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Hay cosas que nunca cambian

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Después de cuatro días seguidos de una persistente lluvia, parecía que el domingo el mal tiempo daba una tregua y dejaba paso a un sol radiante. Ricardo pensó que los niños tenían bien merecido salir, distraerse y disfrutar del buen tiempo que se había hecho de rogar durante días. Carmen objetó que tenía exámenes por corregir y quería aprovechar la mañana cuando sus energías estaban frescas, de modo que le exhortó a que se fuera él con los niños mientras ella se quedaba en casa corrigiendo, pero los críos no aceptaron un no por respuesta, y ante la insistencia de unos y otros accedió a regañadientes.

Como si todo el mundo hubiese decidido salir de casa a la vez esa mañana y no quisiera nadie quedarse sin su porción de sol, las terrazas de las cafeterías estaban a rebosar de gente. Ricardo divisó en esos momentos a tres comensales que abandonaban una mesa en la que cabían ellos cuatro y se apresuró para que no la ocupara nadie. Los niños fueron los primeros en sentarse y coger las cartas para curiosear, después se sentó Carmen y finalmente Ricardo.

Tuvieron que esperar cinco minutos para que les atendiera un camarero, dada la afluencia de gente.

Los niños pidieron a voces un helado, a continuación Ricardo se pidió una cerveza para él y una coca cola para Carmen.

—¿Carmen? —le preguntó el camarero al reconocerla.

Ella se quedó un instante en blanco sin reconocer al camarero que parecía saber quien era ella.

—Soy Jordi, ¿no te acuerdas? —le preguntó ignorando al que supuso que era su marido.

Automáticamente la bruma de sus recuerdos se disipó y recordó al compañero de primero de carrera que le resultó irreconocible en un primer momento. Al parecer los años no habían sido muy benévolos con él, al contrario que con ella.

Aquel primer año de carrera fue un año de excesos y despropósitos para Carmen en todos los sentidos, y Jordi formó parte de todas esas extralimitaciones. Con él se corrió muchas juergas, sobre todo sexuales. Evocó los polvazos que echaban en el asiento trasero del coche, e incluso rememoró cuando se la follaba salvajemente apoyada en el capó con esa polla que todas, por aquella época querían probar. Su relación con él sólo fue de festejos y jolgorio: beber, fumar porros y fornicar como descosidos. Fue un año de libertinaje, e infructuoso en los estudios, y tras un ultimátum de sus padres decidió centrarse y acabar la carrera de magisterio.

Al recapitular, Carmen se ruborizó, pero intentó actuar con naturalidad como si aquellos hechos del pasado nunca hubieran existido.

—Hola Jordi. Cuanto tiempo. No te había reconocido.

—Ya, no me lo digas, estoy medio calvo, y con veinte kilos de más — bromeó.— Tú estás igual —le manifestó, por no decirle delante de su marido que seguía estando igual de buena que antaño.

—¿Cuántos años han pasado? ¿Veinte?

— Sí, más o menos.

—Bueno, este es mi marido, y estos son mis dos hijos.

Jordi le estrechó la mano a Ricardo y chocó las palmas con los niños.

—Bueno, ahora os traigo las bebidas. Me ha alegrado mucho verte.

—Igualmente Jordi.

—Ok.

Cuando se alejó el camarero, Carmen esperó la pregunta de rigor que todo cónyuge hace cuando su pareja se reencuentra con alguien del pasado.

—¿Quién era ese?

—Éramos compañeros en primero de facultad.

—¿Sólo compañeros?

—Sólo —mintió recordando aquellos momentos, y alguien que hubiese sabido interpretar el lenguaje del cuerpo habría detectado un atisbo de nostalgia en su mirada.

Cuando Jordi trajo las bebidas y Carmen repasó con una discreta mirada el descuidado cuerpo que ahora lucía su antiguo compañero de clase. Pensó que antaño tan sólo tenía que chasquear los dedos para que una candidata u otra estuviera dispuesta a prestarle sus favores.

