alberca, y acompañándonos mientras metía sus piernas en remojo, para permanecer fresca al mismo tiempo que disfrutaba de la luz solar incidiendo sobre su ya bastante morena piel.

Recuerdo que Alma estaba especialmente alegre y brillante ese día. Llevaba su bonito cabello castaño largo recogido en una coleta, mientras que sus pequeños ojos marrones se achinaban ligeramente porque no podía parar de retozar en el agua y sonreír, haciendo que sus labios se tensaran desde las comisuras y permitiéndome ver en ella un rostro que me resultaba especialmente tierno y a la vez me despertaba ciertos inevitables instintos pasionales.

Me encantaba verla tan feliz.

Recuerdo también que llevaba un bikini ajustado con la parte inferior de color amarillo y la superior formada por dos triángulos ligeramente girados enfrentados y cruzados, decorados con un blanco y negro ajedrezado, que se unían a su vez con unos cordones atados a su nuca por debajo de la coleta con una sola y frágil lazada. La cual, si se enganchaba en alguna parte, podía dar lugar a algún sensual accidente de inesperada exhibición al que no habría hecho ascos. Y es que a pesar de haber alcanzado recientemente la mayoría de edad y ser aún muy joven, Alma estaba bien desarrollada y sus curvas se distinguían bien, atrayendo miradas sin remedio. Curvas que destacaban especialmente en su trasero, bien formado, que dibujaba interesantes líneas al fusionarse con la parte baja de su espalda, donde la sola idea de dejar reposar una mano, le hacía sentir a uno en el séptimo cielo, pero también en unos bonitos pechos tersos, de tamaño medio, que subían y bajaban hipnóticamente en cada uno de sus ágiles movimientos, giros o saltos.

En definitiva admito que fue un día duro para un adolescente con las hormonas descontroladas como yo, porque mientras ambos éramos sometidos a estrecha vigilancia materna, mi animada amiga se las apañaba para montarse sobre mí, abrazándome desde atrás, dejándome sentir la esponjosidad de sus senos en la espalda y sometiéndome a un acoso y derribo de caricias o roces disimulados que me colocaban en una situación ligeramente comprometida.

Por supuesto no puedo negar que lo estaba disfrutando.

Ese jugueteo tortuoso del rozar su piel suave y ligeramente bronceada contra mí, de ofrecerme sus encantos en cada acercamiento juguetón, el aroma de su pelo, su bikini mostrando siempre la cantidad justa de su intimidad para que yo imaginara el resto, ese bonito cuerpo mojado y bañado a la vez por el agua de la piscina y los rayos del sol…

Y no, aquella no era del todo una diversión inocente, pues no tardó en dejarme ver sus cartas y aclarar que era más bien un flirteo.

Con frases cortas, susurradas y distanciadas en el tiempo, me fue revelando furtivamente al oído el deseo de que nos besáramos, aunque fuese de la manera más discreta posible, y ante mi asombrado y en parte atemorizado rostro, Alma comenzó a maquinar la forma de lograrlo, que me fue contando poco a poco con disimulo, durante nuestras traviesas bromas y revoltosas aguadillas.

¿Cómo no iba a dejarme convencer cuando sentía sus labios tan cerca de la oreja musitando su elaborado y secreto plan?

Alma pensó que era una buena idea salir del agua y prepararse para realizar una estilosa zambullida de cabeza en el momento justo, y aparentemente casual, en que yo estaría buceando para tal vez buscar algún objeto por el fondo. Entonces, bien sincronizados y cómplices, nos encontraríamos a mitad de la piscina, camuflados entre los reflejos causados por la luz del sol sobre las ondas acuáticas, nos besaríamos por primera vez en todo el tiempo que hacía que nos conocíamos, y además conseguiríamos hacerlo delante de las mismas narices de su madre, de forma tan apasionada como nos permitiera nuestra capacidad pulmonar en ese momento.

Y lo logramos…

… Y nos encantó.

Nos encontramos en un cálido roce de labios subacuático bastante sentido, con los ojos cerrados, en parte por la emoción del momento y en parte por la molestia del cloro, sujetándonos las mejillas y el cuello el uno al otro para no distanciarnos en aquel entorno flotante que de forma natural nos alejaba y nos escupía a la superficie, pero al que logramos vencer pataleando juntos.

