Nuevos relatos publicados: 9

Infiel por mi culpa. Puta por obligación (40)

  • 34
  • 8.096
  • 9,00 (2 Val.)
  • 3

Ni tan blanca, ni tan fría.

Mi cabeza continúa morando sobre sus pies, y mis ojos a medio abrir, perpendicularmente otean esta silenciosa habitación. En ella observo los agradables rayos matutinos que la invaden y de paso, transforman mi zozobra y la vergüenza, por igual nuestro sufrimiento, –y por ahí derecho, la furia suya– en una calma momentánea que ambos precisamos para continuar sobreviviendo a este cataclismo.

La proyección luminosamente cálida de esta mañana, atraviesa los cristales de las puertas ventanas entreabiertas, con la colaboración del viento que dócil abanica los velos blancos, y que, con sus variadas cabriolas, crean sombras en las cerámicas del piso, extendiendo los contornos de los muebles, difuminándolos después, otorgándome un distractor reposo bobo, pero liberador.

La mudez de Camilo, más su respiración atenuada luego de hacer sus descargos, y esta posterior falta de movimiento, me otorga un soplo de vida que preciso, para entre suspiro y suspiro, conseguir disipar de a poco mi llanto, y recapacitar en todo lo que acabo de escuchar. Nunca antes mis entrañas se habían sentido tan heridas por sus reclamos. Jamás llegué a sospechar que Camilo se atreviera a buscarlo, para por supuesto, terminar por enfrentarlo. No dimensioné la catástrofe tan inmensa que causaría en mi misma, si Camilo llegaba a enterarse de mis andanzas. Menoscabé su confianza, desmoroné en mi esposo su dignidad, haciendo trizas su masculino ego.

Lo imaginé tantas veces, –aterrada y nerviosa– a solas mientras Camilo yacía tan tranquilo y dormilón, inocente a mi costado. En las primeras escenas, se me aparecía ofuscado. En las otras tras enterarse del agravio, meditabundo. Y en las postreras, visiblemente destrozado. Me sentí mal, me culpaba por ello y por eso mismo, me esforcé por ocultárselo. Pero ahora, escucharle y verlo sufriendo en vivo y en directo, todo ha sido mucho más impactante y arrasador. Continua mi mente visualizándolas, repasándolas una y otra vez, como si las estuviera yo, leyendo en la pantalla de mi teléfono móvil, aunque ya están grabadas en mi memoria.

—Camilo… Él… ¡Es un mentiroso! Y tú no… ¿No le habrás creído todo lo que dijo? —Barboteo, pues al parecer todavía me hace falta tomar más aire, y apaciguar el llanto que persiste en horadar mis conductos lacrimales, mientras libero sus pies del peso de mi testarudez, y verticalizo mi morfología.

—Te… Te habrás dado cuenta entonces, que no te mentí. Él, por vanagloriarse delante tuyo, se inventó caprichosamente muchas cosas que no sucedieron o no fueron tan ajustadas a la realidad como te las expuso. ¡No me desvirgo el culo, tan solo por darte un ejemplo! Fuiste tú el primero y a él… A ese estúpido solo se lo di a probar la noche antes que nos despidieran. Cuando llegué a casa el viernes, un poco antes de la alborada. —Llevo mi mano derecha primero a la altura de mi cuello. Luego sobre esta, la zurda, para con ambas comprimirme el gaznate y sentir como trago saliva.

—¡Por favor, créeme algo más! Estuve siempre muy pendiente de K-Mena, y te aseguro que ella llegó virgen al altar. Y sinceramente no creo que, a su regreso de la luna de miel con Sergio, después ella… Hubiese tenido ganas de acostarse con él. Me lo hubiera contado porque me tenía confianza, así como me detalló todo lo que sucedió en San Andrés, los cinco días que pasaron amándose, felices por tener finalmente, todo el sexo por el que aguardaron. Sé que eso fue otra de sus mentiras, para hacerse ver ante ti, como el tipo irresistible de siempre. ¡De eso estoy segura!

Continua sin moverse, inanimado, mi amor agonizante. Mientras mis manos nerviosas pero vivas, descienden y bien abiertas, frotan de arriba para abajo, y viceversa, la piel desnuda de mis muslos.

