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Infiel por mi culpa. Puta por obligación (12)

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12. Cuando dos palabras… ¿Bastan?

— ¡Pufff, me costó un poco pero lo logré! Tu botella de ron ya está enfriándose en el refrigerador y pues además, estas cuatro cervezas nos han salido gratis, pues su valor fue a parar directamente en la cuenta de aquellos tres galanes. ¡Jijiji! —Riéndome disimulada, con mi mano derecha cubriéndome la boca, le hago el comentario a Camilo sin dejar de mirar en su cara, –algo seria– un rictus de asombro, mientras organizo el cuarteto de envases bien fríos, centrados sobre la mesa.

— ¿Y que fue esa mímica con todo y beso incluido? ¿Te estaban molestando o te divertías con ellos y conmigo? —Le pregunto casi que acusándola, mientras ella al sentarse de nuevo en su lugar sin responderme, acomoda con delicadeza el tejido crochet de su vestido, después de montar una pierna sobre la otra, –balanceando la sandalia sostenida por los dedos pintados de su pie izquierdo– y buscando al interior del amplio bolso, su teléfono móvil.

Mariana tuerce la boca en señal de disgusto mirando al aparato con detenimiento y después, aún pensativa, desvía su atención hacia la cuidadosa manera con la que yo inclino el envase para servirle y analizo, –mientras tomo asiento al frente de ella– si es por mi pregunta que le ha incomodado o porque a lo mejor al revisar las notificaciones, nadie le ha escrito ni le dan likes como antes y por ello lo regresa despreocupada al interior del bolso. Sin embargo un segundo después vuelve a tomarlo pero sin desbloquearlo, y lo sostiene en la mano derecha, a treinta centímetros de su rostro.

Vanidosa, cierra el ojo derecho y entreabre la boca, asomando ligeramente la punta de su lengua. Algo seria se observa en el reflejo de la pantalla, inclina su cabeza hacia la izquierda y se acomoda con los dedos de su mano la alta onda de sus cabellos negros. Da un segundo repaso ladeando un poco más el móvil, palpa ambos pómulos y volteando ahora su cara hacia el otro lado, sonríe ligeramente. Al parecer ya complacida, se desentiende de su apariencia para responderme bastante reposada…

— ¡Ashhh! Es que a ver, Camilo… ¿Por qué los hombres tienen que ser así? — Le hago esta pregunta levantando mis hombros, un poco angustiada al ver la cara que puso hace unos momentos, al verme reunida con esos pendejos, atosigándome con sus comunes halagos, –¡Que por qué tan solita! o que, ¡si del cielo se están cayendo los angelitos!– y necesito con urgencia que no desconfié más de mí. Que entienda que yo no estaba haciendo nada malo, y solo les respondí a sus piropos educadamente, pues aquí y ahora… ¡No me interesa nadie más que él!

Golpeo el grueso cristal de mi jarra colmada de espumante cerveza, contra el marrón del envase humedecido, –sostenido con firmeza por la mano diestra de mi marido– para luego llevarla hasta mi boca reseca y degustar de esta refrescante sensación que baja por mi garganta, tras beber un largo sorbo que parece ir lentamente, helándome desde adentro.

— ¿Asiii…? ¿Cómo? —Le respondo mientras que dejo sobre la mesa mi cerveza después de aceptarle el mudo brindis, y tomo de su cajetilla blanca un cigarrillo, acercándoselo a los labios. Yo me hago con uno de los míos, y apropiándome igualmente de su encendedor, le ofrezco fuego al suyo entre chispeantes y momentáneos reflejos de la llama en sus ojos que me distraen y luego sí, hago arder la punta del que se balancea cómodamente en mi boca.

— ¡Así de perros y pendejos! –afirmo con vehemencia luego de esparcir hacia un costado, la primera humareda de tabaco. – Tan pronto como el macho alfa se distancia momentáneamente de su hembra, se lanzan en manada para olfatearla con ganas de montarla al menor descuido. Que ridículos. ¡Gasss! —Noto una mueca de disgusto en la boca de mi esposo.

— ¡Melissa por favor! Asumo que como estuviste metida entre la miel algo se te haya quedado bien pegado, pero quizás podrías moderar tu lenguaje, al menos delante de mí. ¿No te parece? —Le reclamo con seriedad.

—No te molestes por eso Camilo, solo es un decir. ¡Pufff! –Suspiro para continuar respondiendo a sus recelosas inquietudes. – Lo que quiero expresar, es que tan pronto como se dieron cuenta de que estaba sola en la barra, se me acercaron revoloteando como mosquitos a un foco encendido, y todo porque empecé a mover ingenuamente mis caderas cuando Andrew me hizo caso y colocó música bailable, aprovechando que en el compromiso ese, los jugadores están en descanso.

