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Infiel por mi culpa. Puta por obligación (33)

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Recordar es… ¿Amarse un poco?

— ¿Entonces todo?… –Trago saliva. – Lo que pasó esa noche entre los dos fue un… ¡¿Me manipulaste, Mariana?! —Le grito mientras veo que nuestra lejanía, se acorta.

—Por favor cielo, no levantes tanto la voz que vas a… —Con algo de indecisión, posa la palma de su mano sobre mi hombro desnudo y la miro con llamas en mis ojos.

—Me importa culo y medio si se despierta la isla entera. ¡Dime! ¿Todo fue un engaño?

— ¡Noooo! No mi vida, para nada cielo. ¡Te lo juro! —Me responde acercándose más a mí y desplaza su mano desde mi hombro izquierdo, arrastrando la palma por las escapulas, hasta situarlo en el opuesto.

Su frente la apoya en el espacio libre que ha dejado instantes antes y escucho con claridad sus lamentos. Llora y se fatiga, percibo como se le expande el pecho, y ahora, como se le contrae. Le falta oxígeno por su intranquilidad y… ¡Me contagia de su amargura y de la fiebre por el cruel agobio!

— ¡Te amooo, mi vida! Perdónameee, cielo. ¡Lo siento! Lo… Lamen… Tant… —Murmura, mientras necesitada de piedad con su otro brazo, –por delante de los míos y mi pecho– busca abarcarme, y el hilito de su voz se desvanece tras un sentido suspiro, precedido por la cascada de sus lágrimas y los angustiantes lamentos que no se detienen.

Mientras que ella llora avergonzada, analizo como Mariana ha roto con su proceder, el manido tabú de la infidelidad con el que me crié. Es falso que los hombres tengamos un mayor deseo sexual que ellas, y que por lo mismo promulguen que no logramos saciar nuestras ganas de sexo dentro de nuestro hogar, y aprovechamos cualquier oportunidad fuera de casa para echarnos una canita al aire, o buscándola a como dé lugar en antros ocultos y en publicaciones ya no tan escondidas de las últimas páginas en el periódico vespertino, con cualquier mujer que con su imagen llene nuestras retinas, y que por supuesto, nuestras billeteras puedan costear el rato.

Ese pensamiento está por lo visto, mandado a recoger para estas épocas. Mariana también siente y desea, muy consciente que atrae demasiadas miradas por su élfica belleza, y ella… ¡Ella también echa una ojeada y se antoja! Como yo disimulado lo hacía con Natasha. Como miré en algunas ocasiones de reojo a Liz, aprovechando los inocentes descuidos, siempre presentes al agacharse sobre la mesa de dibujo, rogando para que la tela de su blusa se le abombara o entreabriera, precisamente entre los dos pequeños botones nacarados y me permitiera divisar los tres lunares pequeños con su centenar de diminutas pecas como séquito, entre el cañón de sus senos.

O como he deseado llegar a más con Maureen, mientras retozábamos semidesnudos en mi cabaña con las tardes calurosas como excusa, y a escondidas de sus padres estas últimas semanas; ella tan virginal y acalorada, preocupada por contrarrestar con su belleza morena mi desesperanza blanca, y yo… Trasnochado, apestando a tres cajetillas de cigarrillos y varios six pack de cerveza, con Mariana ocupando con su insólita traición mis neuronas. Los dos pecadores. ¡Ella y yo tan mundanos!

¡Y no! No pretendo justificar el hecho de haberme hecho vivir dentro de una farsa, desmoronando la sólida confianza que le tenía. Quizás tan solo intento analizar coherentemente su traición, –en un vano intento de amainar mi dolor– buscando ejemplos para dejar en claro y en insólito equilibrio, la balanza de los hechos.

Y que ahora, las mujeres y los hombres no somos tan diferentes con nuestros introspectivos deseos. Que Mariana pudo sentirse perdida en ellos muchas veces, sin pretender dañarme, aprovechando todas esas ocasiones para terminar buscándome después en nuestra cama, tras estar acariciando, –obligada o no– cuerpos desconocidos.

Quizá el trasfondo del problema no era la infidelidad en sí misma. Tal vez la cuestión era el temor mental y moral, al descubrirse desleal pero a la vez poderosa en aquella nueva vida, y que su sexualidad, atajada al vivirla recatada junto a mí, era lo que interiormente deseaba, sin pretender desprenderse de su familia, ni desilusionarse de la que maritalmente ya vivía a mi lado, romantizando que eso nos haría libres de tabúes y más unidos, a pesar de sus quimeras.

Creo que Mariana llegó a pensar qué de esa forma, nos dejaría abierta la oportunidad de no tener miedo a perdernos una o más veces, ella con su «Nachito de la malparida verga» y yo con mi adolescente y rubia vecinita, si reconocíamos que ese era el mejor camino para echarnos en falta y nocturnamente reencontrarnos tan enamorados como siempre, pero mucho más apasionados bajo las sábanas o sin ellas, en nuestra cama.

Era su derecho de vivir, sí. Pero igualmente estaba ella en el deber de expresármelo sin rodeos ni mentiras. Y yo, como esposo enamorado tenía el deber de escucharla, pero igualmente, el derecho a debatir sus ideas, y Mariana, de aceptar mi decisión, favorable o no, a sus pretensiones.

Tras estos minutos de resguardarnos en este tenso silencio, sin decirnos una sola palabra, Mariana por seguir llorando y yo por estar pensando tanto, –sin intentar siquiera detener mi llanto– siento en mi pecho como afloja la tensión de su brazo y su respiración se hace más pausada. Curiosamente también, me he tranquilizado.

—Durante los dos días sin ti, –decido iniciar con mis descargos– tuve tiempo para pensar en lo sucedido mientras observaba a Mateo jugar en el arenero del parque más grande, el que está al frente de nuestra urbanización. ¿Fuiste culpable de hacerme sentir mal? Fue lo primero que me pregunté. ¡Evidentemente, sí! Me respondí agobiado, pero Mateo con su tierna voz me llamó, emocionado tras escuchar al vendedor de helados gritar la variedad de sabores que llevaba dentro de su colorido carrito, y con su infantil dicha, usurpó de mi mente aquella angustia existencial. Corrí tras sus cortos pasos y un billete de veinte arrugado entre mi mano.

