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Infiel por mi culpa. Puta por obligación (31)

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Distintas las vistas. ¿Mismo el panorama?

Curiosamente, ahora que transitamos por el centro de esta avenida, ya abandonada del agobiante bullicio y desahuciados los andenes del transitar curioso de los turistas, tan solitarios los accesos de las coloridas edificaciones y añorando las fachadas fulgurar con los diurnos rayos solares, me siento extrañamente más tranquilo y menos confundido. ¿Conforme? Puede ser, aunque la opresión en mi pecho y el estrés, se conjuguen para reactivar mi gastritis.

Rodrigo, cuando me avisó que Mariana vendría, indicó que debíamos aceptar a las personas que nos rodean como ellas llegan a nuestras vidas. Con su felicidad y cambios de humor, sus realidades y sus entresijos. Igualmente con su romántica inmadurez, los cambios corporales y actitudes sentimentales. Qué debíamos desistir en creer que en nuestro diario presente no evolucionaríamos y dejaríamos de ser como fuimos al principio; y aceptar que mañana tras mañana seremos, no cómo creemos continuar siendo o pretendiendo que sean, si no como finalmente terminaremos existiendo después de madurar en compañía o… ¡Solos! La amé por cómo era. ¿Debo aceptarla y continuar amándola como ahora es?

A ciencia cierta no lo sé. Pero es mejor así, soportando de frente los golpes que aparentemente Mariana no me quiso dar. Me sentía náufrago y hundido en un mar de incertidumbres, pero al desvelarme descarnadamente este traidor recorrido, curiosamente me ha lanzado un salvavidas para que pueda salir a flote. Esta intranquilidad, poco a poco se me está quitando, como si descamara mi piel quemada gracias al ardiente sufrimiento de conocer la verdad de su infidelidad. ¡Si ella había encontrado la llave, ahora yo, al fondo de este oscuro laberinto, he visto un pequeño claro para sanar de mi dolor!

Agradezco esa sinceridad, a pesar de que con sus recuerdos como fustas, prosiga flagelándome. ¿Me siento indiferente? Para nada. Todavía me escuece el pellejo, y tengo en escombros mi embeleso y amor por ella. Los restos, todos, están esparcidos en los rincones de mi corazón. Puede que con el tiempo logré recogerlos y ensamblarlos en su sitio nuevamente. Algunos bordes los hallaré desgastados y erosionados, restándole algo de consistencia y quizás un poco de lustre. ¿Querré embarcarme en ello por segunda ocasión? Darle otra oportunidad a Mari…

— ¡Te fuiste y me abandonaste! —Me interrumpe Mariana, abstrayéndome de mis pensamientos.

— ¿Ahh? No, no. Para nada, sigo aquí. Tan solo pensaba. —Le respondo de inmediato.

—No me refería a eso, Camilo. Si no a tu huida de la fiesta, después de bailar con tu asistente varias canciones, incluida tu rumbeada con Diana, prescindiendo de hacerlo conmigo.

— ¡Y que querías que hiciera, si no me prestabas atención! –Elevo sin querer el tono de mi voz. – Te la pasaste hablando con tus amigos y otras personas que no conocía. Tuve que distraer mi enojo y desviar mi mirada para no cometer alguna estupidez, por eso bailé con Elizabeth, la señora Carmencita y Fadia. ¡Ah!, y soportar la extensa charla y bromas de tu compañera.

— ¿Hablas de Diana? –Camilo pestañea y con ese simple gesto me lo confirma. – Los vi bailar por supuesto, pero la verdad no me preocupaba por ella. Supuse que se te estaba insinuando, pero confiaba en ti. ¿No es verdad?

— ¿Insinuando? Más correcto sería decir que tu compañera se me estaba ofreciendo descaradamente. Se me pegaba bastante bailando merengue o vallenato, y hasta me preguntó la razón de asistir a esa fiesta sin la compañía de mi esposa.

—Arquitecto… ¿Y se puede saber en dónde dejo a su señora? ¿Por qué no lo acompañó esta noche?

—Se «maluqueó» antes de salir. El almuerzo tal vez la indispuso y decidimos mejor que guardara reposo. —Le respondí.

—Suspiró sospechosamente alegre y apoyó la frente en mi hombro. Después de unos segundos se apartó levemente y sus manos ascendieron sin recato por mi pecho hasta el cuello, y ya tras mi nuca con decisión, entrelazó sus dedos arrimándose todo lo que mi falsa barriga le permitía. Yo sabía claramente lo que ella pretendía, –una loba disfrazada de Caperucita Roja– y por supuesto que al aspirar el aroma opulento y poco sofisticado de su perfume, o quizá al sentir sus tetas oprimirse contra mi pecho, consiguió que la sangre fluyera con precepitud hacia mi pene y este comenzara a hincharse, y yo sin la intimidad requerida para enderezarlo y acomodármelo, pasé vergüenza.

—Continué bailando con ella, mezclados entre las demás parejas, entre ellas tú y ese señor con disfraz de faraón pero sin perderte de vista, pendiente de cada gesto tuyo o de cada movimiento de sus velludas manos sobre tu espalda en cada giro que daban al bailar, mientras mi cuerpo cada vez sentía más adherido el perceptible torso de tu compañera. Los dos, ella y yo. Los cuatro, tú y ese señor. Y todos los que bailábamos en aquella atiborrada sala estábamos muy acalorados y distendidos al sostener charlas triviales, sin lógico sentido y con ruidosas carcajadas festejando toda clase de chistes flojos e insinuaciones subidas de color; con mi mirada disimulada hacia el lugar donde te encontrabas dando lentas vueltas y el gozoso verde en tu semblante, obsequiando pintadas sonrisas con el vibrante carmín en tus labios, en respuesta a comentarios indescifrables de tu compañero de baile, con su frente tan brillante por el sudor como el deseo por ti que demostraban sus codiciosos ojos.

—La excitación de tu amiga Diana era tal, que susurrándome con una voz más delgada y sensual que de costumbre, me rogó para que la acompañara un rato al patio trasero de la casa, mientras tres de sus dedos rozaban la piel de mi pecho, jugando a despejar con las uñas en mis vellos negros, un caminito de caricias disimuladas hacia mi mentón, intentando excitarme para escaparse conmigo de aquel poco iluminado salón y que perdiera yo el control abandonándote allí, olvidando con su compañía y bromas, mi enojo. Antes de concluir la canción, disimuladamente bajó su mano hasta mi muslo e intentó colarla por debajo de la tela pero respetuosamente me aparté y le dije que yo no estaba dispuesto a traspasar fronteras ni cruzar líneas rojas traicionando mi lealtad matrimonial, y mucho menos faltar al respeto que le debía guardar a una compañera de labores, pasada de tragos.

— ¡Pues yo sí creo que tienes suficientemente larga la mecha, para encender sin tanta precaución este polvorín! —Bromeó conmigo, mientras la palma de su mano tanteaba por encima de la imitación de piel de leopardo, la rígida extensión de mi verga.