Y por fin, al salir a respirar, medio mareados de la emoción y la falta de aire, fingimos que cada uno iba por su lado como si nada hubiera ocurrido. Pero yo estaba seguro de que aquella mujer que no nos quitaba ojo de encima, había adivinado que dos cuerpos bajo el agua no se unen de aquella manera si no es para enrollarse, básicamente porque sentí que podía leerlo en su mirada que no paraba de juzgarme en silencio.

Nos salvó que ya nos llamaban para comer.

Alma, su madre, yo, y nuestros hambrientos estómagos, nos secamos y nos dirigimos al porche que había en la entrada de la casa para contemplar un accidente que nos cambiaría todos los planes aquella tarde. Juan salió tan orgulloso, sujetando las asas calientes de la paellera con un par de trapos viejos para no quemarse, que no estuvo atento a que de repente alguna piedra debió cruzarse en su camino o simplemente dio un traspié por torpeza. La consecuencia fue que acabó cayendo de bruces al suelo con toda la comida desparramada y extendiéndose a su alrededor.

No evitó la tierra ni el arroz, ni el marisco, ni ninguno de los ingredientes que los acompañaban. Así que ya nada era comestible. Pero como era domingo y el pueblo tenía sus pequeñas tiendas locales ya cerradas a esa hora, el plan B, con nuestras tripas rugiendo, no podía ser otro que coger el coche para ir a la ciudad más cercana y comprar uno o dos pollos asados con su guarnición de patatas fritas.

Pero la ciudad estaba a una hora de allí.

Así que comenzaron, sin que yo tuviera mucha opinión por ser el invitado, una serie de cálculos de quien debía ir con quien y quien debía quedarse, que terminaron con Alma y su padre montados en el coche en busca de la comida, y yo quedándome de nuevo con su madre en la piscina, solo que esta vez a solas.

Mi teoría sobre el porqué sucedió de esta manera es que mi amiga quería evitar que coincidiéramos con su padre y que este me diera una charla o tratara de asustarme de alguna manera para que no me acercara mucho a ella, pero con el beso que nos acabábamos de dar delante de su imperturbable rostro, a mi quien me daba más miedo era su madre.

Solo unos minutos después, mientras se escuchaba el motor de un viejo 4x4 alejarse por los caminos, me encontraba flotando nervioso en la piscina, sumergido hasta la nariz, como un cocodrilo al acecho, e incómodo a un mismo nivel por el silencio, y por el sonido de cualquier intento de conversación que derivara en una proteccionista advertencia de aquella mujer seria, que me contemplaba desde su relajada posición, tumbada, apoyándose sobre los codos y con las piernas estiradas flotando sobre la superficie acuática.

Estaba seguro de que si en algún momento le caí bien, eso se había acabado.

Pero la miré y pareció sonreírme. Luego se incorporó un poco, se sentó con los muslos ligeramente separados y empezó a mover sus pies suavemente como si pedaleara en el agua.

Por lo que me había contado mi amiga, Julia tenía 43 años y parecía una mujer seria, si, pero cariñosa, no muy estricta y alguien que siempre estaba para apoyarla en casi todo. Sus caderas y hombros eran más anchas, sus muslos tenían más carne y sus labios sobresalían más que los de su hija. Todo aquello, junto con sus pechos, más bien grandes y con una erótica caída natural que apenas quedaba recogida por la parte superior de su bikini de triángulo de color negro, dibujaban las curvas de un perfil de mareante figura que, contemplada además desde mi posición, más baja que la del improvisado asiento que ella ocupaba en el borde de la piscina, se me hacía espectacular. Sus cabellos negros, suaves y lisos, le llegaban hasta los hombros y hacían juego con sus gafas oscuras y ese traje de baño en dos piezas, cuya parte inferior, también negra, se sujetaba tan solo por sendos lazos a los lados de su cintura.

Pero la verdad es que no hubo demasiado tiempo para fijarme en ella, porque el dialogo que temía, ya iba camino de golpearme con las primeras palabras que pronunció, acompañadas de una malévola sonrisa de medio lado.