El cálido contacto entre la piel de su frente y la epidermis de mi hombro desnudo, se desvanece. Su brazo se descuelga perezoso por mi espalda, al igual que lo replica Mariana con el izquierdo. ¡Y ahora siento frio! Dos pasos le son suficientes para alejarse en reversa y retirar por el espaldar, una de las sillas no utilizadas, dejándose caer pesadamente en ella. Lleva a la boca un nuevo cigarrillo y lo enciende, utilizando mi mechero.

Prácticamente echa medio cuerpo por encima de la redonda mesa, con el brazo extendido sobresaliendo de la superficie de madera, y entre los dedos de esa mano, mantiene retenido su cigarrillo y mi encendedor. Decido por lo tanto que es mejor quedarme aquí, –de pie y aferrado a dos manos al barandal– pues así puedo dominar las ganas que tengo de retorcerles imaginariamente los pescuezos hasta matarlos, a aquellos tres hijos de puta que convirtieron mi matrimonio en una porqueriza.

—Me pregunté incluso, –mientras para almorzar solicitaba al camarero el mismo menú infantil, para que Mateo obtuviera en lugar de uno, dos Kínder sorpresas– si mis celos eran injustificados, o si lo que mis ojos habían observado en tus gestos y en aquellos pronunciados movimientos de tu cuerpo al bailar con esos hombres, varios de ellos desconocidos para mí, fueron premeditados. Y sí lo hiciste exclusivamente para destacarte entre todas las demás mujeres que mostraban más piel con sus disfraces, o particularmente para castigar mis ojos por mis infundadas prevenciones.

— ¿Acaso me estaba convirtiendo en el típico macho controlador e irracional? ¿Me faltaba autoestima a mí, después de tantas luchas ganadas para poder surgir? ¿De cuando acá yo era tan inseguro, al punto de que cada vez que mi esposa se alejaba, permanecía con el temor de perder lo que creía que me pertenecía, como si fueses una mercancía que yo había comprado? Y odié esa faceta desconocida que comenzaba a cambiar mi tranquila personalidad, mientras le daba otra mordida al penúltimo pedazo de pizza que mi pequeño loquito me compartía viendo sus videos favoritos en la televisión, disfrutando nuestra noche de «hombres».

—Obviamente recordé, la no expresada sensación de impotencia y humillación que me hizo arder el pecho, todo por guardar las malditas apariencias, tras ver la manera tan explícita con la que ese malparido siete mujeres te apretaba sin disimular sus ganas por palpar esa cintura, –y con cuatro dedos se la oprime– arrimando con total desparpajo su verga, seguramente tiesa, contra la firmeza de tus nalgas. Y tú, Mariana… ¡Tú se lo permitías!

—Y si no se lo festejaste con aplausos, sí que lo hiciste con tus risas, dejando que te hablara melosamente al oído, quien sabe que cantidad de obscenidades. ¡A ti! La mujer a la que le disgustaba sobremanera la ramplonería y la grosería. Al menos a la esposa que unas horas atrás, yo creía conocer como la palma de mi mano.

—Quise pensar que te dejabas acariciar y amacizar, –por las mismas manos que ya se habían aferrado al timón del auto que te obsequié, y que hasta esa fecha no me permitías conducirlo– para mantener las apariencias ante los demás, y que el coqueto guiño aquel, diría yo que con lujuriosa complicidad, se lo obsequiaste deliberadamente para hacerme creer que mantenías el control de la situación y entre ustedes dos no ocurría nada grave o anormal.

—Simplemente pensé, que el único motivo por el qué no podías quitarte de encima a ese pesado, y que el semblante con el que me observabas desde el centro de esa sala, se debía a tu intención de demostrarme que estaba equivocado con mis presunciones, y que te comportabas así para darme una lección y hacerme ver que por más tentaciones que te rodearan, tu sabias comportarte como una leal señora casada, que lo controlaba todo. ¡Y a él y a mí, nos dominabas!

—Que la culpa de todo nuestro enfado, sin pretenderlo, fue exclusivamente mía, debido a que te miré mal y censuré la elección de tu apretado y sexy disfraz de gata, pues inmediatamente cuando me lo enseñaste, a mi mente llegó la imagen de ese Playboy de playa, disfrutando cada curva que enseñabas, morboseandote al aprovechar lo apretado que te que quedaba en los senos y sobre todo marcando la «V» de tu entrepierna, gracias a aquella segunda piel de látex. Y como un pendejo te di el beneficio de la duda. ¡Me eché encima toda la culpa!

—Muy temprano ese domingo, cuando decidí salir a ejercitarme un poco, trotando despacio y pendiente de que nuestro hijo montado en su triciclo, ni se cayera y mucho menos fuese a chocar con algún otro niño en la ciclo ruta, –intentando dejar de pensar en el mismo tema– recibí en mi móvil tu mensaje. Sin las cariñosas palabras de siempre, pero permanecía constante tu interés por conocer como nos encontrábamos y con cuales actividades ocuparíamos nuestro tiempo el resto del día.

—Tan normal y casi puntual tú « ¡Te Amo!» enmayúsculado, con el palpitante corazón rojo como siempre finalizando el mensaje que al mediodía me informaba que estabas por salir a almorzar, y así, realmente me despreocupé un poco y dejé de espantarme sabiendo que estabas trabajando junto a él, para dedicarme de lleno a disfrutar con mi familia de un vespertino asado. Cuando pretendí hablar contigo por la tarde, se me atravesó providencialmente una llamada de Eduardo, para pedirme las características del piso de cerámica que utilizábamos a la entrada de las casas, y después de responderle aquella solicitud rara, le pregunté por ti.

—Y sí Mariana. Fíjate que dio en el blanco con tu ajetreado fin de semana, según él, obteniendo prometedores resultados y a esa hora, precisamente, con esmero atendías a un solterón con ganas de familia, muy interesado en la sala de ventas. ¡Profética y alcahueta la excusa de ese calvo hijueputa, que me prometió ser tu ángel guardián!

El viento es más frio a esta hora de la madrugada y decido entrar a la habitación para tomar la bandeja a dos manos. De regreso al balcón para tomar asiento frente a ella, –en esa mesa redonda– observo que Mariana permanece todavía desgonzada. Meticulosamente, la botella de tequila y la del jugo de naranja las sitúo en toda la mitad. Formo una barrera con ellas, utilizando igualmente el cenicero para reforzar aquella frontera, y como si fuese a jugar contra Mariana una partida de «Batalla Naval», por tablero coloco mi móvil recostado contra el borde de la bandeja con la pantalla en horizontal y la cajetilla de cigarrillos semi abierta, con tres de los filtros amarillos sobresaliendo desiguales representando ser conos de misiles, obstaculizando su cierre, y que se convertirán de aquí en adelante en mis armas de destrucción interior. ¿Y mi encendedor?

