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Infiel por mi culpa. Puta por obligación (30)

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Entre máscaras y disgustos.

Con decepción y mucha rabia, engatillo mí dedo índice contra el pulgar y como una bala disparo la colilla de mi cigarrillo hacia el mar, pero el juguetón viento que encabrita las olas, le impide llegar hasta el lugar que mi vista preveía devolviéndola hacía las rocas, estrellándola contra ellas, chisporroteando sus virutas encendidas, feneciendo ahogada.

A mi oreja derecha llegan inquebrantables los estertores de las olas al estrellarse contra el grueso muro de piedras del malecón, y entre tanto alcanzan al oído izquierdo, los no tan lejanos sonidos de muchas risas, multitud de voces y notas musicales de algún éxito regional mexicano que no puedo identificar. Pero… ¿Y Mariana?

Me doy la vuelta y observo como va descalzando las formas griegas de sus pies, dejando bien acomodadas sus doradas sandalias al costado derecho, cercanas a su bolso, lejanas al sombrero de paja y ala ancha que mantiene en su cabeza con una mano, temerosa de que se lo lleve la fuerte brisa que está soplando en estos instantes. Se sienta casi al final de la pasarela, arremangando la tela negra de su vestido hasta descubrir sus albas rodillas, dejando que sus piernas se descuelguen por el borde sin que sus pies alcancen a rozar el agua; y arrinconado entre sus carnosos labios, hacia la esquina donde su lunar negro pasa desapercibido, inclinado un poco permanece su cigarrillo blanco, recién encendido.

Tiene todos los tintes de una silenciosa pero gentil invitación. Con su silencio decide Mariana convidarme a que me acomode al lado suyo, para seguir enterándome de sus decisiones, recordando como por mi gusto, comenzó por crear entre los dos más de un disgusto.

—Con las chicas de la oficina, Diana, K-Mena y las del otro grupo de ventas, ya sabes, Carolina y doña Julia, junto a las dos muchachas que atendían en la recepción, —empieza a hablarme tan pronto me acomodo a su lado— aprovechábamos cualquier instante libre para planear la fiesta de entrega de regalos al amigo secreto a fin de mes, intercambiando ideas sobre cómo ir vestidas, indagándonos con quien asistiríamos, esposos, novios, amigos o solas, como obligatoriamente era mi caso. ¡Qué tipo de comida y bebidas deberíamos llevar para ofrecer! Y sobre todo, cuáles de nosotras se encargarían de «hacer la vaca» y recoger de cada uno de los que pretendieran asistir, la cuota y el valor que deberíamos reunir para comprar lo necesario. Encargamos finalmente a la señora Carmencita y a las chicas de recepción, para pasearse por los otros pisos de la constructora y hacer la invitación a la casa de José Ignacio y recaudar de paso los dineros.

—Tal vez debido a eso fue como logré ocultar mi malestar por haberte engañado nuevamente, y me concentré los siguientes días en finiquitar los otros negocios pendientes, visitando al gerente del banco que estaba a cargo de los estudios de crédito de mis clientes, y junto con otra asesora financiera, conseguí casi todas las aprobaciones, y me sentí feliz de hacerlo sin tener que agradecerle por su «asesoría», al hijo de puta de Eduardo. —Con dos dedos le entrecomillo la palabra a Camilo para aclarárselo, más en su rostro un gesto de sospecha y vacilación, en su frente arrugada, me obliga a ser más precisa.

—No te imagines cosas que no son, cielo. Sí, evidentemente yo le gustaba al gerente del banco y me aprovechaba de eso, aceptándole con sonrisas picaras sus piropos y halagos, más sin embargo, educadamente le rechazaba sus encubiertas invitaciones para vernos fuera de horario. Cada una de las ventas que realicé de esos apartamentos de interés social, los conseguí legítimamente. No tuve que ofrecerle más que mi simpatía y agradecerle con una invitación a la fiesta esa, en la casa de Nacho. —Mi esposo me observa con detenimiento y da como verídica mi respuesta.

—Me sentía feliz, no tanto por los reconocimientos o el dinero que ganaría con esos negocios, si no por poder observar los rostros de infinita alegría en aquellas humildes personas al saberse finalmente propietarias de un techo propio, sobre todo el de varias mujeres que eran cabezas de hogar, rebuscándose la vida para conseguirle a sus hijos un hogar más decente y bonito. Y es por ello que me sentiste más amorosa contigo y con nuestro hijo, aunque para mí todo estaba dentro de la familiar cotidianidad.

—Incluso aquel viernes a mitad de mes, antes de salir hacia el bar para nuestra respectiva reunión semanal, recibí la llamada del joven abogado aquel, alegrándome aún más la tarde. Me confirmaba aquella cita pendiente para negociar una de las casas tipo «C» del condominio en Peñalisa. Iría con su novia y futura esposa, su madre y con su padre, un alto magistrado de las cortes. De hecho casi que me suplicó que se lo atendiera muy bien pues todo el negocio dependía de él. —Camilo de manera similar a la mía se va acomodando en el borde del maderamen, separados tan solo por mis pertenencias.

Mi marido continúa con su mochila terciada al pecho, su camisa abierta por completo, ondulando la cadena de oro con la argolla matrimonial en el centro de sus pectorales, centelleante con cada movimiento, y su pierna izquierda oscilada hacía abajo, mientras dobla la derecha y apoya la suela de su zapatilla en el puro filo, con su antebrazo presionando la rodilla. Está pensando, y por su característica mirada, –al arquear su ceja izquierda y mermar el tamaño de su ojo derecho–, intuyo que quiere decirme algo, respira hondamente… ¡Y finalmente lo hace!

—Nunca fue mi intención imponer mi gusto ante tu forma de vestir, pero es que me había fijado en algunos cambios que a pesar de ser obligados por tu nuevo trabajo, en algunas ocasiones descuidadamente enseñabas un poco de más. Por tus gestos comprendí que te molestaba mi forma de observarte desaprobando tus nuevos looks, a pesar de que no me dijeras nada y así de a poco, fuiste dejando de consultarme si te veías bien para salir a la calle a cumplir alguna cita o sencillamente para asistir a la oficina. No era que pensara mal o sufriera de celos como tal, Mariana, sólo que me imaginaba a ese tumbalocas deseándote con lascivia por tu atractiva apariencia, desnudándote con su mirada obscena. ¡Me asqueaba al pensarlo!

—Y sin embargo terminábamos por discutir, disgustando en ocasiones por mi nuevo estilo de vestir, tan presumida e imprudente. Sí, lo recuerdo muy bien, cielo. No me entendías por qué lo hacía, y yo para nada comprendía tus aparentemente posesivos reclamos. « ¡Qué enseñas esto!» Colocando tu dedo índice en el centro del escote de mis blusas. « ¡Qué muestras aquello!» Indicándome con el gesto acusador de tus labios en punta, la «V» que se marcaba explícita entre mis piernas, con los leggins o mis jeans ajustados. Recuerdo con claridad tus palabras, y yo orgullosa, algo enojada es verdad, te respondía… ¿En serio, cielo? ¡Qué mamera! ¡Déjame decidir cómo creo que debo vestir! Lo lamento tanto mi vida. En verdad que me arrepiento tanto de haberme convertido en esa otra mujer. —Y tras aquellos recuerdos tan aciagos para los dos, dejo con calma y lentitud que se desborden desde mis párpados hacia mis pómulos, algunas lágrimas.