—Ya sabes cómo me gusta la salsa y esta canción provoca que… Lo siento, si te sentiste incomodo por la situación, pero es que… Yo… ¡Hace tanto tiempo que no bailo! —Y concluyo mirando con tristeza al café profundo de sus ojos, añorando los tiempos pasados, bonitos y alegres junto a mi marido.

Mariana expulsa por la nariz en dos filas el humo aspirado, y observa por detrás de mi hombro, el ambiente festivo del local que se ha creado recientemente y se le contraen los labios, torciéndolos un poco hacia la derecha; con su sonrisa suspicaz, más la aguzada mirada azul, investiga lo que sucede a mis espaldas, y mueve su cabeza de izquierda a derecha y viceversa, negando algo que al parecer por su gesto burlón, le parece muy divertido.

— ¿Qué pasa? ¿Qué has visto? —Le pregunto intrigado.

— ¡Jajaja! Nada raro. Tan solo que con esos tres hombres no se hace un caldo, y uno de ellos que ha logrado invitar por fin a una muchacha a bailar, pues… ¡Qué te dijera, Camilo! Qué se mueve más un Alka-Seltzer dentro de una mazamorra, que ese tipo. ¡Jajaja! —Me responde de manera graciosa, logrando que me dé media vuelta para mirar.

Y es verdad. El pobre no da pie con bola. Decidido, me pongo en pie y me giro hacia Mariana. Extiendo el brazo derecho y le ofrezco abierta mi mano por encima del cenicero, de su jarra con media cerveza y del envase casi sin empezar de la mía.

— ¿Es en serio? ¿Me estas invitando a bailar? –Incrédula le pregunto a mi sonriente esposo. – ¡Pero por supuesto! Será un placer aceptar su invitación, caballero. —Le respondo feliz, con una sonrisa de oreja a oreja y el veloz aleteo de un colibrí es imitado por mis parpados y sus ennegrecidas pestañas, que como alas se mueven festejando esta grata sorpresa, aunque lastimosamente para los dos, a mitad de la canción.

Poso mi mano delicadamente sobre la suya, –acomodo con celeridad mis pies dentro de las sandalias– y me levanto. Dejo aprisionado en la ranura del cenicero mi cigarrillo y me pongo justito a su lado para comenzar el baile. Frente a frente primero, mirándonos con nerviosismo a los ojos y luego lado a lado, coordinados como siempre, entre medias vueltas a la derecha y de regreso nuevamente 180 grados a la izquierda, distanciamos nuestros cuerpos algunos centímetros, pero como siempre Camilo tan pendiente de atrapar mi cintura con su otra mano.

— ¿Cuándo fue nuestra última vez? —Y Mariana se gira, en dos compases alejándose a la izquierda. ¡Ella tan liviana y casi etérea, algo seria y pensativa!

—Hummm, pues creo que lo hicimos en… Fue en la fiesta esa… La de José Ignacio, para su cumpleaños. —Respondo con frases espaciadas que no quería pronunciar, pero aun sintiéndome avergonzada, debo ser honesta y a trompicones se me escapa la verdad en mi respuesta.

Miro al suelo mientras le hablo, y sin soltarme de su mano regreso hacia él deslizando ambos pies hasta ponerme de nuevo frente a su cuerpo, sintiendo en mi frente la calidez de su agitada respiración, –sin rozar para nada mis senos a su pecho– meciendo aparentemente con el mismo cariño de siempre, mis cabellos. ¿O no?

—Me refiero a la última vez que tú y yo, bailamos como la pareja de esposos enamorados que éramos y no a esa, que como en esta por apariencias, lo hacemos sin muchas ganas y por simple cortesía. —Mariana hace una mueca de disgusto y sorpresa, con ojos y boca.

—Fue en la finca de tus papás celebrando las que serían, si tu padre aun viviera, sus bodas de oro. Con tu madre, tus hermanos y mi familia. ¿Tengo razón? —Le termino por aclarar.

Y ahora soy yo quien suavemente, y en espera de su respuesta, la aparto de mi lado al extender mi brazo, impulsándola con gentileza hacia la derecha.

— ¡Uhumm! Pues si lo quieres recordar de esa manera, pues sí. Aunque desde mi punto de vista, la última vez nuestra no fue esa, sino en la fiesta por el cumpleaños de él, que como en esta ocasión, no he bailado contigo por aparentar algo que no siento. —Le respondo directa y sincera, dibujando con mis pasos una corta media luna al aprovechar el firme agarre de su mano para ir envolviéndome con timidez al principio en su antebrazo, pero enseguida con ganas en el resto del brazo, hasta quedar ahora sí, con mis tetas oprimidas contra su pecho y su mano diestra descansando bien abierta, unos dedos por debajo de mi cintura.