— ¿Acabaste? —Me habla con su voz a ras de la mesa y la miro. El sonido parece provenir desde los recovecos de su pestañeo, con todo y su mirada apagada, sus ojos arrebolados y sin resplandores, carentes de brillos, de chispas y de ganas de revivir… ¿Su vida pasada?

— ¡Pues como te parece que todavía no! ¿Otro coctelito para retar al frio? —Le pregunto pero no espero su respuesta y voy preparándolo primero en su vaso, luego lo haré con el mío. Creo que es mejor seguir desahogándome, mientras Mariana se reacomoda en la silla y yo termino de menear su vaso.

— ¡No sé cómo putas se te ocurrió llegar así a nuestra casa esa noche! Como si no hubiese pasado nada. Recién saciada de tus ganas, y saludando a Mateo con besos cruzados en su frente y las mejillas, canjeando su carita de emoción al verte regresar después de dos días sin tenerte a su lado, por esos alfandoques y los paquetes de achiras. Y a mí saludarme con un beso simplón en la boca, pero con esa expresión acusadora en tus ojos azules, indicando un… « ¡Mas tarde tendremos que hablar!»

— ¡Qué gran actuación la tuya! ¡Qué hijueputas nervios de acero! Besándonos con esos labios que habían recorrido, desde la boca hasta la verga de ese tipo. ¿No te dio arrepentimiento? ¿No te sentiste ni un poquito mal al abrazar entre tus brazos a nuestro pequeño, sabiendo que esas mismas extremidades habían rodeado el torso de un hombre distinto al de su padre?

—Y a mí, sin aparente preocupación, con las yemas de tus dedos acariciar con tanta familiaridad la punta de mi nariz, dejándoles recorrer como era tu cariñosa rutina, las curvas de mis labios hasta posarlos, –tras un guiño juguetón– en el peñasco de carne como solías llamarle a mi mentón, sin demostrar reconcomio porque con ellos habías sostenido y apretado la verga de ese hijueputa malparido, enardeciéndolo y provocándole, sabrá Dios, cuántos orgasmos. Y esas mismas manos que me acariciaron las mejillas, y esa lengua tuya con la que humedeciste el contorno de mis labios, las habías dejado palpar y saborear toda su asquerosa viscosidad.

—Ahora que lo sé, que he escuchado lo que has contado… ¿Pretendes que te crea que no hubo engaño?

— ¡No! Por supuesto que no te engañé. ¡Y sí! Obviamente me sentí como un reverendo culo. Tener que llegar a casa, al lado de mis dos hombres más amados, con la cruz del pecado a cuestas, no me hacía sentir bien. ¿¡Pero qué putas querías que hiciera!? Acaso que te dijera… ¡Hola cielo, ¿Cómo estás?! Vengo de chuparle la verga al tipo que odias tanto, pero no te preocupes que solo fueron dos mamaditas, eso sí, sin tragarme nada y no dejé que me culiara. ¡Pero por favor, obviamente debía disimular! —Le respondo a Camilo, alterada.

—Antes de llegar, mientras conducía fui recreando en mi mente los pasos que debía seguir. Al abrir la puerta respiré profundamente y me tranquilicé. Primero abrazar a mi Mateo y después saludarte como si entre tú y yo no hubiera ocurrido nada grave, aunque me haría la victima de tus celos y te reprendería por ello, charlando recostada en el sofá, frente a nuestra chimenea. Por eso después de cenar y retozar con mi pequeño en su cama, logrando que se durmiera con el calor de mi abrazo y el suave rastrillar de mis uñas en su cabeza, decidí comunicarte que te perdonaba, pero qué por tus acciones tan inmaduras y controladoras, –tras pensarlo muy bien– creía que la mejor solución para evitarnos dolores de cabeza innecesarios, los dos deberíamos separarnos totalmente.

—Recuerdo tu cara de susto, por supuesto que no te esperabas que de mi boca salieran esas palabras… Y dimitiste. No hubo oposición y me diste la razón. Te excusaste como niño regañado mirando al suelo, con tus ojos marrones brillantes con algo de humedad y ese leve gesto de temblor en tus labios. No quería que volvieras a hacerme sentir como una prostituta barata por vestirme a mi manera y con los trajes que a mí me hacían lucir más bella o divertirme al bailar como se debe, la música de moda. —Camilo continua observándome, detallando cada movimiento, mientras su barbilla, –encajada entre la «U» formada por su dedo índice y el pulgar– persistentemente es acariciada.

—Tenías que aprender a confiar en tu mujer, y saber que yo colocaría los límites a aquellos que quisieran pasarles por encima, confundiendo mis ganas de esparcimiento, imaginando otras cosas con sus «pajazos mentales». —Y por fin Camilo deja de mirarme detenidamente, entre enojado y sorprendido, abriendo la palma de su mano izquierda y extiende el brazo hacia mí, pues espera a que le devuelva su encendedor. ¿A qué horas lo tomé?

Mariana, con el cigarrillo consumido, sujeto entre la voluptuosidad de sus labios, inclina el cuerpo hacia adelante y acomoda ambos codos sobre la mesa. Entrecruza los dedos y al acoplarlos, forma un arco de albos nudillos donde cómodamente apoya su mentón, y en aquella postura, me mira retadora con ese par de cielos, irradiándome con ese azul intenso y del cual ella está consciente que asesina mis peores convicciones. ¡Pero al menos he recuperado el encendedor y le prendo candela al mío!

— ¡Lo hago por ti y me visto así para ti, mi cielo! –Te dije y fue verdad. De hecho aún lo siento así. – Todo con el fin de que continúes sintiéndote orgulloso de caminar junto a mí y triunfador por tenerme a tu lado, así los demás no lo supieran ni se lo imaginaran. —Me prestas tu encendedor. ¿Please?

—Pero igual, cariñosamente te mencioné que… – ¡Uuufff!, aspiro un nuevo tabaco enrollado y entre la reinante humareda, siguen saliendo de mi boca las palabras. – … Para que no te sintieras frustrado, humillado u ofendido por José Ignacio, ni yo sin pretenderlo, hacerte sentir menos que cualquier otro hombre que se propusiera cortejarme. Por lo mismo, deberíamos evitar a toda costa coincidir de nuevo en las reuniones empresariales los jueves en el bar y los viernes a fin de mes en otro lugar. Mucho menos en celebraciones de cumpleaños y todos esos eventos sociales que surgieran en adelante.

