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Infiel por mi culpa. Puta por obligación (32)

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Sin apuntar, da en el blanco.

Escasamente me da tiempo a pensar la mejor respuesta que le puedo ofrecer a su invitación. O es… ¿Un desafío? En todo caso Mariana con bastante tranquilidad, se desplaza descalza hasta el costado izquierdo de la cama y de medio lado acomoda por completo nalga y muslo derecho, –este último a medio descolgar– sobre la colcha de fresco algodón; el resto del peso de su cuerpo lo descarga en la pierna izquierda, extendida y apuntalada al suelo de cerámica por su desnudo pie, asemejando un esforzado paso de ballet.

Dando un corto sorbo al tequila, coloca el vaso de cristal sobre el nochero, –al mejor estilo art-déco– y con paciencia retira los dorados pendientes de sus orejas. El derecho primero y el izquierdo después. Ya me conozco este ritual. Ahora los tendrá que colocar donde los pueda ver, evitando que se le olviden. Es decir justo al lado del interruptor de la innovadora lámpara de noche, amurallados por las pulseras de plata y las gargantillas de oro. Así lo hacía en nuestra casa, retirando todo lo artificial de su piel, menos la alianza matrimonial. En este caso como en sus muñecas no las lleva puestas, utilizará con seguridad su smartwat… ¡Ja, lo sabía!

Y justo en este instante, como si tuviese que espantar el ataque de un enjambre de abejas, Mariana va a revolcar sus cabellos con los diez dedos, desde su frente hasta la nuca, en ambos parietales, y echando la cabeza hacia atrás. Cuando viví con ella y mantenía hasta la cintura su melena azabache o después desafortunadamente tinturada, ella con fuerza lo lanzaba todo hacia adelante ayudándose con la palma de sus manos, –formando una secuencia de Fibonacci al admirarla desde mi posición– y comenzaba a peinarlo arañándolo con sus dedos nuevamente desde la frente hasta llegar a las puntas, repetidamente y engibada, revisaba de tanto en tanto los extremos buscando no encontrar las apocalípticas horquillas.

Hasta que por alguna rendija, –que se formaba al pasar sus dedos por entre el torrente de sus cabellos– se percataba de que recostado contra el cabecero de nuestra cama yo estaba mirándola embobado, y juguetona me preguntaba con voz ronca, « Loco. ¿Qué tanto me miras?» y enseguida se venía juguetona hacia mí, caminando encorvada y emitiendo gruñidos, con sus cabellos ocultándole la cara y actuando como la niña misteriosa de la película de terror. Y reíamos bastante, provocándonos cosquillas para terminar haciéndonos el amor.

Pero hoy, como lo lleva corto hasta los hombros, desconozco que va a suceder. Debe haber desarrollado otro protocolo más eficiente y serio en mi ausencia. Me intereso por conocer esa nueva manía y no ceso de observarla. Efectivamente echa su cabeza hacia atrás, –como antes– pero ahora la mueve rápidamente de un lado para el otro con rapidez, como si estuviese rezongando por algo, pero se detiene para acomodar la onda de los mechones hacia la izquierda con la mano derecha.

Se levanta de la cama, al parecer satisfecha, y me mira. Sonríe pues es consciente de que me gusta verla y que me encanta –como siempre– dejarme hechizar por ese par de ojos azules, seductores y atractivos. De nuevo toma su vaso y mientras se me acerca, termina de beber en dos sorbos seguidos, lo poco que le falta.

En mi dirección su brazo se alarga con el envase de cristal desocupado en la mano, con el mismo gesto de siempre, –el de niña consentida– me lo entrega, achinando los ojos y arrugando su respingada nariz. Se lo recibo para dejarlo sobre la bandeja y de soslayo la observo flanquear la cama por el lado izquierdo. No está haciendo calor pero con el dorso de la mano zurda limpio un poco el sudor que humedece mi frente, en tanto que en la diestra mantengo el vaso con tequila y el hielo ya hecho líquido, pero eso ahora es lo que menos me importa.

Mi atención, toda, se centra exclusivamente en observar los gráciles movimientos al detalle, regodearme en admirar la belleza de su cuerpo mientras se desviste, para nunca olvidarla, para recordarla por siempre. ¡Por si no puedo perdonarla y por si las moscas nos dejamos de ver!

Los dedos de sus manos desbaratan sin prisas el sencillo nudo del cordón que entalla su cintura. Mariana, frente a la puerta del baño se agacha para recoger el ruedo del vestido por delante a dos manos cruzando los brazos; arremanga la tela hasta llevarla más arriba de las rodillas, –meneando un poco las caderas– y termina por subírselo hasta la altura de su cabeza, retirándolo de su cuerpo sin despeinarse demasiado. Lo sacude con fuerza y sobre la cama lo extiende cuidadosamente.

Me mira, sonríe, me guiña el ojo derecho; sabe bien Mariana que me encantaba verla desnudarse, e irremediablemente ahora espero lo mismo. Quiero verla desprenderse del top blanco que le aprieta los senos, y deseo que esos cucos negros que atraen mi atención hacia el centro de su alba figura, se descuelguen por sus muslos sin que alguna rodilla imprudente se cruce y no alcance el entelado aroma de su intimidad, a descender hasta sus tobillos.

Deja de mirarme y se concentra en rascarse la nalga derecha. Gira sobre sus talones un cuarto de vuelta y veo como introduce por los costados, los pulgares bajo el encaje encauchado de sus panties y estira hacia abajo la íntima prenda, pero mis ojos la pierden de vista cuando ingresa al baño. «Me deja viendo un chispero», y en mi mente apenas retengo la imagen convexa de sus muslos, sumado a la ideal proporción de su culo con forma de melocotón, y la atractiva «S», que estilizada avanza desde su cintura recorriendo vertebra tras vertebra la espalda hasta el estirado cuello que sostiene su cabeza. ¡Puff! Necesito otro trago, tal vez Mariana también. ¿Y un cigarrillo para los nervios? ¡Claro, puede ser!

En razón a nuestra cotidiana familiaridad, me deshago del vestido frente a Camilo y noto en el brillo de sus ojitos marrones, que su admiración por mi cuerpo no ha declinado a pesar de nuestros meses separados. Desde nuestro noviazgo siempre ha sido de esta manera. Su actitud de enamorado voyeur no decae a pesar de todo lo que el pobre ha soportado, y eso… ¡Eso es un síntoma claro de que para nada me ha olvidado! Quisiera desnudarme ante él por completo, y otorgarle nuevamente el disfrute de su tiempo adorándome con su mirada. Pero temo que al hacerlo pueda llegar a pensar que tan solo intento seducirlo para que me perdone a cambio de sexo. ¡Y ese sería otro error imperdonable por mi parte!

Que pecadito con él, pero debo dejarlo con las ganas. Mejor me hago la loca y entraré al baño para lavar mis cucos y luego darme un renovador duchazo. Pero no voy a cerrarle la puerta, ya que no somos un par de extraños, aunque por ahora lo parezcamos. No seré yo quien se atreva a romper este relajante silencio invitándolo a pasar, pero si gusta o si así lo desea y se atreve, pues que siga y se deleite con mi completa desnudez. Mmmm, ¡Que disfrute un poco!... Antes de tragarse el sapo que le aguarda con lo que quiere saber y que yo realmente no quisiera tener que recordar.