— ¡Desde la primera vez Camilo, me ha encantado bailar contigo! Y sí, es cierto que me hubiese complacido hacerlo más pegadita a ti, digamos que bien amacizados como usualmente lo hacíamos, pero tú más que nadie sabes que no era prudente o llamaríamos la atención de todas esas personas. —Camilo callado, asiente y me indica con un movimiento de su mano, que sola y de revés gire 360 grados para luego sin soltarnos, entrecruzar nuestros brazos elevándolos por encima de nuestras cabezas. Mis ojos al hacerlo están clavaditos en los suyos y en su boca entreabierta, que por supuesto me incita a besarlo. Pero mis acaloradas ganas se ven aplazadas para «un después» con las últimas armonías, al darnos la espalda para virar en la vuelta final, rozándonos levemente las nalgas al volver a nuestra posición inicial, lamentablemente finalizando la canción.

Una andanada de aplausos y chiflidos se nos viene encima sorprendiéndonos, y por supuesto, –sonrojados y acalorados– Camilo y yo les sonreímos a nuestros espontáneos espectadores, a la vez que con teatral gracia inclino mi cuerpo hacia adelante, como muestra de agradecimiento.

Yo un tanto apenado, sonrío a las personas que han prestado atención a nuestra forma de bailar y con la mano de Mariana aun aferrada a la mía, les doy la espalda con la intención de irme a sentar. Pero la siguiente canción logra mantener los pies de mi señora, anclados como pilotes de concreto sobre las coloreadas baldosas, y su brazo tirando del mío, –con los músculos tensionados– me retiene entre la solitaria mesa que nos espera con las cervezas, y las ondulantes formas de su cuerpo meciéndose y esperándome. ¡Y de remate, con las melódicas frases iniciales de «A blanco y negro», incitándome a continuar bailando con ella!

Este vallenato especialmente, –del finado Kaleth Morales– lo hemos bailado varias veces. Tan solos ella y yo, pero íntimamente aislados entre la multitud de personas que nos apretujaban en los bares y discotecas de moda. O exteriorizando nuestro amor, sin más compañía que nuestros cuerpos libres de ropas, en las amobladas habitaciones de moteles algo escondidos entre calles estrechas y tan bien conocidas por parejas con ganas de un sexo convenido, así como del placer obtenido, otorgándoselo al cuerpo del otro, sin egoísmos.

Y me doy vuelta para contemplarla, atractiva y radiante como la he mantenido siempre presente en mis recuerdos. ¡Imposible negarme, inadmisible hacerle un desplante!

Mariana inclina levemente la cabeza y entrecierra dichosa su par de cielos. Coloca con picardía el dedo índice de su mano derecha, en frente de su sonrisa de comercial de dentífrico, y lo sube lento, indicándome que me fije bien en los alegres brillos, –psicodélicos y arcanos– que destellan en el redondo zafiro pálido de sus ojos. No sé bien cuál es la finalidad, si enamorado de ellos ya me tuvo y liberado por ella misma, aún me mantiene, del mismo modo que me embrujó con los gestos hechiceros en su carita de niña consentida y con cada una de las sensuales poses de su angelical morfología.

Y yo sigo sin poder ubicar algún lugar en este mundo, donde reparen corazones rotos con curitas resistentes para heridas no cerradas, o con pócimas y raros brebajes que logren desencantarme de ella, ya que he probado con guaro, tequila y vodka durante varios días, embriagándome por las noches y pasmado luego en mis pensativas madrugadas, sin conseguir liberarme del dolor que me causó ni del amor que le profeso.

…«Ayyy,

Quiero aprender a volar y si tú me besas yo toco las nubes»...

Canta el fallecido juglar vallenato con gran sentimiento, después de que el acordeón comenzara a llorar sus notas.

…«Quiero aprender a cantar y si me acaricias le gano a Diomedes»...

Y Mariana, mirándome me habla zalamera…

— ¿Puedo? —Le pregunto a Camilo y sin esperar por su aprobación, levanto mis brazos sobre su pecho y paso alrededor de su cuello mis manos, –atenazando su nuca con dulzura bajo mis dedos– descansando de medio lado, finalmente mi cabeza en su hombro.

…«Quiero aprender a olvidar y tú eres la única que puede arrancarme del alma esos recuerdos que tanto duelen»…

— ¿Me permites? —Le pregunto a Mariana y como no se niega, alargo mis brazos hasta rodear su cintura y apoyo con firmeza mis manos abiertas sobre la frontera entre su espalda y el comienzo de sus nalgas, sintiendo de nuevo aquel olvidado pánico escénico de nuestra primera vez bailando amacizados, aquí en mi pecho.

…«Y tú eres la que puedes pintar de mil colores, mi mundo en blanco y negro, borrar mis decepciones»…

—Camilo, mi vida. No necesitas pedir mi permiso para tomar lo que es tuyo y no me molesta que lo hagas, ya que me haces nuevamente feliz. ¡De hecho, no te imaginas cuanto lo añoré y supliqué al todopoderoso! —Le respondo sin despegar mi mejilla de su pecho, escuchando con claridad los latidos acelerados de su corazón, y logro de manera furtiva, que mi pierna derecha se acomode hogareña entre las suyas.