–¿Besa bien?

–¿Quién?

–¿Quién va a ser?, Alma

No respondí.

–El agua de la piscina está muy clarita, así que se ve bien el fondo y todo lo que pasa mientras buceas. –Dijo de repente.

–Perdón, yo solo…

–No te preocupes, que a mí me parece bien. –Interrumpió cortando mi pésimo intento de explicarme y desviando la mirada hacia otro lado con indiferencia.– Que disfrute un poco, que luego acabará por ahí casada con algún soso con el que ya no tendrá oportunidad, como nos ha pasado a otras.

Y en ese momento pensé que el motivo por el que aquella mujer parecía tan seria, podía ser un matrimonio aburrido del que había decidido hablarme porque había visto en mi un cómplice con el que desahogarse lanzando quejas al aire.

–A Juan no le hacía mucha ilusión que vinieras, pero Alma estaba emocionada. Así que no le hagas ni caso si te dice cualquier cosa.

Por mi parte solo pude sonreír tímidamente y seguir flotando estático en el centro de la masa de agua que me rodeaba. Pero la mujer pretendía continuar la conversación.

–Me contó que te gusta escribir y dice que se te da muy bien.

–Bueno… gracias. Sí que me gusta, pero yo no diría tanto, tengo mucho que aprender.

–Anda, modesto, si me dijo que habías ganado un premio y todo. –Julia por fin empezaba a sonreír y comenzaba a resultarme agradable su compañía.

–Solo fue un segundo puesto en un concurso del instituto. –Aclaré.– Me dieron un diploma y ya está. –Añadí también en tono humilde y avergonzado.

–Bueno, poco a poco, pero es un comienzo –Se quitó por fin las gafas y me miró con unos bonitos ojos marrones, pequeños y ligeramente alargados.

–¿Y de qué iba lo que escribiste para el concurso? –Curioseó tras una pausa.

–Hace ya unos años, así que no me acuerdo bien, pero seguramente alguna historia de amor adolescente súper dramático, que era lo que escribía entonces.

–Oh, que mono. Me gustaría leer algo tuyo alguna vez.

–Gracias. Pero no sé si te iba a gustar.

–Bueno… pensándolo bien, igual ya leí algo…

–¿Algo escrito por mi? –Le cuestioné con repentina extrañeza.

–Si. O no. No sé. –Comentó parándose luego a pensar.– ¿Si te cuento una cosa prometes no contárselo a Alma para que no se muera de la vergüenza?

–Sí, claro. No… no diré nada.

–Veras… –Bajó un poco la voz.

–El otro día llevaba un montón de ropa que acababa de planchar a su habitación para que la guardara en su armario y vi que tenía la puerta entornada, así que me asomé. –Confesó.– No lo hice a posta, normalmente llamo a la puerta y no la molesto porque confío bastante en ella… y además, estando ella sola… ¿Qué mal podía estar haciendo?

–Entiendo. –Respondí sin saber a dónde pretendía llegar.

–El caso es que me di cuenta de que tenía un cuaderno azul en la mano y mientras lo leía, movía mucho el brazo y respiraba un poco fuerte –Se paró un segundo al verme la cara.– Vamos, si, lo que estás pensando, que se estaba masturbando.

Me puse completamente rojo y no sabía dónde meterme, porque ya vi venir hacia donde iba aquella historia.

–Pero que no pasa nada, ¿eh? Es normal a su edad. Que yo también lo hacía.

–Jeje… ya…

–Lo que sí que me pasó es que ya me pudo la curiosidad de que era lo que estaba leyendo tan concentrada para hacer esas cosas, así que me colé en su habitación otro día que ella no estaba en casa, ¿sabes?, y busqué por todas partes el dichoso cuaderno. –Me dijo de nuevo con una sonrisa de medio lado.

–Ya… bueno, es normal que tenga sus cosas secretas un poco escondidas.

–Esas historias… Las has escrito tú, ¿verdad? –Inquirió de forma directa.

–Pues… Tal vez… pero…

–Lo digo porque, cuando lo encontré, como tenía un marcapáginas al inicio de un texto, supuse que mi hija habría estado leyendo el anterior, así que yo también quise echarle un vistazo.