—Y en segundo lugar, te compensaría por la traición que había cometido horas antes, seduciéndote tras dejar bien dormidito a nuestro hijo, con la clara intención de entregarme por completo a ti, final y exclusivamente. Para mí fue importante dártelo, a pesar de que al hombre que ocupa mi mente y mi corazón, todos los días, al parecer no le dio la importancia que para mí fue hacerlo por primera vez. —Camilo lo niega moviendo su cabeza.

— ¿Qué fue una patraña mía? Sí, obviamente. Pero lo que ocurrió después en nuestra alcoba, para nada fue una ilusión o una quimera. Lo quise, lo propicié y lo amé. ¡Fue inolvidable! Por eso me molesta que pienses y afirmes que te engañé.

—Y quiero que te quede muy claro, mi vida. Jamás debido a él, mucho menos pensando en alguien más, alcancé mis orgasmos estando al lado, encima o debajo de ti. Te juro que tan pronto llegaba a nuestra casa, bloqueaba en mi mente esas traiciones. Me cambiaba el chip y era otra. Buscaba hacer el amor con la persona que soñaba y con la que todavía lo hago, que eres tú, mi cielo. Él único macho en quién pensaba y deseaba. Y no por compasión o remordimiento. Con el único que se me mojan los pliegues de la raja sin siquiera tocarme un cabello, eres tú. Desde que te vi, desde que nos vimos, la química ha fluido entre los dos y logras calentarme cuando quieres, con tan solo una de tus miradas. Así como suena, así como lo oyes.

—En penumbras te vi ingresar al vestier para quitarte la ropa. Te deshiciste de tu chaqueta de mezclilla, la blusa y luego bajaste la cremallera frontal de la falda de jean, y la desabotonaste. Todo quedó tirado sobre el piso, a tus pies. Te quedaste únicamente con el brassier y la tanga blanca puesta. Ahhh y tus medias tobilleras. Aparentemente te alistabas para dormir, o al menos eso fue lo que pensé y cerré mis ojos. Todo se ha quedado grabado en mi mente porque sí que me importó lo que pasó, lo que hiciste y lo que te dejaste hacer por mí.

— ¡Mentiroso, estúpido mentiroso! Me hiciste creer que dormías. Y yo pensando que te habías aburrido de esperar… ¿Entonces lo recuerdas bien?

—Casi fue cierto. Es que te demoraste demasiado en el estudio, según tú, confrontado datos.

—En realidad, hacía tiempo y de paso, colocaba algunas cosas en regla. Y…

—… ¡Y sí, Mariana. Perfectamente todo lo recuerdo! Nunca olvidaré esa sorpresa.

—A media luz abrí el penúltimo cajón, ya sabes, donde guardó la ropa interior deportiva para ir al gimnasio y del fondo tomé la caja con todo lo que había comprado en el sex shop, e igualmente para respetar tu descanso, caminé hasta el baño en puntas de pie y allí me encerré. Me desvestí por completo e ingresé a la ducha para darme un baño y asearme. Mientras me enjabonaba pensé en como lo haría. Era seguro que continuabas enojado por todo lo que pasó en esa fiesta, a pesar de que no me hubieras reclamado nada y por el contrario te echaras la culpa encima.

—Tenía que hacer algo para resarcir la incomodidad moral que retorcía mi conciencia, aceptando de buenas a primeras que fui una puta desagradecida, sintiéndome tremendamente culpable. Seducirte a como diera lugar fue mi plan desde el comienzo. Por ello decidida, del juego tomé uno de los plugs anales. No el más grande pues apenas si había probado mantener el pequeño incrustado toda una tarde, y era muy incómoda la sensación. El mediano fue el que seleccioné, y así me doliera al encajármelo, debía asumir el ardor inicial y acostumbrarme a su tamaño para que al final, si todo me salía bien, disfrutaras al culminar tu sueño y el mío, dando fin con aquella fantasía.

Camilo agota su cigarrillo, al igual que de un sorbo termina el coctel. Se frunce de hombros y se frota las manos. En la piel de sus antebrazos, los vellos se le erizan como un campo de alhelíes.

—Ven, cielo. Vamos para adentro que tienes frio. —Con voz cariñosa lo convido.

— ¿Yo? Para nada. ¡Aquí estoy bien! —Me responde con obstinado recelo.

—Claro, por supuesto mi vida, pero de todas formas la erizada que te has pegado, y esas tetillas arrugadas y puntiagudas, te delatan. ¡Hombre, no seas porfiado! Yo llevo todo esto para adentro y tú encárgate de los demás. —Sin cruzarme debidamente la bata, con un pronunciado escote, pues se me habrá abierto al cambiar tanto de posición, tomo la bandeja con las botellas y los dos vasos. Camilo indeciso al comienzo, se pone en pie y se hace con las dos cajetillas, el cenicero y su encendedor. ¡Ahh! Y obviamente el teléfono celular.

Mariana se planta frente al pequeño escritorio y con elegancia vierte las bebidas en los dos vasos y mezcla con prudencia. Entre tanto decido acércame al nochero del costado derecho de la cama y en cuya superficie coloco las dos cajetillas de cigarrillos, mi encendedor y el cenicero. Me siento agotado, tanto física como mentalmente. ¡Sí, tengo frio! Camino descalzo hasta el baño que ha permanecido iluminado y del estante tomo una de las batas blancas y dejo caer la toalla sobre la tapa del inodoro.

Me queda algo corta, pero enseguida mi piel se abriga entre su esponjoso algodón y al salir observo a Mariana sentada del lado izquierdo de la amplia cama, pensativa y meciendo la anaranjada bebida en su vaso de cristal. Asumo que es otro reto por superar.

Direccionar mis pies al lado derecho, –para indicarle que no me encuentro intimidado por nuestra cercanía– es el primero de los pasos. El siguiente será… ¿¡Me siento dándole la espalda!? O mejor y más diciente… ¿Quizá sea mejor recostarme, apoyando mi cabeza en el tupido almohadón? Sí, efectivamente la segunda opción será la apropiada.

De medio lado, me ofrece el nuevo coctel. Liberada de la entrega se recuesta contra el cabecero de la cama, con su cojín como respaldo y encima de nuestras cabezas está la serigrafía de una paradisiaca playa, alargada y angosta, con sus arenas blancas lamidas por las olas de un mar en calma. Seguramente es de una isla diferente, pues ese lugar ahora lo desconozco. Lleva a sus labios el cigarrillo y aspira, más renuncia a retirarlo de su boca, y por la hendedura se le escapa entre brumas densas el humo. Gira su cabeza hacia mí para auscultarme con la intensidad de sus ojos azules, y que en este instante me reclaman atención.