Cuando decidieron marcharse Ricardo pagó la consumición y mientras les ponía los abrigos a los niños, Jordi se despidió de Carmen, le dio dos besos y le susurró al oído lo buena que estaba y, añadió: —¡búscame!

A Carmen se le abrieron los ojos como platos y comprobó que, a pesar de su aspecto, seguía siendo el mismo caradura y deslenguado de antaño.

Llegó a casa y no consiguió que Jordi se le fuera de la testa. Aquella etapa de su vida, junto a las locuras de juventud ocuparon sus pensamientos el resto del día, y aquel hombre que ahora parecía una piltrafa humana removió todos y cada uno de los recuerdos clandestinos que hizo en la etapa más borde de su vida, incitándola a la tentación.

¿A estas alturas de la vida? -pensó. Si no se le hubiera insinuado, aquella mañana habría sido una más y el hecho de verlo hubiese pasado de largo como una anécdota, pero estaba claro que con su propuesta pretendía embaucarla, intentando retomar un pasado que ya estaba sumido en la memoria.

Rememoró los polvos más salvajes que había echado en su vida. En aquella época Jordi era bien parecido, delgado, fibroso y además, un animal follando, un potro salvaje con una de las pollas más solicitadas de la facultad. Ahora era la antítesis de aquel adonis de antaño, sólo cabía pensar si conservaba las facultades de tiempos pasados.

De aquella etapa de su vida, Ricardo apenas conocía nada de su libertina conducta. Solamente sabía que había repetido primero de carrera porque no estudió lo suficiente, y en realidad no era del todo mentira. No es que no estudiara, sino que apenas iba por clase. Las juergas, el alcohol y el sexo eran sus prioridades y Jordi era principalmente quien le recargaba las pilas. Había también otros que también se la follaban, pero era Jordi el que le hacía arañar el suelo con aquellos formidables polvos.

Tantos recuerdos se acumularon en su entrepierna que se metió en la bañera para masturbarse después de años sin hacerlo. Se acarició los pezones, los pellizcó, los retorció y cerró los ojos gozando y evocando sus hazañas juveniles. Su mano buscó su coño y los dedos índice y corazón se perdieron en él, mientras el pulgar descapuchaba el pequeño nódulo del placer, maltratándolo hasta que tuvo que ahogar un gemido de gozo para que no la oyeran.

Una vez aplacada su euforia, se puso el pijama, arropó a los niños y se acostó. Se puso a leer, sin centrarse en lo que leía porque volvió a rememorar como Jordi la follaba salvajemente en el Seat Ibiza que tantas anécdotas podría haber contado. Su coño empezó de nuevo a segregar flujos y se dio la vuelta con tintes románticos reclamando las atenciones de Ricardo, aunque en realidad, el romanticismo no era lo que le apetecía en esos momentos, sino que se la follara duro como Jordi lo hacía, en cambio ese rol no iba con su marido. Él era tierno y romántico, todo un sentimental y todo lo contrario a como era su amante de hace veinte años. Pese a eso, tuvo otro orgasmo que le sirvió para liberar endorfinas y conciliar un sueño que se resistía por tantas alusiones al pasado.

Después de aquel encuentro, las mañanas solían transcurrir con normalidad. Daba sus clases y a las dos ya estaba en casa, hacía la comida, después una pequeña siesta con masturbación incluida y posteriormente recogía a los niños. Ricardo llegaba a casa sobre las siete o las ocho de la tarde y por las noches los calentones acumulados reclamaban las atenciones de su esposo más días de los habituales, aunque intentaba no mostrar una alteración inusual de su rutina, y con ello un comportamiento que fuese excesivamente anómalo.

