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Infiel por mi culpa. Puta por obligación (38)

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Tu confiesas, yo confieso. ¿Todos confesamos?

—¡Tú qué dices, Nachito!... ¿Debo ser la mujer que, habiendo aprendido bastantes cositas del marido, me toca enseñarle ahora, –y sobre cada brazo suyo, coloqué mis antepiernas y ajusté las rodillas, apretando su cabeza para inmovilizarlo– a este hombre tan aventurero y recorrido, como hacerme alcanzar un orgasmo clitoriano? —Lo cuestioné.

—¡Jajaja! —Inesperadamente Camilo se da la vuelta y emite una ronca carcajada en cuya irónica resonancia, vislumbro bastante incredulidad. Entre tanto, limpia el llanto de sus ojos. Primero del lado izquierdo con el dorso de su mano derecha hecha un puño, luego, utilizando lo ancho y largo de los tres dedos de la misma en el otro lado, para retirase la humedad de su costado diestro.

—Lo sé… Es verdad, cielo. Puedo entender tu recelo, pues hasta yo misma me acabo de oír, y se ha escuchado raro. —No deja de reírse, pero ahora con su altitud sonora, en franco declive. Abatida y para nada alegre. Murmura, pero soy yo quien habla.

—En serio le hablé así, de esa manera. Fue una declaración muy extraña, ya que, a pesar de querer apartarte de mi mente, añoré en ese instante que te hicieras presente y le mostraras a mi amante, la práctica adquirida a mi lado y tus esmeradas técnicas para hacerme llegar al clímax sin las monótonas rutinas que él me mostraba.

—Miel derramada sobre la hendidura, o chocolate esparcido desde mis senos hasta el ombligo. A veces con el aliento a menta helada de tu boca, introduciéndomela con tus labios al usarlos como émbolos, y gracias a tu lengua ancha o cónica, provocando en mi pecho y en la garganta multitud de suspiros y gemidos, al atraerla y absorberla de nuevo hacia el interior de tu boca, para pasearla sin apuros por los pliegues carnosos de mi vulva, y después si, con la vehemencia justa de tu pene dispuesto y al acecho, provocarme variados orgasmos, unos largos y otros cortos, pero todos ellos percibidos en mi bajo vientre con una sinusoidal constancia. Placer en demasía dentro de mí, y por fuera, sobre los pétalos de mi vulva.

Mariana se desplaza por detrás de mí. Lo hace mirándome de reojo, como quien no quiere ver, pero la intriga le exhorta a hacerlo. Intenta, como no, percatarse de qué me interesó, y que ha captado mi atención. Seguramente preocupada por saber si la melancolía y la baja tonalidad de sus palabras han tocado las intimas fibras de mi ser.

—Abrí yo misma con los dedos, mis labios vaginales y le mostré donde se ubicaba la cima, mi montículo del placer. Le instruí como descubrirlo, consentirlo, mimarlo y saborearlo, –lamiéndolo con el borde de la lengua– e igualmente le expliqué la mejor manera de rodearlo lentamente, con la yema ensalivada por mi boca, de su pulgar, y como presionarlo delicadamente, cercándolo por los lados, friccionándolo entre su dedo medio y el índice, tal cual como me lo hacías tú de manera espontánea, romántica y natural. —Camilo deja de jugar con el cigarrillo y decide finalmente encenderlo y fumar.

—Apreté su cabeza contra la almohada y dejé que su barbilla casi a noventa grados me presionara, y con ella comencé a estimularme toda la… Se la restregué por toda su cara y hasta me penetré con su nariz, omitiendo el enrojecimiento de su piel cuando se agotaba el aire en sus pulmones, y yo hacía oídos sordos a sus quejas cuando se me antojaba dejarle respirar. ¡La placentera asfixia, a la que tú si estabas acostumbrado, fue un suplicio para él! Sin embargo, hubo un después donde se esmeró por aprender, acostumbrándolo, antes que nada, a arrodillarse ante mí.

Le sostengo la mirada, indiferente por supuesto. Es ella quien la aparta y eleva la cabeza. Vuelve a hacerlo, me ve en diagonal por la esquina aguada de su ojo izquierdo. La baja y se fija en el suelo, en el área vacía que tiene por delante y da otro paso. Mariana da por sentado que la escucho con atención, y es así, aunque me martirice hacerlo. Me ofrece la espalda, confiada en que con su elegante transitar, transformaré en imágenes sus memorias.

—Sumiso fue educándose en hacer la presión justa con su lengua, sobre aquél tejido rosa para que se endureciera, y lubricándolo bien, me brindara los esperados estremecimientos. Con caricias ya más tiernas y la brisa cálida del hálito sobre él, sin tocármelo, permitiera que, al poco tiempo, mi clítoris y el resto del cuerpo se relajaran. ¡Sin saberlo a plenitud, me convertí en maestra para él, tras haber sido yo, tu aventajada alumna!

Con sus palabras susurradas, agudas y muy sentidas, Mariana opta por quedarse quieta y callada, en la otra esquina. Desde allí, observa el despejado cielo, de un azul caribeño y cálido, un tanto disparejo al de sus ojos ahora tristes y enrojecidos. A mí me agrada esta pausa y su distancia, pues me permite respirar con calma, y… ¡Analizar el escenario!

—Para mí que, –interrumpo nuestro silencio– ese pensamiento tuyo era una dicotomía ciertamente ventajosa, pero imposible de volverla realidad. Yo jamás estaría junto a ustedes en un mismo lugar, y sobre todo en ese, en particular. Aceptando… Mirándolos tener… ¡Yo, Mariana, nunca te compartiría!

—Pero estuviste, Camilo. Sin estar físicamente presente. No tuviste la culpa al invitarte a estar sin presenciarlo. ¡Fui yo! —Me dice sin mirarme pues su atención se concentra en la uña rosa de su pulgar que escudriña nerviosa, la cutícula del dedo índice de la otra mano, e inflando de aire sus cachetes aún macilentos, sin solicitárselo me lo aclara.

—Quiero decir que fue mi sentimental falta de costumbre, al intentar apartarte, –pero extrañándote demasiado a la vez– la que te arrimó a mi mente en ese momento. Fui yo, con mi infame y urgente necesidad de imaginar tenerte allí, para hacerte con tu presencia imaginada, cómplice de mi perfidia y no pensar que estaba traicionándote… Con él en realidad… Entregando mi cuerpo por completo una… ¡Mierda, Camilo! Convirtiendo mi soñada venganza esa vez en…

—¡¿Entonces debo suponer, que fui el culpable de que tu nochecita te saliera la revés?!… ¡Puff! O lo que me quieres dar a entender es que tu bebé, tu amado Nacho… ¿No te salió tan macho? —La interrumpo con furia y mis dudas tan presentes todavía.

—Sí, ocurrió así, cielo, pero luego yo… Yo moví con deleite mis caderas sobre su boca y… Toda la cara, prodigándome un reconfortante placer. Imploré por más, mentalmente y con los ojos cerrados lo hice pensando en ti, pero utilizando el cuerpo de él. ¡Así fue como sucedió, te lo juro!

Regresa a su ser la necesidad de movimiento para explicarse. Se desplaza lenta, con cautela al andar y para hablarme de… Eso. Y a los dedos de sus manos regresa la manía neurasténica de recogerlos y extenderlos repetitivamente, buscando sin hallar su calma, pero de paso arrebatándome la mía.