…«Y tú eres la que puede arrancarme los años para ser siempre joven y estar siempre a tu lado»…

—Para ser completamente sincero, también extrañaba bailar de esta manera. ¡Ejem, ejem! Será difícil, Melissa... Desacostumbrarnos. ¿No lo crees? —Carraspeo un poco, –pues de improviso se atoran en mi garganta las palabras antes de ser pronunciadas– y le pregunto presionando con mis dedos su columna lumbar, mientras damos una media vuelta sin precepitud, flexionando levemente nuestras piernas.

…«Por tantos años viví en mil amores, viví equivocado.

Pretendía encontrar una rosa en el árbol caído

Y por eso casi me caigo al final del abismo»…

— ¿Por qué te demoraste tanto en el baño? ¿Te encuentras bien? —Le pregunto sin despegar mi cabeza de su hombro, girando feliz a su lado con mis ojos cerrados.

…«Pero tus ojos con una mirada del fin me sacaron

Y tú eres la que puede pintar con mil colores

Mi mundo a blanco y negro, borrar mis decepciones»…

—Es que tenía retenida una larga inspiración. ¡Jajaja!—Le respondo bromeando y sonriente, aunque ella no se percate de ello, ni de las miradas envidiosas de los tres hombres que la deseaban, al seguir Mariana con su cabeza recostada sobre mí pecho.

—Ya veo. ¡Espera!... Camilo… ¿No me dirás que por recordar todo aquello te dieron ganas de…? —Y me separo ligeramente antes de que me responda, para darle una rápida mirada insinuándole mis sospechas, pero a la vez, con una sonrisa de complicidad perfilada en mis labios.

— ¡Jajaja! Ya quisiera y brincos diera, Melissa. Pero no. Tampoco era para tanto. Digamos que solo terminé por recordar lo sucedido y lo que dejaste pendiente, mientras evacuaba la vejiga. Fue una velada insospechada y la manera feroz de tener sexo la hizo diferente. Estábamos completamente desatados y explorándonos libres como si recién nos encontráramos. Sin el problema de acallar nuestros gritos y atar los gemidos con nuestras lenguas, por el temor de despertar a Mateo. Estuviste muy ardiente, a pesar de que te sintieras enojada por no intentarlo más, y que yo abandonara la idea de darte finalmente por el culito.

…«Asegúrame Jesús, que después de mí,

No habrá otro que la bese.

Y te prometo que siempre voy a quererla,

Hasta el día de mi muerte. »

—Sí, mi… ¡Mi vida! La verdad es que fue espectacular todo lo que hicimos. Mis ganas y tu paciencia, mi oculta fantasía a medias realizada, con mi entrega postergada por… ¡Enésima vez! Y sin embargo, tu paciencia y el esmero con la que me llevaste a expresar, –con mis pulmones inspirando placenteras sensaciones– cada uno de mis orgasmos, encadenando los guturales quejidos con mis roncos gritos exhalados, aprovechando la tranquila intimidad que con su ausencia, me había otorgado mi bebé.

El acordeón continúa silbando melodías y Kaleth repitiendo versos, pero mi esposo se queda inmóvil, para luego apartarse un paso hacia atrás de improviso. Desamparada sin entenderlo, en cámara lenta mi mano es liberada de sus dedos y mi cintura nuevamente se halla huérfana del reconfortante apremio de su palma.

Lo miro intrigada y a pesar de que levanta con rapidez la cabeza, alcanzo a observar en su cara una mueca de disgusto, un gesto de ira o de asco, que ya he visto antes. Y en sus ojos al cerrarlos con fuerza, un poco de humedad que al parecer desea huir por las esquinas de sus parpados ya arrugados. ¿Va a llorar? ¿Por qué? ¡No sé qué pasa! ¿Qué hice o que dije?

***

Dos palabras, tan comunes como corrientes, pero que al volver a escucharlas de su boca han hecho clic, entrando primero por mis oídos al cerebro y posteriormente han producido un profundo crac en mi alma. Se produjo una chispa, provocando un corto circuito mental y una nerviosa contracción muscular en mi maxilar inferior. La festiva actualidad se ausenta y en su lugar, se presenta el amargado pasado.

Una inflexión posesiva de un sustantivo masculino, ajeno para mí, exclusivamente suyo… ¡Para su amante! Ni mi hijo era «su bebé», –aunque lo es– y mucho menos cariñosa alguna vez, se refirió a mí con ese apelativo. Yo era «su vida» al compartir nuestros días. Y me llamó también por años «su cielo» aun si como ahora, nos anochecía.

Era igualmente cotidiano que fuera «su amor», cuando requería un favor especial para abrir la tapa de un frasco rebelde, o entregarle de un elevado estante, algo para ella inalcanzable. Así mismo me gritaba «cariño», para llamar mi atención delante de mucha gente, diferenciándome amorosamente del resto de las personas en los atestados almacenes de los centros comerciales.