—Y entonces en ese momento, Eduardo y Fadia me rescataron de sus garras, ofreciéndome por fin una refrescante cerveza casi helada. O eso fue lo que agradecido e inocentemente pensé primero esa noche, pero ahora comprendo que fue parte de su perverso interés para distraerme y encubrir tu escape. —Mariana se muestra avergonzada, más no sorprendida.

—A pesar del alto volumen de la música, pude escuchar el ronquido de un motor ostentosamente acelerado y que comenzaba a disiparse alejándose, secundado por vítores y aplausos. La curiosidad hizo que mis ojos se dirigieran hacia la puerta de la casa, al igual que mis pasos, seguido de cerca por la lustrosa calva de un Drácula traidor y las ojeras demasiadas morenas de la falsa Morticia Adams. Justo antes de salir me topé nuevamente con Diana bajo el color caoba del marco del portón, a quien sin indagarle por el ruidoso motivo, risueña nos informó que su amiga finalmente lo había hecho.

— ¿De quién hablas? —Finalmente le pregunté para saciar mi curiosidad.

— ¡Pues de la escrupulosa de Melissa! ¡Se fue a dar una vuelta con Nacho en su moto! El pobre estaba desesperado por estrenar el regalo que ella le obsequió para celebrarle su cumpleaños. Nachito la retó y esa loca aceptó. —Nos dijo sonrosada y entusiasmada por la hazaña de su amiga.

— ¿Cuál regalo? —Le pregunté actuando ante ella como el arquitecto despistado.

—Pues la chaqueta importada de piel de cordero. ¿No la viste? La negra «Made in U.S.A» igualita a la de los típicos harlistas, malotes y musculosos de las películas gringas. —Me respondió.

—Sorprendido y enojadísimo, tomé la decisión de escabullirme de esa maldita casa y de la angustia que me hacías sentir al saber que estabas con él. Acompañado por un cigarrillo para contener el frio, caminé calle arriba y calle abajo, medio perdido por aquellos lugares desconocidos, esperando encontrarte. Por supuesto qué no los vi, así que desabrigado regresé para recoger la 4x4 y vencido ante la evidencia, volver solo a nuestra casa.

—Me fui de aquella fiesta sin despedirme de nadie, con el sin sabor de escuchar de tu boca una explicación a todo lo ocurrido, mucho menos de un… « ¡Detente, no me dejes!», porque sencillamente ya no estabas. Tú y él se me habían adelantado, al salir disparados en su motocicleta, solo para darle el gusto de estrenar contigo su chaqueta nueva y tú, el que creí, dar tu primer paseo en moto. Yo me alejé con el disgusto y la decepción de saber qué hacías con él, algo que conmigo… ¡Nunca te atreviste!

En Mariana habita la amargura y en sus ojos semi cerrados el llanto. La veo vulnerable y camina ahora a pasos cortos, con su cabeza inclinada sintiéndose culpable. Escucho con claridad su respiración entrecortada. Levanta la vista con su azul acongojado y las pestañas negras arrinconadas, emparamadas por las lágrimas; suspira delicadamente y lleva una mano a la mejilla izquierda, luego a la diestra, secándolas con el dorso.

— ¿Falta mucho? —Le pregunto a Mariana, previendo que quiere hablarme de ello. ¿Defenderse? ¿Expiar sus culpas?

— ¡No tanto! Unas cuantas calles hasta la esquina de Johan Van Walbeeckplein y luego caminamos un poco desviando por Penstraat, al frente de…

—No preguntaba por la distancia. Me interesa más el tiempo que me resta por conocer de todo tu pasado. —Le aclaro, interrumpiendo su despiste.

—Fa… Faltan algunas cosas más. –Me contesta balbuceando. – Sí, hablé esa noche con algunos amigos de José Ignacio y otros empleados de la constructora. ¡Puff! –Exhala ruidosamente. – Aún me sentía enojada contigo por hacerme sentir mal con esa mirada. Ya rodeada por él y K-Mena, por Carlos, Eduardo y el gerente del banco, respondía a sus inquietudes por el cambio en mi disfraz. Ellos estaban extrañados por…. Es que yo… Cuando me probé el traje de látex en nuestra casa, al frente del espejo del baño antes de mostrártelo y pedir tu opinión, me tomé algunas selfies posando como Gatúbela y… ¡Wow! Me vi tan espectacular que… ¡Qué la vanidad destacó por encima de mi discreción y las subí al falso perfil de Instagram!

—Todos ellos por supuesto desaprobaron el nuevo. Que sí, que era divertido y diferente, pero poco revelador. José Ignacio, astuto e irreverente como siempre, por supuesto dio en el clavo al verme llegar a la fiesta sin mi falso marido. Inventé la excusa de otro viaje de trabajo, imposible de postergar, pero para él y su olfato de conquistador, todo le indicaba que me habían obligado a asistir vestida así para no levantar demasiadas pasiones. Y delante de todos, con desfachatez se llevó la mano a sus pelotas, apretándose el paquete por encima del pantalón de su disfraz, imitando al Sheriff de «Toy Story», provocando las carcajadas en todos los que me rodeaban.

—Se me metió en la cabeza el bichito del desmadre, y pensé que había hecho mal dejándome afectar por la reprobación que observé en tu mirada y que me obligó, –sin que pronunciaras palabras– a cambiar de vestuario para complacerte. ¡Y me enfurecí aún más contigo! Por eso decidí pasar de ti esa noche y hacer como que en verdad no existías en esa fiesta, si no como otro invitado más. Si te ponías celoso y te enojabas al pensar como otros hombres me comerían con sus miradas, sería una situación por solucionar al día siguiente, pero antes te iba a dar un escarmiento. Bailaría con todos los que me invitaran a hacerlo, con él sobre todo, y entonces si ibas a tener dos problemas. Primero… «Desemputarte». Y segundo… ¡Reconquistarme!

Escuchándola apenas si caigo en cuenta de que Mariana deambula melancólica por la acera. Yo lo hago cabizbajo a su lado, pero unos dos metros distanciados zapateando el gris pavimento. Tan cerca los dos y sin embargo muy alejados con estos recuerdos. No ventea mucho por esta avenida, pero mi olfato sí percibe el nocturno aroma cítrico de los naranjos y limoneros que adornan los jardines contiguos. ¡Un momento! Es la piel de mi mejilla izquierda, mi mentón también, que distinguen con claridad la sensación de un húmedo y fino arroyo. ¿Lloro? Y con la yema del pulgar derecho rastreo el cauce, se moja y al tantearlo, la punta de mi lengua le informa a mi cerebro que sí, que no es una gota de lluvia pues su sabor es salado. Estoy llorando y apenas me he dado cuenta. Del ojo derecho, completamente cerrado, siento brotar una más, seguida por otras, recorriendo por igual ese costado.