—Exclamé un prolongado ¡Que rico!, en coordinada conjunción sexual de varios gemiditos con los «ayayais» de placer que me has escuchado infinidad de veces gritar. No acaparé su rostro, no. Aunque bien embadurnado de mis flujos se lo dejé. Satisfecha a medias, me levanté y liberé, brazos y cabeza del encierro. Gateando me acerqué hasta la esquina opuesta de la cama, donde él a nuestros pies, había abandonado la tira de condones y en reversa me monté sobre él. ¡Sí, así como lo imaginas! Y si mis tetas fueron su obsesión, a pesar de despreciarlas al principio, –burlándose por el tamaño– mi culo fue su delirio, y un plano cerrado le ofrecí.

—Rasgué un empaque con mis dientes, sin fijarme si eran los saborizados o los afamados luminiscentes y ultra sensibles. Se lo coloqué aprovechando su renovada erección y su disposición para agarrarme de la parte alta de mis muslos y de esa forma lograra sondear con su boca y lengua, el sabor de mi estriado agujero. Llegaron mis dedos hasta la base de su pene, encauchándoselo de un verde neón. Admiró el panorama que veía y silbó con fuerza, para comerme literalmente el culo. Estaba eufórico por hacer realidad su sueño, y sus dedos acariciaron mi orificio pequeño. Luego escuché y sentí como escupió sobre él. ¡Me sobresalté y le llamé la atención!

—¿Qué crees que haces?

—¡Prepararme el postre, Meli! Sería un completo desperdicio, no aprovechar para partirte bien este duraznito.

—Jajaja… ¡Ya quisieras y brincos dieras! Ese huequito está muy cerradito y necesita además de esmerados besos negros, practicar todavía más. Pero no contigo, porque eres muy brusco y para nada el más indicado. Será mi marido, quien lo estrene ya que él es más delicado. –Le mentí. – Además, se me hace tarde y creo que nuestro «happy hour», se está terminando. ¡Nos toca madrugar para llegar a tiempo a Peñalisa!

—Si estás aquí conmigo esta noche, es porque con el huevón de tu marido no te alcanza, y te hace falta un mejor sexo. ¡Deja que yo te lo estrene! Ya verás cómo, con paciencia y salivita, –agarrando su pene a tres dedos por la raíz del tronco, lo zarandeó presumido, golpeando mi mentón– este elefante se come a la hormiguita.

—Ni lo sueñes, querido. No insistas y deja de provocarte con el dulce, que después se te revuelca esa tripita y te vomitas muy rápido. —Le respondí de manera directa y punzante. Con la mejor sonrisa… ¡Sarcástica!

—Vaya, vea pues. No solo le pagaste la apuesta, sino que le ofreciste el chiquito para que lo probara, y tras del hecho, el hijueputa ese insultándome a placer, y tu… ¿Tú no hiciste nada? ¿Lo disfrutaste? Increíble Mariana, en serio.

—¡Nooo, que no! No sucedió así, Camilo. ¡Qué pago, ni cual culo! Y sí. ¡Claro que te defendí! Obvio que lo hice. Yo le dije algo así como…

—¡Mejor hagámoslo por el hoyito tradicional! Pero esta vez yo dirijo, para que no vuelvas a dejarme a medias. Y no te preocupes tanto por mi esposo, si me da la talla o no, es una explicación que no te daré porque no viene al caso ahora. Eso sí, hagámonos el favor de nunca nombrar a nuestras parejas cuando estemos juntos. No sé tú, pero a mí se me bajan las ganas al piso, si pienso en que estamos poniéndole los cachos a tu novia y a mi marido. Más bien, preocúpate por durar un poco más y no dejarme como antes, a fuego medio. ¿Estamos?

—¡Será creerte! —Refunfuña Camilo desde su esquina.

—Y entonces yo… —Restándole importancia a su duda, recuerdo como proseguí para comérmelo.

… «Claramente es una petición desafiante para su ego de macho. Me elevo un poco, acomodando mis rodillas sobre el colchón. Arrincono con mis manos la sabana junto a las cobijas, pues nos estorban. Bajo el culo, hasta sentir la punta de su erguido miembro rozármela, y con su ayuda, sin meditarlo mucho, me la clavo despacio, disfrutando la sensación del aquel trozo de carne abriendo mi cuquita en dos».

—… Yo le dediqué unas cuantas pasadas por mi raja y… Me lo metí y di inicio a una cabalgata, donde solo me preocupé, –cerrando mis ojos– por sentir e intentar alcanzar el clímax con urgencia. Fue cuando le escuché bisbisear. ¡Ehhh!, creo que me comentó algo así como…

—Ok, Meli. Como digas. Perfecto… ¡Perfecto como tú culazo, mamasota hermosa! Definitivamente con esta vista, viendo cómo te devoras mi verga y sintiendo como se resbala dentro de tu panochita, rica y apretadita, me estás enamorando. —Le escuché decir tras de mí. Tan chabacano y… Directo como era él.

Observo a Camilo, con su nuca bien doblada hacia atrás, y sus ojos entretenidos siguiendo el rastro grisáceo del humo, escasamente rizado y muy lineal, escapando de la apretada «O» forzada en sus labios, intentando alcanzar los listones del techo. Pero la rumorosa brisa mañanera, parece oponerse y decide mejor formar orlas dispares, impidiendo que la madera del techo se tizne con su humareda. Y ello me da tiempo a recordar detalles de aquella conversación, movida y ajetreada. Sudada y disfrutada, que no le voy a revelar en detalle. ¿Para qué voy a herirlo más con lo que hacía con él?

… «¡Sshhh!, No digas bobadas, Nacho. Uno no se enamora de… ¡Uffff!... De lo que ve, sino de lo que el alma comienza a sentir por esa persona. Entre tu pipí y mi cuca… ¡Ummm!... Solo existe un atrayente… ¡Gusticooo!… ¡Aghhh!... Nada más, querido. El… ¡Ufff!... El sexo puede enamorar, pero no es lo primordial. Es un complemento, y ya… ¡Sigue, sigue! Nacho sin dejar de bombearme, se carcajea como burlándose de mi discurso, y me dice:

¡Jajaja, Meli! Te escuchaste… ¡Mmm!… Igualitica a esos sexagenarios barrigones millonarios, que posan de muy dignos y… ¡Aghhh!... exclaman filosóficamente, que el dinero no lo es todo en su vida, pero… ¡Ouchh!... Lo dicen mientras nos muestran… ¡Ufff!... Su vida normal, disfrutando en alguna playa paradisíaca, bronceando sus panzas en asoleadoras, con cócteles servidos en cuencos de coco, y… ¡Mmm!... En compañía de severas hembras, y quince o veinte años más jóvenes que ellos».

—No pensaba en nada más que en mi placer, así que… Me movía con ganas… Sobre él. Me estaba gustando y pues… Tú ya sabes cómo me pongo de arrecha cuando estoy a punto de llegar. Te lo puedes… Seguramente debes estar imaginándome encima de él.

Tartamudeando avergonzada, y disimulando lo mejor posible la «arrechera» de esa noche, le resumo los actos a Camilo y… Por supuesto, en este momento el nerviosismo me domina. Sé que quiere saber cómo fue todo, pero no sé cómo relatarle eso, sin que se ofenda, ya que… ¡Mierda!

… «Sus manos me levantan un poco por las nalgas y de mi panocha encharcada, lo retira más o menos hasta la mitad. Quiero sentirlo y vuelvo a encajarlo dentro de mí, aplastando mis nalgas contra sus muslos. Necesito más, mi cuca quiere más. Me sobo el clítoris, me pellizco un pezón y a la vez que siento que ya casi me llega, a su grosor le falta un poco y a mí me sobran ganas. Entonces logro que mi dedo medio me penetre al mismo tiempo que su verga, y sin su ritmo, lo dejo quieto, pero empujando hacia dentro parte de mis pliegues».