Me he quedado solo, como suspendido en el limbo de sus recuerdos dentro de esta habitación, –mientras termino de agitar los dos cocteles– pensando que hacer. ¿Ingreso con ella al baño para seguir escuchando sus memorias y poderla ver completamente desnuda después de tanto tiempo? Pero… ¿Y si se me entiesa esta cabeza que no piensa, y me entran furibundas por las venas, las ganas de hacerla de nuevo mi mujer? Ah, carajos. ¡No sé qué hacer! Definitivamente necesito un cigarrillo.

De nuevo como ayer, casi a la misma hora, observo ante el espejo a una Mariana ya más calmada, sin el llanto que aguaba mis ojos, ni la vacía expectativa que me trajo hasta aquí. Curiosamente, a pesar de lo complicado que ha sido revelarle mis deslealtades, al parecer estoy curada de la migraña, metida entre estas cuatro paredes casi desnuda, emparamando de líquido jabón mis panties, –juntando el tejido entre mis dedos– delicadamente refregándolo contra el bolsillo de algodón para cuidar mi higiene, enjuagándolos con agua un poco más que tibia para ponerlos a secar en…

— ¡Oops, lo siento! Creí que ya estabas en la ducha. —Le digo a Mariana desde el vano de la puerta, con un coctel en cada mano y entre mis labios apretado mi rubio tabaco con su retorcida humareda elevándose deforme hasta el cielo raso.

Había escuchado el grifo derramar su torrente y me imaginé que mi mujer ya se encontraría dentro de la cabina, protegida su desnudez un poco, por el vapor que debería de empañar los salpicados cristales. Más no es así, y me la encuentro frente al ovalado lavamanos de cristal, lavando sus cucos, con su desnudez de cintura para abajo, –atrayendo mi mirada– ya que mantiene puesto todavía su apretado top.

—No te preocupes, cielo. No vas a ver nada diferente a lo tienes más que visto. —Le respondo sin inquietarme. Por el contrario, siento agrado por su atrevimiento.

—Ya casi termino. –Le digo mirándolo a través del reflejo en el espejo. – ¿Pero sabes una cosa? Quítate la ropa y pásame tu bóxer para lavarlo. Debe estar igual de sucio y lleno de arena como mis cucos. —Camilo duda. Mudo ante mi propuesta, no se atreve.

— ¿Estás hablando en serio? ¿Y si no se secan que me pongo? —Me responde después de analizarlo.

—No te preocupes por eso. Tenemos tiempo para que se oreen en el balcón. Y si no, pues echaré mano del secador de cabello. Mientras tanto te vas adelantando. ¡Anda! –Sin querer le ordeno. – Te das un duchazo y vamos hablando. ¿Te parece?

—Humm, está bien. —Le respondo con desgano pero le hago caso y dejó los dos cocteles sin probar sobre el mueble de madera, más mi cigarrillo continua atrapado entre mis dientes.

Primero suelto los tres botones que juntan mi camisa y en seguida aflojo el botón de la bermuda y bajo la cremallera. El que caigan al piso las dos prendas y permanezcan esparcidas a mis pies no me preocupa, tengo la certeza de que Mariana las recogerá, como antes, como siempre. Pero lo haré yo, para cubrirme un poco cuando termine de quitarme mis interiores.

—Vamos cielo, pásamelos ya. Dame ese pucho para tirarlo y la camisa y tus bermudas para alisarlos un poco con la mano, mientras te bañas. Y deja la bobada que no te voy a morder las nalgas. —Lo apuro. ¡Aunque ganas no me faltan!

— ¿Y entonces Mariana? Me decías que ibas con el irresistible siete mujeres en su corcel blanco, –burlonamente le pregunto mientras abro el grifo de la ducha. – y le diste el gusto. Excelente copiloto se consiguió. Auto para piques, moto clásica y… ¡Jueputaaa! ¡Está helada!

—La caliente es el grifo de la izquierda, cielo. —Debo cubrir con rapidez mi boca con la mano para que no escuche que me rio de su torpeza, pero la sonrisa se me está borrando en este mismo instante, pues forzosamente debo recordar que...

—Sentí una súbita presión sobre mi muslo izquierdo y sobresaltada le pregunté… ¡¿Qué haces?! —Ni me miró, mucho menos respondió, pero si sonrió con malicia. Su mano era pesada y sin embargo la movía suavemente hacia arriba unos centímetros, hasta por debajo de la tela de mi falda, –sin ascender más– para luego bajarla mansamente muchos milímetros hasta acariciar mi rodilla.

— ¡Me encanta la suavidad de tu piel! —Aquella posterior apreciación suya me pareció sincera y dejé que la mantuviera allí.

—La cabina de su destartalado Honda, –desprovista de paneles y tapizados– retenía el calor de la mañana y aun así, la tibieza que desprendía su palma al frotarla contra mi muslo me acaloraba más que la temperatura exterior. Nacho la retiraba de vez en cuando para cambiar de marcha, pero tan pronto como podía, volvía a posarla casi en el mismo lugar y con gran familiaridad. Y yo continuaba mirando hacia mi derecha por la ventanilla, como si realmente me interesara observar el paisaje, pero en realidad seguía pensando en ti e imaginando los posibles escenarios que se me presentarían cuando por fin pudiéramos vernos y a solas, hablar para aclarar las cosas.

—Detuvo el auto en un parador a la vera del camino, –justo después de girar a la derecha dejando atrás Tocaima–, según él, para comprar algo y beber pues tenía demasiada sed. Y era verdad cielo, pues aquella mañana estaba muy soleada. Descendió y yo me quedé dentro, sentada y sujetada por cuatro correas rojas que se unían en el centro por debajo de mi esternón. Me fijé en como Nacho rodeaba el auto por el frente, haciendo gala de sus dotes físicos. Con los lentes cromáticos sobre su cabeza a modo de balaca, el amarillo pollito de su camisa llamando la atención y su caminadito sobrador, sabiéndose encantador.

—Uhumm, me lo imagino, Mariana. ¿Y entonces qué? —Intervengo mientras que me enjabono las pelotas.

—Se acercó hasta la entrada del pequeño local y las dos muchachas que estaban por delante de las vitrinas se codearon entre si al verlo llegar y comiéndoselo con la mirada se alcanzaron a tropezar por el afán de atenderlo. Ciertamente que José Ignacio tiene una apariencia varonil y atractiva…

—Uhum, si claro. Todo un playboy de playa. ¿Y?

—No escuché lo que les dijo pero una de las muchachas volteó sus ojos hacia mí y enseguida volvió a mirarlo, prestándole atención de nuevo y se rieron los tres. Regresó al auto con dos botellas de agua helada en las manos y su sonrisa picaresca antecediendo sus pasos. Ubicándose por mi costado apoyó los antebrazos sobre la parte inferior de la ventanilla y su mirada se clavó en mis piernas. En un acto reflejo las junté. Se sonrió con malicia para luego inclinarse y meter por completo la cabeza dentro de la cabina girándola hacia mi rostro. Como hipnotizada observé brillos o chispas en sus ojos color avellana y vi sus labios entreabrirse, en cámara lenta dirigiéndose hacia mi boca y… Perdóname, pero ante la inminencia del beso me estremecí por vez primera. —Camilo rezonga algo inentendible.