Pero eso cambió paulatinamente, –sin prestarle yo la debida atención– unos meses después de que alcanzara con su dedicación, los éxitos comerciales que pretendió al comienzo de todo este maldito melodrama, y que yo fuera quedando relegado de sus celebraciones por las ventas, como al margen de su compañía bastantes fines de semana, dedicada ella como yo, a nuestro trabajo.

Y al pedir de vez en cuando, pequeñas aclaraciones por sus tardanzas, fui rebautizado por ella con un cuarteto de consonantes y una agrupación de vocales intercaladas. Entre risitas melosas, guiños picaros de su ojo derecho y uno que otro cariñoso codazo en mi costado, como… ¡«Su bobito»! Dos palabras y ocho letras. ¡Mi epitafio!

Elevo mi rostro para evitar que la humedad en mis ojos, se acumule en mis párpados inferiores y se me desborde. Mi vista algo impedida por lágrimas, se enfoca en una polvorienta y gris telaraña extendida, –semi escondida entre una viga y el cable de corriente que alimenta el ventilador central– dejando de importarme el estruendo musical y también su cercana compañía. De igual manera que no caigo en cuenta, de que el tacto cálido de su mano se disipa entre mis dedos.

***

— ¿Camilo?... ¿Qué te sucede?... ¿Qué pasó, mi cielo? —Me preocupo e intranquila le pregunto, pero mi marido no se inmuta, no me responde y continúa con su cabeza echada hacia atrás y con su mano derecha ocultando de mí, sus ojos.

¡Idiota! –Me regaño, atenazando mis lagrimales entre el índice y mi pulgar. – El dique de piel con el que pretendo contener mi llanto, está cediendo a la presión del desengaño justo por las esquinas, –al cerrarlos– y temo que rueden mejilla abajo, precipitándose al vacío sobre la frente de Mariana, revelándole lo que estoy reviviendo.

Se desenfoca el panorama, veo ya borrosos los risueños rostros de la gente y difuminadas sus danzantes figuras. Del reguero de banderas colgadas en la periferia ninguna ondea, pues no existe brisa que las menee, como a mí sí lo ha conseguido Mariana. ¡Sí! Bastaron dos palabras para explotar la delicada burbuja en la que me encontraba inmerso, despertándome del letargo mágico al que fui llevado por los bonitos recuerdos y este íntimo baile.

Lo dijo nuevamente, de manera tan automática como inocente. Acostumbrada por supuesto a referirse últimamente y de esa cariñosa manera a nuestro hijo, pero tan solo a comienzos de este año. Antes era «mi pequeño», «mí tesoro» y por supuesto… ¡«Mi príncipe»! Yo era el rey del hogar, Mariana mi eterna soberana y nuestro Mateo, el afortunado heredero. ¡Mi bebé! Dijo sin maldad. ¡Lo reconozco!

Pero qué puedo hacer si he recordado el desconcierto que produjo en mi razón, el enterarme de su traición precisamente con él, al leer en la quinta o sexta página del informe, –que con seguridad me entregaron por compasión– primero leyéndolo en sano juicio, solo dentro de mi 4x4 parqueado al frente de mi casa, sin atreverme a entrar. Y después vuelto a releer como para corroborar que no era una pesadilla, acompañando mi tragedia con varios tragos de vodka y no recuerdo cuantas cervezas, en un bar no muy lejos de casa. Luego la desilusión y la rabia, al dar un rápido vistazo a los coloreados fotogramas en la última parte del folder. Era ella, era él y… ¿Ella con otros?

—Dime algo por favor, Camilo. ¿Qué tienes? —Y como sigue sin responderme, le tomo por arriba de las muñecas, sujetándolo con fuerza, intentando de que reaccione y me miré, me hablé… ¡Me diga algo!

En medio de un llanto silencioso, sorbí las últimas gotas de mi copa antes de que el barman insistiera en solicitar para mí un taxi, ya que era hora de cerrar. Sin aceptar su ayuda, salí tropezando con sillas de madera y paredes rugosas hasta dar a la calle. Me arropé del frio con mi cazadora negra, el maletín de lona gris agarrado a dos manos para no perderlo y con el mi tragedia. Cargando en su interior con mi portátil y las ideas en planos digitalizados que no se verían concretados, las amargas noticias de su traición bien anilladas en el folder rojo y en el pequeño bolsillo interior, una USB plateada que hasta el momento, por temor a tener que aborrecerla, no me he atrevido aun a revisar su contenido.

No tenía donde ir, o sí. Pero no quería volver ni debía regresar en ese estado, no tanto por ella, sino para que mi pequeño no me viera transmutado en un hombre que no era y que por supuesto, nunca había visto. ¿Qué iba a decirle a Mateo? ¿Y cómo la iba a confrontar? Sentí temor de mí ira y de la reacción al verla. Me abrigó de repente un gran vacío de confianza en mí mismo. No entré y escapé. ¿Fui culpable? ¿En qué fallé? ¿Qué mierdas yo no le entregué? ¿A dónde voy ahora? ¿Dónde putas están los amigos cuando los necesito? ¡Sí es que los tengo!