—En medio de mis… Mis jadeos y sus tomas de aire escandalosas, escuchaba además de sus halagos groseros para excitarme, el… El rumoroso chapoteo en mi entrepierna, producto de su excitación y de la mía. Lo hemos probado tu y yo infinidad de veces. ¿Recuerdas? Desde que lo descubrimos, te ha fascinado llevarme hasta allá. Dejarme en el borde, pasear por el filo del precipicio, deteniéndote para mirarme a los ojos, y esperar… ¡Esperar sin empujarme, para no hacerme caer tan rápido!

—Sin observarla directamente, sumido en los eventos que ahora me narra, percibo como la distancia que nos separaba, se va haciendo milimétricamente más cercana. El codo izquierdo, –cubierto por la tela de su bata– roza mi antebrazo al posicionar los suyos sobre la baranda de madera, de similar manera a como yo lo estoy. Puedo escuchar con claridad, como sorbe la humedad de su nariz, señal inequívoca de que al igual que yo, con dolor llora la amargura de sus recuerdos.

—Es un sufrimiento estar a punto, eternizarse muy cerca al borde de la cúspide y no alcanzar por involuntaria razón, el ansiado orgasmo. ¡Estando tu ausente, imaginariamente me retenías! —Le explico a Camilo, haciendo énfasis en que no estuve tan sola, pensando en él.

—Así que utilicé la otra artimaña. –Continúo mi aclaración. – Mis dedos los usé como instrumentos, haciendo círculos y apretándome el clítoris entre ellos. Le… Yo le pedí que se moviera con mayor fiereza, y… Empecé a sentir ya más rico. Así que… Se me dispararon los sentidos. Sentía demasiado calor por todas partes, corrientes eléctricas ascendiendo por mis muslos hasta mi… ¡Puff! Percibí mi olor, mi aroma a hembra cachonda y el sudor… El suyo, mezclado con el salobre mío.

—El caso es que… Él se dio cuenta y apretó mis caderas con las palmas de sus manos contra su… Me embistió con mayor ahínco y así… Sin preludios ni mi autorización, sentí como un dedo, creo que el pulgar, lo incrustó por completo en mi ano. Fue inoportuno, sorpresivo y abusivo, pero yo… Gemí de gusto, sí. ¡Personal y particularmente satisfecha!

De soslayo oteo la expresión de su rostro. Abatido, o resignado, Camilo no se mueve ni muestra nuevas emociones. Ha llorado mucho por mi culpa. De hecho, sigue haciéndolo en silencio, respetando mi caprichosa decisión de no interrumpir mis recuerdos, mientras le sigo clavando más puñales a nuestra relación y un mayor número de clavos a mi ataúd.

—Se me tensó el vientre y apreté las pantorrillas. –Prolongo esta revelación. – Incluso se me recogieron los dedos de mis pies. El clímax, como cuerda imaginaria de un arco, logró que arqueara la parte alta de mi espalda, intentando en vano juntar los omóplatos, y sí... Sí pude alcanzar mi orgasmo. Extendido y tan largo, que sentí contracciones en mi esfínter, apretando de paso su dedo invasor.

—Tanto las paredes de mi vagina y el clítoris henchido, los sentí arder. Me elevé entonces hacia ese infinito sensorial tan placentero, y del cual uno ya no quisiera descender, clamando porque durara, que se mantuviera y no se cortara. Disfrutando de esa especie de agonía deliciosa, mientras lo jadeos me los tragaba pasando saliva, y mis suspiros aparecieron con aires casi espirituales.

—Y entre espasmo y espasmo, regresaste a mi mente. Se bien el instante en que sucedió, pero no el lugar a donde fue a parar mi entusiasmo. Se apagó la fogata inesperadamente, pero sí. Sí, Camilo, gocé mientras estuve encima de él, pero no por él, sino por mí misma. Aunque eso al fin de cuentas para ti, no tenga ya demasiada importancia. ¿Fui feliz esa noche con él? Pues sí, y no tanto. Digamos que me gustó a medias, y de la otra mitad, me tocó a mí arreglármelas sólita.

—¿Has acabado? —Me pregunta con tristeza, y yo niego, moviendo mi cabeza y mirando para el otro lado. Necesito aclararle el final. Para que su obsesiva suposición tenga mediana resolución, y aunque inexacta, le entierre yo otra daga.

—Abatida por el esfuerzo, me desplomé de medio lado sobre la frazada arrugada y fría. Me encogí, volviéndome un ovillo de piel sensible y sudada. José Ignacio me levantó para acomodarme transversal en la cama. Me alegré al ver como con su mirada avellana, el ya me adoraba. Y creí que… Pensé que, si bien había sido la primera vez, con eso había tenido suficiente para clavármele en la mente. Me abrumó un poco sentir sus caricias suaves, tiernas y desbordadas recorriendo mi cuerpo. No era las tuyas, tan acostumbrada mi piel a dejar que con ellas me descubrieras nuevos puntos de placer.

—Sí, Cielo. Sé bien que te duele escuchar eso, pero precisamente esa fue inicialmente mi intención. —Hago silencio de nuevo y tuerzo el cuello para poder observar a mi esposo, agonizando sentimentalmente, por mi culpa y porque… Porque así lo quiso. Y me duele. ¡Jueputaaa! Me atormenta lastimarlo todavía más, al enterarlo de mis andanzas, mucho más doloroso a lo que varias noches atrás, antes de decidirme a venir, lo imaginé.

—Me cobijaron sus brazos, mientras yo todavía inhalaba oxígeno, –que había aspirado antes de desmoronarme– y liberaba en esa habitación, metros cúbicos de dióxido de carbono y más calor. Al momento nos arropamos, utilizando únicamente la sabana floreada. La frazada, arrugada y humectada en el centro, la mantuvimos relegada a nuestros pies.

—¡Cinco minutos! ¡Solo cinco y ni uno más! Pensé. Teníamos tiempo de sobra para cumplir con las tres horas pagas, pero… Fueron más de cuarenta los que dormité. Un movimiento involuntario de mi pierna izquierda sobre las suyas, semejante a una alarma natural, me despertó. Y tras esa esporádica pero providencial sacudida, también a él lo desadormecí.

Se aparta de mí, recostándose por el hombro contra el poste de madera, y se pega bastante a este, descolgando su cabeza y el mentón, aterriza sobre el esternón. El llanto sigue fluyendo directamente de sus ojitos marrones hacia el suelo del mismo color, pero oscureciéndolo al mojarlo.

—Exploré apurada con la mirada, aquella habitación alquilada y desordenada, ubicando el sitio donde había dejado tirada mi tanga, el sostén negro y el resto de mi ropa. Se me aceleraron las pulsaciones al darme cuenta en el reloj, las dos horas y media que utilicé para pagar mi deuda y también pensé que, si me daba prisa, vistiéndome sin bañarme, a esa hora y con poco tráfico, podría llegar a casa, no muy tarde.

—Y eso fue… eso fue casi todo. No fue nada especial, Camilo. Solo le di una terapia final con un poquito de… «Quereme», para que no se olvidara tan pronto de mí. La prioridad era sentirme a gusto, con esa otra mujer que habitaba dentro mío. Y a él darle a probar otro poco de mí cuerpo.

—Ya. Me imagino la dedicación con la que decidiste… ¡«Terapearlo»!

—El tratamiento que le ofrecí esa noche, consistió en que aprendería a darme un buen sexo. Tan solo eso. Pero, así mismo me pregunté… ¿Que podría hacerle yo a él, que no le hubieran hecho las demás, ni su novia, para oprimir algún interruptor en su psiquis, y mantenerlo interesado en mí y en ninguna más? ¿Qué le haría para enamorarlo y alejarlo del asedio de K-Mena?