—Con rapidez interpuse entre su boca y la mía, mi mano colocándola de canto. Se rió, más no dijo nada, pero el que es perro es perro y donde le han servido vuelve a comer, así que dejó caer sobre mis muslos una de las botellas de agua y aquel contacto con el frio, me hizo reaccionar, erizándome la piel y abrir la boca. La suya, abierta también, reclamó para sí la victoria apoderándose de la mía. –De izquierda a derecha, la cabeza de Camilo niega o al menos me lo parece. – Sentí la presión de sus labios, su lengua explorando mi paladar y reaccioné con la mía húmedec… ¡Acepté su beso! Lo besé, Camilo. Nos besamos por algunos segundos, como él tanto deseaba que yo lo hiciera. ¡Tal cual como me vio besar a K-Mena!

— ¡Suficiente! —Le dije, tras apartarle la cara con mis manos.

—En verdad que besas, ¡Deli, deli! —Alabó mi buen hacer, y finalmente sacando el medio cuerpo que había metido, dio la vuelta por detrás y orondo se subió en el auto.

—Espera, no arranques todavía y hazme el favor de liberarme de este arnés. —Le ordené y aunque extrañado, en un santiamén ya me había soltado el cinturón y abrí la portezuela para bajarme. Me dirigí hacia el mostrador de cristal, donde las dos «peladitas» me miraban con cierta prevención y sin saludar les pregunté…

— ¿Las «achiras» están frescas?

— ¡Sí señorita! Recién amasaditas. –Me respondió la de cabello castaño claro. – ¡Entonces me llevaré dos paquetes!

— ¿Y los «alfandoques» también son de hoy? —Al ver los paquetes colgando de la viga de madera, les indagué sin dirigirme en especial a alguna de ellas.

—También señorita. –Me respondió la más gordita y bajita, con poca amabilidad. – Al igual que los «resobados», las mantecadas y los «cotudos». Las «totumas» de arequipe, los bocadillos «Veleños» y las brevas en dulce, igualmente.

—Mmmm, entonces empáqueme en una bolsa, dos de cada cosa que me nombró. —Y sin más le extendí un billete de cien. Recibí mi gastronómico pedido, percibiendo eso sí, la mala gana de atenderme en las dos. La vueltas las guardé en mi monedero, pero antes de girarme y darles la espalda, con una sonrisa amable en mi rostro les dije…

— ¡Niñas! Las apariencias engañan. Ahí donde lo ven, no besa bien. Tiene mal aliento en las mañanas, le sudan demasiado los pies y además no le pone demasiado empeño al pichar. Ahh y otra cosa queridas… ¡La envidia es mejor despertarla que sentirla! —Mirando sus caritas de asombro, me reí en sus caras y sin demora me subí al Honda.

— ¡Listo, ya hice las compras! ¿Podemos arrancar? —Le hablé con autoridad.

— ¡Claro, claro! El viejo truco de llegar con el pan bajo el brazo a la casa, para que al güevón de tu marido se le pase el «empute». —Me respondió mientras rastrillaba las llantas al arrancar. Y de paso se carcajeaba.

—Recordé nuestro noviazgo, nuestras nerviosas y torpes primeras veces y ofendida le respondí…

— ¡Mi esposo es el mejor hombre del mundo! Es el mejor amante que he tenido, mi maestro y la mejor elección que he tomado en mi vida. ¡Y no está enojado! —Le mentí.

—Ehhh, que bueno Meli. ¿Y como que cosas te enseñó? —Me preguntó y tomándome unos segundos para responder, llevé a mi boca un nuevo cigarrillo y oprimí el encendedor de su auto. Mientras esperaba a que el resorte lo hiciera saltar ardiente para prenderlo, le dije…

—Ufff, si supieras querido. ¡Demasiadas!

—Y recordé que decidimos hacerlo todo juntos, aprender el uno del otro, enseñarnos… ¡Complementarnos! Le dimos el sí, a la masturbación compartida y la enseñanza de las maneras en que debíamos hacerlo para satisfacernos, mirándonos detenidamente, y mostrándonos los sitios donde acariciar para hacernos explotar, casi a la vez. Y de aquel reconocimiento de la superficie de nuestra piel, pasamos a la clase de sexo oral para variar en intensidad los estímulos físicos, antes de que desesperada por el placer a medias que me proporcionaba tu boca, te lo pidiera yo… —« ¡Píchame ya, por favor, mi cielo!» O con esas venas palpitando en el grosor de tu verga, afanado lo hicieras tú al rogarme… —« ¡Quiero culiarte ya, mi amor!».

—Y estando en ello, probamos y disfrutamos más unas que otras poses, intercambiando después de los gemidos y jadeos, nuestras opiniones entremezcladas con apasionados besos mientras me invitabas a cenar en la calle, perros calientes o las ricas «arepas de choclo» con queso, y brindar con un par de bebidas gaseosas bien frías, en la esquina opuesta a la entrada del motel.

— ¡Y todo eso, nuestra historia, tu intimidad y la mía!… ¿La resumiste para él? —Le grito a Mariana, con mi cabeza cubierta de espuma y mis ojos cerrados para que el jabón no me los haga arder.

— ¡Pues sí! El caso cielo, es que continuamos el camino y en un rato de silencio, bostecé. Y al hacerlo, él, por estar mirándome hizo lo mismo.

— ¿Tienes hambre Meli? No desayunaste por salir como una loca, corriendo a los brazos del esposito para que no la regañe más. ¿Cierto? —Me dijo y yo ensimismada no le refuté.

— ¿Sabes una cosa bizcochito? Conozco por aquí cerca un buen lugar para desayunar. Donde veas que paran los camioneros y los autobuses a comer… ¡Ese es el lugar! —Me aseguró, con sus ínfulas de correcaminos conocedor.

— ¿Pues sabes algo, querido? Yo también he viajado por esta zona lo suficiente y saliendo de Anapoima, por la central, te diré dónde vamos a detenernos para desayunar. ¿Ok?

—Levantó ambas manos del timón unos segundos, y luego sin replicarme continuó conduciendo, hasta que llegamos al restaurante aquel, donde solemos almorzar porque te fascina la sazón con la que preparan las carnes, y además porqué a Mateo le encanta después del postre, dar un corto paseo a caballo. —Observo a través de la multitud de gotitas que difuminan la imagen de su cuerpo en el húmedo cristal, como Camilo apoya sus manos en las baldosa frente a él, fijando la vista en el piso con la cabeza agachada, dejando que escurra el agua al suelo desde sus cabellos y recorriendo toda su ancha espalda.

—Nos sentamos a desayunar y empezamos a hablar mientras preparaban nuestro pedido. –Le sigo relatando tras ver que se endereza. – Nos pusimos al día comentando sobre lo sucedido en la fiesta, analizando a quienes se habían comportado bien y a los que se habían pasado de tragos; nos burlamos de los disfraces, riéndonos al recordar lo graciosa que se veía la señora Carmencita con su disfraz de La Chilindrina, o el de sacerdote que se colocó su amigo Sergio y a él… ¡Le pareció muy ridículo el tuyo!

—Así que entre mordisco y masticada, llegamos al tema de nuestras vidas. Y es que José Ignacio, ya a solas los dos en la poca intimidad de nuestra mesa, me mostró otra faz, un rostro melancólico por aquella relación a distancia que sostenía con su novia. No me contó mucho, es verdad, escasamente me la describió a grandes rasgos como una mujer hermosa, inteligente y adinerada. Yo con mi curiosidad a cuestas le indagué por cómo y donde habían coincidido por primera vez.