–A ver… no siempre escribo esas cosas, pero tenía esa libreta para eso y Alma me la pidió prestada…, pero solo por curiosidad…

–Pero entiendo que si puedes describir como le practicas… ya sabes, sexo oral a una chica, es porque lo has hecho. ¿No?

–No, bueno… sí. Pero no hice nada de eso con Alma. Solo somos amigos, te lo juro.

–¿Y te gusta?

–¿Alma? A ver me gusta un poco porque es muy divertida y bastante guapa, pero de verdad que no ha pasado nada entre nosotros.

–No. Me refería a si te gusta hacer eso. Sexo oral –Inquirió de pronto con una mirada seria y profunda.

–Bueno… si… creo… Es normal… ¿no? Es agradable… –Respondí muy nervioso.

–Que va, a mi no me lo han hecho nunca. Por eso te digo que no me importa la relación que tengas con mi hija. Mientras la trates bien y no la obligues a hacer nada que ella no quiera… Pues que disfrute. Que otras no hemos podido –Sentenció de repente.

–Jamás le haría daño ni le obligaría a hacer nada que ella no quiera hacer, por supuesto.

–Lo sé. Sé que eres buen chico y la cuidas mucho. Ella me lo cuenta todo.

–Gra… gracias.

–Es solo… que me sorprendió aquella historia y sentí un poco de envidia de Alma. Ya ves que tontería, ¿verdad?

Julia suspiró y evito un encuentro visual directo fijándose en el horizonte.

–El imbécil de Juan dice que no me lo come por el olor. ¿Te lo puedes creer? –Comentó a modo de confesión de nuevo.

–Pues… no, la verdad.

–Me lavo y me cuido muy bien, no sé a qué quiere que huela…

Y ante aquella situación en la que ya no sabía qué hacer o donde meterme, lo único que se me ocurrió decir fue…

–Un coño tiene que oler a coño, y está bien. No sé qué empeño hay con que tenga oler a rosas o no se…

Julia no pudo más que carcajearse con el comentario de quien para ella era un adolescente que no sabía demasiado de lo complicada que es la vida, y a mí, que no lo pensé antes de actuar, no se me ocurrió otra cosa que sumergirme en el agua y sacar la cabeza de nuevo a la superficie a apenas un metro de su entrepierna.

–¿Te acercas para comprobar si es cierto que huele mal? –Me dijo de repente sonriendo, arqueando una ceja y sin hacer ningún amago de cerrar sus piernas.

–No… solo… me dio por bucear sin más, no se… Además estoy seguro de que no huele mal.

–Desde ahí está claro que no puedes oler nada. –Se burló.

–Si no quería…

–Venga, dame tu opinión. A ver si con eso me das alguna idea para convencer a mí marido de que sea más generoso.

Y nervioso, ligeramente excitado, pero muy temeroso de hacer algo que no debía, fui acercando la nariz, despacio, viendo como Julia se echaba ligeramente hacia atrás y me dejaba todo el espacio posible en su entrepierna, hasta que estuve a unos pocos centímetros de la braga de su bikini, que en esa posición dejaba intuir la forma de los labios de su sexo. Luego aspiré y ella dio un pequeño respingo, mientras no pude más que disfrutar de las sensaciones de una embriagadora mezcla de aromas: La crema solar que a esas alturas su piel ya había absorbido, el olor del champú que llegaba desde sus cabellos hasta donde me encontraba y, sobre todo su humedad, provocativa, que además podía verse brillante en sus ingles y manchaba ligeramente aquel minúsculo trozo de tela que le cubría lo justo.

Me sentí muy tentado, deseoso, incluso puede que me mordiera el labio y dejará ver una mirada de súplica por las ganas que tenía de besarle ahí abajo. Pero estaba inmóvil ante la situación.

Y permanecí así durante unos largos segundos.

Inesperadamente Julia recogió un poco de agua con la palma de su diestra y dejó que las gotas cayeran y resbalaran por el muslo de ese mismo lado. Luego me acarició el pelo, que yo también tenía húmedo por la reciente zambullida, mientras me dirigía una mirada tierna.