—Y luego vino aquel dichoso encuentro en el bar, –le sigo recordando a Mariana– unos días antes de aquel fin de mes. En mi caso y en el de Liz, invitados por Eduardo para inaugurar el dichoso Karaoke que allí habían instalado. Cuando ingresamos ya estabas con tus compañeros calentando las gargantas con Vodka y aguardiente, muy dispuestos todos para entonar sus canciones favoritas. No me habías comentado nada sobre la fiesta de cumpleaños en la casa del tumbalocas ese, sólo me había enterado por boca de los ingenieros y de Elizabeth, que a fin de mes celebrarían la entrega de regalos para el amigo secreto. ¿Por qué razón te lo callaste?

—Yo tampoco lo sabía. Fue Carlos el que lo mencionó esa noche mientras estrenábamos el karaoke, y a Diana junto con K-Mena, se les vino la idea de organizarle el cumpleaños esa misma noche con una fiesta de disfraces, aprovechando que José Ignacio cumpliría los veintiocho en la primera semana de octubre. ¡Pufff! Al enterarme pensé de inmediato en ti y en tu animadversión hacia él, por lo tanto decidí omitir esa parte. Al verte llegar a nuestra mesa, me cohibí demasiado, no sé si lo notaste, y pensé mejor en asistir sola a aquella fiesta y que tú te quedaras cuidando a Mateo, impidiendo nuevas confrontaciones con Nacho, y así evitar que sufrieras más humillaciones. Tampoco quería verte sufrir, teniéndome tan cerca pero sin poder estar tan juntos como tú y yo lo deseábamos. —Le respondo a mi esposo, mientras le doy una última calada a mi cigarrillo.

—Pues no parecía que estuvieras tan incómoda por la situación, pues junto a tus amigas, –algo ya achispadas por el alcohol– las tres cantaban a pleno pulmón las canciones de Ana Gabriel y Rocío Durcal. Sobre todo aquella que cuenta la historia de un par de amigos ante los demás, pero amantes en la clandestinidad, y aceptando de buen grado que el brazo de ese playboy de playa se acomodara confianzudo y pesado sobre tus hombros con la jarra de su cerveza en la otra mano, chocando tu copa de aguardiente, brindando con un gesto de complicidad. —Le hago la acotación a Mariana, mientras ella callada y pensativa, termina su cigarrillo y ladeando su torso lanza la colilla hacia las salpicadas rocas que tenemos a nuestras espaldas.

—No estaba cantando para él, aunque por como ahora lo dices, entiendo por qué esa noche viste algo que parecía ser y por ello malgeniado, rehusaste hacerme el amor. ¡Pensaste que lo hacía dedicándosela a él! Pero no fue así. Esa canción nos sale únicamente a los dos, mi vida. Estúpida y obligadamente trabajando separados en esa constructora, y tan deseadamente juntos, amándonos tras las intimas paredes de nuestro hogar. Era en ti en quien pensaba al cantar con los ojos cerrados, creyendo que lo habías captado a la primera, pues por el rabillo del ojo vi como sonreías y después, fugazmente me guiñaste un ojo.

—Esa sonrisa en mi rostro, solo era una mascarada para disimular mis no tan infundadas sospechas sobre la relación existente entre tú y ese Don Juan de vereda. Además porque ustedes tres desafinaban bastante y Elizabeth a mi oído, también me ofrecía jocosa su opinión. Debía aparentar como siempre. Lo que hicieras o dejaras de hacer, siendo supuestamente ajena, me debía importar un carajo. Pero entonces si no querías que fuera a esa fiesta, ¿Por qué me enviaste ese mensaje? —Y al preguntarle, –antes de responderme– a Mariana se le vuela su sombrero, pero con agilidad estiro mi brazo y logro atrapárselo antes de que caiga a las oscuras aguas.

—Gracias, cielo. ¡Como siempre tú, tan pendiente de mis cosas! —Cariñosa le agradezco, al recibir de sus manos nuevamente mi sombrero de paja, y lo dejo a mi lado para que no pueda volar de nuevo, y en el extremo del ala coloco encima una de mis sandalias y me apresto a responderle.

—Si lo recuerdas tan bien como yo, aburridos ya de cantar y «hacer el oso», nos fuimos a bailar a la pista cuando colocaron un mix de salsa, reguetón, bachata y vallenatos. A pesar de sentirme algo mareada al mezclar aguardiente con vodka, mantuve la distancia con José Ignacio, y me enfadé al escucharle hablar como de costumbre, de manera displicente y ofensiva sobre ti, tras una pregunta de Diana.

— ¿Qué dijo sobre mí? ¿Qué le preguntó ella?

—Estábamos hablando de su fiesta de cumpleaños y Diana reparó en ti…

— ¿Y vas a invitarlos a ellos también, Nachito? —Le hizo la consulta Diana, señalándote con sus labios estirados, mientras que hablabas calmadamente con Elizabeth, sentados muy cerca al extremo de la mesa.

—A ella quizás sí, –le respondió mirándola de reojo– aunque sea una frígida de mierda y fuera de eso, una putica presumida por el abolengo de sus apellidos. Pero su esposo me cae muy bien, y de paso como canta bien los vallenatos de Diomedes, puede que le pida que me lleve una serenata de regalo. ¡Jajaja! —Carcajeándose estrepitosamente, contestó a todo volumen, como era lo usual en él con sus apuntes hirientes.

—Y al arquitecto… ¿Entonces no? —Volvió a cuestionarle Diana y Cha… Nacho se llevó la mano derecha a la nuca, friccionándosela mientras se lo pensaba.

— ¡Es una lástima que esté casado y sea más fiel que perro de taller de autos, con lo papacito rico que está! Yo me lo rumbearía toda la noche si se deja, antes de que se madure mucho y se «apiche» ¡Jajaja! —Concluyó Diana, haciendo reír a todos los que estaban cerca de ella, contigo y tu asistente ajenos a estas mofas. Y yo por supuesto sonreí con amplitud disimulando mi incomodidad, pues me sentí de repente cabreada con él y celosa con Diana, pero no por mucho, pues José Ignacio finalmente intervino otorgándonos su veredicto.

— ¡A ese güevón no me dan ganas de invitarlo! Pero si quiere ir pues que vaya y me presente a su mujercita, para ver que tan buen gusto tiene esa mujer cuando me conozca. Si va me importa un culo, aunque me caiga como una patada en las guevas, y además ¡Mírenlo! Siempre tan prudente, tan desaliñado y seriecito. Parece la imagen viva de un martirizado santo. ¡Además ese maricon no toma nada, ni siquiera el tiempo! —Y volvió a reírse, en esa ocasión secundado únicamente por las carcajadas de Carlos, pues ni Diana, K-Mena o yo, lo hicimos.

—El marica ese se vanagloria de tener un matrimonio perfecto y feliz, pero eso debe ser solo un video que mantiene metido en su cabeza, porque apenas escucha el pitidito del móvil, se esconde de nosotros para hablar bajito y luego salir disparado para meterse debajo de las enaguas de su esposa. Esa mujer lo tiene bien amaestrado, como un cachorrito regañado. Y quien sabe cómo sea para bailar. ¡Debe moverse más un ojo de vidrio que ese tipo! Jajaja. No lo sé, Dianuchis, si quieres perder tu tiempo intentando rumbeártelo, alla tú. ¡Te deseo suerte con eso! —Terminó por responderle, y yo bastante molesta, de inmediato tomé mi teléfono para enviarte un mensaje, pidiéndote que por favor para la próxima canción, sin importar el género, me invitaras a bailar.