—¿Otra vez con la misma disculpa de preservarle la virginidad a tu amiga? No crees que ya deberías confesar que esa excusa… ¿Solo era una coartada y la justificación que buscaste para acostarte con él? —Le refuto indignado y cansado, de que Mariana no lo quiera reconocer con sinceridad.

—No… No es así. En mi mente siempre estuvo primero la idea de un delicioso desquite. Y en ese transitar de aquí para allá, pensando en cómo humillarlo y aventajarle en los negocios, el noviazgo de ella con Sergio se me apareció, y tomé partido por su candorosa inocencia. Y luego sí, ya creyendo tenerlo todo controlado, es que me puse a pensar mientras terminaba de colocarme los zapatos de tacón, en… ¡Puff! ¿Que debía hacer desde ese momento en adelante? Ahora todo mi mundo lo había puesto patas arriba con él en la oficina todos los días, mientras que tú, el hombre al que realmente amaba, inocente y traicionado, se encontraba esperándome confiado en nuestra casa. Y por último en mí, floreciendo con inusitada fuerza, mi exagerada vanidad y emputecimiento, por el poder que me descubrí.

—Está claro, pues nada más que sostener una continuidad en su relación laboral y mantener el vínculo del vicio por traicionar, perpetuando en lo posible el fino hilo que los unía como amantes. Por más racional y sagaz que te parezca, compartir con ese Don Juan de vereda, un «nosotros» escondido, fue una estúpida misión que tomaste para intentar superarlo, deshumanizándote hasta límites insospechados, justo como lo era él, con su encumbrado ego y vanidad. Lo convertiste en ese ideal compañero de oficina, con derecho a culiarte, pero sin permitir que la dirección incorrecta se te torciera, y te llevara de nuevo hacia mí, a quien en verdad debías mantener tu lealtad.

—Bueno, sí. Puedes tener mucha razón en eso, pero esa fue la idea inicial de igualarme a él, para jugar su juego y luego superarlo. Pero siempre tuve presente que, incrustada en mi cabeza, la idea de que haciéndolo mi «amigo secreto», sin que se diera cuenta, fuera cediendo y dejara de comportarse en nuestra intimidad, como solía hacerlo ante las otras mujeres, colocándole límites o barreras a su libertinaje, y consiguiendo que me perteneciera al final. Y luego de enamorarlo, de que me deseara hasta los tuétanos, superarlo ampliamente en los negocios realizados, ubicarme por encima de él en la constructora, e inesperadamente abandonarlo. ¡Qué loca idea de venganza! ¿No?

—Pero es que se lo merecía. Por todo lo que me molestó delante de los demás. Por todo lo que te ofendió, delante mío. Como se expresó de ti, de mi esposo sin saber que me esperabas en casa despierto, para despedirnos ese fin de semana haciéndonos el amor. Esa noche, cuando tomando mi bolso, las llaves del Audi y mi teléfono empresarial, abrí la puerta sin esperar a que él se colocara los calcetines y los zapatos y fue cuando le escuché decir...

—Tranquila bizcocho, que el cachón de tu marido no se va a enterar de nada. Debe estar puliéndose los cuernos, acostado en el sofá. Lo que me apena es que te marches ahora, sin llevarte mi semen rezumando en tu cuquita para que se lo des en el desayuno. ¡Será para otra ocasión! Mañana y hasta el lunes si quieres, podemos disfrutar de más raticos juntos. Al bobo litro de Carlos y a la intensa de Carmen Helena, los perderemos por la noche al dejarlos en el hotel. Y por Eduardo no te preocupes, pues se va a ir temprano para encontrarse con su mujer y una prima de ella, que llegó del Oriente medio y quieren que conozca el eje cafetero. Yo mismo les conseguí una acogedora hacienda para que la pasen bien y a mí, me dejó a cargo de ustedes.

—Yo no lo sabía. Ese hijo de puta no me había comentado nada. Total. Lo importante en ese instante era apurarme y llegar pronto a nuestro hogar.

—Hummm, ¡Que irónica es la vida! Entonces se supone que, mientras yo me encontraría paseando con Mateo, Iryna y Natasha, tú y él, ¿pensaban continuar con el festín en Girardot? Bien, bien. —Camilo queriendo o sin querer, dejar caer de sus labios y casi en vertical, la colilla ya apagada hacia el suelo. Pero esta, liberada rueda, e impulsada por la brisa, cae precipitada al primer nivel.

—Pues cielo, eso lo pensaría él, pues la verdad es que a mí ya se me había escapado la presión, –así como el de una olla exprés– por saber cómo era tener sexo con él, y lo único que saqué en claro, es que no me había hecho ver estrellas y para nada era tan macho ni tan experimentado, mucho menos tan resistente como aparentaba su fisonomía. Y yo… Yo tenía por delante un tramo largo, y poco tiempo para llegar y lanzarme, pecadora entre tus brazos.

Mantengo mis ojos bien cerrados, concentrado en su voz, intentando sin lograrlo, que mis lágrimas no se precipiten más, por el acantilado de mis pómulos. Y me abrazo al poste que sostiene el techo.

—No era muy tarde y… El torrencial aguacero había amainado, aunque al sacar el auto del parqueadero de aquel motel, seguida a prudente distancia por el Honda blanco de José Ignacio, aún lloviznaba. Desvié a dos calles para evadirlo, pero él con persistencia continuaba a dos coches detrás de mí Audi, así que detuve el auto y Chacho aparcó el suyo detrás de mí. Activé el bluetooth de la radio y desde el número telefónico empresarial, le marqué a su teléfono móvil.

— ¡Ni lo sueñes! –Le dije apenas respondió– ¡Deja de seguirme y vete para tu casa! Ya estuvo bien el rato. No vayas a dañarme la noche y hacer que se me salte la piedra contigo. —Se carcajeó como siempre, y cuando iba a decirme algo más, autoritaria le dije que hablaríamos al día siguiente por la mañana, y terminé la llamada al tiempo que volvía a arrancar. Me fijé por el espejo retrovisor en las luces amarillas, que intermitentes desaparecían desplazándose hacia a la izquierda y me tranquilicé cuando por fin lo perdí de vista. Yo pude continuar pensativa, el camino a casa.

—Repasé mi pasado, y pensé que no merecía tener tanta suerte. Tenerte a ti y a nuestro hijo, era lo mejor que me había ocurrido en la vida. Y en aquel presente, tu ilusión a punto de concretarse, y mi primera vez superando en ventas al que nadie de los dos grupos, había podido desbancar del primer lugar. Sonreía, sintiéndome vencedora; también obtenía por fin la atención desmesurada de él, sin ser consciente del alcance de mi traición. La fidelidad que le pedí, con algo más que cariño y ganas, mi amante parecía ya entregarme. En contraste yo, le era desleal al amor que incondicional, me esperaba en casa.

Mariana enmudece después de rememorar, lo bueno que tenía y el primordial futuro que debía asegurar. Pero sigue, tras un sorbo corto a su bebida.

—Me detuvo una luz roja, a pocas calles de aquella por la cual debía girar a la derecha y coloqué la radio mientras esperaba. En la emisora que tú siempre escuchas, colocaron una vieja canción de Sade. «No Ordinary Love». Y ese saborcito dulce de felicidad se me avinagró. Pensé en ti y en mí. En nuestro amor cotidiano, pero tan importante e imprescindible para mí. El brillante verde se hizo acuoso debido a las lágrimas que brotaron amargas de mis ojos, mientras seguía envuelta en la melancolía, arropada por la dulce voz de esa mujer. Avancé despacio, sin importarme los persistentes cambios de luces y los continuos bocinazos de los autos que, apresurados, me solicitaban el paso.