—Escuetamente comentó que se habían conocido en un evento publicitario organizado por la constructora para festejar el lanzamiento del proyecto de vivienda de interés social, al sur de la capital, y la llegada del nuevo año, de eso ya casi, veintiún meses atrás. Fue un flechazo en toda regla, para ambos. Tórrido romance los primeros meses, pero después se fue calmando por las ocupaciones laborales de los dos. El perro que me viste saludar y consentir aquella noche, Amarok, fue un regalo que él le hizo a su novia, pero esa mujer aunque no lo rechazó en un principio, se lo vino devolviendo, según ella, por no poder ocuparse de su cuidado. Y la motocicleta, una obra de arte desarmada que adquirió pensando en él y su personalidad aventurera, en una subasta por internet. Me confesó que la tal Grace últimamente le pedía tiempo para terminar con algo que le quedó pendiente por gestionar en el exterior y eso les impedía seguir avanzando en su vida afectiva y sexual. No era del todo feliz ni tan libre como aparentaba serlo.

— ¡Pobrecito el «guambito»! Me alcanzas shampoo. ¿Please?

—Era más que evidente que necesitaba compartir con alguien todo aquello y… –Ten, aquí lo tienes. – al escucharlo, una vez que terminamos el desayuno y salimos al estacionamiento para fumar, yo mi Parliament y él su cachito de marihuana, recostó a la tercera o cuarta calada, su cabeza en mi hombro y casi, cielo, pude percibir en su aura la verdadera soledad que le rodeaba y cuanto necesitaba de una buena compañía, y que no solo eran sus ganas de llevarme a su cama para alardear con los amigotes, de haberse «culiado» a una nueva casada engatusada.

—Algo de agobio le aparecía en el rostro cada que tocábamos el tema de aquella mujer. Pero todo cambió en él, al terminarse su porro y nos quedó pendiente concluir con la terapia de soltar la lengua y recibir abrazos, pues tan pronto como reiniciamos el camino, se convirtió de nuevo en el caprichoso hombre de siempre y que no podía quitarse de la cabeza su obsesión por verme, o al menos saber, que viajaba a su lado con mi entrepierna al aire libre, exponiéndome a algo más grave que un resfriado.

—Meli, no seas malita, dame el gusto de verte sin esa tanguita blanca. Regálamela, que la quiero para completar mi colección.

—Pero por supuesto Nacho, lo que tú digas. Sin embargo yo tampoco soy de piedra, querido, y a mi igualmente me dan ganas de ver la herramienta que te gastas. Así que si tú también te los bajas, yo lo haré al tiempo y todos felices como las lombrices. ¿Es justo o no?

Caigo en cuenta que Camilo ha cerrado las llaves de la regadera. ¿Tan rápido se bañó? ¡Y yo sin terminar de restregar su bóxer! Debo darme prisa en terminar de lavar a mano y… ¿Qué es lo que acaba de decir?

—No te escuché con claridad, cielo. ¿Me repites, por favor? —Y pego mi oreja al cristal de la cabina.

— ¿Pero qué estupidez fue esa? ¡O tal vez no!, y solo era un deseo tuyo, íntimo y reprimido. —Y el agua dentro de la ducha vuelve a escucharse caer, su voz a callar y yo acusada, dispuesta a responder.

—Sí, lo sé. Fue un desacierto retarlo cielo, lo lamento. Pero en verdad no creí que ese estúpido fuera a cometer semejante desatino. Bajarse los pantalones en plena vía pública, además conduciendo y no precisamente a baja velocidad. No, eso no lo haría nadie con cinco dedos de frente. Pero a él, que le encanta el riesgo y la aventura, le pareció un divertido juego.

— ¡No me digas, ala! En serio que donde uno menos piensa, salta la liebre. No eras tan «morronga» como parecías. ¡Jajaja! Pero listo bizcochito, que carajos. ¡Va pa’ esa! Me saliste más caliente que una oreja colorada. Pero al menos ayúdame a desabotonar el pantalón. ¿O conduces tú? —Me respondió de inmediato, sin cortarse para nada, dicharachero y quizá relajado tras consumir la marihuana.

Con mi mano abierta, despejo de humedad el vidrio y comprendo el porqué del repentino silencio. Veo a Mariana semi desnuda, despegarse con pereza del marco de la puerta del baño y se acerca como una locomotora fumando, para tomar asiento sobre el inodoro y darle un rápido sorbo a su coctel.

Arquea la espalda para descolgar su cabeza, cruzar los brazos y mirar pensativa, hacia el piso embaldosado. Con seguridad comprende en parte, lo mucho que me va a hacer sufrir, y sin más, desplazo hacia un costado la mampara de vidrio templado, para alcanzar la toalla y comenzar a secarme la cabeza. Mariana desde su bajo panorama, apenas se da cuenta de mis pies mojados y continúa con su relato.

—Existió en su rostro triunfal, una exagerada contracción mandibular a causa de mí ladeada posición, y su novel curiosidad al observar mis dedos desapuntándolo, entremezclándose con la satisfacción por lo venidero, y causando espasmos en su vientre, se le alteró la excitación a él, que se creyó vencedor.

— ¿Y en tu rostro, Mariana? ¿Qué clase de gesto se formó? ¡Cualquiera menos el de la culpa por la traición! Eso seguro. —Un tanto alterado, con la toalla enrollada a mi cintura, voy dejando húmedas huellas por el frente de sus pies, y que parecen huir del baño buscando superficies nuevas y secas. En realidad estoy buscando mi encendedor y un poco de nicotina nueva.

—En la mía, –de soslayo mirándolo hacia arriba– es probable que Cha… Que Nacho advirtiera la intención cauta con la que los dedos peregrinos de mi mano diestra, comenzaron por liberar el botón y deslizaron hacia abajo con torpeza, la cremallera de su corto pantalón de lino, mientras con la otra por el contrario imprudente, –por debajo de la elástica tela de su pantaloncillo– me apoderaba por la cabeza del semi-erecto botín. —Así le respondo a Camilo, sincera pero tenue el brillo de mi voz porque comprendo que es difícil para él digerir la información que le estoy suministrando.

—Eso es bizcocho. ¡Bájamelos del todo! —Casi me rogó, y lo hice.

—Él levantó el pie del acelerador y tanto los pantalones cortos de lino, como sus pantaloncillos sin costuras, cayeron por su empeine hasta el tapete de caucho. Lo mismo sucedió con el izquierdo, y así quedó expuesta la parcial desnudez de cintura para abajo.

— ¡Ahora es tu turno! Y si tienes palabra, Meli, creo que me debes algo. —Y me miró a las piernas con morboso deseo, esbozando su singular sonrisa primero, y luego con su lengua al interior de su boca, abombó el cachete derecho en una clara alusión a lo que pretendía que yo le hiciera.

—Levanté un poco mis caderas, arremangué otro tanto la tela que entallaba mis muslos, y sin pretender mostrarle demasiado, de un lado primero y del otro después, me bajé lentamente la tanga blanca causante de sus delirios, deslizándola hasta mis tobillos y allí me la dejé.