— ¡Y lo hice! Bailé contigo qué… ¿Dos o tres temas de salsa? No recuerdo cuantas pero me alegré por ese mensaje al poder tenerte un poco más cerca, y bailamos rico, no tan pegados como quería por guardar las apariencias, y sin embargo al estar apartados de ellos, no me dijiste nada. —Le comento a Mariana, que nerviosa, no hace más que darle vueltas y vueltas a su alianza matrimonial, sin desviar hacía mí el profundo azul topacio de su mirada.

—Las miradas cielo. Podría estar un poquito entonada por los tragos pero aún estaba muy lucida para darme cuenta de que varios pares de ojos nos miraban. Y sí, con nuestra manera de bailar despejaste las dudas que José Ignacio había hecho caer sobre ti. ¡Y eso me encantó! Sin embargo también llamaste la atención de Diana, que se obsesiono contigo, prometiendo delante de todos que en la fiesta, a como diera lugar, ella te iba a rumbear.

— ¡Debiste mandarlo a la mierda! Con discreción por supuesto, así hubiéramos evitado los disgustos que tuvimos luego por culpa de esos disfraces que elegiste. —Con amargura al recordarlo le hago el comentario y ella quedamente sollozando, agacha la cabeza.

—Sí, claro que recuerdo bien que discutimos, y no precisamente por nuestros vestuarios, aunque sí, en efecto eso también incidió para que me comportara contigo de la forma en que lo hice en esa fiesta. Pero fueron más tus desmedidos celos los principales causantes de nuestro distanciamiento, al ver como el disfraz que preferí inicialmente para mí, según tu criterio, me hacía ver demasiado vulgar y llamativa. Pero esa mueca tuya de disgusto, tan sorprendido al verme, más esa mirada tuya tan acusadora como si fueras juez de la Santa Inquisición, me ofendió mucho.

—No pretendí ni burlarme o ridiculizarte con el disfraz de Pedro Picapiedra que elegí para ti. Sencillamente creí que te verías más gracioso y jovial, rompiendo con la presunción generalizada de que eras un tipo amargado y aburrido. Además que así disfrazado, con esa falsa barriguita de espuma, le parecerías menos atractivo a las demás mujeres que asistieran a la fiesta, sobre todo a Diana que tan encaprichada estaba contigo. Y en mi caso al verme con aquel disfraz de Gatubela, me haría lucir provocadora y más atractiva ante todos los invitados, incluido tú.

—Y a pesar de enojarme contigo por la manera en que me miraste, comprendí muy tarde que tenías razón, pues me quedaba tan ajustado, que se me marcaba vulgarmente la vulva y por eso salí corriendo de la casa, sin despedirme de Mateo ni de ti, pensando cual otro disfraz podría funcionar para mí y que no revelara las formas de mi cuerpo, con la finalidad de no acrecentar tu malestar ni tus crecientes celos.

De pronto rota su cabeza para fijar sus ojos en los míos, dejándome observar su rostro afligido, encuadrado bajo ese corte de cabello nuevo que le hace ver tan juvenil, pero a la vez le confiere un aire a mujer más arriesgada, mucho más decidida; me apenan sus ojos azules tan tristes y aguados como el mar que nos acompaña a esta hora, con el rítmico sonido de las olas abatiéndose sin cesar, dóciles al arribar a la playa, mientras agonizan sobre los infinitos gránulos de arena, para renacer posteriormente en otra onda que intenta devolverse, encaramándose encima de la siguiente y así alejarse de la espuma, –me da la impresión– lográndolo tan solo a medias.

— ¡Lo que se permite, se repite! —Escucho a Mariana hablar de repente sin voltear a mirarme, y sin dejarme preguntar a qué se refiere, continua rememorando aquellas fechas pasadas.

—Los días previos a la fiesta, por culpa de K-Mena que se mostraba muy interesada en estar al lado de José Ignacio por cualquier motivo en Peñalisa, hizo que me mantuviera más pendiente de ella y que tuviera que acompañarlos a todas partes para no descuidarla. Por lo tanto nuestra relación se hizo más apegada y cercana, aunque no tanto como lo has imaginado. Algunos comentarios sueltos alabando el bronceado de mis piernas e igualmente me piropeó lo sedoso y brillante que tenía mi cabello, –recogido con una trenza ahuecada al estilo alemán que Naty se había empeñado en hacerme la noche anterior– pasando sin permiso su mano desde la coronilla hasta la punta, aprovechando de paso, jalar y soltarme a traición la tira posterior de mi sostén, pero por lo demás, sencillamente hablamos de los negocios que yo había conseguido y que por lo visto me harían superarlo en la tabla de vendedores del grupo.

—También tratamos el tema de K-Mena, a espaldas de ella, pues había cambiado bastante con su novio, mostrándose caprichosa y distante. Sergio le pedía a diario consejos a José Ignacio, mientras que a mí me llamaba a la oficina para preguntarme si sabía que era lo que le estaba pasando. Me sentí mal con él y obviamente le prometí que hablaría con ella e intentaría averiguar por su cambio de actitud. Pero como sabes, yo era la culpable.

Mariana suspira y lleva enroscados sus dedos índices hasta su par de llorosos cielos, para frotarlos contra los párpados oprimidos y limpiarse la humedad que fluye de sus lagrimales. Toma de su cajetilla un nuevo cigarrillo y lo mantiene presionado por sus dientes blancos, con la boca entre abierta sin encenderlo, balanceándolo tembloroso de arriba para abajo, justo a pocos milímetros del lunar que continúa atrapándome en la telaraña de esa sensualidad que descubrí al primer beso, ubicado en una esquina de su labio inferior.

—Comencé por reírme de manera farsante con sus bromas pesadas, para terminar confabulándome junto a él, al hacerles chistes y chanzas a los demás. Le acepté su «chambonería», su falta de respeto y de tacto al expresar sus pareceres, aunque luego acercándome a su oído, sin altanería lo recriminaba y reprendía como si de un niño pequeño se tratara. Luego permití que me abrazara ante cualquier insignificante circunstancia por mínima que fuera cuando no estaba ningún conocido cerca, a pesar de sentirme por mil ojos observada.

—Soporté su majadería y juegos de niño malcriado, al dejarle revolcar mis cabellos, deshaciendo mi esmerado peinado enfrente de Diana, K-Mena y Carlos. Y por la espalda sin que nadie lo advirtiera, cenando delante de mucha gente en el restaurante, ágil desabrochaba mi brassier. Una fulminante mirada se ganó, acompañada de un pellizco en su costado, que le dolió porque gritó, y sin embargo para calmar mi molestia, posteriormente consentí que con carita de cordero degollado, me besara con precipitada efusividad, humectando con su saliva mi mejilla.

— ¿Y tienes el descaro de decirme que entre ustedes dos no habían pasado cosas antes de esa dichosa fiesta de cumpleaños?