—Sabía que quizás en la casa tendríamos una fuerte discusión pero me atreví, pensando en solucionarlo con un rezagado… ¡Perdóname mi amor! Lo escuchara inicialmente de tus labios acompañado de un bonito arreglo floral entregado por tus manos antes del mediodía, o tuviera mi boca que enunciarlo primero para ti, con un suculento desayuno preparado por las mías y colocado amorosamente sobre tus piernas, en nuestra cama, como pocas veces nos sucedía. Me excedí, lo sé, y tu amigo ese, tu asesor del concesionario, me lo hizo ver así al suplicarle que me ayudara. Me comporté como una niñata rica y presumida con actitud de adolescente mimada. ¡La embarré muy feo contigo esa noche!

Guarda silencio por breves segundos, más no me mira. Solloza suavemente y limpia la humedad de la nariz con un pañito facial. Su recortada melena ondea desordenada pero luminosa bajo la ambarina luz de los postes, así como en la palidez de su rostro, el cansancio igualmente corteja a su vergüenza. Anda pensando en algo que no le agrada, pues repetidamente niega con la cabeza. Deduzco por ese gesto que debe y que necesita extenderse en recuerdos para finiquitar esa página, infringiéndole otra herida adicional a mi corazón. ¡Y lo va a hacer!

—Salir enojada de la casa sin despedirme de ti ni de Mateo, fue la primera de todas. La decepción en tus ojos al ver cómo recibía de sus manos las llaves del Audi en esa cocina, la segunda. La entrega del regalo de amigo secreto a José Ignacio, permitiendo que me lo agradeciera con ese abrazo demasiado apasionado y los dos besos efusivos, –peligrosamente cerca de la esquina de mis labios– que desafortunadamente tuviste que presenciar, fue la tercera. Tampoco olvido la cuarta, con aquel gesto de asombro y desagrado en tu rostro, ante la manera de bailar tan… ¡Tan provocativa y sensual, dejándome «rumbear» por él! Y la terminé de embarrar contigo al aceptarle de forma irresponsable, dar una vuelta en su amada motocicleta, los dos con bastantes tragos encima, y ya bien entrada la madrugada.

Lo que acabo de escuchar, reconociendo sus errores, alivia un poco mi desazón. La observo detenidamente y noto en la palidez de su rostro, su oprobio y desolación.

Medio absorta en sus recuerdos, sin apartar la vista del suelo, ni estar pendiente a mi reacción, avanzamos unos metros más. Ante mi visión un «tris» acuosa, –tal vez igualmente frente a la de ella– un gato atigrado salta al andén desde la verja de metal a la derecha de Mariana, y cruza por delante suyo. Luego con rapidez, sin apartar de los míos el redondo reflejo tapetal de sus dos ojos, en cuatro saltos ya se siente seguro en la otra acera y garboso camina alejándose con la cola enarbolada.

Mariana se ha detenido sin avisarme, y yo tan distraído por el felino he avanzado unos cuatro pasos más, hasta que la docilidad en su voz me paraliza.

—Hemos llegado, Camilo. Aquí es donde me hospedo.

Los pasos de mi esposo transitando lentos uno detrás del otro, produciendo ruidos secos al arrastrar las suelas de vez en cuando, –como si su humanidad al soportar mis verdades le aumentara kilos de peso– de repente pasan a la inmovilidad total. Al detenerse ante mi llamado, únicamente gira su cabeza y me observa con sus ojitos pardos, algo sorprendido. De frente lo ilumina por completo la luz gualda de las lámparas ubicadas en los dos postes de la entrada, erigidos tras de mí. Trasnochado su rostro, sus ojos tan humed… ¿Ha llorado? ¿A qué horas qué no me percaté? Mmmm, pobrecito mi amor. Debe estar igual de cansado y adolorido que yo. ¡Él al escucharme y yo tras atormentarlo! Mis ojos lo atisban demacrado y avistan sombras brunas bajo sus párpados, agotados de soportar el continuo embate del sufrimiento transformado en llanto.

— ¡Hasta que finalmente lo conseguiste! —Le contesto a Mariana, –frotándome con dos dedos mis lagrimales– que permanece de pie a la entrada del estacionamiento del hotel.

— ¡Sí señor! Aunque en esta situación, sin ti y sin nuestro pequeño loquito junto a nosotros, no es lo mismo. —Me responde sin vacilación.

Y es que recién llegados, al dar un paseo por los alrededores de la isla en el modesto velero de William, a Mariana como a mí nos llamó la atención este lugar, con sus playas de arenas blancas, aguas de un azul turquesa muy sosegadas, y la distribución de las habitaciones con la gran mayoría de los balcones, apostados de frente al mar.

Camilo avanza dos pasos en mi dirección, pero se ha detenido después del tercero. Se muestra indeciso y nervioso. Cóncava la palma de su mano, frota la desnudez de su nuca por debajo de la correa que ajusta su gorra de los Yankees, y carraspeando antes, enseguida pronuncia alterado su desilusión.

— ¡Porque putas tuviste que hacerlo Mariana! ¿Por qué con ese güevón y no conmigo? —Me pregunta y la vergüenza me pesa montones, por lo cual agacho la cabeza y enseguida cruzo los brazos frente a la redondez de mis senos, –sosteniendo el sombrero a un costado con la mano diestra– y con la punta dorada de mi sandalia, la del pie derecho, trazo imaginarias líneas en el andén frente al izquierdo.

Supongo que Camilo se está refiriendo al paseo en esa motocicleta. ¡Fue una ofensa para él! Lo entiendo ahora, más en ese instante, para mí solo fue otra demostración de independencia ante las demás personas que nos rodeaban en el antejardín de la casa, sus amigos y algunos compañeros, –mientras fumábamos, unos pocos hierba y otros como yo, cigarrillos– que las riendas de mi vida las llevaba yo y nadie más. Ni siquiera mi supuesto y ausente marido.

— ¡La quiero más que a mi novia! –Nos lo dijo orgulloso. – Aunque fuera precisamente ella quien me la obsequió desarmada en una caja de madera, y al estar ahora de viaje por Europa, no pueda vivir la experiencia de verla reconstruida por mis manos. —Le respondo a Camilo, para aclararle lo que no vio ni escuchó.

—Enseguida, rodeando la moto por la parte posterior, se me acercó y acariciando con sus dedos los remaches metálicos y las tiritas de cuero de mi obsequio, me dijo delante de todos…

— ¡Y con esta chaqueta que me has regalado, haré exactamente lo mismo, cosita rica! Cuando salga en ella, de ahora en adelante la llevaré conmigo siempre, ojalá contigo como principal acompañante.

—Ajá. ¡Si claro, cómo no! Yo, y quien sabe cuántas más. —Sonriente y empoderada, de manera irónica le respondí.

—Te lo prometo bizcochito. ¡Es más, ven! Acompáñame a estrenarla de una buena vez. –Ya medio aturdida por el alcohol, le miré extrañada. – ¡Te juro que solo será una vuelta a la manzana y nos regresamos! —No le creí para nada pero de todas formas me subí detrás suyo.

—Es verdad que como lo escuchaste, arrancó lento, apenas haciendo ronronear el motor. Pero al girar para tomar la siguiente calle a la derecha, ruidosamente aceleró, tal si quisiese provocarle pesadillas a los vecinos que ya dormían; y yo asustada me recosté sobre su espalda, con la tela amarilla de mi frac elevándose tras de mi como si fuese la capa de un superhéroe.