—Llegué a la entrada del conjunto residencial, y allí frente a las rejas negras, me detuve unos segundos, aunque el vigilante se apresuró a abrirlas. Indecisa y temblorosa lloraba, con mi frente descansando sobre el cuero del volante. Al estacionar dejé el motor en marcha, pero no porque no quisiera bajarme y llegar a abrazarte. Solo necesitaba tiempo, aire y unos pañitos faciales para limpiarme. ¡Vergüenza! Ese era el motivo, el imán que mantenía mi culo pegado al cordobán texturizado del asiento. Tomé más pañitos de la guantera con la mano derecha, aunque con el dorso de la otra me limpiaba, pues seguía llorando.

Debo hacer acopio de todas mis fuerzas para no abalanzarme hacia mi marido y abrazarlo. Ganas no me faltan, pero mi razón dictamina que no es prudente invadir ahora, su íntimo espacio, pegado al poste de madera. Compite la sensatez contra las pulsaciones aceleradas de mi corazón, avergonzado y apesadumbrado por causar daños y mil destrozos, en el del hombre que tanto amo.

—Llegaba a mi hogar después de disfrutar las mieles del triunfo, al ser aplaudida frente a mis compañeros, y esa sensación de superioridad gobernaba todas mis neuronas. Merecimiento alcanzado por mi obstinación con algunos negocios finiquitados honradamente, y en otros utilizando todo el poder de mi sexualidad. El poder gustar para generar deseos en los hombres y obtener a mi parecer el éxito que anhelaba, con o sin placer de por medio. Y, sobre todo, el tenerlo a él, a otros tipos y hasta a las nenas, bien rendidos ante los encantos de mi personalidad y a las deseables curvas exhibidas o disfrutadas, de mi cuerpo.

Escucho con claridad mis latidos y a lo lejos, el rumor de voces alegres y el canto de algún turpial más cercano. Y oigo como Mariana suspira, gimotea y sufre. También llora con desespero, como lo hago yo.

—Me calmé y dejé de llorar. Me maquillé nuevamente, como si en vez de llegar fuera a salir de nuevo de nuestra casa, obviamente para que no te dieras cuenta, y por supuesto, para que siguiéramos nuestra amada vida, tan normal y acostumbrada, pero con un elemento adicional que lo cambiaba todo. ¡Mintiéndote! Ya frente a la puerta de la entrada, llaves en mano, volví a detenerme para asegurarme de no traer conmigo olor a colonia de aquel hombre, que me pusiera en evidencia, y con la llave puesta en la cerradura, escuché dentro de mí, la algarabía de aquel silencio desolador, que parecía pronosticar mi destino, sola, sin ti, tan solo algunos meses después, y finalmente perdiéndote.

—Regresé una vuelta la llave, pues volvieron a mis ojos las lágrimas. Y entonces el carácter seguro, del que tanto me ufanaba últimamente, al igual que mis piernas, flaqueó. Me dio miedo que la mujer que estaba fuera de la casa a punto de ingresar a nuestro hogar, y que se aprovechaba de su buena suerte, terminara por perder todo lo que me esperaba adentro, y siempre… ¡Siempre confiaba encontrar! La poderosa Melissa de la oficina, era un fraude andante. La Mariana, ¡tú Mariana! La mujer de entrecasa, la madre intachable, en realidad llegaba siendo una puta traidora.

—Lo… Lo noté en el parpadeo nervioso. Lo vi en tus ojos.

—Qué… ¿Que viste?

—El pecado. Presentí que algo había sucedido contigo. No olías demasiado a trago, no llegaste muy contenta a pesar de tu habitual sonrisa al vernos. Y estabas… Estabas demasiado bien arreglada, para llegar después de rumbear con tus amigos. Ni siquiera tu ropa estaba impregnada al olor del tabaco, después de festejar por ahí.

Al recordárselo no consigo detener mi llanto, y me culpo por mi estupidez o mi falta de carácter al no decírselo aquella noche, y tan solo concederle el beneficio de la duda, para no molestarla con mis sospechas y dañar de nuevo nuestro fin de semana con otra discusión, para la cual, no tenía prueba alguna para enrostrarle por su retraso.

—Camilo, cielo… No llores más por favor. —Lo apremio, pero él tan solo dobla su mano derecha y expande por completo los dedos, dándome a entender que se encuentra bien y no quiere que lo moleste. Pero es mentira. Se encuentra mal y a mi… A mí me mata verlo así.

—Mi vida, yo… No fue mi intención. No quería recordar esa parte de mi vida. La estaba olvidando, gracias las terapias, pero ahora tú has querido que yo me regrese en el tiempo, a una época que nos hizo tanto daño. No merezco que derrames más lagrimas por mí. Tú ya… Ya has sufrido bastante.

Y finalmente en este corazón, mi amor por él vence el miedo a su rechazo, y mis manos tantean la superficie algodonada sobre sus hombros. Y, aun así, tan palpable y pesadas como para no sentirlas, Camilo no se mueve.

Deseo abrazarme a él. Lo hago con temor, y por consideración o por su amor hacia mí, no me aparta. Eso es bueno para mí, en realidad para los dos, a pesar de que yo no pueda ver en sus ojos el dolor, ni Camilo observar en los míos, mi resignación a su evidente decisión. Con su inconmensurable nobleza a flor de piel, comprende a la perfección mi intención de no abandonarlo, ni apartarme en este instante, ni siquiera cuando esté lejos de él. Por eso lo permite, porque aún nos necesitamos y, aunque me dé miedo a decirlo, por sí el silencio destroza mi pensamiento, todavía nos amamos.

Callados ambos, sufriendo los dos, le dejo que recueste su pesar sobre mi hombro derecho y que con sus brazos me transmita su arrepentimiento, al apretarme el pecho con fuerza, sintiendo como me sujeta con sus dedos entrelazados, para no dejarme deprimir.

—Me…, me apetece un cappuccino en este momento. ¿Te puedo invitar a un café? —Siseo mi deseo cerca de su oreja derecha y Camilo sacude la cabeza y su melena.

—Sí, excelente idea. Me gustaría uno bien cargado, a ver si me despejo un poco. —Le contesto mientras con mis manos desarmo su abrazo y doy la vuelta, al tiempo que lo hace ella y quedamos como antes, pero de revés.

—Si prefieres, podríamos vestirnos y bajar a desayunar. —Le menciono mi idea, mientras le doy la espalda para internarme en la habitación. Un escalofrió sorpresivo me recorre toda, pues siento ahora como me retienen sus brazos, y su mano derecha, por descuido mío o por la gracia divina, se interna bajo el arco que ahueca esta bata y se amolda a la perfección, sobre la redondez de mi seno izquierdo.

Ha sido sin culpa, pero mis dedos inocentes, en el decolaje apresurado al despegar el brazo desde mi costado diestro para abrazarla, terminan planeando por debajo de la tela, y aterrizan amplios sobre su seno, raspando en el descenso con la palma de mi mano, el obstáculo de su pezón. La textura es diferente ahora, a como lo fue la primera vez que se lo acaricié con ternura. Mas no así la suavidad, y la tibieza de su piel.

Quiero creer que esta vez, sus palabras han sido leales y su arrepentimiento honesto. Eso me ha parecido, al escucharla.

—La camisa está muy sucia, y… ¿Sabes que nunca llegaré a amar a otra mujer, como te he amado a ti? —Le susurro ahora yo, mientras le aprieto por el vientre, atrayéndola contra mí, y la mano intrusa no quiere abandonar la tibieza ni el refugio donde aterrizó, ni la dueña de esta teta intenta deshacerse del familiar calor. Permanece ahí, amorosamente mansa, como antes de… ¡Como siempre debió haber sido!