— ¿Satisfecho? —Le pregunté y me estiró la mano, abierta pretendiendo que se la entregara. – ¡Ja! Ni los sueñes querido. No voy a descompletar mis conjuntos solo por darte gusto. –Él se lo tomó a broma haciendo pucheros de resignación. Y la sorpresa que pretendía darte, me la llevé yo al olvidarme de ti.

—Desvestido su pene del material sintético y yo de mis prevenciones, –extiendo la revelación de mis andanzas– luego de su victorioso chiflido, aquel blanquecino órgano adormilado, comenzó a crecer solitario ante mis ojos y luego al estirar mi mano segundos después, terminó encarcelado tras los frágiles barrotes de solo tres de mis cinco dedos, –y en otro de ellos la falsa alianza bruñida de mujer casada– sobresaliendo el rosáceo champiñón, y qué en su imaginario y conquistador transcurrir, era el premio mayor para la compañera más reacia y caprichosa. Más en mi realidad, dimensión desconocida para él, era yo la mujer casada más experimentada en infidelidades.

—Con un gesto lento que me pareció muy sexy, –tras tenerla débilmente envuelta entre el pulgar y los dos dedos siguientes– le guiñé un ojo segundos antes de acercar mi boca a la porción de pene que sobresalía de la remangada piel, finalizando mi lujuriosa travesura con un delicado mordisco a la esponjosa textura de su bálano. Alargó el brazo para con la palma de su mano acariciar mi cabeza, arremolinando con sus dedos mis cabellos, en una caricia que se me antojó muy familiar y para nada desconocida, pues eso lo hacías igualmente tú cuando te lo chupaba.

La he dejado hablar, recordando Mariana con su cabeza gacha y el cigarrillo casi consumido entre sus dedos tras pocas aspiradas, las escenas de la primera mamada que le dio a su amante. Pero ahora aquí frente a ella, a unos pocos centímetros mi dedo gordo del pequeño y encaramado meñique de su pie, aturdido, nervioso y expectante, espero oírla hablar de la impresión que se llevó. El duro momento de las comparaciones ha llegado. ¡Y Mariana por fin se pone en pie!

—Incomoda por la posición, de manera un tanto brusca comencé por subir y bajar mi mano, y él a su vez con la mano libre cambiaba con tranquilidad el dial de la radio, buscando alguna emisora que en su matutina emisión, emitiera una canción que nos ambientara el momento. Se lo apretaba con tanta fuerza que llegué a pensar que le hacía daño con las uñas, pues en un momento dado me pareció escucharle susurrar un… — ¡Me lastimas, espera un momento!», y levantó un poco su trasero para acomodarse las pelotas, sin quitar el pie del acelerador y yo, mi mano de su verga y la punta de mi lengua, que no alcanzó a rodear la circunferencia de aquel poco ensalivado glande.

— ¡No la quites, déjala sonar! —Le espeté desde mi recostada pose. Quien cantaba era Donna Summer con su voz exquisitamente erótica y los orgásmicos gemidos de «Love to Love You Baby». En su rostro la transformación de la nada al placer era evidente. Concentrado sus ojos en la ruta, transformados y engreídos mantenía sus cachetes sonrosados, y el relieve anguloso de su quijada, petulante y altivo como el mármol pulido de una efigie romana. Ardiente se sentía bajo mi palma la carne, retraído y suave su prepucio, cárdeno el glande y babeante el ojal de… De su champiñón.

Guarda silencio y la escucho sollozar mientras se deshace de la colilla en la caneca plástica, y apura de un sorbo su tequila. Lagrimeando y apenada, no es capaz de sostenerme la mirada y se da media vuelta levantando por fin la tela que cubre, su torso a medias. Calladamente Mariana ha estado llorando mientras hablaba. A las claras, ella tambien sufre con lo que recuerda. ¿Con el mismo nivel de dolor que lo hago yo?

Y allí está de nuevo ante mis ojos. Un obsequio que se hizo. También para mí, según ella, pero sabiamente oculto por unos días, a pesar de tener su espalda pegadita a mi pecho finalizando enero, cerca de su cumpleaños. Y es que Mariana no me advirtió, quisquillosa por mi reacción, esperó a que lo descubriera dos semanas después y le preguntara.

Mientras ella ingresa a la ducha, sin decir nada más, recuerdo perfectamente que fue una noche no tan fría, cuando durmiendo separados por alguna pelea más, –de las tantas por sus llegadas tarde– en un descuido de su parte ingresé segundos después de ella al vestier mientras se cambiaba de ropa, y yo no encontraba una camisa. Y me llevé la sorpresa como ahora, que la observo de espaldas.

…«Un diseño estéticamente bien logrado advertí, mientras ella me obsequiaba una visión desnuda de su espalda de alabastro. Un tallo fino, –todo teñido en negro– asciende a lo largo de las vértebras de su columna, desde el centro del rombo que forman sus pozos de Venus, hasta concluir en una acuarelada flor de Liz, por igual ennegrecida, unos centímetros antes de su nuca. En perturbador gusto gótico, letras diminutas ascienden formando dos frases separadas. Bellamente decorada la redonda A del comienzo, anguladas, estrechas y en punta, las demás, salvo la hermosa esfericidad de la “S” final, todo escrito aparentemente en latín. Una frase que al principio no comprendí, pero que me causo gran curiosidad.

Días después, –no recuerdo exactamente cuándo– en otro descuido suyo por la mañana, tomé una fotografía de su espalda mientras se duchaba, para poder traducirla luego con tranquilidad. Pero la calma no me duro mucho y se convirtió al rato en una borrasca de pensamientos, pues al trasladar palabra por palabra al castellano, mi mente urdiendo ideas, me encelaba aún más y apremiaba a tomar, –aparte de un buen trago de aguardiente– una seria decisión. “Me darán su amor y el placer de tenerlos. Yo por ti ardo y en ellos me consumo”». Y fui yo quien terminó más que ardido y muy confundido, sospechando de su lealtad, más sin pruebas para inculparla.

—A las claras continuamos el camino, –le hablo de nuevo a Camilo– sin saber a ciencia cierta por dónde íbamos, de vez en cuando fijándome en los números anaranjados del reloj digital en el centro de la consola, midiendo el tiempo disponible para llegar a casa y por otro lado, para alargar su sufrido gozo. ¡Y era temprano para ambos escenarios! El que me ocupaba la mano y a veces la boca, y la que ya despreocupada, me esperaba kilómetros más adelante al llegar a Bogotá.

Los chorros de la regadera, –más tibios que con los que juagué nuestra ropa interior– me mojan la cara y debo apartarla un momento, pues de nuevo me siento ahogar. Al parecer la prueba no estaba superada para mis dos personalidades. La infiel Melissa la superó con creces, y la agobiada Mariana por el contrario sigue manifestando el mismo temor. ¡Mierda! ¿Será que no cambiaré? En fin, debo proseguir, enjabonándome y haciéndonos sufrir... ¿A partes iguales?

—José Ignacio daba pequeños saltos sobre su silla sin preocuparse por contener sus gemidos, haciéndole coro a los de la erótica canción, y yo semi-recostada apretando o soltando rítmicamente aquel pistón de carne, aleteaba despacio con la lengua su enrojecida uretra y eso lo enloquecía. Me decía infinidad de barbaridades y golpeaba con la palma de su mano izquierda la madera barnizada del volante. Atenta a su mirada y al movimiento de mi mano, pasaba de sus ojos a su pene con la misma destreza que el hacia los cambios de marcha. — ¡Mierda, se me ha caído el jabón y yo con los ojos cerrados!