—Estaba segura de que al pararme del lado tuyo de la cama, con mi transparente tanguita brasileña de Lycra y elástica seda, –con coquetas florecitas negras bordadas sobre la gasa– junto al brassier que completaba el sexy conjunto, sentirías mi presencia y para cuando abrieras tus ojos, al verme prácticamente desnuda, entenderías perfectamente mis intenciones, dejando a un lado tu enojo. Pero simulaste tan bien que en verdad creí que te habías quedado dormido y enojada porque al parecer se me habían dañado los planes, así como estaba, bajé a la cocina para prepárame alguna bebida caliente.

— ¡Un té! —Le recuerdo.

— ¿Qué?

—Te seguí furtivamente por el pasillo hasta las escaleras y te acompañé, escondido y mudo, igualmente indeciso entre seguir agazapado o asaltarte en la cocina y violarte sobre el mesón.

— ¿Entonces lo recuerdas bien? ¡Qué detallista!

—Como podría suceder eso Mariana, sí al igual que a ti te sucedió, también para mí, contigo, fue mi primera vez, y mi emoción fue enorme por el éxito alcanzado.

— ¡Jajaja! ¿Es en serio? Hablas de eso como si se tratara del lanzamiento de algún cohete desde Cabo Cañaveral.

La ceniza de su cigarrillo peligrosamente atenta con derrumbarse sobre la colcha, por lo tanto coloco el cenicero en la mitad de la cama, entre su cadera y mi muslo, manteniendo una imaginaria división, previendo que tanta cordialidad no nos sobrepase.

—Recuerdo que te mantuviste algunos minutos pensativa, y alejada de este mundo mientras en la tetera, el agua hervía. ¿Pensabas en él?

— ¡No!... Bueno, sí. Pero para nada añorándolo como te lo imaginas. —Camilo boca arriba, cruza un pie sobre el otro y defraudado, suspira.

—Ya te expliqué, y no me cansaré de hacerlo hasta que comprendas que… ¡De José Ignacio no me enamoré! Supongo que me viste justo cuando pensaba en la capacidad de dominio que había ejercido de repente sobre él. No lograba comprenderlo del todo. ¿Si él era un hombre tan atractivo y apetecido por tantas mujeres, y se había llevado a la cama a quien sabe cuantas, me preguntaba qué era lo que me hacía tan atrayente para él?

—Anestesiada mi angustia por la bebida caliente y el silencio de la media noche, regresé a nuestra alcoba y de nuevo a tu lado me coloque de pie para apagar la luz de tu mesita de noche, pero tu mano atrapó en el aire a la mía y me sorprendiste. ¡Casi me matas del susto! Pero el asombro no fue exclusivamente mío, lo compartí con tus ojitos cafés, iluminados por la cálida luz y chispeantes de deseo al verme vesti… Casi desvestida así, para ti.

—Tu dedos, los de esta mano, –y le tomo la zurda por encima del redondo cenicero y que descansaba sobre su tórax– tocaron mi vientre, por debajo de mi ombligo y delicadamente de revés, recorrieron hacia abajo mi anatomía, hasta dar con el raso decorado de mi tanga, para descubrir que la tela apenas cubría mi monte de venus y bajo ella los recortados vellos púbicos. Pero por la mitad, por el surco de los placeres se agotaba la seda y quedaba mi vulva expuesta a la aventura de las yemas de tus dedos.

Mariana me da la espalda un segundo. Recoge su coctel y bebe un trago. Gira el cuello mientras lo hace y me mira, sonrosada y sonriente. Deja el vaso casi exactamente donde lo tomó y continua recordando.

—Pero te sobresaltaste al sentir que ellos tropezaban con algo duro que obstaculizaba el recorrido. De medio lado reclinaste tu cuerpo y me miraste sorprendido, con ganas de articular una pregunta que la punta de mi lengua, atrapada sospechosamente entre mis dientes, contuvo tu inquietud.

—Me senté, y abriendo el compás de mis piernas, –contigo en medio de ellas– te atraje hacia mí, y agradecido con mi mejilla apoyada sobre la tersura de tu vientre, mis diez dedos oprimieron la carne de tus glúteos, imaginando la forma cilíndrica que te horadaba y la razón de su permanencia allí. Sí, lo recuerdo bien.

—Apresada por la cintura entre tus brazos, me izaste sin esfuerzo al levantarte de la cama y nos besamos. Lo hicimos con ganas y en silencio perdonándonos. Rodeé tus caderas con mis piernas bien abiertas y de nuevo palpaste con yemas y uñas, el tapón acampanado y yo estando así, sentí que se me salía.

Camilo cruza los brazos por detrás de su cabeza pero emite su característico gruñido de disgusto. Continua incomodo por la posición y retira el esponjado cojín. Cuidadosamente lo acomoda entre sus piernas y las mías, para terminar recargando la espalda contra el mediano cabecero y su cabeza contra la pared. En su mano zurda el vaso y en la diestra, un cigarrillo y su encendedor.

—Cuando sentí que mis pies tocaban la lana de la mullida alfombra, me separé de ti para que observaras en mi cuerpo el resto del sexy conjunto. En mi pecho el brassier amoldándose al contorno de mis senos, con su transparentada tela apenas conteniendo la dureza de mis pezones. Y los besaste, chupándolos y dentellándolos con esmero y pasión sin retirar la tela. Me hiciste soltar un placentero quejido y preguntaste… « ¿¡El niño!?».

— ¡Bien dormido!, te respondí. Pero aun así, decidiste dejarme allí e ir hasta su cuarto para confirmarlo. —Dos chispazos, y la flama alumbra su cara.

—Lo comprobé y tranquilo me regresé hasta nuestra alcoba, excitado todavía. Yacías parcialmente desnuda, boca abajo sobre la cama. Mi boca recorrió la planicie de tu espalda, bañándola con besos densos, húmedos y bastante lentos. Mis manos se aventuraron por ambos costados, deslizándose hasta alcanzar tus caderas y te escuché gemir, mientras palpaba con deseo tus nalgas. Te las aparté tanto como podía y tú ronroneando, te mordías el labio inferior. Dirigí mis ojos hasta la raja abierta, deleitándome con la visión del tapón diamantado que ocultaba tu asterisco rosado.