— ¡No llegamos hasta donde tú crees que lo hicimos! Pero sí, lo sé. Consentí demasiadas cosas, a sabiendas que con esas pequeñas licencias, José Ignacio buscaría obligarme a que tomara un atajo desviándome del camino de la fidelidad, y luego yo vendara la claridad de mi consciencia, como otra de sus amantes casadas, para que él se ilusionara pensando que muy pronto terminaríamos compartiendo en su habitación y con mañita a escondidas de los demás, nuestras pieles desvestidas, disfrutando de nuevos aromas y placeres, sudores y fluidos diferentes, caricias y gemidos desconocidos en una cama distinta a la acostumbrada. Yo solo quería que a fuerza de esos pequeños roces y contactos, él se apartara de K-Mena y que me extrañara por la noche, ya que en el dia me encargaría personalmente a que se acostumbrara a echarme en falta y deseara buscarme.

—Pensé convertirme en su única necesidad, seduciéndolo lentamente, sin entregarme por completo; hacerlo de manera persistente y disimulada, como si fuese yo la droga requerida por él en sus mañanas, más buscada que su enrollada dosis de marihuana. Pero me involucré demasiado en mi papel, tanto que sin darme cuenta, presionada con el otro tema de Eduardo y el dale que dale de K-mena con su impertinente idea de acostarse de nuevo conmigo o finalmente mamárselo a él para no llegar tan «biche» a su matrimonio, me vi en la imperiosa necesidad de enviciarme junto a él, a escondidas tuyas y de todo el mundo, viviendo en una complicada tríada.

— ¡La amada esposa que te traicionaba! ¡La deseada amante para él pero para mí, lo pretendía fiel! ¡Y la puta sometida para Eduardo, buscando desesperada una salida! Yo… Mi cielo, lo lamento tanto en verdad. ¡Estúpidamente me metí solita en un atolladero!

—Y puede ser que lo lamentes aún más, Mariana. Porque colócate en mi situación ahora. En estos momentos en que tú y yo seguimos siendo lo que por tu infidelidad no deberíamos ser, y a pesar de que los dos sabemos perfectamente lo que seguimos sintiendo el uno por el otro, con solo decirte que te perdono y que intentaré olvidar lo que hasta ahora conozco, excluyendo lo que aún te estas guardando, tú y yo no podríamos volver a ser, como fuimos antes de todo esto.

—Ahora que has venido hasta aquí y que tú quieres obtener algo de mí, Mariana, yo no veo tan claro como seguiremos siendo. Tampoco sé si podré olvidarlo en mis sueños por las noches, y en los días siguientes, volver a confiar en la mujer que anteriormente creía correcta para mí vida. No tengo idea de si podré vivir tranquilo junto a aquella persona que actuando equivocada o presionada, destruyó mi pasado mundo con sus mentiras casi tan perfectas. ¡Creí que eras y que estabas! Ahora dudo en volver a ser o estar para ti y vivir al lado de la mujer soñada que logró, apartándome con un simple golpe en mi pecho, que la amara para toda mi vida.

—El tiempo con seguridad sanará los destrozos causados por mi infidelidad. Pero ambos al mirarnos desde que regresé, tú y yo tan destrozados por lo que te he ocultado, reconocemos que nos seguimos amando, a pesar de que aún no ceso de hacerte sufrir. Guardo la esperanza de obtener tu perdón, a pesar de que…

— ¿Me falta por saber mucho? —Le pregunto, más ella no me contesta con un sí de inmediato, si no que decide darle vida con su mechero al cigarrillo y apartarse el cabello de su oreja derecha para mirarme y expulsar tras de una humareda, sus siguientes dolorosas palabras.

—Al anochecer, en un extremo de la piscina del hotel, K-Mena, él y yo jugábamos a hundirnos y salpicarnos, alejados de los demás que se dedicaban a beber cerveza y cocteles sentados en una mesa. Era un hecho observable en su mirada traviesa que pretendía conmigo algo. Medible sensorialmente al rozarme con sus dedos, la desnudez salpicada de gotitas cristalinas en los hombros, la parte baja de mi espalda y la cintura, pretendiendo no querer hacerlo. Cuantificables sus intentos al querer palparme las nalgas y toquetear disimuladamente mis bubis, juguetón e irrespetuoso como siempre, pero es cierto que a pesar de intentarlo una y otra vez, no me parecía que fuese tan cansón y me di cuenta que aquello me divertía.

—En medio de nuestras risas, K-Mena se sintió aislada, y aburrida se salió del agua afirmando estar cansada y nos dejó solos. Yo le apartaba aquella mano juguetona y se la sujetaba con todas mis fuerzas, pero me empujó hacia atrás con la otra, y utilizó la poca iluminación de una de las esquinas de la piscina, pidiéndome un beso. Me reí y me negué primero. Insistió una segunda vez acercándose más hasta rodearme con sus brazos por la cintura, presionando su abdomen contra el mío y mis tetas contra su pecho. Con esa sonrisa malcriada me rogó por tercera vez que le diera un beso, hasta que se lo permití una vez, cerrando mis ojos y sin abrir los labios, sin hacerle mala cara ni armarle bronca después. Y cuando una mujer empieza a conceder pues…

—En un descuido pude sentir las yemas de sus dedos acariciando mi cuello, electrificando mis terminaciones nerviosas, erizando los poros de mi piel, corneando mis pezones la fina tela de mi sostén, y aguijoneando mi inicial intransigencia, tal cual lo haría una puñalada en mis costillas, para doblegarme. O dos, si cuento como la misma mano sin detenerse, exploró la planicie tersa de mi mandíbula hasta mi redondeado mentón, y sus dedos con descaro se pasearon por el contorno de mis labios aceitados todavía por el «gloss» que estaba usando, mientras decidido y mirándome coqueto con sus ojos avellanas, intentaba seducirme para llevarme a la cama de su habitación.

Camilo justificadamente se descompone, molesto y herido en su masculino ego al escucharme. Pliega los párpados, los oprime con fuerza y echa la cabeza hacia atrás, al igual que lo hacen sus brazos formando un triángulo escaleno entre ellos, –al apoyar sus manos sobre el tablado– el piso de madera y con su espalda como prolongada arista. Respira agitado, más no hay rastros de llanto en sus mejillas, por lo tanto prosigo martirizándolo con mis verdades, las que precisa conocer.

—Uno solo y fue un simple roce. Pero apenas sentí la presión de los suyos y percibí su intención de querer traspasar con su lengua mis labios cerrados, lo aparté con decisión empujando su vientre con mis piernas, y nadé hasta llegar a las escalinatas, para buscar en la silla mis pantaloncitos cortos y la abandonada toalla blanca. Envuelta en ella me acerqué hasta donde estaban Carlos y Diana, decidida a terminar mi cerveza y fumarme un cigarrillo. Al acabar de hacerlo me fui hasta las duchas para enjuagarme el cuerpo y retirarme un poco el olor a cloro de la piel y mis cabellos, y sin darme cuenta hasta allí llegó silencioso, abrazándome por detrás, diciéndome que no era suficiente para él, girándome con brusquedad para intentar besarme nuevamente.