—Apenas si me di cuenta de que en pocos minutos habíamos alcanzado el costado occidental de la autopista. Enfiló la llanta delantera hacia el sur y llegamos a la Lara Bonilla. Encadenada con mis brazos a su vientre, al inclinar la motocicleta, en un santiamén ya girábamos hacia el norte nuevamente, evitando el habitual retén policial frente al centro comercial. Y en tan solo unos minutos llegamos de nuevo. Frenó un poco brusco antes de ingresar al garaje, y tras darle un golpecito cariñoso con la mano al pulido tanque de la moto, la apagó dejándola aparcada al lado izquierdo de mi Audi.

—Al bajarme de ella, estaba más lucida. ¡Por el frio de la madrugada o por el susto que sentía al saber que debería enfrentarte! Te busqué con la mirada, sin reparar en los comentarios con segundas intenciones que me hizo Diana, ni en los aplausos de los amigotes de José Ignacio; mucho menos le paré bolas a la mirada asesina que me hizo K-Mena al entregarme de nuevo el sombrero amarillo que completaba mi disfraz, y a pesar de sentir temor de encontrarte furioso dentro de la casa, te busqué por todos lados. Ni abajo ni arriba estabas. Decidí preguntarle a Fadia, pero tampoco sabía con exactitud tu paradero.

—Salí a la calle y recorrí la fila de los vehículos aparcados, buscando tu camioneta. No la encontré y entonces me asusté. Ingresé apresurada para tomar mi regalo y el bolso, despidiéndome de tu asistente y de su esposo que estaban de pie junto a las escaleras, y de lejos con mí mano le hice la señal de adiós a Diana y a K-Mena. Al oprimir el botón de arranque y encender las luces, José Ignacio presuroso se acercó y se convirtió en una rígida estatua con los brazos cruzados al lado de la ventanilla. No bajé el vidrio pero con claridad pude escuchar que con enfado, preguntaba el porqué de mi partida. Sin importarme su molestia, di reversa y lo dejé allí de pie sin mi respuesta.

—Mientras me dirigía a nuestra casa, meditaba sobre todo lo sucedido. Aterrada sabía que me encontraría frente a un esposo furibundo y muy decepcionado. Al abrir la puerta me recibió encendida, la lámpara colgante de seis brazos cromados sobre el comedor, sin comensales sentados en sus sillas a quienes iluminar; los demás focos en la cocina, el salón y el estudio, apagadas. Subí a la segunda planta, preparada mentalmente para ser recibida por tu mala cara y los justificados reclamos, pero en nuestra habitación tampoco te encontrabas. Fui a la de Mateo, imaginando que habías buscado consuelo en su cama, pero al abrir la puerta, la tenue luz de la mesita de noche me permitió darme cuenta que quien dormía plácidamente junto a nuestro hijo era Natasha.

—Escuché un seco ruido en el cuarto de invitados y me dirigí hacia allí, pero la puerta estaba cerrada con seguro y entonc…

— ¡No tenía ni cinco de ganas de verte!

— ¡Sí, me di cuenta! Golpeé con mis nudillos suavemente y varias veces. Estabas tú dentro pero no me abriste y no podía gritar rogándote que habláramos para no despertar a Naty, mucho menos a nuestro hijo. Decidí llamar a tu móvil mientras me desmaquillaba encerrada en nuestro baño. ¡Lo habías apagado! Me costó bastante quitarme toda esa pintura verde de las manos, del cuello y de mis orejas, extrañando mucho el pedir tu ayuda para remover los restos.

—Bajo la lluvia caliente de la regadera me mantuve llorando. ¡Temí lo peor! Poderosas razones tenías para estar enfadado, pero… ¿Serían suficientes para conseguir separarnos? Jamás habíamos estado en una situación semejante. ¡Tan complicada y estresante! Y el resto de las horas hasta que vi clarear la mañana, mordía nerviosa mis uñas a la par que lloraba desconsolada, pensando que por mis estúpidos pareceres tal vez te perdería.

— ¿Podemos entrar y subir a mi habitación por favor? Prometo no morderte ni forzarte a nada que tú no quieras, pero si me gustaría darme una juagada y cambiarme de ropa, para después continuar charlando. Deberías aprovechar y hacer lo mismo. Estamos sucios, salados y sudados. —No me responde con palabras pero camina hacia el interior del parqueadero indeciso y con las manos dentro de los bolsillos de su short arrugado, ya no tan bien alisado. Peregrina despacio, cabizbajo y meditando. ¡Pero avanza!

Acepto temeroso su invitación, pues por una indeterminada razón, me siento fuera de lugar, como desprotegido y huérfano de la inesperada compañía de las personas que nos hemos encontrado durante este recorrido. Voy a ingresar a su habitación y estaremos solos nuevamente en un lugar que me es ajeno y al que ella y yo, pensamos alguna vez visitar de noche en plan romántico, más con las adecuaciones de la casa, los paseos para amoldarnos a la isla, y la obligada compañía de Mateo, –tan pequeño– decidimos postergarlo.

Por eso quizá me siento cohibido al pensar que podré quedar expuesto al redescubrir sus encantos. La amo y me encantaría volver a estar con ella, adorarla y amarla como antes, pero debo saberlo todo y sacarme esa espinita que tengo clavada en mi pecho. Tengo… ¡Necesito preguntarle antes de subir a su habitación!

Mientras nos dirigimos hacia las amplias puertas de rustica madera de Nogal, callados ambos, –caminando pausadamente frente al color «curuba» de la colonial fachada con sus cornisas blancas– le quiero indagar por lo que pensaba y sentía, pues se me hizo imprudente hablarle esa madrugada para no ofenderla o decir barbaridades, de las cuales tuviese que arrepentirme más adelante. Necesitaba tiempo y espacio a solas para analizar su extraño comportamiento, y determinar cómo debería compórtame con ella, dependiendo de sus respuestas a mis interrogantes.

Mariana con su femenino instinto se me anticipa, como si durante este soliloquio, y basándose en las arrugas formadas en mi frente de manera intermitente, –tal si fuesen puntos y rayas en clave morse– descifrara mis cuestionamientos.

—Me sentí confundida cuando bajé a la cocina para prepararme una «bomba» y quitarme el malestar del «guayabo», por una parte causado por los tragos y por la otra, debido a la desazón reinando en mi interior. Sorprendida te encontré preparando el desayuno para todos. Ni tú ni yo nos atrevimos a darnos los buenos días con el acostumbrado beso matutino y lo reemplazamos con un glacial… ¡Hola! ¿Cómo estás? De hecho le hicimos el quite a confrontarnos con la mirada, yo rodeando el mesón por la derecha y tú, saliendo por la izquierda con los platos en tus manos.