—Con cuidado, a caballo me monté sobre tus nalgas, apoyando las mías sobre tus corvas, y descansé mi verga tiesa y palpitante, justo por encima del plug y en la mitad de ellas. Apretaste con fuerza la sabana destendiendola, arrugada entre tus puños cerrados, y yo clavé con fuerza mis dedos venciendo la firmeza de tu culo. Hasta puedo recordar que pude sentir tus ganas de ser acariciada, expresadas al arquear tu espalda y elevar las caderas para presionarlas contra mi pene y mis güevas. Tomándolo con una mano, llevé de paseo mi glande por tu otra abertura, sin clavarlo en ella, dándole tiempo a degustar la textura suave de tus pliegues.

— ¡La punta! —Me pareció escuchar que murmurabas con tu boca muy abierta babeando la almohada, y tu respiración… ¡Retumbando en ecos de pasión contra el colchón!

— ¡Méteme la punta un poquitín, por favor! —Exclamaste de repente, acompañándolo con un jadeíto celestial y un mayor flujo emanando mientras te masturbabas, lubricando el ingreso al Edén de nuestros antojos. Te hice caso Mariana, y apoyé el glande justo a la entrada de tu vagina, ingresando un poco, sacándolo por completo después y de nuevo te lo metí. Lo repetimos rápidamente, apretando más tus piernas alrededor de él. Y clamaste por más, entre tanto yo suplicaba por contener mis ganas de traspasarte.

—Me incliné sobre tu espalda de alabastro, para con algo de maña, texturizar con mis dientes tu cuello y marcar tu oreja izquierda. Excavaron mis manos en el terreno no tan denso, entre los hilos de lino y tu epidermis caliente, deseando encontrar en el centro de tus pechos aplastados, tus pezones escondidos. Al hallarlos te los retorcí, hasta que gemiste y elevaste tus caderas. ¡Tú culo besando mi pelvis!

— ¿Quieres que te la meta? Te pregunté. ¿Recuerdas qué me respondiste, Mariana? —Me mira coqueta y respinga la nariz.

—Quisiera que me piches, pero no. ¡No esta noche! Al menos no por ahora. Lo que en verdad quiero es que me des por el culo. ¡Saca esa mierda de ahí, ponte un condón y píchame por el «chiquito» de una puta vez! Ya no aguanto las ganas de que «culiemos» y me desvirgues por atrás. ¡Hazme tuya por favor!

—Así es. Casi las mismas palabras pero sin la misma placentera entonación. —Mariana sonriente, se acomoda hacía mí. Estira la pierna izquierda y encarama la otra sobre ella. La tela no las cubre y el cojín tampoco nos separa.

— ¡Como quieras, mi amor! —Te respondí, besándote la boca y tú, te apropiaste de mi lengua mientras mi mano acariciaba tu nalga derecha, para terminar cacheteando tus redondas carnes y de paso, concluyendo nuestro beso tras tu risueña queja por el ardor.

—Me erguí sobre tus nalgas permitiendo que oscilaran hacia arriba tus caderas, y con algo de temor, entre mi pulgar, el dedo índice y el del medio, forcé hacia fuera el plug causando a su salida un ruido corto y seco. Te había descorchado. ¡Solo nos faltó el champagne para celebrar!

—Un estremecimiento en tus hombros acompañó el escalofrió que noté en los poros de tus glúteos antes de que cayeras aliviada sobre la colcha. Pude observar en tu abertura y los pétalos rosa que decoran tu vagina, el brillante flujo que los lubricaba y me enardecí. Estiré mi brazo y mi pulgar presiono tus labios. Le permitiste la entrada y lo empapaste. Lo acerqué hasta tu estriado orificio y circulando sobre él, mojé la entrada. Y tu… ¡Respirabas nerviosa!

— ¡Uhumm! Y segundos después, tus dedos alejados de mi clítoris, se compadecieron de mis ganas y penetraron con decisión dentro de mí, comenzando una rítmica secuencia, conocida y experimentada. Contuve la respiración y exhalé pausada, pues me llevabas acelerada a las puertas de un orgasmo deseado pero que me esforzaba por retrasar. Jadeabas ya por el esfuerzo, mientras mi omóplato era arrasado por el caudal de tu lengua, y mi nuca acalorada por tu aliento.

—Un extendido gemido huyó de mi garganta, debido a la destreza con la que tus dedos me masturbaban. Escuchando el chapoteo en mi vagina fue demasiado placentero y la eternidad que planeaba disfrutar, se agotó en transitorios espasmos y la involuntaria elevación de mis caderas, más el incremento de corrientes eléctricas antecediendo lo inevitable. Tras el estruendoso clímax que me dejó agonizando satisfecha, en mitad de los últimos estertores, gemí dos veces intercalando groserías. Tras el primero dije tu nombre y antes del segundo… « ¡Jueputa, qué rico!», un verídico te amo se le atravesó.

—De nuevo me estiré sobre tu espalda y aproveché la abertura reseca de tu boca para pasear dos dedos sobre el filo de tus dientes. « ¡Amor, chúpalos bien!». Sobre tu oído susurré. Te demoraste un poco en acatar mi orden. « ¡Vamos preciosa, empápalos bien!». Persistí y entonces reaccionaste, acatando sumisa mi deseo. Presioné sobre tu ojete, circulando alrededor y los hundí en tu ano sin apenas esfuerzo. Sentí en ellos la presión del rechazo inicial, para luego ceder la tensión mientras gemías y te acomodabas mejor.

—Los hundí más pero enseguida los retiré. Gemiste nuevamente cuando volví a introducirlos hasta la segunda falange para forzar la dilatación de tu agujero, y en tu respiración agitada percibí el alto grado de excitación. La sensación en las yemas y nudillos al retirarlos lentamente, era demasiado excitante. Ya no temía hacerte daño, y mi pene dando pequeños saltos, encabritado deseaba penetrarte. Finalmente después de amasarte los glúteos y besar tus escondidos lunares, me puse en pie para buscar dentro del cajón de mi nochero, la caja de condones y el botecito de gel.

—Apresurado me coloqué el preservativo, embadurnando el encauchado glande y el tronco de mi verga, al igual que froté tu ano esparciendo otro tanto. Colocaste una almohada bajo tu vientre y a dos manos te abriste las nalgas, tan entregada y dispuesta. Apoyé la cabeza y presioné. Empujé, gemiste y yo suspiré. Sentí como traspasé tu dilatado anillo y vi orgulloso como te entraba un buen pedazo.