—Estaba cansada de estar recostada con la palanca del freno de mano quizás ya tatuándome las costillas, pretendiendo que se viniera rápido, pero eso supondría tal vez que perdiera el control de su Honda y termináramos accidentados dando volteretas por la vía, hasta culminar con las llantas de para arriba en algún precipicio solitario o en una polvorienta cuneta. ¡No! Me detuve de repente, aflojando un poco el agarre de mi mano al sentir que sus venas ya palpitaban desbocadas, y tal como me enseñaste, con mi pulgar y el índice anillé la base del glande y apreté con todas mis fuerzas, hasta sentir que se detenían las pulsaciones, atrincheradas por mi mano en el verticalizado eje de carne, y por su parte Nacho, jadeante y sudoroso, como conductor lo hacía con el automóvil unos metros más adelante.

— ¡A carajo! Al menos te serví para algo. —Me grita Camilo tras la división de cristal empañado que nos separa.

—Al enderezarme y recomponer mi blusa metiéndomela bajo la pretina de mi falda de mezclilla, comprobé que mi mano estaba muy mojada, mucho más que mi vagina que sin dudas y sin mentirte, ya la tenía lubricada. Y que el olor que desprendía aquel flujo transparente y viscoso era diferente al tuyo. Como su tamaño y grosor, quizá más delgado pero evidentemente más rosado que el tuyo, de pronto desde la base más angosto y ligeramente curvado hacia la derecha. —Cierro el grifo con mi mano izquierda y entre abro la puerta para observar a Camilo sentado en el piso, reclinando su espalda contra el marco de la puerta.

—Es lo que querías saber, ¿No? ¡Si lo tenía más grande que el tuyo! ¿Si eso lo hacía más hombre que tú? Y que yo… ¿Por eso, me encamé con él? —Sus ojitos cafés continúan nadando en el mar de sus lágrimas, pero hallan refugio en el fondo circular y vacío de su vaso de cristal, y sin responderme con palabras, el movimiento de su cabeza oscilando de atrás para adelante me lo confirma. ¡Continúa llorando, sufriendo por mi culpa!

—Lo lamento mucho mi vida, pero sí, obviamente los comparé en ese instante. Del tuyo lo conocía todo, en extensión y grosor, en olor y sabor; flácido orinando o palpitando tan tieso como para partir panela, eructando su miel. Con ese lo había probado todo. El de él, la verdad casi nada y eso cielo… Esa novedad fue el detonante para permitir que… — ¡Puff! Mierda, mierda. ¡Lo estoy matando, Dios! Necesito un trago y si se deja, abrazarlo.

Envuelta en la bata de baño hotelera de afelpado algodón, Mariana levanta un pie y luego el otro para sortear el obstáculo de mis piernas estiradas –y en ellas los seísmos ocasionados por la rabia y mi hijueputa sensación de impotencia– a la salida de estos escasos metros cuadrados, con sus aromas a pétalos de rosa y vapores de cálida humedad, mezclándose con la atmosfera mucho más fría y ligera de la habitación.

Frente al pequeño escritorio, mi mujer pensativa se prepara otro coctel. Nada aparte de lo que piensa la desconcentra. No se ha secado bien y de sus cabellos lacios todavía se descuelgan infinidad de gotas, para terminar mojando el cuello de su inmaculada bata. Tras un pequeño sorbo, decide salir al balcón y tras de ella, vuelan mis dudas.

— ¿Entonces así fue? –Le pregunto tras tomar su lugar en frente de la bandeja y con una de las servilletas, absorber mi llanto. – ¡¿Tan fácil y simple fue tu entrega y ese olvido de mí?!

No hay respuesta. Solo el rumor de las olas, empecinadas en pasar por encima del elevado malecón, y al acercarme a la mesa para encenderme un cigarrillo, la veo reclinada sobre el poste de madera esquinero mirando hacia las lejanas luces de algún madrugador crucero. Siempre, desde que la conozco, cuando se sentía ofendida por alguna discusión perdida, o regañada por algún error que creía exclusivamente suyo, buscaba recomponerse en el primer rincón que encontraba, ya fuera en la cocina o la sala, incluso tras las cortinas de nuestra habitación.

—No quería recordar nada de esto Camilo, y mucho menos tener que detallarlo para cumplir con tu masoquista deseo. Me duele tanto saber que sufres y te haces daño al imaginar lo que te cuento. —Le digo, tan pronto como por el rabillo del ojo observo que relampaguea su encendedor.

—Ni yo mismo me entiendo Mariana, pero es una necesidad. Lo ha sido desde que me enteré que me habías puesto los cachos con él. Busqué en nuestro pasado las posibles razones. Mi amor y mis atenciones la tenías. Una familia con las comodidades que muchas otras no tenían, también. Tu herencia a salvo, bien administrada por tus hermanos. No hallé que pudo hacerte falta, en todo lo analizado, cariño te sobraba, así que no supe en que te fallé. Por lo tanto como conclusión, puse en dudas mi hombría. Mi ego masculino estaba lastimado y como no supiste responderme nada cuando llegué a la casa para confrontarte, lo más lógico fue suponer que lo habías hecho porque finalmente te enamoraste de ese hijueputa Don Juan de vereda. Por su apariencia de modelo de revista, muy acorde a tu belleza física, y con seguridad por sus dotes en la cama. ¡Yo que sé!

—No me enamore de él, ya te lo he dicho. Y sí, es un tipo de hombre muy bello, sumamente atractivo, pero tú mi vida, no te le quedas atrás. ¿Dotes? Pues si hablamos de virtudes, cielo, en verdad que en eso tú lo superas.

—Será que después de todo, yo… ¿Te puedo creer?

— ¡Ok! Entonces para confirmar lo que te estoy diciendo, vamos a tener que soportar un rato más, yo lastimándome con mis pensamientos y tú, agonizando al conocer cada momento. ¿Estamos, cielo? —Y Camilo asiente, mientras expulsa una gran bocanada de humo, que se eleva hacia el cielo raso de madera, y yo regreso con mi mente al punto exacto donde me quedé.

—José Ignacio había estacionado frente a la entrada de un motel al lado de la carretera, pocos kilómetros antes de las casetas del ultimo peaje. Con su sonrisa de machito presumido me miró sonriente, y yo solo atiné a levantar mis hombros. ¿Por qué no? Pensé, pues era apenas lógico que se diera esa situación. Nos hicieron seguir hasta una cabaña ubicada al fondo del complejo de aparta suites y al ingresar con el auto al garaje y descender, la chica que se encargó de indicarnos las comodidades del lugar, al verlo a él semidesnudo, mostró un gesto de sorpresa.

— ¡Cómo te das cuenta, tenía un poquitico de afán y he comenzado antes! —Intervine a modo de broma para aliviar la tensión del momento, y su sonrisa plena de complicidad le ilumino el rostro. Pedimos un par de cervezas y un cuarto de aguardiente. Dos hamburguesas y bastantes papitas a la francesa pues ya teníamos hambre. Sí mi vida. ¡Esa clase de hambre!

—Tras quedarnos solos sucedió prácticamente lo mismo que ya te conté…

— ¿Qué me contaste de él? No lo recuerdo. —Extrañado le pregunto a Mariana, interrumpiéndola momentáneamente.