—Tan solo me hablaste para invitarme a que me sentara a la mesa y desayunara. Chocolate, huevos revueltos, tostadas y jugo de naranja, servidos para dos personas y sin embargo, tres puestos dispuestos en la mesa del comedor. Uno para Naty que tras tu llamado, bajó apurada con nuestro pequeño en brazos, afanada por irse a su casa para colocarse el uniforme y marcharse al colegio. El otro para Mateo, con su plato hondo colmado de coloridos cereales, y por supuesto el mío, en mi acostumbrado lugar al lado del tuyo, más tu silla permanecía arrimada al borde de la mesa y no habían cubiertos dispuestos ni vajilla destinada para el tuyo.

—Sin demostrar tu enfado, dándonos los buenos días, subiste raudo por las escaleras para darte un duchazo, pues a los cuatro vientos mencionaste que tenías muy temprano una reunión importante, y me encargaste, –sin variar el tono de tu voz– de llevar a Mateo hasta la parada del autobús escolar.

Traspasando las puertas de la entrada, solitario completamente nos recibe el amplio espacio del lobby. Decido detenerme un momento para contemplar la arquitectura de las vigas de madera y travesaños de los inclinados techos y la exquisita ambientación interior, sin demostrarle a Mariana ni a la sonrisa amable, –impecablemente blanca– de la mujer que nos aguarda en la recepción, ningún tipo de emoción.

Sin lugar a dudas es un espacio bien trabajado, con una decoración sobria y elegante, pero adolece de la acogedora intimidad familiar que estimo, si ofrecemos en nuestro hostal.

¿Nuestro? ¡Estúpida costumbre! Sé que mi boca se tuerce hacia la izquierda levemente, escenificando mi irrealidad, pero no puedo extenderme en ese pensamiento pues Mariana, dirigiéndose hacia la recepción, continua hablando de lo que vivió al otro dia después de la dichosa fiesta, aunque baja el volumen de su voz.

—Yo sabía que esa era una excusa fútil para escaparte y no tener que confrontarnos, pero delante de nuestro hijo y de Natasha, no podía detenerte para que habláramos y acepté resignada tu huida. Ya en la oficina, pues que te puedo decir. Obviamente mi cara de agotamiento y trasnocho no fue óbice para sortear las preguntas de todos, igualmente las expresadas por él. Pretendían todas, averiguar las razones de mi intempestiva partida.

— ¡Cansancio y el tiempo de cuidado por concluir de la niñera! Las dos razones que argumenté. Diana fue la única que reparó en la similitud de tu evasión y de la mía, aunque estábamos solas en el baño cuando lo mencionó. K-Mena estaba rara y de hecho mantuvo conmigo esa actitud distante, tanto el sábado como el domingo siguiente, al tener que trabajar en Peñalisa. José Ignacio intentaba distraerme y coincidir a la hora del almuerzo conmigo en la oficina, pero mi cabeza bastante embotada, no le prestó atención a sus galanteos ni a sus acostumbrados chistes flojos sobre los regaños que tuve que recibir por parte de mi esposo al pasarme de horas y volver convertida en la sumisa contraparte de «La Máscara». En mi pensamiento solo te encontrabas tú, confundido, enfadado y… ¿Celoso?

—Al sentarme para almorzar, esperé encontrarte como siempre ocupando tu lugar en la mesa de la esquina, pero jamás llegaste. Solo estaban los ingenieros y tu asistente allí. Y es que en toda la mañana no había recibido mensajes o una llamada tuya. Cobardemente yo tampoco te envié ninguno, por lo cual como única opción, fue intentar sonsacarle disimuladamente a Elizabeth tu paradero.

—Afortunadamente la encontré tomando como tú lo sueles hacer, un tinto bien oscuro al lado de la máquina expendedora. Me acerqué a ella bebiendo mi cappuccino, alabando su buen gusto al elegir su disfraz de Campanita y su esposo el de Peter Pan.

—Y nuestro inquieto Pedro Picapiedra… ¿Dónde lo dejaste que no bajó a almorzar? —Le pregunté y tras unos segundos compartiendo halagos y risas, me hizo partícipe de tu itinerario.

—Visitó por la mañana un terreno a las afueras de la ciudad, para instalar allí un campamento base para un proyecto nuevo, y por la tarde recorrerá varios concesionarios de vehículos para obtener cotizaciones. —Me respondió tu asistente con su educada amabilidad.

—La conversación cambió al acercarse a nosotras el ingeniero que te había obsequiado aquel juego de armar. Intercambié un escueto saludo y la llamada de Iryna, –para chismosear sobre la fiesta– funcionó para escapar de sus atardecidos piropos. Nunca mencionaste que te habías ofrecido para gestionar la compra de varios camiones y mucho menos me dijiste que aquel viernes, tu compañero de farra y demasiadas cervezas hasta casi la medianoche, había sido quien nos vendió el Audi.

—Te espero aquí mientras reclamas la llave de tu habitación.

Mariana arquea sus espesas cejas azabaches, abre desmesuradamente los ojos y levanta los hombros. Resignada continúa su andar hasta la recepción. La observo saludar amigablemente a la empleada ubicada tras el recibidor y esta la trata de igual manera, como si mi esposa llevase varios días hospedada en este hotel.

Ahora la chica de piel carmelita ladea un poco la cabeza, y por encima del hombro albo de Mariana, con sus redondos ojos algo biliosos, me da un veloz repaso; intercambian algunos comentarios y muy jocosa le hace entrega de la tarjeta. Mi mujer se gira, sin hacer el intento de ocultarme la alegría nueva reflejada en su cara.

—Es por aquí. ¡Sígueme! —Me dice y enfila sus pasos cortos y elegantes hacia el pasillo ubicado a nuestra derecha, intentando no causar mucho ruido al golpear los tacones contra las anchas baldosas marmolizadas. Le hago caso, despidiéndome con la mano en lo alto de la empleada y su cómplice mirada.

—Esa noche, cielo, mientras te esperábamos jugando con Mateo, estuve pensando en cómo debería abordar nuestra conversación, buscando las palabras adecuadas para disculparme contigo sin que llegaras a pensar que me sentía del todo culpable. Según mi otra yo, la Melissa de los demás, no había hecho nada tan terrible. Bueno, nada demasiado malo para que te hubieses comportado de esa manera tan infantil, con esos nacientes celos enfermizos y tu actitud de troglodita. Llegaste tardísimo, casi a medianoche y apestando a alcohol. ¿Recuerdas?

—Más o menos. —Le respondo indiferente, mientras continúo caminando por detrás del bamboleo del vestido y ese… ¡¿Por aquí o por allá?! Que parecen señalar sus caderas indecisas, pero cuyo tejido de hilos negros, para nada logran ocultar de mis ojos la deseable curvatura de sus nalgas.

—Pues a Mateo no le hicieron gracia tus excedidas muestra de amor para despertarlo, ni las cosquillas en su pancita le gustaron, y llegó rato después hasta nuestra habitación buscando refugio entre mis brazos y dejando a su padre vestido, boca abajo durmiendo en su cama la borrachera.