Me cuestionaba, mientras caminaba por la iluminada avenida buscando recordar la ubicación del parking, tratando de mantener el equilibrio físico y mental, pero con el andar zigzagueante más el frio de la madrugada, me fui desestabilizando de la sensatez prometida a la persona que me entregó con tristeza la verdad sobre el engaño, mareándome de asco y repugnancia hacia la mujer que amaba.

Finalmente tropecé con un grupo de personas, pero me agarraron por la cintura evitando mi caída e intenté a esa persona agradecerle. — ¿Don Camilo? —Escuché con claridad esa voz y lo reconocí enseguida. ¡Qué afortunado encuentro!, pensé y le sonreí lo mejor que pude con mi abatida cara de borracho traicionado y mirando doble el panorama.

Pero al querer saludarlo no me salieron diáfanas ni separadas las palabras y vomité, –justamente sobre uno de mis pies y sus dos zapatos– todo lo que no me había comido pero si lo bebido. Y luego llorando como un hombre al que se le han esfumado los sueños en un tronar de dedos y deshecho la realidad de lo familiarmente construido, en un modesto desayunadero cercano eché también mis penas sobre él, mientras tomábamos un caldo de raíz «levantamuertos» para menguar el guayabo, despuntando la mañana del que sería un largo sábado.

***

— ¡Camilo por favor dime que sucede! ¿Qué te pasa, cielo? ¿Por qué estas llorando? —Angustiada y bastante trastornada, al verle así, le pregunto nuevamente. Camilo sin determinarme, ya no puede retener sus lágrimas. Descienden gruesas y sin cauces definidos ruedan unas por los laterales de su nariz y las otras rodean los pómulos hasta casi reunirse en el mentón. El dolor o la tristeza que está sintiendo ahora, me recuerda que soy la puta causa, el origen de su ruina, y me embarga la desazón, desatando tambien dentro de mí, nuevamente el temor a la tormenta.

Claramente y varias veces, estaban detalladas esas dos palabras en la transcripción de las conversaciones que Mariana en una amorosa complicidad, sostenía en un chat aparentemente privado con su amante. Desilusión, dolor y hasta repugnancia. Su «bebé» no era tan exclusivo para nuestro pequeño. Su «bebé» primordialmente, era para el hijueputa de Jose Ignacio.

Mis manos temblorosas se apoderan de sus mejillas, con la intención de que me sienta. Quiero que se entere de que sigo aquí, a su lado. Pero no duran mucho mis caricias palpando su piel mojada, pues se aparta estirando lo más posible su cuello y sin mirarme, voltea su rostro aspirando oxigeno de manera agitada. Me quedo con mis brazos elevados, las palmas abiertas abandonadas y la angustia por saber que le ha sucedido me sofoca. ¡Verlo así me parte el alma!

— ¡Nada! No me sucede nada. —Escuetamente le respondo y me giro dándole la espalda, con la intención de separarme de ella, tomar una gran bocanada de aire, necesaria para serenarme y no derrumbarme en frente de ella. Pero sí, si me pasa. A pesar de que prefiero ser cruel conmigo mismo y fingir que no me duele, que no me afecta, a pesar de sentirme tan destrozado. Pero me agarra y no me deja.

Lo tomo con fuerza a dos manos por los costados de la tela de su camisa, deteniendo las intenciones que tiene de retirarse. Y le pregunto nuevamente…

— ¿Qué dije, Camilo? ¡¿Porque te has puesto así conmigo?! —alzando tanto el tono de mi voz que estoy muy segura de que todos a nuestro alrededor han podido escucharme.

Finalmente me doy vuelta y la miro. Observo en su rostro la inquietud, su preocupación e intento moderar mi llanto, pero no puedo, sencillamente no puedo. Entre sofocos y temblores se lo digo.

— ¡Ehh!... Estoy bien. Es solo que… te… tenía la esperanza de que… De que todo esto que me pasó… De lo que nos ocurrió… Fuese una más de las tantas pesadillas que yo he tenido que soportar y que…

— ¿Qué de qué, mi vida? Haber… ¡Explícate por favor! —Con mi desesperación al alza, le pregunto animándole a continuar.

—Es que… ¡Jueputa!... Es que… ¡Fuiste suya, Melissa! ¡Maldita sea! —Le respondo hablando tan alto que sin masticarme las palabras, se las escupo en su cara con mi dolor y la rabia, como si fueran balas.

— ¿Suya? —Le respondo con urgencia, y aunque sé bien de cuál tema está hablándome, no capto en mi radar femenino, la ubicación exacta del momento. ¿Por qué ahora? ¿Y cuándo la cagué? No comprendo. Si estábamos los dos tan delicioso, bailando pegaditos como antes, sintiéndonos tan unidos como… ¡Casi siempre!