El transcurso de los días no apaciguaba su inquietud, sino, todo lo contrario. Continuaba tan agitada como los primeros días. Era como si después de reaparecer Jordi en su vida se hubiera despertado a la bestia que había permanecido dormida durante tanto tiempo, y por ello, necesitaba aplacar ese ardor persistente valiéndose de sus medios para mitigar el alboroto de sus hormonas, independientemente de si hacía el amor con su esposo o no.

Después de una semana, el desasosiego no la abandonaba ni en el sueño. Pasó de tener una vida sexual satisfactoria con su esposo, a hacer exactamente lo mismo, pero considerarlo ahora como algo insípido e insustancial. Necesitaba más intensidad, pero sobre todo lo que quería era volver a follar con Jordi y que la hiciera gritar de placer como hacía veinte años.

Nunca le había sido infiel a Ricardo, ni siquiera había tenido esa inquietud anteriormente. Cuando cortó de raíz con todo el vicio y lo que estaba siendo un nocivo e insalubre modo de vida, rompió también con todo lo vinculado a él, tanto actividades, como malas influencias, y se centró básicamente en sus estudios. Después conoció a Ricardo e hicieron planes de futuro, y así continuó hasta ahora.

Sin embargo las malas adicciones, al parecer nunca llegaban a curarse del todo. Seguía amando a su marido más que a nada, pero las ganas de gritar se habían instalado dentro de ella y no la abandonarían hasta que culminara la aventura (por no llamarlo locura) una última vez. Por tanto, después de un debate interno que duró una semana tenía las ideas un poco más claras.

Nada más salió del trabajo, se dirigió a casa, se cambió de ropa y se acicaló, después se miró al espejo y se gustó, respiró hondo y salió de casa dirigiendo sus pasos hacia la cafetería sin saber exactamente lo que iba a decir o a hacer y se dejó llevar por la espontaneidad. Cuando llegó, agradeció que no hubiese mucha gente en el local. Jordi estaba en la barra y la reconoció enseguida. Una corta y brillante melena castaña se posaba sobre sus hombros. Iba con unos pantalones vaqueros de cintura baja ajustados que insinuaban el contorno de sus caderas. Un suéter corto mostraba su ombligo en un vientre plano que le daba una apariencia de lo más sexi. El suéter mostraba también un escote sugerente que captaba las miradas masculinas, y por encima, una cazadora de cuero negra abierta remataba su vestimenta y, por supuesto, montada en unos zapatos de tacón alto que estilizaban su figura. Con todo ese arsenal, Jordi la repasó de arriba abajo con una mirada libidinosa que no le pasó inadvertida a Carmen.

—Hola Jordi —le saludó.

—Carmen —exclamó en un caluroso saludo—. Cada día estás más buena.

—Gracias por el piropo Jordi.

—No es un piropo, joder. Es la verdad. Estás de muerte —le dijo obnubilado sin dejar de mirar su escote.

—¿Trabajas aquí? —le preguntó Carmen.

— Bueno, trabajo y soy el dueño. Hace unos meses que cogí el traspaso con otro socio. De momento no me puedo quejar.

—Me alegro por ti.

—¿Al final acabaste la carrera? —se interesó Jordi.

—Sí. Después me puse a trabajar en un colegio y ahí sigo. ¿Y tú acabaste?

—Qué va. Después de aquel año me puse a currar. Mi padre me dijo que se había acabado vivir del cuento. Que él no iba a seguir pagándome la carrera y me puse a trabajar en una fábrica con la intención de costeármela yo, pero la verdad es que me di cuenta de que estudiar no era lo mío. Poco después me fui de casa. No nos llevábamos demasiado bien. Desde entonces he ido de aquí para allá. He sido un culo de mal asiento, para qué negarlo.

—¿No te has casado?

—Sí. Me casé, pero aquello no duró ni un año. Ya me conoces.

—Sí —afirmó con una sonrisa.

—¿Y tú qué? Felizmente casada y con dos hijos.

—Así es.

—Me alegro por ti, aunque si te soy sincero, por mi experiencia, el matrimonio es una mierda.