Llegamos al final de este solitario pasillo y se abre ante los dos una iluminada estancia elevada, con otro camino inclinado y enladrillado, –que bordeando los jardines y una piscina rectangular e infinita de aguas tranquilas, –a estas horas apenas mecidas por la suave brisa que proviene de levante– al parecer nos dirige hacia el ala este del complejo hotelero. Mariana aquí apresura sus pasos pues no resuenan demasiado, y la orilla de su vestido ondea agitada, como si quisiese cachetear por irrespetuoso al invisible viento que se lo menea.

—Muy temprano dejé al cuidado de la nana a mis dos hombres, y sin muchas ganas conduje hasta la oficina para dejar mi auto en el parqueadero subterráneo y encontrarme en la plazoleta de la entrada al edificio con mis tres compañeros, y ya sentado en el puesto delantero de la mini van, a Eduardo y su mirada achinada, gesticulando con una mano para que nos apuráramos a subir.

Por el sendero adoquinado avanzamos bordeando el malecón hasta el extremo, esquivando tres medianas palmeras y justo al frente de los dos, una estructura de madera con amplias escaleras nos corta el paso. Sin lugar a dudas, Mariana ha escogido uno de los pisos superiores o sencillamente fue por el costo de la estadía, las únicas habitaciones disponibles. La tarjeta Platinum que mantiene en su cartera desde antes de casarnos, tiene sus globales beneficios.

—Un pie suyo, –el derecho– hace contacto con el primer escalón. La madera cede y cruje bajo su peso. Mariana al apoyar el izquierdo se detiene para descalzarse. Se encorva lentamente, pero yo que estoy detrás de ella, me agacho primero y pinzo con mis dedos las correas de ambas sandalias y las levanto.

—Gracias cielo, eres un amor. Es para no causar demasiado ruido. —Y con los marinos ojos brillantes mirándome cariñosa, me agradece el gesto regalándome una sonrisa, y callados ascendemos el primer tramo hasta el rellano. Al subir por el segundo tramo, –ya lado a lado– Mariana vuelve a dirigirme sus palabras.

—Todos teníamos cara de culo por el trasnocho y la madrugada, así que nos adormecimos hasta que llegamos al hotel y la voz del conductor nos despertó. Me sentía mal físicamente, pero mucho más me molestaba la parte sentimental. Si no hubiese pactado con anterioridad aquella cita con el abogado y su familia, mi elección seria haberme reportado enferma y quedado en casa para dialogar contigo.

Al llegar al segundo nivel, Mariana apoya una mano en el madero a su derecha. Gira el cuerpo y posa el pie en el siguiente escalón. La habitación por lo visto se encuentra en el último nivel.

—Hambrientos desayunamos con ganas y después en la habitación, deshicimos las maletas y nos cambiamos de ropa, colocándonos el uniforme para trabajar. La camiseta de cuello tipo polo azul petróleo con el logo de la constructora en el pecho al lado izquierdo de los cuatro botones, los dos últimos desabotonados. Los shorts blancos de talle alto, con las medias tobilleras y las zapatillas deportivas para complementar el vestuario. Nos trasladamos hasta la sala de ventas en el condominio, preparados para iniciar labores. Media hora más tarde, como era lo acostumbrado, llegó él.

Alcanzamos el tercer nivel y me detengo un instante. Deseo observar el panorama, aún oscurecido el horizonte, más de vez en cuando centelleantes los relámpagos, iluminan la lejana bóveda celeste.

— ¡Vaya, vaya! Bonita vista. —Le expreso mi opinión y Mariana asiente pero da media vuelta, avanza unos cuatro o cinco pasos y se planta en frente de la primera puerta.

—Es esta mi habitación, cielo. ¡Adelante por favor! —Se adentra y la persigo.

Sobre la esquina de la cama King Size, abandona el sombrero de paja, descuelga del hombro el bolso negro y lo coloca allí tambien. Las sandalias se las acomodo justo al lado de la mesa de noche y me dirijo al lado opuesto, hacia la silla en frente al pequeño escritorio y ubico mi mochila, cubriéndola con mi «cachucha» de los Yankees.

Mariana abre por completo la puerta-ventana que da acceso al balcón y se sienta en la silla más cercana a ella. Coloca sobre la superficie de cristal de la redonda mesa su cajetilla de «Parliament» y el rosado encendedor. Toma uno y lo lleva a su boca, tocando con la palma sus carnosos labios rosa. Espera a que me acomode a su lado, intuyo lo que desea y lo hago. Extraigo del bolsillo de las bermudas el mío y de una sola rascada le ofrezco el fuego que necesita, manteniendo encendida la flama para prender mi cigarrillo. Tomo asiento a su lado, retirando por el espaldar la silla, dejándola en diagonal.

—Bonito panorama se debe avistar desde aquí. —Nervioso pronuncio para cortar el tenso silencio. Me mira directamente a los ojos, omite opinar sobre mi parecer y con seriedad me dice…

—Desde aquella vez, dejaste de llamarme al móvil para averiguar cómo había llegado, y te juro mi vida, que no olvido esa triste sensación de abandono que sentí. Me lo merecía obviamente, pero dolió, aunque con el pasar de los fines de semana alejados, me acostumbre a tu descuido. –Sintiéndose acusado, Camilo echa hacia atrás la cabeza. – Con la desgana de atender a los visitantes interesados se me pasó la mañana y fui yo quien te llamó. Cortante respondiste a mi pregunta, interesada por saber que hacia nuestro hijo. Antes de que colgaras la llamada te dije que te amaba y que eras lo más importante de mi vida. ¡Necesitamos hablar de todo lo ocurrido, cuando regrese!

— ¡Como quieras! —Me respondiste y finalizaste la llamada sin despedirte.

—No me diste paz con aquella respuesta, pero aun así eché a un lado aquella preocupación para dedicarme de lleno en atender por la tarde a mis clientes.

—Te fue bien con ellos. –Mariana se sobrecoge al escuchar que ya estaba enterado. – ¡Eduardo me ponía al tanto de tu récord de ventas! —Le termino por aclarar, creyendo que mantengo el control de la conversación. Más no es así, pues enseguida mi mujer me devuelve el golpe.

—Sí, pero no fue durante la demostración de la casa ni de argumentar las ventajas de vivir y disfrutar de las comodidades del condominio. No cerré la venta ese dia. Fue a la semana siguiente, pero eso es un tema que por ahora no quiero detallar. Tengo la sensación de que quieres averiguar otras cosas, para ti más importantes. Quieres que te diga… Que te hablé de… De mi relación con él. Porque es lo más importante para ti. Lo que al parecer, mi vida, te ha dolido más. —Y Camilo se echa para atrás en su silla, apoyando por completo su espalda contra el respaldo.

—Pues la verdad es que no me cabe todavía en la cabeza, porqué diablos terminaste enredada con ese playboy de playa, cediendo a sus des…

Tres breves golpes provenientes de la puerta, se anteponen a la interpelación que quiero hacer. Mariana iza por completo sus esculpidos centímetros de altura, y con el cigarrillo sujeto entre el cañón de sus dedos, encamina sus pasos hacia la puerta. Me giro un poco intentando observar, más el cuerpo de Mariana y lo sesgada de la hoja de madera, me impiden visualizar quien nos ha interrumpido. Afino el oído para escuchar su corta conversación.