—Pues lo de K-Mena, cielo. Fue tan similar a lo que ella y yo imaginamos, que mientras él me empujaba contra la puerta de la habitación, encerrándome con su abrazo, besándome la boca muy apasionado, y estrujándome las nalgas de paso con su otra mano, mentalmente me carcajee. Igual de brusco en sus caricias, torpes sus manos al querer arrebatarme la ropa y afanado en poseerme.

—Me aparte de él, sin mi blusa ni mi falda de jean puestas. Obviamente sin la tanga blanca que se quedó tirada en el tapete derecho de su automóvil, al igual que sus pantaloncillos del otro lado. Le dije que me daría una ducha y me encerré en el baño para escribirte un mensaje, como siempre a la hora habitual, para preguntar que hacías y como estaban, mi hombrecito y mi hombrezote.

—Un te amo en letras mayúsculas, y tras esas cinco letras un corazón rojo titilando en la pantalla. Finalizaron el mensaje. ¿Qué sentí al terminar de escribir y ver que lo habías leído, pero pasaban los minutos y no me respondías? Molestia primero y después mientras me bañaba… ¿Inquietud? Sí, un poco. Por lo que había hecho y lo que estaba por hacer.

—Por eso decidí bloquearte de mi mente y colocar en vibrador mi teléfono, pues analicé la situación. Contigo tenía una charla pendiente, donde al anochecer te pediría excusas, dando mi brazo a torcer, y tenía en marcha un plan que no podría fallar. ¡Es solo sexo! Me dije a mi misma, mientras salía a su encuentro con mi brasier deportivo puesto y la toalla atada a mi cintura. No voy a hacer el amor, volví a pensar, para auto convencerme y justificar mi traición. ¡No con este tipo que ahora me besa la nalgas! —De seguro que a Camilo se le estarán hinchando las pelotas de solo escucharme, aunque beba y fume al mismo tiempo que lo hago yo.

—Me empujó de espaldas sobre la cama –prosigo sin darle un respiro– y su boca hizo tránsito desde mis pies hasta la parte interna de mis muslos y los dedos de sus manos separaron mis nalgas, posando su boca en cada uno de ellos, con lamidas y mordiscos tiernos, hasta que su lengua hizo blanco sobre mi ano. Allí duró una eternidad, chupando y catando el sabor de mi asterisco, hurgando con su pulgar. Sí, sentía delicioso, pero esa parte de mi cuerpo era una parcela vedada, donde él no podría sembrar. Así que me giré completamente y con mi mano sobre su cabeza, le indiqué lo que tendría que hacer.

—Una situación tan cotidiana en mi vida de casada, era a las claras diferente. No me sentía cómoda con la manera en la que su barba de dos días me causaba picores en el pubis y la lengua, exploraba bruscamente por mi vulva y fisgoneaba muy poco en mi vagina. Inexperto saltándose pliegues, falto de tacto apretando cuando no se debe, y acelerado para meterme al inicio en vez de uno, dos de sus gruesos dedos.

—Me tuvo a punto, después de indicarle como hacérmelo, recordando tu experta manera de comerme el chocho y pasarle a él la información, moviendo mis caderas o halándole de la melena su cabeza, todo a modo de manual de instrucciones, pero por apresurado y desobediente no me llevó a un mísero orgasmo. Solo tenía en su mente follarme y lo intentó, al acomodar su cadera y guiar con la mano su falo endurecido para clavármelo.

— ¡Vas muy rápido querido! Parece que no supieras que a la yegua primero se le acaricia el lomo para calmarla antes de ensillarla. Y además no me has preguntado si me estoy cuidando para darte vía libre de metérmelo sin condón. ¿Así eres con todas? ¡Pufff! Qué peligro culiar contigo. — Le fustigué por su ego de macho dominante, y eché hacia arriba mi cuerpo retirándome a tiempo, evitando que su verga que ya se deslizaba entre la humedad de mi raja, se deslizara dentro de mí.

— ¡Mejor hazte acá, boca arriba y deja que termine con lo que empecé! —Le dije y él sorprendido por mis palabras, sumiso se acostó en la cama tal cual se lo ordené.

Es momento de sentarme, no sé si de frente o en diagonal a Camilo. Ya no llora, tampoco su cara la veo consternada. No está a gusto con mi descripción tan meticulosa, es evidente, pero aguanta con valentía el ardor con el que mis palabras, quizá demasiado honestas escenificando los hechos, se le clavan como dagas en su pecho. ¡De frente me sentaré!

—Indudablemente estaba excitada, igual o más que él. Me monté encima de su cuerpo al contrario, con su cabeza a la altura de mis rodillas y para sus ojos avellanas el regalo de tener más cerca todo el panorama de los labios de mi vulva hinchados por las ganas, babeantes por el flujo que sentía escurrir desde el interior de mi vagina. —Camilo prácticamente sorbe las ultimas gotas en su vaso, y en el cenicero presiona con fuerza la colilla de su «Marlboro». Le choca mi confesión, tanto como a mí, relatársela.

—Decidí comenzar suave la paja con mi mano, y luego escupiendo abundante saliva sobre su miembro, incrementé la frecuencia del sube y baja. Se relajó, jadeó y gimió. Aminoré el ritmo de mis zarandeos manuales y apoyé en la apertura de su uretra el dedo pulgar para amontonar todo lo que Nacho había lubricado hasta ese instante. Me regodee torturándolo, suavemente acariciando en forma de espiral su glande, y tal cual como lo hag… Como lo hacía contigo, recogí su flujos raspando con la uña para llevármelo a la boca y chupar, como me sucede con los envases de yogurt griego, cuando recojo con el dedo lo poco que queda en la tapa de aluminio y las paredes, antes de llevármelo a la boca. —Un gesto de asco y repugnancia percibo en el rostro de mi esposo, a pesar de que lo quiera disimular al ponerse en pie y pinzar entre sus dedos ambos vasos huérfanos de tequila y jugo de naranja.

—Aprovechó para sujetar mis piernas con sus manos, esforzándose por abrírmelas. Paulatinamente fui cediendo, las abrí más para él y para sus dientes, que mordían con mesura la parte interior de mis muslos. Yo, después de lamerme el dedo, lo paseé por mi raja, untándolo de mi excitación y lo llevé a su boca entreabierta, mientras le estrujaba los testículos con la otra y hasta le metí un poco mi dedo corazón en su culito. –Voltea su cabeza para mirarme y por eso está regando el jugo por fuera de mi vaso– Lo había visto hacer varias veces en las películas porno que veíamos juntos, pero por guardar contigo una imagen más puritana, jamás lo intenté hacer. Pero con él, tan ajeno a mí recatada vida matrimonial no, y me atreví.

—Escupí dos veces más en mi mano y se la sujeté, temiendo a que se me resbalara de las manos, –como si fuera arena fina de estas playas– y se la apreté con fuerza con la izquierda. Lo hacía mejor, ya no le hacía daño. Y sin embargo aún sentía un poco de miedo y por otra parte una especie de… ¿Piedad? Humm, sí, eso era. Misericordia al tenerlo entre mis manos. Un pedazo de palpitante carne viva, entregado e indefenso, como el pollito que nos regalan de niños en la granja, y tememos que al resguardarlo entre nuestras pequeñas manos, lo terminemos por aplastar.