–¿Entonces? ¿Te resulta desagradable?

–No, claro que no. Es muy agradable.

Y recorrió su piel con los mismos dedos con los que acababa de acariciarme, subiendo hacia el lazo del lado derecho del bikini que luego deshizo lenta y juguetonamente, con sus pupilas clavadas en mis pupilas.

Bajé la mirada y me sentí bastante excitado al contemplar ese tono de piel blanco que se distinguía del bronceado y el escaso vello púbico que se divisaba en la zona descubierta.

Luego su otra mano repitió la misma operación en modo espejo, con las mismas gotas en el muslo, una caricia y de nuevo un recorrido que finalizaba en descomponer el otro nudo, dejando este, mucho más a la vista, especialmente cuando la mujer apartó por completo aquel trozo de tejido y dejó que una parte de los cordones que lo sujetaban acabaran en el agua, acercando después un poco más su entrepierna al borde de la piscina con un suave movimiento de cadera que desee con todas mis fuerzas que no estuviera malinterpretando y fuera un inequívoco gesto para incitarme a probarla sin temor.

Mientras tanto, ya hacía tiempo que bajo el agua, en mi bañador no quedaba espacio para la erección que estaba ocurriendo sin remedio.

–¿Y ahora? ¿Te resulta desagradable?

Tragué saliva y eche un lujurioso vistazo a aquellos deliciosos labios abriéndose ante mí y ese pubis con algunos pelitos cortos, arreglados de forma muy sensual con la intención de no asomar por ningún lado del bañador o la ropa interior elegida en cada momento para cubrir aquella zona íntima. Y aunque por un momento pensé en Alma y en cómo iba a odiarme si algún día se enteraba de aquello, inevitablemente caí en la tentación, y sujetándome de los muslos de aquella mujer para no hundirme, ya que no hacía pie en la zona donde estaba, pasee mi lengua entera, de principio a fin, con ávido deseo y goteando saliva que me caía hasta por la barbilla por aquel sexo palpitante, abriéndome camino con decisión para alcanzar con caricias directas el clítoris de Julia. Por su parte, ella me acogió encantada mientras me perdía entre sus muslos, acariciándome el pelo, arqueando la espalda, asomándose para visualizar en detalle la imagen de cómo me la comía y gimiendo de gusto con una placentera sonrisa en el rostro.

Se suponía que la madre de Alma no había sentido antes como la saboreaban con aquel apresurado deleite y me sentía en la obligación de proporcionarle un inolvidable placer, así que puse todo mi empeño en cada lametón, en cada beso, en cada chupetón, sin ofenderme si me daba alguna indicación que me hiciera parecer inexperto, ya que realmente lo era. Se abría con los dedos para que mi lengua tuviera fácil acceso y me hundía la cara en su entrepierna, encantada, tremendamente mojada, acelerada.

Y yo soñaba en aquel momento con, si aquello solo ocurría una vez en la vida, dejarle un recuerdo tan ardiente que ella no fuese capaz de evitar recurrir a los fotogramas de aquel momento para autosatisfacerse en el futuro.

Me gustaba probar y observar los efectos de mis travesuras, así que empecé a separar yo mismo los labios de su sexo para poder meter y sacar mi lengua dentro de ella varias veces, con la coincidencia de que mi nariz golpeaba en cada movimiento su clítoris y le hacía ronronear y suspirar. Fue el juego del olfato el que nos había llevado hasta aquello y por eso realmente lo estaba disfrutando. Ese sabor y ese olor a excitación, al anhelo de un placer que aquella persona merecía sentir desde hace mucho…

No podía más que esforzarme para que cada vez me sintiera más intensamente.

Dejé caer entonces un montón de mi saliva permitiendo que deslizara por mi lengua, mirándola mientras lo hacía con rostro de sucia provocación, y cuando alcanzó su vulva, me dediqué a extenderla, a mezclarla con sus jugos, moviendo la cabeza para que en ningún momento se perdiera el roce ni el contacto de mi boca con su clítoris, y así empecé a chupar, a absorber, a succionar, a acariciar, a degustar... Mientras preparaba dos dedos para introducírselos hasta el fondo y acelerarme decididamente en busca del mejor orgasmo que pudiera proporcionarle.