—Me agarraste con firmeza las caderas y me mordí el dorso de la mano izquierda. No entraba tan fácil como lo habían hecho tus dedos y por instinto alejé mis caderas de tu miembro, pero enseguida fui de nuevo con mi culo empapado en gel a su encuentro, y con esa sensación de desplazamiento tan agradable me relajé. Fui yo quien comenzó con movimientos suaves, cada vez permitiendo que avanzaras más.

La palma de su mano izquierda, arrulla su cachete sonrosado y le arruga el labio inferior, otorgándole a su rostro un toque de espontánea inocencia angelical. Y sobre la tejida colina blanca de su muslo derecho, reposa el vaso con dos dedos todavía de su anaranjado coctel.

—El grosor de tu verga expandía el interior de mi recto, milímetro a milímetro, y lo mejor era que, sin extremo dolor, lo estaba disfrutando. Por tus jadeos exageradamente faltos de aire, –tras aquel último envión– comprendí que igualmente te lo pasabas fenomenal. Llegar hasta el fondo era tu obsesión y al lograrlo te detuviste para decirme delirando lo mucho que me amabas, mientras tus manos plegaban en varias dunas, la epidermis de mis nalgas.

—Retrocediste un poco. Hmmm, ¿O mucho? No podía medir los centímetros sin verlo, pero si sentir que lo sacabas hasta dejar adentro tan solo tu cabezota, para luego comenzar el vaivén acompasado, muy calmado, ingresando tu pene con precaución. ¡Pero te duro poco el sosiego! ¿No es verdad, mi amor? Aceleraste las embestidas y te dejaste llevar por la dicha del logro que los dos habíamos alcanzado. ¡Cada vez tus caderas se adelantaban y retrocedían más rápido! ¡Cada vez yo alzaba las mías deseándote con mayor lujuria! Y finalmente… ¡Felizmente culeada por mi marido!

—Me detuve, cansado y sudando. Disfrutando de lo apretado de tu culo y evitando acelerar mi orgasmo tras escuchar tus gemidos. Me eché otra vez encima de ti para descansar y besar tu nuca. También para acompasar mi respiración con la tuya, mordiendo de paso tu hombro derecho. Tu saliva resbalaba por la esquina derecha de tu boca entreabierta, y voluntariamente circulabas tus caderas contra mi pelvis. Tus pechos olvidados por mis manos, recibieron de improviso en tus pezones, los pellizcos deseados.

—Me apoyé en los antebrazos y exhalé al echar mi cabeza hacia atrás. Te sentí apartar tu pecho de mi espalda, más seguías con toda tu verga encajada en mi ano. Otra vez moví mis caderas contra tu pelvis, y en mi vulva descubrí la presión de la almohada. Aprovechaste mi contorsión para magrear con ganas mis tetas colgantes, empujándome un poco por el culo para sentir en las palmas de tus manos, el roce de mis pezones cuando por el vaivén, mis bubis se balanceaban.

Mientras la escucho hablar, me sonrío al verla con las ventanas de sus ojos cubiertas por la desmaquillada piel de sus párpados, también con un gesto de felicidad y tranquilidad. La abertura de su bata, de cintura para abajo, muestra completo el muslo y oculta con el esparcido nudo, lo principal.

—De un momento al otro, sentí tu mano entre mis piernas ahuecándose sobre los labios de mi vulva. Dos dedos apartaron mis pétalos internos, se enjuagaron con mis flujos y los mismos dedos se colaron, –navegando desde mi clítoris receptivo– por la encharcada entrada de mi vagina. Me sentí hervir por dentro y el clítoris duro demandando atención. Continuabas refregando tus dedos contra mis paredes, moviendo con tu otra mano mis caderas para que, clavada como estaba, me moviera a la par. Gemí y me hiciste aullar de placer cada vez más.

—Necesitaba… Me urgía besarte los labios y saciar mi sed chupando tu lengua, pero tu boca estaba lejos y los ojos se me ponían en blanco tras cada embestida sincronizada de tus dedos saliendo y de tu verga ingresando. Y cielo… –Camilo entorna su mirada y plácido asiente sin saber qué le voy a decir. – La cabeza no se me sostenía, no daba más y mis muslos tensionados no acababan de ayudar. Y así, me fui viniendo, desde algún puntito en la planta de mis pies, hasta extenderse por mis piernas, anclando su fervor, palma y cuarto distanciado de mi ombligo, y muy dentro mío, sintiendo tu pene más grueso, deliciosamente palpitante y con tus dedos jugueteando dentro de mí, alterando mi frecuencia cardiaca.

—Me arrancaste un tremendo orgasmo por la vagina y la jamás imaginada sensación de placer por atrás, logrando que mis músculos se tensaran al comienzo y relajaran al final. La fuerza en mis antebrazos flaqueó y mi cuerpo cayó sobre el colchón, con mis nalgas elevadas por la almohada y temblorosas las piernas, pero abiertas para ti en su máxima expresión. Respiraste muy fuerte, empujaste hacia dentro a la vez y te sentí expulsar tus goterones, echando segundos después tu cuerpo sobre mí.

—Te sobé la nalga izquierda, luego acaricié el costado y besé el hélix de tu oreja para detener mi boca sobre tu sien, sin sacártela por completo, pues tal vez por la novedad « ¡Tú cosito!» envalentonado, no pretendía por lo visto, desinflarse y dormitar.

—Giré entonces hacia mi derecha el cuerpo, y el tuyo a la par, con mis dedos como arpones, atenazando tú culo por si se te daba por escapar. Pero no, no fue así. Izaste tu pierna izquierda, doblándola y colocando el talón sobre mi rodilla, para enseguida menear tus caderas, de adelante para atrás con delicadeza, sacando de tu recto por el movimiento, mi verga hasta más de la mitad. Y volvías a penétrate, disfrutando lentamente de cada centímetro de mi pene nuevamente tieso. Pero el caucho no ayudaba con su resequedad. Lo terminé sacando pese a tus ruegos e intentos por evitarlo. Me retiré el condón y dejándolo tirado a un lado de la cama, me unté con mayor porción de gel y ante tu mirada complaciente, casi que necesitada, me recosté de medio lado y dirigí mi ariete hasta tu dilatado pero angosto y estriado ano.

—Respiramos fuerte, y con fuerza comenzamos a embestirnos. Tus caderas de para atrás, cuando sujetándolo con mi mano, el glande se te incrustaba moviéndome para adelante. Nos mantuvimos así, zarandeándonos acompasados por un largo tiempo, besándonos mucho, amándonos bastante y respirándonos muy fuerte. ¡Yo jadeándole a tu oído y tú, gimiéndole al edredón!