—Ya, pero porque tú siempre has sido un cabra loca.

—Bueno, tú no eras precisamente Santa Lucía.

—Eran otros tiempos.

—Pues echo de menos esos tiempos, ¿tú no?

—A veces.

—Después de verte tan formal, no creí que vinieras, aunque tenía la esperanza de que sí.

—Me ha costado mucho tomar la decisión.

—Pues me alegro de que la tomaras. Desde que viniste el otro día no he dejado de pensar en ti y en los polvos que echábamos.

—¡Qué tiempos! ¿No?

—Ya te digo. ¿Te apetece que te enseñe el local?

—¿Ahora?

—Sí.

—¿Y tu trabajo?

—Ahora le digo a mi socio que se encargue él. A estas horas no viene mucha gente.

—¿Y qué dirá tu socio?

—Nada. Es una tumba —dijo quitándole hierro al asunto.

Jordi la dejó unos minutos para comunicarle sus intenciones a su socio y después regresó con ella para desaparecer ambos por un pasillo que conducía a los lavabos y a otras estancias privadas a las que los clientes no tenían acceso. Abrió con la llave y encendió la luz, después cerró con pestillo para que no hubiese interrupciones. Había una mesa y varias sillas. En una pared, varios estantes servían de despensa para almacenar víveres, y en el suelo se apilaban cajas con bebidas y otros enseres.

Carmen estaba caliente, no había dejado de estarlo en toda la semana. Jordi le quitó la chaqueta y contempló el par de tetas que se le insinuaban y que parecían querer escapar del suéter por el escote. Cogió ambas con las manos estrujándolas hasta hacerle daño. Seguidamente le arrancó literalmente el suéter y su mirada impúdica y lujuriosa le obligó a babear ante aquellas dos maracas. Del mismo modo se deshizo del sujetador y sus dedos le retorcieron los pezones como si pretendiese arrancárselos. Carmen empezó a jadear de las bruscas caricias, y su mano fue en busca de la tranca que tanto placer le dio en el pasado, comprobando que seguía en plena forma, pese a que su cautivador atractivo del pasado se hubiera esfumado.

Jordi la besó sin dejar de magrearle las turgentes tetas. Le mordió el labio inferior hasta hacerle daño, pero fue un morreo breve. Inmediatamente le dio la vuelta con brusquedad y le bajó el pantalón vaquero para encontrarse con un tanga negro de lo más seductor que se adaptaba perfectamente a las dos nalgas que le estaban pidiendo a gritos que las azotara. Se escucharon dos sonoros cachetes que le pusieron las posaderas coloradas. Le bajó la pequeña prenda y Carmen terminó de quitarse los pantalones, quedando completamente desnuda, excepto los tacones para no estar descalza, con lo que mostraba una figura todavía más estilizada.

Jordi la apoyó bruscamente sobre la mesa mientras contemplaba aquel divino culo dispuesto en bandeja de plata completamente a su disposición. A continuación se abrió la bragueta y extrajo su polla meneándosela ante el culo que tantas veces se folló. Le dio unos azotes en las nalgas con la verga, entretanto Carmen esperaba ansiosa que se la clavara.

—¡Pídeme que te folle! ¿No es a lo que has venido, Carmen?

—Sí —respondió anhelante.

—¡Pídemelo!

—¡Fóllame! —le rogó.

—No te oigo.

—¡Fóllame! —gritó.

Jordi le paseaba el glande por la raja sin llegar a penetrarla, sólo retrasaba el momento, poniéndola cada vez más caliente.

—Sigues siendo tan zorra como hace veinte años, aunque ahora vayas de pija refinada. ¿O me equivoco?

Carmen deseaba que se la metiera de una vez y dejara de parlotear como un loro, y por ello movía el culo en busca de la esquiva polla que se demoraba en entrar.

—Soy una zorra caliente. ¡Métemela de una vez! —Contesta Carmen.