Julia al ver, sentir y complacerse con mi entrega en la causa no paraba de acariciarme y decirme que le encantaba ver cómo me lo comía tan agradecido, por ello quiso animarme a que no parara de hacerlo, así que, generosa con la mirada pícara que la contemplaba, se apartó el bikini y me mostró sus tetas, que al igual que su pubis tenían un tono de piel más claro por no haber tomado el sol en esa zona, preciosas, con unos pezones pequeños y duros que coronaban aquellas voluptuosas montañas del perfil de su anatomía, y que desde mi posición en el agua eran imposibles de alcanzar con la boca como habría deseado. Y así, ante aquella excitante e inaccesible visión no pude más que acelerar el movimiento de mi mano para follármela con mis dedos, de manera que su cuerpo entero se agitara, y en especial lo hicieran sus pechos, meciéndose deliciosamente en un hipnótico vaivén gracias a la gravedad y a las embestidas de mis falanges.

Y así, contenta, agradecida, sin anunciarlo, la madre de mi amiga se dejó ir en un intenso orgasmo que noté por sus gemidos, como echaba la cabeza hacia atrás y abría la boca al tiempo que cerraba los ojos, a pesar de que se esforzaba por no hacerlo y poder contemplar como seguía saboreándola. También por como sus músculos internos me apretaban los dedos en una serie de contracciones involuntarias que me impedían meterlos tan fácilmente como antes y los espasmos en su cuerpo.

Me encantó tanto notar el sabor y el olor del momento en el que se corría... Me enloqueció que fuera un éxtasis largo, explosivo pero de frenada lenta, que me permitió paladearla durante largos segundos.

De hecho, me gustó tanto, que no me detuve.

Seguí lamiendo, aunque con más calma, y en vista de que los estímulos seguían teniendo efecto o no eran molestos, me relamí. Ella suspiró con una sonrisa en la cara, y juntos, nos encaminamos a por su segundo clímax.

–Así, sigue, no pares de comértelo, que si te ha gustado que me corra en tu boca prometo hacerlo de nuevo. –Dijo entre susurros, de nuevo excitada y descontrolada.

Y mi única condición, que le expresé exigente, fue que quería que esta vez me avisara, porque quería escucharle decir que se iba a correr para mí, llegado el momento.

Así que feliz, asintió con la cabeza y usó conmigo un adjetivo se me quedaría grabado por lo curioso.

–Eres un goloso, como me encantas…

Otra vez me perdí entre sus muslos ansioso y, en aquel solitario chalet de las afueras, solo se escuchó durante un rato el canto de los pájaros, mis lametones mezclados con mi respiración entrecortada, y los gemidos de quien estaba seguro que esta segunda vez se rendiría ante mi castigo lingual y digital mucho más rápido.

Decidió echarse hacia atrás para acostar su espalda sobre el césped artificial que había justo después de los baldosines del borde de la piscina y, en esta ocasión, en vez de acariciarme el pelo, tiraba de él, manteniéndolo sujeto entre sus dedos. Su cuello, su espalda y su precioso trasero, al que me sujeté con la mano que no estaba usando para introducirle los dedos hasta el fondo, formaron un arco óptimo para que mi boca y su sexo se fusionaran en un contacto perfecto. Sobre todo con mi lengua, que tomando forma plana y lo más expandida posible, se quedó quieta a la espera de que moviera mi cabeza en círculos y la frotara contra su clítoris sin perder un solo microsegundo de húmeda e incluso chorreante, fricción.

Y ya no paré hasta que por fin pronunció las palabras que quería oír.

–Así, así, ya me corro, me corro para ti… sigue, comételo que me corro…

Aquello resonó sobre mi cuerpo convertido en un calambre de sensaciones que casi consiguen que eyaculara al mismo tiempo. Calentísimo por como se corrió para mí... y solo para mí.

No pude más que pensar que aquel imbécil de Juan no sabía el olor y el sabor que se había estado perdiendo todos esos años de matrimonio.