—Histérica y enojada, bien recostada contra la pared, le dije que no insistiera, que me soltara y dejara de molestarme con esa obsesión suya, pero a una mujer «emberracada» como yo lo estaba, no la calman fácilmente con palabras o promesas y se le hace callar de otra manera. —Camilo abatido por mi narración, termina por dejar caer su espalda contra el tablado, escarbando con dos dedos entre su cajetilla, necesitado de aspirar, la nicotina y el alquitrán de uno de sus rubios.

—Introdujo con esfuerzo y rapidez, –continuo recordando– su mano bajo la cremallera abierta de mis shorts y con brusquedad sus dedos recorrieron el surco de mi vulva por encima de la braga del bikini, procurando con su muslo derecho forzarme a abrir más las piernas para facilitarle aquel asalto. Intenté separarme, te lo juro, pero mi rebeldía tan solo enardeció sus ánimos y con ello conseguí que su otra mano tomara con fortaleza posesión de mi cuello, apretando sus dedos alrededor de mi garganta, dificultando mi respiración. Aflojé entonces la tensión en mis muslos y él aprovechó la ocasión para correr hacia un lado el elástico de la tanga y hundir en mi interior un poco, dos de sus dedos; creería que utilizó las primeras dos falanges pero con rudeza de una sola vez. ¡Me lastimó! Y mientras me hallaba casi sin aire, ultrajada y ya vencida ante la fricción que sentía en las paredes poco lubricadas de mi interior, cerré los ojos por el ardor y la molestia que me causaba, y abrí la boca urgida de aspirar más oxígeno. Fue entonces que aprovechó para meterme su lengua, apoyándola sobre la mía, explorando con su punta todo mi paladar.

—Abrí mis ojos y reaccioné. Cerré mis dientes sobre ella, ejerciendo la presión suficiente para escuchar su ahogado quejido. Aflojó primero la presión de sus dedos alrededor de mi cuello y luego retiró afanado la mano de mi entrepierna. Me miró asustado y esa vez fue la primera que mi mano, esta… ¡Esta, jueputa sea! –se toma con rabia la zurda abarcándola con su diestra a la altura de la muñeca– alcanzó su verga tiesa, por encima de su pantaloneta y recorrió su extensión hasta bien abajo. Le apreté con todas mis fuerzas sus bolas, liberándole la lengua, escuchándolo gemir de dolor y doblegarse ante mí, solicitando compasión y mientras tanto yo al verlo así, sentí un raro placer y un símil orgásmico al escucharle de rodillas pedirme perdón.

Observo la hora en mi reloj. Ya casi son las tres. Los leños consumidos de una de las fogatas apenas si alumbran. En la otra apenas veo resplandecer un poco sus brasas y tanto el grupo de Verónica y los otros amigos, ya recogen sus bártulos y asean el lugar. A mí se me están entumiendo las nalgas de estar sentado sobre estas duras tablas, quizás a Mariana le suceda igual así que le pregunto...

— ¿Vamos por un cafecito para calentar las entrañas?

— ¡Wow! No me lo vas a creer, pero estaba pensando en lo mismo. Además siento que se me está borrando la raya del culo. ¡Oops! Perdóname la expresión tan vulgar. —Le respondo a mi marido pero para subsanarlo, le coloco mi cara de niña consentida, la que le gusta tanto.

Caballeroso me ayuda a levantar. Tomo mi bolso y el sombrero, calzo mis pies con las sandalias apoyándome en su antebrazo y regresamos lado a lado caminando hasta el extremo de la pasarela, levantando Camilo su brazo izquierdo y agitando en el aire su mano para despedirse de la chica rubia, que se marcha sin conseguir rumbearse a mí marido.

—Humm… ¿Y a esta hora donde conseguiremos tomarnos ese tintico? —Le pregunto a Camilo.

—Pues miremos si allí al frente del Ministerio de Finanzas, encontramos abierto todavía algún local. —Le respondo ya casi llegando a la esquina del malecón, para tomar a la izquierda el último tramo y caminar por la playa para cruzar el desierto parqueadero.

—Y si no, pues nos lo tomamos en mi hotel. ¡Si te parece claro está!

Levanto los hombros y mis ojos exploran a la distancia las luces multicolores, los movimientos de uno que otro vehículo, y el transitar de las personas. En el bar de la esquina, en el primer piso de los aparta suites no creo hallar la deseada cafeína, pero si más dosis de alcohol.

— ¿Y estamos lejos? —Termino por preguntarle.

— ¿De mi hotel? No cielo, tan solo a unas cuadras de distancia. Puede que el Viejo Holandés aun permanezca abierto. ¿Vamos? —Le consulto y Camilo asiente y en seguida retoma nuestra conversación en el punto que más le afana.

—Pensaba que mi placer y el tuyo, eran exclusivos de la intimidad de los variados espacios de nuestro hogar, cuando nos buscábamos para tener sexo. En la sala los dos desnudos a la madrugada, enardeciendo nuestra piel con cada pieza de ropa retirada, recibiendo en ellas ya desvestidas, el calor que emanaba de las brasas de la chimenea. O en la cocina, recostando entregada tu torso contra el frio mesón de granito, y tus brazos deseosos de acariciarme, echados hacia atrás con tus manos de revés abarcando mi cintura, para terminar clavándome esas uñas postizas en mis nalgas, cada vez que emocionado y empinado, hasta el fondo con mi verga tiesa te penetraba. —En el rostro de Mariana se vislumbra la bonita emoción por mis recuerdos y sonríe con ojos y boca.

—Igualmente lo hicimos en el cuarto de ropas un domingo por la mañana, cuando despertaba sin hallarte a mi lado y sin mucho más por hacer al desperezarme e ir a buscarte, arremetí contra tu retaguardia y sentándote obligada, sobre la máquina de lavar en pleno ciclo de centrifugado, –entre mi esfuerzo por bajarte tus calzones y tus risas pidiendo una falsa tregua– con dos dedos inmolándose dentro de tu vagina con deseo excedido, y mi boca absorbiendo los flujos de tu vulva, lapidando con pequeños lengüetazos tu henchido y desenvainado botoncito rosado, convulsionada te desparramabas ante mis ojos, muriendo dichosa, disfrutando tu placer.

—Nuestra alcoba era para otras hazañas más románticas y pausadas, –continúo recordándole, mientras me atoro un poco al aspirar muy deprisa– para prácticas más sentimentales o sacramentales. Nuestro templo para igualmente amarnos pero más delicado y con mayor ternura, sin abrir tanto la boca para que al gemir, no despertáramos a nuestro hijo. El campo de mil batallas sin un claro ganador, pero como lo creí siempre, felices los dos al vernos victoriosos o derrotados por turnos, tu y yo siempre satisfechos. Sí, Mariana. Nuestra cama la dejamos siempre para hacernos… ¿Cuántas veces el amor?

—Muchísimas, Camilo y por eso es que yo necesito que me perdones y regreses conmigo, pues nunca serán sufici…

—Compartíamos lealtades físicas, –continúo hablando sin permitir que me interrumpa– superando una a una, cada prueba. Pero jamás llegué a cuestionarme en cuanto a la fidelidad mental. Ni siquiera pensé en esa posibilidad, y para qué, pues si así lo hubiese hecho, no tenía los medios a mi alcance para poder comprobarla. Y allí como tantas veces, con tu cabeza sobre mi pecho, dormida tras nuestras sesiones de sexo, al pensar en esos temas, me sentí traidor y egoísta. Tú jamás me habías demostrado algún tipo de insatisfacción o aburrimiento estando a mi lado, como esposa y sobre todo, como mujer. No era idiota, no lo soy.