Seco mis mejillas con las mangas de la camisa, –he intento calmarme entre suspiros– a pesar de que ya no importa que me vea llorar. Ni ella, ni los demás que nos observan asombrados. Ya no me interesa hacerme el hombre valiente ante el mundo, el que no llora en el día, porque no le importa ni le duele y le resbala lo sucedido, pero que si me ha lastimado hondamente y solo lo dejo salir estando a solas y embriagado mientras oscurece.

— ¡Sí, Melissa! Fuiste suya, al tiempo que seguías conmigo y con tus engaños, aparentemente siendo solo para mí, tú eras… ¡Toda de él!... ¡Incompletamente mía! —le grito finalmente y no puedo dejar de llorar.

Mariana se amedrenta, me libera del agarre de sus manos y a la vez se muestra tan sorprendida como lo están las personas que boquiabiertas, también me han escuchado gritárselo. Abre lo más posible sus redondos ojos celestes, tanto como la muda «O» formada por los labios resecos de la boca, quizás con la intención de desmentirme, pero requiero soltarlo de una vez, así que la contengo, moviendo a la vez mis dedos índices frente a su cara, para que no musite ninguna palabra.

—Lo que aún no logro comprender y me molesta sobremanera, es cuando y como cambio para ti lo que al principio pensabas de él. ¡Qué putas ocurrió, Melissa! Qué carajos te hizo ese tipo para que… ¿Qué te dijo o que te dio? Por qué para ti, en un cerrar y abrir de ojos, ese malparido petulante pasó de ser un… ¿Cómo era que le decías? —E intentando imitar el tonito aniñado de su voz se lo recuerdo sin dudar.

—Ahhh si… «Un ridículo y despreciable macho presuntuoso». Para llegar con el pasar de pocos meses, a convertirse en tu…

Y dejé en suspenso la oración, mientras tomaba fuerza respirando agitado, a falta de las dos palabras que la finalizarían. Después de todo aún me jodía montones siquiera pensarlas, mucho más restregárselas a Mariana en su cara.

Respiré profundo, y asegurándome de mirarla fijamente a los ojos, con los míos aun vidriosos, finalmente la concluí, pendiente a su reacción.

— ¡Tu bebé!

***

¡Esa frase! Esas dos palabras me conducen inesperadamente al origen del desconocido momento y revelan la causa de su repentino alejamiento. No he querido herirlo ni lastimarlo. Fue más por la fuerza de la maldita costumbre que las dije.

—Qué… ¿Queee? —Sorprendida le contesto, mientras pienso en cómo responderle minimizando el daño. Pero… mi mente se queda en blanco, me estremezco y nerviosa empiezo a temblar súbitamente frente al dolor que observo y puedo percibir en Camilo, tiritando como el reflejo de la luna en una noche despejada sobre la superficie lejana del mar antes de que las olas mueran apacibles en sus playas, y sudo escalofríos. La manera en que me lo ha dicho y cómo se ha puesto, me revela que aún no lo supera y que mi traición la mantiene muy presente y detallada. ¡Cómo le han dolido esas dos palabras a Camilo!

Y como le duelen a él, me atormentan profundamente a mí también al verlo tan afectado, y le acompaño con mis lágrimas su llanto. ¿Cómo lo sabe? No lo sé. ¿Quién lo puso al tanto? Ni idea. ¿Sería Chacho cuando se enfrentaron?

Camilo me empuja con brusquedad y si, también con algo de fastidio para darse media vuelta. No puedo dejar que se vaya así para su esquina, y me abrazo con todas mis fuerzas a su cintura. Me arrastra uno, dos pasos. No soy peso suficiente para anclarlo pero se conmueve por algo y se detiene.

— ¡Perdón mi amor, perdón! —Le respondo por detrás a gritos, aprovechando el receso de este nuevo asalto, con mi frente bien apoyada en su espalda, como una lapa que se adhiere poderosamente a la roca donde sobrevive, yo en este caso lo hago a mi humano acomodo, o sea… ¡Bien aferrada a la tela rosa de su camisa!

¡Culpable! ¡Culpable! Finalmente me escucho recriminarme interiormente, asumiendo la más que obvia sentencia. Sin importarme el lugar ni mi entorno, me voy dejando caer lentamente, –recorriendo su posterior anatomía– apenas rozando mis manos por delante sus velludos muslos y deslizándose sin agarre por las huesudas rodillas.

En actitud suplicante, rendida a sus pies con la cabeza inclinada y mi mentón soportando el peso de mi conciencia sobre el inicio de mi pecho voy abarcando con la fragilidad de mis dedos, delicadamente sus tobillos desnudos, esposándolos para que no se me escape, pero sin apretarlos demasiado por si él desea huir.