—Aflojé un poco el agarre y deslicé mi mano hacia abajo, hasta la base y de vez en cuando mientras lo pajeaba me fijaba en su rostro y en sus redondos ojos desorbitados y abiertos. Luego cerrados, con sus curvas pestañas negras y espesas, tan imponentes como las mías, trazando una línea divisoria entre sus párpados arrugados. Lo tenía a mi entera disposición, seducido por las yemas de mis dedos y la humedad caliente de mi boca, rendido y derrotado en su atrevimiento por dominarme. Te confieso que para mí, supuso un esfuerzo titánico aguantarme las ganas de cambiar de postura y acaballada sobre su cintura, incrustármelo para saciar mis ganas de verga… ¡Y las suyas de mi cuca!

—Pero no quise asumir el riesgo de perderlo, –Camilo me mira como un culo, extrañado y ofendido– si me le entregaba por completo y ser una más, como lo has pensado, de sus conquistas. Demasiado fácil lo vería él, y mi apuesta por apartarle de la tentación que suponía, tras los últimos alcances sexuales de K-Mena, la perdería tras pocos orgasmos.

Camilo caballeroso me alcanza el vaso. Antes de probar como le quedó el coctel, quiero prenderme un nuevo cigarrillo. ¡Buaghh! –Te ha quedado un poco fuerte. ¿No crees, cielo?– Le reclamo sonriente pero tan solo enrolla hacia abajo su labio inferior y me levanta los hombros. ¡En fin, muchas gracias!

—« ¡Probando de a pequeños mordiscos, se disfruta más el sabor, la textura y la preparación de las carnes!». —Recordé que era tu frase favorita cuando te apuraba a almorzar. Y creí oportuno hacerle conocer a Nacho que yo no formaría parte de su colección y que por el contrario sería la obra de arte deseada pero casi inalcanzable. Sabia por su mirada que mis tetas era su obsesión, aunque dijera a los cuatro vientos que le parecían un par de huevos fritos, y que mi culo era el durazno al cual le gustaría darle un buen mordisco. O sea cielo, que tenía con qué mantenerlo interesado y quizás, hasta de provocar que se enamorara de mí.

—Escuché un quejido de placer escaparse de su garganta cuando le estrujé los testículos, y en la palma de mi mano, la presión en sus arterias y venas, me indicaron la proximidad de su orgasmo. – ¿Te quieres venir tan pronto, papacito?– Con seductor sarcasmo le pregunté, acariciando levemente su babeante meato.

—Ufff, sigue Meli. ¡Aghhh! Sigue bizcocho, que ricooo… Estoy a punto de… ¡Me vengooo! —Y explotó en un poderoso orgasmo que le hizo alzar las caderas, tensionar los músculos de las piernas y juntar sus pies, refregando uno sobre el otro, para terminar expulsar su semen usando mi mano como si fuese una lanzadera de cohetes, alcanzando a salpicar mi mejilla y precipitarse en gruesos goterones sobre el marcado vientre y otro tanto en su pubis.

— ¿Y yo qué? —Le inquirí, sin pretender llegar a nada más. ¡Te lo juro! Solo se lo mencioné para hacerlo sentir mal.

—Déjame descansar unos minutos, bizcocho. Verás cómo me repongo y te picho por delante o por detrás. —Me respondió como siempre, –sin caballerosidad ni decoro– removiendo con su pulgar el viscoso goterón de su corrida, que se había estrellado sobre el lampiño vientre.

Camilo enciende uno de sus rubios, bebe su coctel hasta dejarlo a la mitad y toma distancia, hasta hacerse en la otra esquina, dejando tras de sí una espesa humareda. Se cruza de brazos, resguardando tras de ellos la desnudez de su pecho y suspira profundamente. ¡Debe tener aparte de dolor, algo de frio!

—Mientras Nacho permanecía reposando del clímax alcanzado, –pensando quizás en hundirme más tarde su verga en mis entrañas– salté de la cama y fui por la cerveza y un cigarrillo.

—Que rico me ordeñaste la verga, Meli. ¡Eres incomparable! —Fue lo único que mencionó y suspiro para luego cerrar sus ojos.

—Me recosté del otro lado de la cama y bebí con sorbos cortos pero seguidos para calmar mi sed. Fumé despacio tomando conciencia del contexto de la situación y del paso que había dado. ¿Oportunidad por aprovechar a mi favor o craso error para joder mi matrimonio? Fuese como fuera, José Ignacio se acomodó de medio lado, echándome su pierna derecha por encima de las mías, y su brazo descansó sobre mi vientre.

Veo a mi esposo pasear la mano derecha semi cerrada por su frente, entre dos de sus dedos se desplaza igualmente su cigarrillo, y en su mente por el gesto, con seguridad se estará diciendo… « ¡Eso lo hacía con ella, exclusivamente yo!».

—Era medio día cuando ingresamos a la habitación, y me desperté sobresaltada, mirando por el resquicio que las cortinas por la mitad dejaban observar al exterior, la tenue claridad de la luz que huye, anunciando el anochecer. Me enderecé de un salto, asustada y mi corazón latiendo desbocado. Me había quedado dormida y junto a mi estaba él, mirándome embelesado la teta derecha y sus dedos girando sobre mi areola, rozando el pezón, apoyado en su antebrazo. , Volvía a habitar en mí, tu santa Mariana vistiéndose en un santiamén, pellizcándole el culo al hombre con el que Melissa había pecado.

—Me puse en pie como un resorte y me metí a la ducha para asearme y Nacho se acercó con otras intenciones. Lo empujé para que me dejara bañar a solas y el sorprendido me dijo…

— ¿Pero qué pasó bizcochito? ¿Acaso nos vamos a marchar sin culear?

—A ver cómo te lo explico, querido. –Le respondí mientras me juagaba el cabello con rapidez. – Desaprovechaste tu oportunidad y te quedaste dormido. Al parecer eres de esos hombres que son puro polvo de gallo. Y además, ¡Roncas como una foca! Apúrate a vestir y pagar el rato, que tengo el tiempo justo para llegar a recoger mi auto. —Resignado y bastante malhumorado, salió del baño.

Camilo continúa alejado y pensativo, –su mirada perdida en las trazas de claridad de su horizonte– con sus manos sobre la baranda de madera y la colilla sofocada, consumida como debe estarlo su alma; sostiene con dos dedos, el vaso de cristal desocupado, y patiabierto permanece semi recostado, con el nudo de la toalla peligrosamente flojo en su cintura.

—Mientras recorríamos los pocos metros faltantes para llegar a la salida del motel, –le digo mientras me voy acercando– tomé mí bolso y revisé mi teléfono móvil. Una llamada perdida de Diana, dos mensajes de texto de K-Mena y de ti, cielo, ni una palabra, menos aún alguna llamada perdida por la cual preocuparme.

—Otra mujer en mi situación, –pensé– quizá se hubiera alegrado de pasar inadvertida para su marido, pero para mí si fue una evidente señal de que te había molestado mucho mi comportamiento en esa fiesta, y que afligido, con tu confianza destrozada, permaneciste todo un fin de semana despreocupado por mí, la amada mujer de tu vida. Así que pensé que llegar a casa para pedirte perdón, no era ya la mejor solución a… ¡Mis putas cagadas!

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