—Vi tus cambios, obviamente. Leves en tus actitudes pero claramente ya con tintes de una personalidad más definida, incluso más dictatorial si cabe. Visibles en tu vestuario, tanto al elegir cambiar el gusto por tu ropa íntima, como los trajes y faldas que usabas para el exterior. Menos tela no te incomodaba, aunque por el nombre del diseñador, pagaras más por menos. Demasiada piel a la vista para mi gusto, pero para ti tan solo era una manera de verte más femenina, juvenil y empoderada. « ¡Y no es por ser mostrona!», me dijiste varias veces al ver mi gesto de contrariedad, aunque para mi modo de ver, te hiciesen demasiado apetecible para los ojos de los demás. Sobre todo para los de tu Don Juan de vereda. Para mí también te veías espectacularmente hermosa, pero mi opinión ya no contaba porque siendo tú marido, según tu nueva forma de ver la vida me decías con cariño… «Tan bobito, disfrutas más que todos ellos, retirándola de mi cuerpo». Y antes de marcharte te despedías de mi con un… « ¡Soy solo tuya!», y sí Mariana, como un bobito te creí.

—Y de tanto pensar recordé una frase de un famoso escritor norteamericano que me impresionó.: «No podrás nadar hacía nuevos horizontes si no tienes el valor de perder de vista la costa.» Y fue entonces que creí comprender que para alcanzar mi tranquilidad y tu confianza, era necesario arriesgar y soltarte completamente, dejándote vivir tu vida, apartando mi intranquilidad, tal cual como mi madre me decía al comienzo de nuestro noviazgo: «No la atosigues tanto, qué sí la yegua es de paso fino, las riendas las tiene de adorno.» Y me cosí la boca, mordí mi lengua y encadené mis celos lo mejor que pude.

—No te lo agradecí frente a frente con palabras, más erré con tu silencio, creyéndote convencido de mi perpetua fidelidad. Al final puede que al aceptarme con esos cambios, ayudaste a que terminara de perderme, con mayor tranquilidad.

— ¡Ves como si tuve la culpa! Te dejé elegir y me conformé con la nueva Mariana.

— ¡Melissa! Fue ella, la vanidosa y orgullosa, quien se apropió de esa mujer que salía de día hasta la noche a la calle. Tu Mariana seguía siempre igual, amándote y compartiendo tus éxitos dentro del calor de nuestro hogar.

— ¡Si así lo piensas, pues será creerte! Sin embargo yo vivía con una sola mujer. La que ofuscada se fue de nuestra casa esa tarde para encontrarme después en la fiesta con otra muy distinta. Recuerdo llegar a la ubicación que me enviaste al teléfono celular, sin ninguna frase adicional por disculpa al marcharte molesta, vestida únicamente con ese disfraz tan sensual y revelador. Casi no consigo donde aparcar mi camioneta y al otro extremo de esa poca iluminada calle conseguí un lugar disponible y al bajar, revisé con la mirada donde estaba el tuyo, pero no lo vi. Con las dos bolsas de regalos ingresé en aquella casa. La puerta completamente abierta fue la única que me recibió, así que pasé directamente a mi derecha para encontrarme con Eduardo, Fadia, Elizabeth y su amable esposo. Sin poder preguntarle a ninguno de ellos por tu paradero, descargué los paquetes en la esquina opuesta a la entrada, donde se apilaban los demás obsequios y me saludé con tus compañeros y los ingenieros que trabajaban conmigo en el piso once.

—La botella de Chivas Regal como presente, fui a la cocina para dejarla y justo allí esperando encontrarme con la curvilínea figura de mi esposa embutida en su traje de látex negro, me topé con la visión de un enorme perro esquimal que hurgaba con su hocico en medio de las piernas de una mujer vestida con pantalones holgados de un llamativo amarillo, chaqueta ancha tipo Frac, con un pañuelo sobresaliendo del bolsillo frontal, igualmente toda del mismo vibrante color, contrastando con sus brillantes zapatos negros de charol y su camisa impecablemente blanca. Corbata oscura y amplia con claros arabescos, tirantes negros abotonados a la pretina del pantalón. Ambas manos, su cuello y la cara maquillada igualmente de verde, a excepción de los labios pintados de un rojo tan intenso como mi cajetilla de cigarrillos, y colgando de sus orejas unos inmensos aros dorados que hacían juego con los botones de su camisa. Y para rematar, en su cabeza usaba un sombrero amarillo de fieltro y ala ancha, adornado con una ancha cinta negra y sujeta a ella, una pluma larga y morada.

—El can dejó de olfatear su entrepierna y mover su cola esponjosa, –como si a pesar del disfraz la reconociera– para reparar en mí presencia y venir muy seguro a mi encuentro. No me gruñó, pero si se sentó interponiéndose cuan ancho y peludo era, entre la femenina versión de Jim Carrey para la película de «La Máscara» y mi enorme panza de Pedro Picapiedra. No te reconocí, hasta que te volteaste y me saludaste con un irónico… « ¡Hasta que por fin apareció el señor!»

—Es que estaba cansada por las tres horas que pasé metida en el salón de belleza maquillándome, –aclaro mi situación ante sus quejas– y enojada porqué me sentía fea y ridícula con aquel disfraz. Cuando me di cuenta de mi cortante saludo, apareció por detrás de ti José Ignacio, para entregarme las llaves de mi Audi. Apenas se saludaron y en tu rostro vi la cara de conmoción que ello te causó. Nadie aparte de mi había conducido ese automóvil, ni siquiera permitía que tú los domingos, cuando íbamos a hacer las compras en el supermercado para el mes, lo condujeras. ¡Otra más de mis cagadas! Te enfadaste de inmediato y me preocupé. Ese prepotente enemigo ya había conducido el que tú me habías regalado. Saliste de allí con rapidez y te perdí de vista durante más de media hora.

—Salí de esa casa necesitando aire, espacio y tiempo para digerir lo que acaba de observar. Y claro que a la entrada del garaje tu auto estaba allí estacionado, con el cofre caliente aún y el techo panorámico sin cerrar. Caminé por un rato, hallando un pequeño bar abierto a dos calles de la casa y decidí pagar por una cerveza para acompañar mi segundo cigarrillo. Los allí presentes me miraron raro y hasta algunas sonrisas les provoqué por la túnica de piel de leopardo hasta las rodillas y mi cabello engominado. Pensé en regresar por la camioneta y devolverme para la casa, pues ya no tenía ganas de permanecer allí pero al acercarme a la verja escuche con claridad la algarabía y la voz de la señora Carmenza encargada de entregar los regalos del amigo secreto y al nombrarme tuve que acercarme para recibir de sus manos el mío.

—Una caja con fichas blancas y transparentes para armar. Sí, recuerdo bien tu carita de satisfacción al recibirla. Fue un excelente obsequio y le estrechaste la mano con fuerza a…

—Contreras, el ingeniero civil. Sí me sorprendió, aunque no tanto como la cara de felicidad del playboy de playa, al recibir una pesada chaqueta negra de piel envejecida. Con multitud de cremalleras, flecos, taches cromados y estampada en la espalda la cabeza de un águila y alrededor en letras ardientes, tres palabras.: «Born to Ride». Beso en la mejilla, demorado y apretado abrazo para la persona que se la había obsequiado. ¡Mi querida esposa!