—Aquí tiene lo que me solicitó. Finalmente no tuvo usted un mal día. ¡No llovió, como le dije!

—Es verdad preciosa, el clima ayer estuvo variado pero esta madrugada aún no termina y es probable que me alcance algo de aquella tormenta que ayer no me empapó. ¡Gracias, Dushi querida! Eres un sol.

Mariana tras cerrar la puerta se regresa sosteniendo una bandeja metálica. Una jarra con agua, un vaso alto con hielo picado y otros dos medianos, vacíos. Una botella de tequila de color amarillo pajizo, y otra más angosta con zumo de naranja. La coloca sobre el escritorio y con cuidado se dispone a servir los tragos. ¡Me fascina toda ella! Su prestancia y la rectitud de su postura, la delicadeza de sus movimientos y esa carita que sin proponérselo, coqueta la punta de su lengua –húmeda y arrinconada– sexy sobresale de su boca al hacer la fuerza justa para desenroscar la rebelde tapa de la botella… ¡Sin solicitar mi ayuda!

Sus dedos delgados, –con las uñas ya no tan largas y decoradas al estilo francés que tanto me agrada verle– se hacen con los dos vasos de cristal y en ellos, los cocteles ya preparados. Viene hacia acá, sonriente y triunfadora, dándole leves vueltas a las dos bebidas.

— ¡Toma, cielo! —Le entrego su vaso y tras verlo embobado mirándome, le sonrío. Pero me alejo para recostarme en una de las esquinas del balcón y jactarme un poco ante él.

—Ya lo ves, Camilo. No eres el único por aquí que sabe hacer buen uso de sus relaciones públicas. —Lleva el vaso hasta la boca y lo prueba. Su cara demuestra agrado y sin embargo le consulto.

— ¿Me ha quedado fuerte? —Y enseguida pruebo el mío cerrando los ojos. ¡Ni tanto que queme al santo, ni tanto que no lo alumbre!

—Para nada, está en su punto exacto, como me gusta. ¡Ya le tienes la medida! —Me responde emitiendo al final un sonido de complacencia y luego aspira su cigarrillo con agrado. ¿Y el mío donde carajos lo dejé? ¡Mierda!

Apurada me regreso hasta el escritorio y lo encuentro por completo consumido. Vuelvo a sentarme a su lado, dejando en el cenicero los restos y enciendo un nuevo cigarrillo.

—Y bien, cielo. ¿Por dónde íbamos? —Le pregunto y enseguida me responde, dejando dentro del cenicero de cristal la colilla del suyo, acompañando a la que dejé olvidada.

—Tu sábado de ventas, atendiendo a esa familia.

—Ahh sí. Pues estaba con mi cabeza puesta en otra parte, en la ciudad contigo, y lo que menos me importaba era atender a otras personas, por ello extendí para ellos la presentación de la casa, paseándolos por el campo de golf, las canchas de tenis y las zonas húmedas, entablando una reveladora conversación con el magistrado, mientras el abogado, su novia y la madre, curioseaban en el gimnasio. Diana, Carlos y José Ignacio, algo preocupados estuvieron pendientes de mí. K-Mena y Eduardo por el contrario, no se inquietaron.

—En el hotel durante la cena, distanciada de los demás, te escribí varios mensajes. En unos indagaba por lo que habían hecho con Mateo durante el dia. En otros te preguntaba que hacías y como te sentías. Todos y cada uno los finalicé con un ¡Te amo, eres lo único importante en mi vida! Pocas palabras para contarme las locuras de Mateo en el parque de diversiones. Una escueta respuesta… ¡Estoy jugando en la consola con Natasha! Y en ninguno de ellos un… ¡Yo también te amo! O tu acostumbrado… ¡Igualmente te extraño!

—Angustiada, dormí a plazos y en la mañana del domingo les dije a las muchachas que se adelantaran, que iría a Peñalisa mas tarde. Sin embargo lo único que deseaba era verte, hablar contigo y aclarar las cosas. Llamé a Eduardo y le dije que no iba a ir, porque me sentía enferma. Me ofreció su compañía para tomar en la terminal un autobús, pero le dije que no se preocupara que yo encontraría un taxi a la salida del hotel. Sin objetarme nada, me apresuré a empacar en mi trolley la poca ropa y los implementos de aseo. Bajé al restaurante y solicité un cappuccino para acompañar mi cigarrillo antes de partir. ¡Añoraba darte una bonita sorpresa!

Camilo mantiene el contacto visual sin pestañear, escrutando mis gestos y analizando en el tono de mi voz, la sinceridad de mis palabras. Doy un corto sorbo a mi coctel, burdo intento de un Tequila Sunrise, aspiro, retengo y exhalo por la boca el humo, que se disipa arremolinado frente a mi rostro. Mi marido se pone de pie, sin retarlo hace fondo blanco a su vaso y se dirige hacia la barda de madera en la esquina del balcón. Sus dos manos aprietan el madero y su mirada, tras suspirar profundamente, se pierde más allá del malecón, hacia Marichi Pier o hasta divisar la entrada a la bahía, y de allí imaginar el camino hasta nuestra casa en Otrobanda.

— ¿Cielo? ¿Te preparo otro trago? —Le consulto para llamar su atención y rescatarlo de su melancolía. Gira la cabeza y asiente, al tiempo que sonriente me guiña un ojo. Esta tranquilo mi cielo… ¡Por ahora!

— ¿Te acompaño y me sigues contando? —Le escucho decir tras de mí, mientras recojo su vaso.

¡Pufff, es el momento! Quiere saber y yo… ¡Mierda, mierda! ¿Cómo se lo cuento sin que le duela?

—Claro mi vida, sígueme y te cuento. —Le respondo asegurándome de que no vaya a ver mi rostro todavía, porque estoy completamente segura de que lo tengo palidecido.

Se acomoda muy cerca, casi percibo la brisa de su respiración en mi oreja. Anteriormente estaría encantada de sentir ese rico escalofrió, más ahora no. Estoy muy nerviosa.

—Tiemblas. ¿Ya sientes frio? —Camilo lo nota de inmediato. No tengo de otra. Termino de preparar estos cocteles y se lo contaré, con pelos y señales.

—No señor, estoy cómoda con esta temperatura. Me gustaría darme un baño antes de…

—Mariana, no le des más vuelta a esto y cuéntamelo ya. ¿Cómo fue que sucedió?

—Hummm, Cielo te juro que no lo busqué ni lo llamé. Él se apareció de pronto por mi espalda y me alcanzó… « ¡Con sus dedos oprimiendo mi clavícula derecha, sus ojos avellanas escudriñando mi vestuario de arriba para abajo, y esa sonrisa pícara de niño descarriado! Pero estos detalles sobran y no se los voy a decir.»… antes de cruzar la calle frente al hotel para tomar un taxi.