—Hummm… Mis pantaloncillos aún están mojados, Mariana. ¿Podrías mejor pedir que nos los suban? —Termino por decir, tras besar como antes, su coronilla azabache.

—Lo sé, cielo. Nunca he dudado de ello. Ojalá pudiera hacerte comprender, que, a pesar de todo, yo jamás he dejado de sentir lo mimo por ti. Y aunque decidas no regresar conmigo, jamás dejaré de amarte. Aho… Ahora déjame ir… ¡Para llamar a la recepción! —Y me libero sin agrado, de la cárcel de su abrazo, llorando aún más.

—¡Ni yo! —Le respondo, retirando mi mano de su seno, y en nuestro compartido silencio, avanza ella hacia el citofono, dejándome de nuevo atrás.

Mientras le escucho hablarle al encargado, pienso, –sonriendo con amargura– qué este momento es similar al de una pelea de boxeo, pero en esta ocasión, los dos contrincantes estamos noqueados, y el destino como benévolo juez, es quien realiza para ambos, el conteo de protección.

Tras colgar la llamada, se gira y me sonríe con timidez, al verme ubicado exactamente en el mismo sitio donde se separó de mí. Decido vencer mi retraimiento, recordándole como… ¡Lo que me hizo sentir!

—Fue la ausencia de amor en el brillo azul de tus ojos, –le habló ahora– la que me alertó de que algo acontecía dentro de ti, involucrándome en tu desconocido vivir, cuando te pedí que no te fueras, que lo dejaras todo y viajaras con nosotros, y tu renuencia la confirmaste al negar con la cabeza. Fue evidente que ya no estabas para Mateo y para mí. Pero para guardar ante ellas las apariencias, tuve que ocultar tras una sonrisa, la evidencia de mi temor y despedirnos como si todo estuviera igual de bien que siempre.

—Lo cierto fue que, sintiendo que te perdía con cada éxito que alcanzabas, la oposición que me dictaba la razón, la sometí al escrutinio de mi corazón, y su dictamen fue que mi infinitivo amarte, no rimaba para nada con el sustantivo recelo que me consumía, pues a la brava me hacías aprender a desconocerte. Detenerte ya no era posible, probablemente me echarías la culpa de negarte la libertad de trascender.

En calma, sin moverse de la esquina en el balcón, Camilo me recuerda aquella despedida. Triste para los tres, al no poder acompañarlos, y evadirme de mi obligación laboral. Tener que separarnos ese fin de semana, por mi deseo de cumplir con el trabajo. Pero en el fondo de mi ser, esperanzada en que una sardina rubia, le alegrara el viaje, y cumpliera con la fantasía que él tenía de desvirgar a una mujer. ¡Aunque esa virgen no fuera yo!

—La realidad de esa noche, mi vida, no tuvo trascendencia en el resto de mis días junto a ti y nuestro hijo. La responsabilidad, sí. Debía cumplir con mis deberes. —Le respondo, sentada de medio lado, con mi muslo derecho descubierto y media teta a la vista.

—Y para que estés un poco más tranquilo, mis mentiras hacia ti, nunca las convertí en la verdad que José Ignacio pretendía. Seguí siendo tuya, pues la angustia que sentía al regresar a casa y verme descubierta por ti, me despejaban el panorama. Porque si no te amara, si ya no me importaras, me valdría un huevo que me pillaras.

—Pero mi amor, siempre me sentí así de aterrada, al imaginar que algún día podría perderte. Como cuando muy temprano en la madrugada, me recibiste con ese abrazo tan pronto como crucé en puntas de pies la puerta de nuestra habitación, y te hallé despierto mirando la fotografía de nosotros dos, con Mateo en mis brazos, recién nació. Dudé de mí sensatez, disimulé el pánico, pero sí, mi vida, arrepentida al verte tan feliz y amoroso al verme llegar a casa sana y salva, a punto estuve de confesarte todo.

—Lo sopesé en fracciones de segundo. Renunciar de inmediato al trabajo. Relatarte más o menos lo que había hecho hasta ese momento, la obligación de entregar este cuerpo ante el soborno de ese hijo de… De su bendita madre. Y por supuesto mi obsesión por vengarme, exponiéndome a perderte de inmediato, y… Y precisamente pensando en eso, entre el repaso de tu mirada a mi indumentaria y mi fisonomía, para luego con ese beso tan apasionado, sentir que intentabas descubrirme, yo… Por poco y lo consigues, solo que…

—Solo que Mateo empijamado, –refregándose un ojito y arrastrando su peluche preferido– se lanzó a tus brazos y se interpuso entre tú y yo, y con su vocecita adormilada nos ordenó... ¡Quiero dormir con mi mamita! —Y te salvó la campana.

—¿Eso piensas? Yo en serio, mi vida, opino diferente. Creo que me acobardó aquella interrupción, y terminé por hundirme todavía más, en el fango hediondo de mis engaños.

—Me revisé frente al espejo del baño por enésima ocasión el cuello, mis senos y ambos costados de la espalda; las nalgas y las piernas obviamente, buscando algún rastro de sus uñas, mordiscos con aquellos dientes que presionaron mis pezones, o pequeños morados que su boca hambrienta hubiese dejado tatuados en la blancura de mi piel, y que el Baby Doll transparente, bastante corto y rojo, que dejaste sobre la cama con la intención de que me lo pusiera para ti, no pudiese ocultar esos roces ni mis faltas, mucho menos cubrir el pecado, y terminara ante ti finalmente delatada.

—Al salir del baño me acosté en mi lado de la cama de una sola vez, abrazándome a Mateo, y por la hora, no se te hizo extraño que obviara untarme de crema reafirmante, los brazos y mis piernas. Y no, Camilo, no pensaba en él, al cerrar mis ojos. No soñé tampoco con lo que había hecho a espaldas tuyas. Créeme, por favor que… No me llevó al delirio con sus besos, ni me pichó tan espectacularmente como lo has pensado. Jamás pasó eso, y antes de que digas nada, entiendo que no me creas, porque ahora te estarás preguntando, cuales fueron mis razones para, a pesar de todo, continuar viéndome a escondidas con él.

—Lo comparé contigo, esa vez y con eso tuve para las demás. Nunca fue capaz de incrustarse en mi corazón y permanecer en mi mente como lo haces tú. Sus ganas y forma de… Tratarme como mujer en la cama, en nada se parecieron a la tierna manera que tenías tú, para agitar mi deseo con tus miradas encendidas, y tus caricias ensoñadoras, o con tus besos provocadores y tus demostraciones de amor.

—En él, no busqué conseguir la seguridad y la calma que solo tú me brindabas para apaciguar mis temores o, por el contrario, para incrementar mis placeres. Pendiente de mí siempre, cumpliendo con tu promesa de amarme hasta el infinito. Él fue mi objetivo, y una vez alcanzada esa meta, de incrustarme en su cabeza, lo utilicé para mi beneficio, sí. Pero mi vida, créeme esto. ¡Jamás lo hice para llenar tus vacíos!

—Horas más tarde me levanté de la cama, con ustedes dos abrazados y durmiendo relajados. Preparé el desayuno y mientras se bañaban, revisé por última vez el equipaje de Mateo por si faltaba algo. Y el tuyo por igual, pues no me fiaba de tu memoria y la manera de doblar tus camisas. Te llamé mientras conducía hasta la oficina para dejar allí en el subterráneo, bien aparcado mi auto. Hablamos poco de mi salida nocturna, lo sé, todo por el afán de llegar a tiempo, pero en la conversación te dije antes que nada lo principal. ¡Cuánto te amaba y que eras la razón de mi existencia! Y repasamos los itinerarios, nuestras horas de salida de la ciudad, muy similares, pero por cordilleras distintas. Tus preguntas, las de siempre. Y mi promesa de brindarte respuestas, las dejaría para después.