Y cuando por fin terminó y consiguió relajarse, saqué parte de mi cuerpo del agua lo mejor que pude, para quedarme un rato acostado sobre su monte de Venus, alargar la mano y darme la última satisfacción de acariciar sus tetas, blandas, esponjosas, tan eróticas… Mientras ella me acariciaba el pelo y prometía darme un merecido agradecimiento por lo que acababa de hacer por ella.

Un agradecimiento que sin embargo no llegaría. Pues no tardó en escucharse el sonido del motor del coche que regresaba de la ciudad.

Nos incorporamos rápidamente y Julia empezó a atarse y colocarse bien aquel bikini que le sentaba tan bien, mientras me hacía prometer que no le contaría nunca a nadie nada de lo que había ocurrido ese día, siendo especifica en que no se me ocurriera presumir con mis “amigotes” como “solíamos hacer los hombres”, porque si aquello llegaba a oídos de Alma, directa o indirectamente, sería el fin para ambos. Luego se acercó a mi oreja dejándome sentir su cálida respiración mientras pronunciaba las siguientes palabras en tono confidente:

–No sabes cómo me alegro de que mi hija tenga un amigo tan goloso para que disfrute mucho con él mientras pueda.

Finalmente cada uno tomó su camino ante la inminente llegada del 4x4. Y el mío no podía ser otro que secarme a medias y lo más rápido que pude, correr al baño, lavarme bien las manos y sobre todo los dedos, con el jabón más perfumado que encontré, y robar un poco de la pasta de dientes familiar para lavarme y enjuagarme la boca con el único objetivo de que el padre de mi amiga no fuera capaz de notar ese delicioso olor del sexo de su mujer, que a él decía resultarle desagradable, en mi aliento satisfecho.

Por no hablar del esfuerzo mental y físico que fue bajar aquella dolorosa y palpitante erección que no podía evitar que se hiciera evidente en mi bañador.

Pero por fin nos reunimos los tres miembros de la familia y yo, el invitado, para saciar el hambre que teníamos después del accidente de la paella. Alma se cubría ahora la parte superior del cuerpo por una camiseta blanca con dibujos de graciosas nubes sonrientes, que sin embargo se transparentaba lo suficiente para dejar ver el patrón ajedrezado de su bikini por debajo.

Comimos con muchas ganas y yo no sabía dónde mirar ni me atreví a participar mucho en la conversación, pero casi me atraganto cuando Julia, que ahora lucía alegre y resplandeciente, decidió hacer una pequeña broma con guiño a nuestro encuentro.

–Tenía hambre tu amigo, ¿eh, Alma?, menudo goloso está hecho.

Todos rieron menos yo, avergonzado y nervioso.

Y lo peor de todo es que aquello me recordaría a como hacía un rato aquella mujer me había dicho al oído que estaba contenta de saber que su hija disfrutaría conmigo. Porque yo sabía que Alma quería que pasara algo entre nosotros ese fin de semana, y ya no pude dejar de pensar lo que sería repetir con la hija, la experiencia que tuve con la madre.

Obviamente sería imposible con sus progenitores presentes.

Pero la desee tanto que no podía parar de imaginarme besándola sin parar por todo el cuerpo, acariciándola, recorriéndola y explorándola sin fin. Y todos los trazados del sensual circuito que ideaba para transitar sobre su piel, acababan siempre, inevitablemente, en su entrepierna.

Sin embargo, el resto de la estancia en el chalet de Alma se desarrolló con relativa tranquilidad. No hubo más bromas por parte de la madre, aunque sí, más juegos, roces accidentales, tímidos besos o eróticas carantoñas a escondidas en cualquier descuido con la hija.

Y eso si, a destacar una ocasión.

Se trató de un momento nocturno en que sus padres se fueron a dormir y nosotros nos mirábamos con los ojos como platos desde nuestras distantes camas, cada una a un lado de la habitación y en silencio, esperando escuchar el primer ronquido para poder escaparnos sin que nos escucharan a un sitio más alejado y discreto.

Con paciencia vimos pasar los minutos y nos preparamos para salir por la entrada principal como dos silenciosos ninjas que habrían vendido a su daimyo por comerse a besos y, con la llave que al parecer Alma se había guardado desde la vuelta de aquel improvisado viaje para comprar comida, nos dirigimos a los asientos traseros del coche, donde no tardamos en comenzar a compartir labios, lenguas y saliva como si no fuera a existir otro día después de aquella noche.