—Me extraño verlo allí y le pregunté. ¿Qué haces tú aquí? Me dijo… —Espera aquí bizcocho, saco el carro y te llevo hasta tu casa o si por el camino cambias de opinión, nos vamos derechito para la mía y cerramos el trato.

—En un dos por tres tenia frente a mí la puerta abierta del Honda Blanco.

— ¿No que estas enferma y tienes prisa? Sube ya Meli que empieza a calentar y esta belleza no tiene aire acondicionado.

—Y obviamente subiste y te fuiste con él. —Lo intuye ahora Camilo, recibiendo de mi mano estirada su refrescante trago, sentándose casi en la cabecera de la cama.

—Sí, metí mi maletín tras el asiento negro de piel con ribetes anaranjados como el color de los rines de su auto, y él me ayudó a acomodar el cinturón de seguridad, tan distinto al de mi Audi, por ser uno especial para competencias. Se aprovechó de mi ignorancia y en un descuido mientras lo ajustaba, me besó. Te juro cielo que lo aparté con mis manos y ofendida le dije…

—Nacho, ¿Qué te pasa? Si vamos a empezar así el viaje, mejor déjame aquí. Se rió con ganas y arrancó, prometiéndome –cuando dejó de carcajearse– que se comportaría decentemente.

—Comenzó a chicanear, acelerando el auto mientras nos detenía la luz roja del semáforo a la salida de Girardot. Le advertí de que no fuera a correr como un loco porque me mareaba. —Camilo me mira asombrado, sin haber probado su trago.

—Si cielo le mentí, pero si no me invento esa excusa con seguridad hubiera roto el límite de velocidad varias veces o en alguna de las curvas, quedaríamos estampillados contra algún camión.

—Por lo visto te hizo caso, pues estas aquí, vivita y coleando. —Con algo de sorna me cita el refrán.

—Así fue afortunadamente. Para calmarlo y lograr que le bajara al volumen del radio, –que me causaba mayor dolor de cabeza– le pregunté por su novia, la tal Grace, y literal, mi cielo, ¡Nacho me torció la jeta!

—No quiero hablar de ella, Meli. Hablemos mejor de otras cosas. No estás enferma y a mí no me vas a tramar con ese cuentico. Lo que te sucede es que estás de pelea con el güevón de tu esposo.

—No sé qué me sucedió pero no encontré una excusa a la mano para negarle su acertada intuición. Guardé silencio y giré mi cara hacia el paisaje a mi derecha.

—Sabes que soy muy despistada pero en un letrero me di cuenta de que había tomado la otra ruta, la que pasa por Tocaima y le hice el comentario. Me respondió con sus ínfulas de hombre recorrido que por ese trayecto llegaríamos más pronto a Bogotá y sin esperármelo me soltó de pronto un… ¡Son blancos! ¿Me los vas a regalar?

—Caí en cuenta a que se refería. Llevaba puesta la blusa blanca de botones pequeñitos en forma de diamantes, y estampado de flores multicolores que me obsequió tu hermano mayor para las navidades. Y la falda de mezclilla que había comprado junto a la cazadora del mismo tono y material cuando visitamos los outlets para aprovechar las gangas. ¿Si la recuerdas? Para nada se me hizo que me quedara demasiado corta y sin embargo, estúpidamente hice el intento de alargar la tela de jean, embutida en esa silla que no me permitía demasiado movimiento.

— ¡Que manía la tuya de querer verme los cucos! ¿Acaso no te basta con las vistas que te doy cuando utilizo mis trajes de baño en la piscina del hotel? Óyeme, me preocupas José Ignacio. En serio. ¡Estás mal de la cabeza! —Le dije y ya sabes cómo era su comportamiento. Riéndose con ganas, le importó cinco mi comentario y volvió a la carga diciéndome…

— ¡Jajaja, Meli preciosa! No tienes ni idea de lo hermosa que te ves cuando se te colorean las mejillas, no por el calor si no por las rabietas que te ocasiono. —Lo pellizqué en el abdomen para lastimarlo, pero lo que hice fue comenzar nuestro destape.

—Anda bizcocho, quítatelos y me los regalas. Pero espera Meli… ¿Me los das antes a oler?

—Ajá. ¡Sí claro, cómo no! ¿No quieres de paso una mamadita? —Le respondí burlona, y de mi bolso tomé un cigarrillo para fumar.

— ¿Me darías una? —Me dijo sin apartar la vista de la carretera y lo miré re-mal. –Una patada en las pelotas es lo que te voy a dar si sigues morboseandome. – Le respondí.

—Una chupadita no más, Meli, de tu cigarrillo. ¡Mujer malpensada! —Y me hizo reír.

—Callamos durante un tiempo, mientras yo fumaba y… Acercaba a su boca mi cigarrillo. Luego con síntomas de preocupación en su rostro me habló sobre K-Mena, intrigado por su cambio brusco de personalidad, y me confesó que en su habitación la noche de la fiesta, ella había intentado seducirlo y casi que obligándolo a que se dejara hacer por ella, sexo oral.

—La rechacé y se enojó. ¡Juradito que sí! Por eso no me habla. Si ves, bizcocho, estoy cumpliendo con mi parte del trato. En cambio tú, no te dejas dar un beso ni me regalas los calzones. ¡Como que no tienes palabra, ni fecha en el calendario! —Me pareció divertido su apunte, porqué así no versa la canción de «Caballo Viejo», y aunque dudaba de la veracidad de su relato, si era muy cierto que el comportamiento de K-Mena ese sábado fue distinto con él e indiferente conmigo.

Camilo me ha escuchado atentamente, semi recostado en la cama pero del lado izquierdo, sin embargo ahora lo veo sentarse intranquilo en la orilla y descalza sus pies, refregando talón contra talón. Enseguida lo veo ir hacia el escritorio, con su vaso de tequila en la mano y la mirada directa a la esquina donde me encuentro.

— ¡Te faltó el hielo, Mariana! —Me dice mientras utiliza como garfios tres de sus dedos y agarra algunos trozos para depositarlos con cuidado en el vaso. Debo acercarme para que le ponga un poco al mío, y así aprovecho para dilatar su sufrimiento.

— ¡Y así finalmente mientras el conducía, terminaste por bajarte los panties y dárselos a oler! ¿O me equivoco? —Sin levantarme la voz, ni demostrar enojo, Camilo se me adelanta y me sorprende.

—Pues como te lo advertí hace unos momentos, mi cielo. Te estoy diciendo la verdad, con pelos y señales. Aunque nos duela y te ofendas. Aunque me puedas llegar a odiar más, pero es lo que quieres realmente, cielo, que con mis recuerdos te sumerja en el dolor y con mis verdades te saque a flote. Y no mi vida, no se los regalé, ni mucho menos se los di a oler. Pero confieso que sí me los bajé, mientras Nacho conducía justo antes de llegar a... ¿Sabes qué? Hubo más, pero ahora me quiero bañar. ¿Me esperas fuera, o entras conmigo para seguirte contando?

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