—En carretera, yo de pasajera en la minivan, aproveché para escribirte y enumerarte algunos detalles. Unos ciertos y los demás… Tuve que inventarlos. No fue hasta tres horas después que, al llegar a la recepción del hotel para registrarme, tuve cinco minutos para llamarte, comentarte que habíamos llegado bien, omitiendo que justo al frente mío, en el lugar donde siempre se ubicaba Eduardo, quien viajaba allí era José Ignacio. Y a ustedes…

—A nosotros nos detuvo el mareo de Mateo varias veces, y el hambre de Natasha, otras dos. Iryna me ayudó bastante con el niño, pasándose al asiento posterior de la camioneta. Y las piernas largas de su hija, moviéndose despreocupadas a mi derecha, sacando la cabeza y medio cuerpo por el techo panorámico bien abierto por ella misma, intentaron desviar mi atención de la carretera.

—«¡Para sentir el viento y que el aire alivie a Mateo!» —Me respondió, pero a la vez, permitía que se elevara la tela estampada de su corto vestido, dejándome ver un poco más arriba, al bailar descalza sobre el asiento, la música de su playlist.

—Y de vez en vez, unos granitos rosas salpicando sus glúteos blancos divididos por un hilo de tela negra. Pero, aun así, a pesar de aquellas imprudencias adolescentes, con uno que otro reclamo de nuestra pelirroja vecina, llegamos justo a tiempo a Villavicencio para recoger en el centro de la ciudad a Jorge, y de allí dirigirnos al centro vacacional donde nos hospedaríamos.

—Lo bueno fue que la pasaste bien. —Camilo parece molestarse por mi comentario, totalmente inocente. Abre desmesurados los dedos de ambas manos, extendiendo sus manos frente a su torso, y niega con el movimiento de su cabeza, dispuesto a responderme sobre algo que malpensó.

—Sí, el paseo estuvo genial. A Mateo le fascinaron los caballos y el ganado cebú, también por supuesto, el despertarse con el canto de los pájaros. A mí me encantó la carne de Chigüiro asado, pero más, la Ternera a la Llanera. —Respondo a su pregunta malintencionada con mi mejor sonrisa picaresca.

—Quise decir, con Mateo y ellas dos. –Nudillos golpean con suavidad la madera. – ¡Espera abro la puerta!

Me acomodo en la silla para disfrutar mi cafecito, acompañándolo con un cigarrillo. Me siento más tranquilo y ella también lo está. Mariana cierra la puerta y del carrito toma la cafetera para servirme en una taza de porcelana, mi ansiado «tinto». Su cappuccino ya viene preparado y se acerca hasta la mesa redonda, elegante, sonriente, serena con las dos bebidas en las manos y su bata tentadoramente semi abierta por la mitad.

Yo enciendo mi cigarrillo, Mariana hace lo propio con uno de sus blancos «Parliament», pero no se sienta a mi lado, y prefiere darle el primer sorbo a su caliente bebida, manteniéndose de pie.

—Pues creo que tu fin de semana, lo disfrutaste sin la presencia de Eduardo y aprovecharon esos tres días para divertirse a costillas mías, pues recuerdo bien como en el tono de tu voz cuando hablamos, la alegría se te escuchaba con estridencia. Y sinceramente, Mariana, no creo que fuese exclusivamente por la cantidad de negocios que concretaste. —Se me escapan las palabras, y en ellas, cierto cariz a sarcasmo y ofensa, las enlazan. Por supuesto no pasan desapercibidas para ella.

—A ver, cielo. –Le respondo contrariada, pero mantengo la compostura, maquillada por mi cordial sonrisa. – Fue totalmente cierto que ese fin de semana estuvo demasiado concurrido. Como también es verdad, que aproveché el tiempo y pude, al igual que los demás, cerrar más ventas de lo usual. Eso sí, a mí me fue mejor que a los demás. K-Mena y Carlos no se quedaron muy atrás, lograron tres separaciones cada uno. Pero a José Ignacio le fue mal. Creí que, por estar pendiente de nosotros, al serle adjudicado por Eduardo el deber de estar pendiente como jefe encargado, él no se había preocupado por atender casi a nadie ese fin de semana. Sin embargo, meses después, lo comprendí todo.

—Yo estaba el sábado en las casas tipo «A» enseñándolas, y al regresar a la sala de ventas para firmar el contrato de separación, noté cierta pesadez en el ambiente. Más tarde al despedir a la familia que acababa de realizar la adquisición, en la cocina preparándome una limonada para calmar mi sed, una de las chicas de la recepción me puso al tanto de la situación. Don Octavio, su esposa y uno de los hijos, habían llegado al complejo sorpresivamente. Según lo que pudo escuchar esa chica, venían acompañados por unos inversionistas ecuatorianos, interesados en desarrollar en su país un proyecto similar al de Peñalisa. ¿No lo sabias?

—No, ni idea. Nunca me enteré de eso. —Me responde expeliendo el humo por la nariz, pero sin darle importancia al asunto.

—Pues el caso es que, a José Ignacio, lo note extrañamente malhumorado. No parecía estar cómodo con la presencia del dueño de la constructora. Sin embargo, no dejo de lado su función de jefe encargado y le colaboró a K-Mena para atender a unos clientes, instruyéndola en algún ejercicio financiero, pero lo a la distancia lo sentí preocupado.

—Y santa Mariana se ofreció para consolarlo y cambiar su estado de ánimo. —¡Ufff! Vuelve y juega con sus pullas.

—¡Ashh! Camilo, no me amargues el cappuccino por favor. ¡No fue así! Sencillamente se me hizo raro. Igual, me ocupé de nuevo con otras personas interesadas y solo, antes del mediodía, en un momento de respiro pude hablar contigo y con Mateo, para saber cómo la estaban pasando en su viaje a los llanos orientales.

—Todo estaba bajo control. Quería meterse en la piscina junto a Natasha, pero Iryna cariñosa, le aconsejó aguardar un rato más, por aquello del mareo y estaba haciendo un berrinche de padre y señor mío.

—¡Ajá! Si es verdad. Pero finalmente pudiste tener algo de relax y un poco de acción, según me contó Naty, omitiendo por supuesto que eras tú, refiriéndose al hombre que había asistido a su fiesta, y que la traía tan de cabeza, haciéndole cometer tantas locuras aquella vez.

—¡Por Dios, Mariana! Ubícate. No me tenías a dieta, así que mis hormonas no estaban tan alborotadas, ni mi conciencia tan estúpidamente ciega, como para intentar una locura en las narices de su madre. Es verdad que Natasha me tenía seco con sus intentos de seducción y sus soñadas motivaciones, pero supe resistir.

—«¡Aplícame bronceador, por favor!» —Me pidió colaboración, desabrochándose la parte superior de su bikini, y descuidadamente, permitirme observar el lateral de su seno izquierdo, y el rosa claro de su areola.

—«¿Me ayudas con esto por favor?» —Tuve que ajustar y anudar a su cadera diestra, las tiras de la tanga, dejándome apreciar sin recato, la mitad de su pubis, y sus recortados rizos dorados. Por no mencionar que, en la fiesta por la noche, para celebrarle el cumpleaños, su manera de bailar conmigo fue algo más que cercana y sexual de lo que la canción ameritaba. Y todo en frente de sus padres y los demás invitados.

—Así que, por lo visto, le creíste más a su adolescente fantasía, que a la imagen y sensatez del hombre que se supone conocías tan bien. Francamente, cometiste otra estupidez más.