—Eduardo y Fadia reclamaron mi compañía y hablamos de los disfraces, burlándose de mis piernas velludas y yo alabando la elección de un Drácula muy calvo y una Morticia sin tantas curvas. Luego busqué encontrarte a solas pero vi como hablabas emocionada delante de tus compañeros, al lado del tumbalocas ese y en frente de los otros invitados. No sé qué les podías estar narrando, pues estaba acompañado por el esposo de Elizabeth y del novio de tu amiga Carmen Helena, justo en la otra esquina de la sala y al lado de uno de los altoparlantes.

—Pero te veía desde allí y a todos ellos los mantenías entretenidos cuando afirmabas algo y echando levemente para atrás tu cabeza, levantabas al tiempo los arcos de ambas cejas, siempre negras y con ese disfraz cubiertas de tinte verde. Pero te expresabas por igual con el movimiento de sus manos, llevándolas hasta el centro de su pecho para luego extenderlas y moverlas suavemente, una encima de la otra, haciendo ondas en el aire, alargando el dedo índice de la derecha hacia adelante pero sin señalar a nadie, recalcando quizás alguna frase importante con el ceño sin parecer un gesto autoritario pero siendo tú, mi Mariana, el centro de atracción.

Anónimos rostros desfilan frente a nosotros, mueven sus labios expresando un cordial saludo con aliento alicorado, que los dos correspondemos. Por el contrario en la otra acera, despistados transeúntes solamente irguen sus cuellos, altaneros elevan sus cabezas y despreocupados pasan en dirección contraria, al tiempo que nos vamos acercando a la cafetería y a pocos minutos después, la comodidad del hotel.

—Salí de la casa con la cerveza en mi mano hacia la calle para echarle un ojo a mi camioneta y cuando regresé de fumar, te busqué con la mirada, dando un vistazo rápido a las personas que estaban sirviendo tragos en la cocina. Sin hallarte giré 180 grados y me fijé en las parejas que se encontraban en el comedor pero tampoco estabas entre ellos. Fue al voltear mi rostro cuando te alcancé a divisar rodeada en el centro de aquella sala. Bailabas con ese Playboy de playa, demasiado juntos para mi gusto, aunque debo reconocer que era un vallenato. Me fijé en tus ojos excesivamente maquillados, pigmentado el iris de un azul titilante, dilatadas las pupilas tan atentas al más mínimo movimiento de su boca al hablarte, y en tu semblante, sin reparar en nada más, la radiante felicidad se mantenía imperturbable.

—Hablábamos de lo que sucedió entre los dos el fin de semana en Peñalisa, de sus mensajes a diario rogando mil disculpas y lógicamente le pedí que se alejara de K-Mena y preservara su amistad incondicional con Sergio. Se reía nervioso y me hizo dudar si ya había sucedido algo. Lo confronté y me lo negó. Me lo pidió de nuevo, mientras bailábamos. Pretendía hacerme caer. Culiarme y ya está.

—No te esfuerces por sacar mi lado oscuro, pues ya estoy anochecida. Ni me pidas más tiempo de las pocas horas que te puedo ofrecer. No quiero que termines enamorándote de mí. No es mi deseo ni mucho menos lo que pretendo al estar contigo. Tengo esposo y un hijo, muy segura de tener mi vida solucionada. De la tuya y de tu Grace, te encargas tú solito de seguir gozándotela o de fastidiarla por completo, pero a mí no me involucres. Lo que si puedes, es seguir pensándome y desear obtener más de mí. Claro… ¡Si te portas bien! —Camilo no parece haber escuchado lo que acabo de contarle, pues no demuestra sorpresa o enfado y por el contrario sigue su mente recordando los momentos de aquella fiesta.

—Al darse ustedes una vuelta, bastante lenta por cierto, observé en los ojos de ese hombre la intensidad propia que se produce al observar a una persona que te atrae o te inquieta, y ver en los tuyos una respuesta similar, en la caída un poco tímida pero diciente de sus parpados, y en la sonrisa que a las escondidas de miradas indiscretas, intenta disimular el mutuo agrado. ¡Eras tú el punto focal de los suyos! Y en la tuya, a pesar de existir tantas personas en movimiento bailando a tu alrededor, tan solo existía para tus ojos azules, la encuadrada simetría angular de su rostro, y tu mirada convergía exclusivamente en el movimiento de sus labios, tal si quedases hechizada por ellos, y en trance debido a su conquistadora labia.

—Le expuse mi punto de vista, me ofrecí como carnada al prohibirle acostarse con ninguna otra mujer y eso cielo, incluía a K-Mena.

— ¡Ajá! Y supongo que lo conseguiste muy fácil. ¿O No?

—Lo que pueda llegar a suceder entre los dos, –le fui diciendo con determinación– pasará únicamente porque yo así lo quiera y no porque desees despejar tus dudas y las ganas que me tienes. No creas tampoco que me siento atraída en exceso por tu físico y lo bueno que estas. No me derrito al estar a tu lado ni estoy obsesionada deseando que me «piches». Tampoco espero que termines enamorado de mí. Con seguridad no serás el último hombre con el que me voy a acostar, pero si puede que te ganes el premio de ser el primero con el que le pondré los cachos a mi marido. Puedo darte algo adicional como regalo de cumpleaños, para despejar el enigma de saber si en verdad eres tan berraco en la cama como dicen las demás, pero a cambio quiero que dejes de meter ese pipí tuyo en cualquier hueco. Te permito que lo hagas con tu novia, pues yo seguiré acostándome con mi marido, pero no lo haremos con nadie más. Si lo cumples me tendrás en exclusiva como lo deseas. Si me fallas no me obtendrás jamás.

Arribamos justo a la esquina del Viejo Holandés y Mariana se aleja de mí dejándome con el dolor en el pecho, con la incertidumbre de saber que le respondió. Pero por los hechos que conocí y ahora ella misma lo constata, el Don Juan de vereda aceptó sin rechistar.

—Aquí tienes el tuyo. —Me dice Mariana, entregándome una taza de humeante café, sacándome de mis pensamientos. ¡Oscuro y con dos de azúcar como te gusta!

Y enseguida del interior de su bolso extrae la cajetilla blanca y se hace con uno de sus cigarrillos. Yo tomo uno de mis rubios y acerco al suyo la llama de mi encendedor. Antes de prender el mío doy un cauteloso sorbo a mi café, previendo no quemarme la lengua y a continuación decido darle vida al mío.

—Aceptó tu ofrecimiento. ¡Serle fiel a una mujer infiel! —Con ironía le comento a Mariana.

—No de inmediato. —Le respondo y avanzo por la calle, en dirección al hotel, pues algunos clientes permanecen sentados en la única mesa para seis y no quiero oídos ajenos que nos escuchen.