—Así me gusta Carmen, que no te cortes. Como antaño, ¿recuerdas? Vamos a recordar viejos tiempos.

Con un estacazo le hundió la polla por completo en su desconsolado coño, arrancándole un grito con la contundente clavada.

—Ya la tienes toda dentro, ¿no es lo que querías, zorrona?

Carmen empezó a gozar con la tranca que arremetía en sus entrañas. Había olvidado la sensación de ser ensartada por él, y del placer que le producía, junto a los contundentes golpes de riñón que su amante le daba.

—¡Joder Jordi, qué polla!…

—¿Aún te gusta mi polla?

—¿Por qué crees que he venido, capullo? ¿Por tu barriga cervecera?

—Qué puta que eres, Carmen.

Los jadeos y los gritos se adueñaron de la estancia y Carmen notó que se corría enseguida. Hubiese querido aguantar un poco más y demorar el momento, pero un gran placer la invitó a abandonarse a él y se instaló sus entrañas. No pudo soportarlo y en un rápido movimiento se zafó del falo que le estaba apaleando el coño y se meó, mientras el potente orgasmo la sacudía y el pis escapaba a presión de su vejiga. Cuando remitió el squirting, la polla se le volvió a incrustar y retomó el clímax, gimiendo del mismo modo que lo recordaba antaño.

—Menuda zorra estás hecha. Me has puesto perdido —se quejó.

—Tú te lo has buscado por ser tan cabrón.

—Pensé que te gustaba que lo fuera. ¿Qué te gusta, hacer el amor con tu marido o follar conmigo?

—Follar contigo —le respondió con total sinceridad.

—Pobre cabronazo —se compadeció—. Pues follemos.

Jordi le dio la vuelta y la recostó sobre la mesa, le abrió las piernas y se entregó a la almeja que tantas veces se comió. Las caderas de Carmen se retorcían ante la lengua que la estaba torturando en busca de algo más duro. Dos dedos resbalaron hacia su interior y Carmen exhaló un suspiro de placer que invitó a Jordi a fornicarla con los dedos buscando el punto que sólo él sabía encontrarle.

—¡Métemela ya! No me tortures.

—Tienes que pedirlo bien.

—¡Dame polla cabronazo!

—Así me gusta. Que te pongas muy puta.

Jordi se enganchó sus tacones a sus orejas y la volvió a penetrar, y con ello le arrancó un grito de placer

—¡Fóllame! No pares de follarme que me va a venir enseguida. ¡No pares! —repitió.

Ahora tenía acceso a su clítoris sin que su verga le diese tregua a su coño. El pulgar le trabajaba el hinchado botón a la vez que su taladro hacía de percutor en su coño, llevándola de nuevo a un segundo orgasmo entre gritos y jadeos, y al remitir quedó exhausta y tirada encima de la mesa.

—Me has dejado hecha un higo, cabrón.

—Hecha un higo voy a dejarte cuando acabemos. ¿Crees que ya hemos terminado? —le dijo mostrándole y balanceando su desmesurada erección.

—¡Toma! ¡Arrodíllate y ora! —le ordenó cogiéndose la polla con la mano.

—¡Joder Jordi! Qué animal eres. Hay cosas que nunca cambian —dijo Carmen cogiendo el madero en toda su extensión.

—¡Vamos, mámamela como lo hacías en el Seat Ibiza, cabrona.

Carmen se aferró al cipote con las dos manos y lo engulló hasta que su boca no dio más de sí. Cuando comprobó el tope se dedicó a la mamada bamboleando la cabeza como un péndulo, entretanto su mano derecha ayudaba con movimientos circulares masturbando la polla que anulaba su voluntad. El primer trallazo le llegó al estómago y retiró rápidamente la cabeza en una arcada. Los siguientes latigazos se estrellaron en su cara y en su pelo.

—Cabrón —acertó a decir, sin embargo, en una última sacudida, un goterón rezagado se empotró en su ojo dejándola momentáneamente tuerta.