— ¡Perdóname mi vida! ¡Por favor, por favor! Lo siento mí… ¡Amor! Tú eres mi amor, lo has sido y lo sigues siendo. Él… José Ignacio no lo fue, no lo es ni lo será. Yo… Yo tenía que llamarlo de alguna manera para… ¡Para que me creyera! —Le suplico agobiada y vencida por la verdad de su acusación, permaneciendo de rodillas sobre las losas frías, sin importarme que se me llene de polvo y mugre, el negro vestido.

***

¡¿Creerle?! La escucho decir a mi espalda, mientras la imagino tirada tras de mí en el suelo, encorvada, llorando y sufriendo. ¿Por qué y para qué?

Inconsolable y con mi llanto avergonzado, he formado sin pretenderlo, un geométrico polígono de lágrimas estrelladas, a unos pocos centímetros de las zapatillas nuevas de Camilo, y de la pequeña etiqueta verde pegada en uno de ellos, con el valor a cancelar escrito a mano alzada, en el borde posterior de la suela.

Con algo de fuerza separo mis pies de sus manos desplazándome baldosa y media hacia adelante, pero lo hago con cuidado de no lastimarla. ¡Maldita sea! No lo entiendo, pero algo dentro de mí me dice que tengo y que debo… ¡Yo necesito saberlo!

Al girarme la veo postrada ante mí, sin importarle lo que piensen o puedan comentar las personas a nuestro alrededor. ¡Me duele! Me causa mucha lastima verla así y me conmuevo. Otra grieta puedo sentir abriéndose camino en mi alma. Pero esta sensación es diferente, más profunda y quizá más ancha.

Y aunque ya he sufrido demasiado por culpa suya sin merecerlo, en esta ocasión el amor que me queda por Mariana y que visto lo visto, es bastante, es quien la ocasiona. ¡Amo a esta mujer! Por encima de todo y de todos, inclusive de mí aflicción. Por debajo en este instante quedan sus mentiras y sus engaños. Para mí en este momento su traición no se equipara a la pena de verla a ella padeciendo este dolor.

¡Yo soy el motivo, soy yo su gran tribulación! Y se me hace injusto pedir justicia, observando como sufre la mujer a quien tanto continúas amando. ¡Persiste dentro de mí! Mariana lo fue grabando al buril con dedicación y esmero, en cada capa, en cada tejido de mi corazón desde que la vi. Año tras año, caricia tras caricia, beso a beso.

Y este corazón lastimado se mantiene palpitando, adolorido claro que sí, pero amándola a pesar de que no quiera ni deba sentirlo. Es más fuerte que el rencor o la tristeza y yo… No puedo verla así, ni dejarla tirada a mis pies. Solidarios mis brazos se extienden, la buscan necesitados y la hallan bien acuclillada. Primero con mis manos acaricio nervioso sus cabellos sedosos por el sendero de la nuca hasta rozar las sienes con mis dedos y luego si, con algo de firmeza palpo la textura suave de los desnudos hombros y un suspiro generalizado escucho alrededor, alabando mi reacción.

Me doy cuenta de que ya no solo lloro por mí, lo hago tambien por ella y su tragedia. Me entristece verla así, llorando y suplicando con sinceridad por un perdón que yo… ¡Yo puedo dárselo! Si lo siento, claro está. Y no por compasión o altruismo. ¡Me juré no lastimarla! Le prometí no hacerla sufrir, nunca fallarle y estar siempre a su lado.

¿Acaso este no es el momento que estuve esperando? ¿El dulce sabor de la venganza? ¿Verla caída y escucharle suplicar, llorando de rodillas? Pues si es esta es la ocasión, me sabe amarga y no la quiero.

—No me hagas esto Melissa. No te quiero ver así. Ven, –le digo tomándola por debajo de sus brazos–. ¡Levántate por favor y deja de llorar! —Pero Mariana no reacciona como lo espero y mis palabras no consiguen alzar sus cincuenta y pico kilos de peso, y por el contrario vuelven sus manos a alcanzarme, esta vez tomándome por las pantorrillas.

—Perdón, perdón. Yo te amo Camilo. ¡Te amo, te amo! Perdóname vida mía. —Le sigo suplicando sin querer levantar aun mi rostro ni mi cuerpo por falta de fuerza o por la vergüenza que no me abandona. Puede ser igualmente por cobardía y el arrepentimiento que estoy sintiendo.

Hace fuerza y me jala para que me acerque y yo lo hago. Pero ella sigue arrodillada, con su cabeza gacha, agitada berreando. Me dice entre sollozos que me ama. Escucho con claridad cada letra vocalizada, cada sonido lastimero, suave y sentido. La percibo agotada y sincera. Me ruega que la perdone sin atreverse a mirarme, con su frente ahora apoyada sobre mi muslo derecho.

— ¡Lo… lo siento cielo! Yo… ¡Pufff! Yo te juro por la memoria de mi padre que me arrepiento de haberme metido con él, y… Y de haber hecho todo lo que hice a tus espaldas. ¡Perdóname mi amor! —Entre sollozos y suspiros, termino por decirle y caigo en cuenta de que no se escucha música ni la algarabía de antes.

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