—Es que yo supuse que… Mejor dicho. Internamente deseé que lo hubieran hecho. No por algún tipo de compensación y equilibrar con tus cachos, la balanza de mi infidelidad. ¡No! En verdad quería que se hiciera realidad tu sueño, logrando finalmente vivir esa experiencia.

—¿Sabes qué? No me dejé enredar tan fácil como tú lo hiciste con ese hijo de puta. Con ese, Siete mujeres. ¡Yo sí pensé en ti, y en al amor que te tenia! Y no podía hacerle ese desaire a nuestra fidelidad. —Me dice y se levanta de la mesa, colocando su taza con enojo sobre la superficie de cristal, y me mira, pero no con tristeza sino por el contrario, la furia se le refleja en sus ojos.

—¡A mí no me enredó él, ni nadie más! Ya te lo he explicado un millón de veces. Lo hice yo solita por… ¡Estúpida! —Se me agota la paciencia y termino por gritarle.

—Por supuesto, tú y tus ideas. ¡Vete a la mierda, Mariana! —Le grito yo también, y al cruzármela, la empujo sin querer.

—¡Ahh! ¿Sí? ¿Eso quieres? Pues de donde crees que vengo querido. De allá, donde me dejaste sola. Abandonando a tu hijo y a mí de paso. Dejándome a cargo de resolverlo todo. Tener que explicarle, –con justificaciones inventadas– a tu familia esa ausencia tuya tan intempestiva. Y a la mía, responderles con evasivas a sus insistentes preguntas, al verme demacrada, trasnochada y pensativa, cuando me las hacían, y no ver en sus rostros que no quedaban satisfechos con mis respuestas.

—¿Y a tu hijo? Tener que, a su corta edad, intentar explicarle que su adorado papito regresaría tarde o temprano a casa por cuestiones de trabajo, y con el pasar de los meses, intentar por todos los medios de ser fuerte, ante su apatía y renuencia en ir al colegio, supliendo como a bien podía, las noches de cuentos y tus juegos con Mateo, antes de acostarlo y no demostrarle a él ni a nadie, la inmensa falta que me hacías.

—Pues debiste decirles la verdad. Asumir frente a ellos tu culpa. Contarles que fuiste tú la que me montó una tremenda película para acostarte con otros hombres y por supuesto con el playboy de playa ese, a la menor oportunidad.

—¡Y qué Camilo!, también podrías haberles dicho que tú te tiraste a una sardina de diez y ocho años, desvirgándola, y luego a su madre mientras tu mujer no estaba en casa, porque estaba de viaje. Es verdad que estaba untada de mierda hasta el cogote, pero tú Camilo, no es que tuvieras esa verga tan pulcra.

—Pues eso es exactamente lo que tu querías. ¿O no Mariana? Porque fuiste tú la que metió en nuestra casa a esa culicagada, aceptándole quedarse por las noches en nuestra casa con la excusa de que Iryna no la entendía, o que ibas a hacer con Mateo y ella una pijamada, dejando que ella usara los insinuantes Baby Doll tuyos, dejándose ver sin reparos por mí, en el estudio. O en tu papel de la mejor amiga y confidente, consintiéndola más a ella que a tu marido, y a la que le dedicabas horas y horas de conversación, por encima de la necesidad mía, de volver a nuestra intimidad. —Ya su cara enrojecida va cambiando de color, a un pasmado pálido, que no voy a diluir.

—No se me olvida como aquella vez, que algo tarde en la noche le abriste la puerta, porque a Natasha, su madre la había castigado por haberla pillado mostrando las tetas a los compañeros por el móvil. ¿Y qué hiciste tú? Llevarla a nuestra alcoba, donde yo ya estaba esperándote bajo las sabanas y te pusiste a revisarle los muslos, pues Iryna le había dado una «pela» con un cinturón de cuero. ¿Y qué me hiciste hacer? Untarle cremas, y aceite de rosa mosqueta sobre las marcas rojas de las piernas y del culo, al levantarle tu misma la falda de su uniforme de colegiala, y correrle la tela de sus bragas blancas, dejándonos a solas.

—Me la metías por los ojos todo el tiempo. «Mira que niña tan bonita, ¡Cómo están creciéndole las tetas!» O, «¡Que culo tan redondo y firme se le forma con ese pantalón!» «¡Pero mira que piernas tan largas y firmes!». Y todo así. ¿Para qué? ¡Para provocarme y distraerme, mientras tú zorreabas en esos malditos viajes!

Mariana cubre un lamento, –que se eterniza en su boca– con una mano. La que mantiene ocupada con el envase de su bebida, tiembla. Y por supuesto, hay tormentas en su par de cielos. Me calmo un poco, para… ¡Debo despejar sus nubarrones!

—En medio de sus insinuaciones y tus descuidos, por estar rumbeando con ése tipo, tus compañeros o la clienta esa tan famosa, casi caigo con ella en la sala de nuestra casa, porqué decidiste hacerme zancadilla, para «envolatar» mis sospechas. Pero cuando regreses a Bogotá, podrás enfrentarla y hacer que confiese que su virginidad no era uno de nuestros juegos de vídeo, y que al menos conmigo, se mantuvo intacta.

—Y lo que sucedió con Iryna, lo hice inocentemente o mejor, casi inconsciente, pues había llegado de visitar Nuquí con los ingenieros y los topógrafos. Seguramente pesqué en el pueblo algún virus de gripe que me envió directo a la cama por tres días. ¿Y quien estuvo ahí para cuidar mis fiebres y escalofríos? ¿Tú? ¡Ja-Ja-Ja! Obvio no. Fue nuestra vecina, quien se dedicó a cuidarme, en cuerpo y alma, mañana y tarde con sus caldos de pollo e infusiones de hojas de eucalipto, mientras tu… Ni siquiera respondías a las llamadas que la misma Iryna te hacía para avisarte, por estar haciendo quien sabe qué clase de cochinadas con tu amante o con… ese importantísimo cliente, en ese último viaje a Cartagena.

Su cara de sorpresa, me lo dice todo.

—Estaba somnoliento por los medicamentos, desilusionado entre mis mareos y preocupado por tu falta de interés en mí, comenzando enero. ¿Llamaste? ¡Ahhh, sí! No a mí, que debería ser lo lógico, sino a Natasha, tu pequeña cómplice. Lo hice con ella, con tu amiga. Eso sí es verdad, pero no en nuestra cama. Fue en el baño, mientras me ayudaba a ducharme con agua fría, preocupada en hacer algo para bajarme la fiebre.

—Se desnudó para entrar conmigo y sostenerme. Y… A este cabezón, la falta de sexo, su desnudez y la mía… Más la imprudente irrigación de la sangre, me lo entiesó y... Pasó lo que pasó. A ella, no sé cuántas veces, pero cada mes y medio, su amado Jorge, le hacia la visita durante ocho días antes de marcharse de nuevo a los pozos petroleros, por lo tanto, creo que, en vez de tener sexo, compartimos diez o quince minutos nuestra soledad y esas ganas rancias.

—¿Y sabes otra cosa más? Pude intentar algo con Elizabeth, o con esa muchacha nueva de contabilidad que me ayudó para la declaración de renta, pero no lo hice. Ni siquiera cuando dejaste de llamarme «amor» para con o sin motivo alguno, burlarte de mí, llamándome bobito a toda hora en frente del hijueputa de Eduardo, o en el parque cuando hacíamos deporte con Iryna y Natasha.

—Sí, mi «amor», no estoy tan limpio como pregonas, pero no fui tan sucio contigo, como tú si contaminaste nuestras vidas, exclusivamente para darte gusto.

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