—Eres un cabrito —se quejó.

—Sí, pero bien que te gusta.

Carmen se levantó y fue a su bolso en busca de un pañuelo para limpiarse. Mientras se quitaba de la cara la pringosa sustancia, Jordi la contempló completamente desnuda. La encontraba incluso más atractiva que cuando era joven.

—¿Qué tal con tu marido?

—Bien —admitió, aunque en lo sexual él fuese más convencional.

—¿Te hace feliz en la cama?

—Sí.

—¿Y por qué has venido a buscarme?

—Ha sido una locura, ya lo sé. Me llevó toda la semana decidirme. No sé. Me apetecía revivir esto. Hacer una locura. Me removiste placeres olvidados —le dijo mientras terminaba de limpiarse el ojo.

—¿Sabe lo que hubo entre nosotros?

—Ni de coña.

—Mejor ¿no?

—Por supuesto.

—¿Y tampoco sabe que a su mujercita le va la marcha y necesita otros alicientes más desmedidos para contentarse?

—Pero qué cabrón que eres, Jordi.

—¿Qué no es verdad? Hay cosas que no cambian.

—Yo cambié. Dejé todo aquello de lado y gracias a que lo hice acabé la carrera y soy maestra de infantil.

—Espero que no les enseñes a tus niños tus extravagantes gustos.

—No cambiarás nunca, ¡joder!

—Si hubiese cambiado no hubieses gritado como una loca hace un momento —manifestó mientras se tocaba la polla morcillona.

—En eso tienes razón. Tengo que agradecértelo entonces —mientras se vestía con la intención de marcharse ya.

—¿Ya te vas?

—Sí. Ha estado muy bien, la verdad —manifestó mientras se ponía los pantalones.

—¡Qué rápida! ¿No quieres que te dé por el culo?

—¡Qué animal que eres!

—Antes te encantaba un buen relleno de carne en tu culo.

—Bueno, una también se va haciendo mayor.

—Quien lo diría —le espetó a la vez que se tocaba la polla mientras la contemplaba.

—¿Tu marido te da por el culo?

—¿Y a ti que te importa? —protestó.

—Apuesto a que no.

Jordi se acercó a ella, cogió su mano y la puso sobre su polla ya erecta.

—Déjame encularte. Disfrutemos como antes y luego si quieres te vas. Y si no quieres volver porque no quieres complicarte la vida, me parecerá bien —le dijo mientras sobaba sus tetas a través del sujetador y le repasaba el cuello y el lóbulo de la oreja con su lengua. Todo ello sin que ella soltara la polla como si fuese un asidero al que sujetarse ante la provocadora invitación.

—Estoy muy cansada —le comunicó sin convencimiento, y ante la poca convicción de sus palabras, Jordi volvió a desabrocharle el pantalón y se lo quitó, la apoyó en la mesa dejándola con el culo a su disposición y la abandonó por un momento para coger un gel lubricante de un cajón.

—Ya veo que este es tu picadero. Tienes todo lo necesario —le dijo Carmen mientras contemplaba como se embadurnaba la polla con el gel.

—Nunca se sabe quién puede entrar por la puerta.

—¡Qué cabrón que eres! —dijo, a la vez que notaba como le metía el tubo del gel en el ano y lo descargaba.

—Ya lo tienes. Ahora viene la tuneladora —le advirtió con socarronería.

—Ve con cuidado y no seas animal.

—¿Cuánto hace que no te follan por el culo? —le preguntó mientras jugaba con el pequeño orificio.

—Veinte años. El último fuiste tú.

—¡Joder! Qué desperdicio.

—¿Tu marido no te ha enculado nunca?

—No, nunca me lo ha propuesto.

—¡Joder! Pues pídeselo tú. No seas remilgada.

—¿Vas a interrogarme o a follarme? Me tienes con el culo en pompa.

—Qué zorra que eres, Carmen. Ahora verás.