Alma jugó a la defensa, recostada sobre el asiento, mientras yo, el atacante, me inclinaba sobre ella para comérmela entera. La besaba por el cuello, por las mejillas, me sumergía entre sus cabellos hacia sus orejas, mientras su respiración se aceleraba y gozaba con la boca entreabierta de notar como mis labios se deslizaban sobre su piel.

Se dejaba hacer. Pasiva pero disfrutona.

–Uff, ¿por qué no nos hemos liado antes? –Me dijo.

Y se quitó la camiseta para ofrecerme sus pechos, con aquellos pezones duros que parecían haber estado esperándome, quedándose solo con el pantaloncito corto de un pijama de verano azul claro y la ropa interior morada que llevaba debajo y que asomaba en algunos sitios.

La contemplé entonces, con la escasa iluminación de la luna y las estrellas, semidesnuda, con parte de su pelo cubriéndole la cara y ofreciéndose, a la espera de ser satisfecha por los placeres orales que me hacían morderme el labio inferior cuando mentalmente los planeaba. Y mis manos casi se movieron solas, directas en busca de caricias y masajes en aquellas tetas, firmes y de buen tamaño, que empecé a meterme prácticamente enteras en la boca en cuando escuché los primeros gemidos de mi amiga. Mis dedos hacían presión y se hundían ligera y suavemente en la carne de uno de sus pechos dejándome sentir una sensación tan agradable como excitante, mientras al otro lado, mi lengua jugaba con su areola y su pezón, haciéndolo moverse arriba y abajo, endurecerse más, mojarse con mi saliva caliente y transmitir todas aquellas atenciones en forma de placer que se expresaba a través de los labios de alma como suspiros y suplicas para alentarme que no parara de saborearla.

Pero aunque no pensaba en parar, si pensaba en descender… Y no me lo quitaba de la cabeza.

Deseaba ver cómo sería su cara tranquila, relajada…, feliz después de un orgasmo.

Y por eso las yemas de mi mano izquierda descendieron deslizándose por su ombligo, percibiendo las sutiles bajadas y subidas de las curvas entre su busto, su vientre y su cintura y se colaron casi sigilosamente bajo la goma de su ropa interior hasta alcanzar su sexo, tan mojado, que me facilitó realmente llegar a introducirle mi índice e impregnarlo bien de sus jugos para poder luego hacerlo resbalar entre los pliegues de su vulva y alcanzar su clítoris, ese que en ese momento me obsesionaba con convertir en objeto de una devota admiración y trato preferente para lograr mi objetivo de ver a Alma correrse mientras pronunciaba mi nombre.

Mi amante amiga recibió encantada aquellas caricias, mientras aun me sentía deleitándome con sus pezones y se abandonó a retorcerse, a contener gritos o gemidos que pudieran alertar a alguien y a disfrutar de como, atento a sus reacciones, trazaba un mapa mental de las zonas erógenas de su cuerpo para verla disfrutar cada vez más en futuros encuentros que ya en ese presente anhelaba tener con ella.

Pero un ruido en el exterior de vehículo nos sacó de nuestro mundo privado poniéndonos en alerta. Así que Alma se tapó con su brazo y yo salí al exterior para comprobar que podía haber ocurrido, pero solo vi algunas ramas de un árbol cercano moverse, tal vez por algún animal que tenía hábitos nocturnos y gran habilidad para ocultarse entre las hojas.

Estaba claro que aquel sobresalto nos estaba poniendo en aviso de que no teníamos tiempo de reacción ante la posibilidad de ser descubiertos, por lo que nos dimos unos últimos besos y decidimos regresar a la habitación y meternos, con un calentón importante, en nuestras camas separadas para tratar de dormir.

Sin embargo, recuerdo que antes de ocupar nuestros respectivos colchones y cubrirnos con una sábana fina, hubo un momento para un último acercamiento con un susurro que Alma dedicó en privado a mi oído, para decirme algo que incluía un adjetivo que ya había escuchado de otros labios:

–Me estaba encantando como me comías las tetas. Eres un goloso.

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