El torso de Mariana se desplaza para alcanzar de su mesa de noche un cigarrillo, y al hacerlo la tela de pulcro algodón, imprudentemente se le abre y libera una de sus tetas. Al enderezarse la desnudez de la derecha me la exhibe sin pudor. Se me muestra la rosada areola y claramente excitada, mis ojos se clavan en su endurecido su pezón. Al igual que su par de ojos turquesas se fijan en la mitad de mi bata, pues se yergue por debajo la granítica dureza y longitud de mi falo, al recordar lo que hace muchos meses, en nuestra pasada primera vez, él lo disfrutó.

— ¡Te escuché gemir y gruñir! —Me dice mientras aspira al alcanzar con la punta de su cigarrillo, la llama que le ofrezco con mi encendedor.

—Perdiste mi ritmo y yo la cabeza. Dejé que tus caderas se movieran solas, culeandome velozmente y con fiereza. ¡Con más intensidad y mayor rapidez! Igual de desesperada, llevé mi dedo índice hasta el huérfano clítoris y lo rocé. Lo presioné, lo rodeé de mimos y de mis flujos. Mis caderas tomaron un ritmo similar al de tus embestidas, con tu mano izquierda sobre mi nalga, dirigiendo concienzudamente la orquesta de nuestros jadeos y gemidos, controlando la vocalización de la conversación entre mi ano lubricado y tu pene embravecido. Y coreando agradecido por nuestra exitosa primera vez, el chapoteo de mis lubricantes emanaciones al masturbarme. ¡Hasta que me invadió otro orgasmo y a ti el inconfundible mareo de tu segunda venida, esta vez directamente dentro de mí!

—Seguías penetrándome muy fuerte y mi culito ya empezaba a dolerme. Sin embargo se me entrecortó la respiración y te rogué para que machacaras con tus dedos el pezón que encontraras más a la mano. El derecho fue el elegido y me hiciste tan fuerte que grité por el dolor. Ya me llegaba y apresuré la presión y el justo roce sobre mi botoncito del placer. Gemí junto a la explosión, pero tu mano sobre mi boca acalló el grito de pasión. Empujaste entonces con mayor fuerza, como si quisieras metérmela con todo y tus pelotas, a pesar de que yo sabía que tu verga había tocado fondo.

—Entrelazamos nuestras manos y nuestros dedos se apretaron. Tu vientre se contrajo y tus piernas al igual que las mías se tensaron. Te escuché resoplar, gruñir y quejarte placenteramente, tal cual lo hacía yo, en el mismo instante, compartiendo contigo nuestro realizado sueño. Alcancé el clímax, un segundo después de sentir como regabas tu semen dentro del intestino.

— ¡Me gustaría brindar contigo! ¿Podemos? —Le pregunto a Camilo, con la esperanza de no ser rechazada.

— ¡Bueno, puede ser! Brindemos por los bonitos recuerdos. Esos qué cómo has escuchado, tampoco los he olvidado y tienen para mí, la importancia que tu creíste que no le había otorgado.

Mariana se ladea, la fuerza de gravedad actúa y la tela cae cubriendo la redondez de su seno, y en su mano sostiene el vaso de cristal, sin darle importancia al gesto de disgusto que surge en mi rostro, al verme privado de continuar admirando el buen trabajo del cirujano y por lo mismo, aguantándome las ganas de lanzarme sobre sus tetas para amamantarme.

— ¡Salud! ¡Por el chiquito! —En broma le respondo y choco con el borde del mío, la mitad de su vaso anaranjado.

— ¡Salud! ¡Por tu cosito que me desvirgó! —Le contesto con media sonrisa y nos quedamos en silencio después de libar.

—Fue una experiencia inolvidable, placentera y tan extenuante que tan pronto terminamos de ducharnos, –le confirmo a Camilo lo que sucedió a continuación– mientras te encargaste de cambiar las sabanas y arreglar la cama, yo bajé a la cocina para servir dos vasos de leche tibia y adicionarle a cada uno, una copita de Brandy. Solo que cuando ingresé a nuestra alcoba, ya dormías profundamente. Y sin embargo me sentí feliz aquella madrugada. Por ti, por mí, por lograr realizar nuestra fantasía y entregarte finalmente algo mío, exclusivo para ti.

— ¡Si claro, cómo no! —Me responde quisquilloso, destrozando este momento tan bonito e íntimo. ¡Reapareciendo en Camilo su vacilación!

—Recostada a tu lado, analicé lo ocurrido conmigo, y le abrí la puerta a su mirada apagada cuando nos despedimos al anochecer. Pensé entonces en cómo debería de llevar desde ese momento en adelante, mi nueva relación con él, mientras dormías tiernamente, arrunchado contra mi costado. Porqué yo, cielo, sentí que ejercía cierto poder sobre José Ignacio y tan solo faltaba encaminarlo hacia mis dominios. Buscarle un espacio entre mi diario transcurrir y conseguirnos tiempos diferentes, sobre todo sigilosos y a partir de ahí, imponerle mis condiciones, logrando que ciegamente me obedeciera en todo y así, podría él disfrutar conmigo de su anhelo, teniendo sexo conmigo y por mi parte, mantenerlo alejado de los merodeos, –como gata en celo– de K-Mena.

—En nuestro hogar debería seguir todo igual, sin mayores cambios de mi parte, pero sí, los tuve y se fueron incrementando sin percibirlos. Créeme que no pretendí imponerme, mucho menos fastidiarte. Por ello convinimos no asistir a más fiestas de la constructora o reuniones de mi grupo de compañeros, juntos. Y cielo, aún sigo creyendo que hicimos lo correcto, que ambos tomamos la mejor decisión. Dejé de sufrir al no tener que ver tu cara de molestia o esa sonrisa disfrazando tu justificado enfado, tras las chanzas y bromas pesadas que acostumbraba a hacerte José Igna…

— ¿Y a él? A ese hijueputa Don Juan de vereda… ¿También se lo diste a probar?

— ¿Qué estás diciendo? ¡No pasó así! Fue natural y exclusivamente tuyo durante mucho tiempo. Por más que me insistieron, no cedí a sus pretensiones. ¡Hasta el final no claudiqué! Pero sí, tengo que reconocerte, que unos meses después, artificialmente a una mujer se lo entregué. Y no mi vida, no fue con la misma que imaginas. No repetí con ella por más que lo intentó. ¡Me lo hizo otra mujer!

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