—Jordi paseó el glande por su ano embadurnado con el gel y Carmen evocó sensaciones placenteras hasta que le hundió la punta en una primera estocada.

—¡Cabrón! —se quejó Carmen al notar como el intruso se abría paso en su esfínter.

—¡Coge aire Carmen! Ahora viene lo mejor.

Seguidamente, con un golpe de riñón su polla avanzó hasta incrustársele la mitad y otro grito se le escapó.

—Te has vuelto muy quejica —le dijo mientras iniciaba un bombeo lento, pero más continúo dentro de su ano.

—Eres un cabrito.

—¿Quieres que te la saque, Carmen?

—No. está empezando a gustarme —se sinceró a la vez que la verga entraba y salía del pequeño orificio.

—Qué puta que eres. Pídeme que te folle más fuerte.

—Sí, más fuerte y más rápido. ¡Métemela toda, cabrón!

—¿Qué diría tu marido si te viera ahora pidiendo polla?

—Deja a mi marido en paz y fóllame. Hablas demasiado mientras follas.

—Así me gusta, que no te cortes y que disfrutes.

Carmen movía sus caderas queriendo sentir todo el puntal y Jordi arremetía queriendo levantarla del suelo con cada pollazo, mientras los sonidos del chapoteo en su ano, junto a los golpes de cadera y los jadeos se entremezclaban envolviendo la habitación en una sinfonía sexual.

Carmen deslizó su mano para acariciarse el clítoris, y al mismo tiempo que Jordi la enculaba ella acompasaba alternando gritos y gemidos.

—Quiero que te corras, zorrona. ¡Mueve tu dedo mientras te enculo!

Carmen gritaba como nunca con aquel placer olvidado, y a pesar de haberse corrido dos veces, creía estar en disposición de volver a hacerlo una tercera si seguía atizándole el ojete con el mismo ímpetu. Los embates de la polla en su interior presionaban la vejiga y cuando advirtió que el orgasmo asomaba, su dedo aceleró el empuje sobre su clítoris, haciéndole explotar en un potente clímax al que le acompañó otro squirting entre gritos y jadeos que rebotaban en las paredes del local. Instantes después Jordi explosionaba en su esfínter resoplando como un toro en celo hasta que paulatinamente los gritos y jadeos fueron remitiendo y Jordi se dejó caer encima de ella extenuado. Cuando recuperó el resuello se incorporó, y al extraer el tapón del orificio, el líquido manó como un géiser invertido, desparramando el fluido en sus piernas y en el suelo.

—¡Joder! Casi me revientas el culo.

—¡Qué va! Eso es que estás desentrenada.

— Ha sido una pasada, Jordi. Qué gusto me has dado, cabronazo. Hacía años que no me corría tres veces seguidas.

—Eres una yegua que necesita ser domada con regularidad por una buena polla, y no por un oficinista de tres al cuarto.

—Bueno, cuando quiera un potro salvaje ya sé donde hallarlo.

—Por supuesto. Cuando quieras que te den caña ya sabes donde encontrarme.

—Sí, pero no quiero follar en este cuartucho. La próxima vez lo haremos en tu casa.

—Hecho.

—¿Te parece bien una vez a la semana? —le sugirió Carmen.

—Y si quieres que te de polla todos los días no tienes más que decírmelo. Si fuera tu marido irías todos los días a clase con el coño escocido.

—¡Animal! —le reprochó golpeándole cariñosamente en el hombro, sin embargo más que una amonestación, era una alabanza. —Bueno, tengo que irme a recoger a los niños.

—¡Pon cara de mamá buena!

—¡Qué hijo de puta!

Cuando estuvieron vestidos Jordi abrió el cerrojo y después la puerta, a continuación le cedió el paso a Carmen y la acompañó hasta la salida. Mientras cruzaban el local, el socio de Jordi no parpadeó hasta que Carmen salió por la puerta pensando en el festín que se acababan de montar esos dos y en lo suertudo que era su socio.

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