—Guardó silencio y aprovechó que alguien apagó las luces de la sala, para arrimarme su verga tiesa todo lo posible sobre mi vientre, y cuando pensó que estábamos fuera del alcance de la vista de los demás, sus manos ágilmente se depositaron en mis glúteos; fue un acto imprudente y veloz, sin embargo alcanzó a oprimirlas con determinación. Tampoco pudo resistirse a la tentación de jugar con su lengua sobre el lóbulo de mi oreja izquierda, e incluso logró introducirla un poco hasta qué de nuevo estiré mi cuello hacía el otro lado. ¡Sentí escalofrió y no pude evitar soltar un breve gemido! —Miro a Camilo, preocupada por su reacción. Obviamente esta disgustado y confuso. Su pulso acelerado lo traiciona y riega en el suelo un poco de café. Se ha quemado el costado de su mano pero más le arde el pecho, atravesado por la honesta crueldad de mis palabras.

—A mitad de la canción, sintiéndole la erección presionar contra mis nalgas, me giró y quedamos frente a frente, la suya con rastros de sudor y sus ojos muy redondos y brillantes como un par de faros. Me engatusaron tanto que no me di cuenta el momento en que sus brazos acortaron la distancia entre nuestros cuerpos y sus manos apretaban mi cintura, mis dedos se entrecruzaron sobre su nuca y arriba con nuestras bocas ambos nos sonreíamos. Abajo permitía que su pene friccionara contra mi ingle.

—Asustada te busqué con la mirada, pero afortunadamente estabas de espaldas bailando con Elizabeth. Al acabar la canción, se pegó tanto a mí, logrando con ello ocultar a todo el mundo, –incluido tú– su atrevido acto de plantar sus manos sobre cada una de mis bubis, oprimiéndolos, tanteando su consistencia, e inclusive alzarlos y dedicarles una leve caricia con sus pulgares a la circular ubicación de mis pezones excitados.

—Los había visto, tan cercanos dialogando de algo que solo a ustedes dos los hacia tan felices. Yo alejado de la esposa que tanto amaba, porque se suponía que no era de mi incumbencia lo que hacía, pues esa mujer que hablaba con él, no era nada mío. Y recargando mi cuerpo sobre el borde de la pared que daba acceso al comedor, intentaba auto convencerme de que solamente eran ideas mías, y que tan solo actuabas «amistosamente» para no levantar sospechas. Pero pronto me hirvió la sangre al observar como aquel conquistador, inclinaba su cara y acercaba aventureramente su mejilla sobre la tuya, hasta apoyarla sobre tu piel maquillada de verde, y tú… ¡Se lo permitiste!

—Desde allí me pareció que te sentías extasiada, entre sus brazos encumbrada sobre la cima de una montaña de… ¿Mucho interés? ¡Y me molestó! Pero la angustia de mis celos no se calmaron cuando finalizó la canción, pues tu adorado siete mujeres no despegaba su mano de tu cintura, quedándose los dos en medio de la sala muy cercanos, mientras se miraban al hablar quién sabe de qué cosas, conectando sus miradas con cierta complicidad, para finalizar separándose sin que desapareciera de sus bocas la mutua sonrisa.

—Mientras que el agitado palpitar de mi corazón provocó que en mi razón surgiera la idea de que existía una conexión más intrínseca entre ustedes dos, y pensara en la posibilidad, altamente probable, que tú nombre y apellido ya estuviera escrito en algún renglón de su inventario de conquistas. Y ya no quise mirarlos más, prometiéndome mantener la calma mientras más tarde en nuestra casa, pudiera sostener una charla sobre eso.

—Sí, es verdad. Recuerdo bien que acercó sus labios a los míos, en medio de todos los allí presentes y sentí que el tiempo se detenía, pero el volumen de la música cesó y pude apartarme justo a tiempo, para buscarte disimuladamente con la mirada, más tú ya no estabas y solo me encontré con la sonrisa libidinosa de Eduardo y el gesto de complicidad de Fadia, haciéndome la señal con su dedo índice, indicándome que no me preocupara pues ya estabas afuera de la casa. Me retiré al baño auxiliar, cruzándome con K-Mena y de paso dejando en sus manos mi caluroso y estrambótico sombrero. Allí dentro me refresqué el rostro abanicándome con las manos, y me recriminé mentalmente. ¿Por qué lo hice? ¿Por qué le propuse todo eso? Estaba ciertamente molesta conmigo misma pues yo… Corporalmente lo había disfrutado. Salí del baño y al girar hacia la salida te vi buscándome y suspiré aliviada al saber que no te habías dado cuenta de nada.

—Y cuando todo parecía jugar a mi favor, me alteré al ver como Elizabeth observándome se dirigía hacia ti y entonces si me preocupé. Me crucé por delante y la atajé para llevármela hacia el comedor con el pretexto de servirnos otro coctel. Y me habló por supuesto de lo que había visto. Me advirtió de nuevo que con Nacho podría quemarme. Apacigüe sus profecías al decirle que lo tenía todo controlado y que yo tenía claro cuando y como bajarle la llama antes de arder con él.

—Junto a Sergio el novio de tu amiga Carmen Helena, acompañamos al ingeniero hasta el fondo de la casa, y allí en el patio mientras él y yo fumábamos, te vi hablar con Elizabeth, quien ya estrenaba la Pashmina de Cachemira que le regalé al ser ella mi amiga secreta. Luego allí fuera casi terminando de fumar, los tres observamos con claridad como la luz de una ventana en el segundo piso se iluminaba y tras los velos dos figuras se vislumbraban. Una más alta que la otra. Pero la más baja utilizaba en su cabeza un sombrero. Se abrazaron, parecían besarse y la sombra con sombrero aparentemente se arrodilló ante la más alta. ¡Ya te habías acostado con él! ¿No es verdad?

— ¡No! Te he dicho toda la verdad. No era yo, estaba con tu asistente. Cambiamos el tema pues me interesaba saber con quién ella tanto hablaba antes de bailar contigo. Me enteré que era su primo, muy amigo de uno de los hijos del mayor de los accionistas de la constructora, quien manejaba la venta de un edificio inteligente y muy exclusivo en Cartagena de Indias, demasiado preocupado por la escasez de clientes durante el último trimestre para terminar con la venta de un gran local ideal, para una gran cadena de comercio, y del último de los Pent House que costaba un dineral. Y así mi cielo, sin buscar ni esperarlo, por boca de tu misma asistente y de quien sentía tantos celos, me llegó una luz de esperanza, pequeña al inicio como la lumbre que provoca un fosforo encendido en la cueva más oscura, pero suficiente para idear con posterioridad mi escape de las garras de ese hijo de la gran puta.

—Haría todo lo posible para encumbrarlo hasta el pedestal comercial al cual él quería llegar, a costa de ofrecerme, vender mi cuerpo y entregarme, pero con la plena seguridad de que al lograr conseguir alcanzar esas metas, lo alejaría de mí y de ti por un tiempo largo, mientras planeaba convencerte de nuevo para aventurarnos hacia nuevos rumbos, desaparecer contigo y con nuestro hijo, libre y fiel a ti nuevamente.

—Lo siento mi vida, lamento hacerte sufrir al revelarte todo esto y al haber hecho lo que terminé haciendo, pero en serio, estaba dispuesta a salirme del juego de él y de Fadia, intentando que no sospecharan nada, sin perjudicarme al revelarte mis andanzas. Pero cielo, para lograrlo tenía que enlodarme aún más de su mierda, emputecerme un poco más, obediente inclinando mi cabeza y ofreciéndole mis tetas nuevas y la redonda firmeza de mi culo, para todo aquel que Eduardo dijera, mientras hallaba la puerta de mi libertad. ¡La llave ya la tenía!

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