—Además, luego de… De esa primera vez en su casa, él quiso mantener conmigo el kit completo del cortejo. Pretendía que, en la pantalla de su móvil personal, un mensaje mío lo despertara cada mañana, o en el buzón de voz del teléfono empresarial, –antes de irme a la cama contigo– le diera a él las buenas noches, con el sonido de un beso mío para utilizarlo, no como somnífero, sino para soñar conmigo.

—Por supuesto. Como era tu nuevo bebé… ¡Te necesitaba! —Carraspeando todavía acostado boca arriba, sumido aún en su natural reconcomio, Camilo lanza roncas sus puyas, como salpicaduras de aceite hirviente en parabólicas trayectorias, colisionando por completo en mis oídos, –tan ardientes allí– formando al instante ampollas dolorosas en mi alma.

—A esos pedidos, me negué rotundamente, –Cierro mis ojos y continúo explicándole, asumiendo el ardor. – pues no quería convertir lo esporádico, en un concubinato digital, ni muchos menos exponerme a que por su fanfarronería, o por descuido, otros ojos se dieran por enterados. —¿Mejor levantarme para tomar ahora sí, de un solo trago lo que resta del cóctel?

—Y en el día, cuando coincidíamos en la máquina expendedora del décimo piso, sin moros en la costa, o aprovechándonos de nuestras repentinas soledades en la sala de ventas de los apartamentos al sur de la ciudad, discretamente nos tomábamos una y más de mil fotografías, encerrados o por la calle, abrazados o con nuestras manos juntas y los dedos bien arrunchados. Solterón inconsciente y optimista, deseaba presumirme. Yo sensata y prohibida, inevitablemente terminaba por raparle el celular, y bajo amenazas de dar fin a nuestro incipiente amancebamiento, –y no frecuentar más el rectángulo de su cama– le borraba todas aquellas evidencias.

—Mariana… ¿Puedes por favor, dejar de adornar tu romance? Me desagrada escucharte ya, hablar de ello. Mejor esfuérzate por salvar en algo tu pellejo. ¿No te parece? —Me aconseja, recomponiéndose un poco.

—¡Ok, ok! Lo siento, pero es que yo no sostuve ningún romance, Camilo. En verdad lo que ocurrió, fue que él se encaprichó conmigo, y de mi parte solo fue una relación incidental; solo fue un recurso utilizado para mi conveniencia y por ello, dejé de tener contacto con él tras nuestro despido, y esas putas… Esas fotografías no quieren decir nada. –Y temblorosas mis piernas, soportan el peso del tronco, y esta testa les ordena avanzar hasta acercarme a la bandeja. – Ni siquiera pensé que las utilizaría para decorar esas insociables paredes. Es un embustero típico, un arrogante consumado, y frente a ti, exageró e inventó cosas para seguir exhibiéndose, como el puto amo y macho conquistador, que tanto te ofendía. Solo fanfarroneaba frente a ti.

—Si se decidió a utilizarlas, fue debido a la necesidad de superar la soledad en la que siempre ha vivido y que te he contado, pero las colgó para seguir vanagloriándose ante los demás de su liderazgo y sus aires de indispensable. Siempre quiso impresionar a quienes le rodeaban. ¡Hacerse notar! Te consta. Sentirse el centro de atracción para todo el mundo, era su ilusión y su medicina, porque realmente está solo y eso le aterra. —Este primer sorbo ya no quema, ni le hace cosquillas a mi garganta. ¿Mis cigarrillos? ¡Ahh, sí. ¡En la mesita redonda!

—Y así pasó contigo. Exactamente lo comprobó con tu visita, ya que en ti halló lo que buscaba conseguir, colgando esas malditas fotografías. Quería que le preguntaran, –como lo hiciste tú– para saber quiénes eran los que le acompañaban, pero eso tú ya lo sabias. ¿Dónde fueron tomadas? Sería la siguiente inquietud para que él, con toda su petulancia a flor de piel, la despejara. Sin embargo, la mayoría de los escenarios los reconocías, salvo uno. Ese último retablo, tan cuadrado y bien centrado, –obviamente con premeditación– sería el súmmum de los cuestionamientos para su egolatría. ¡¿Cual, de todas sus hembras, era la mujer que el besaba?!

—Y entonces allí contigo, cometió el trágico error, al ufanarse de ser el dueño de lo que, para este corazón y esta mente, nunca fue de él. ¡Jajaja! Pavoneándose frente al verdadero dueño. Me lo imagino y me causa gracia. ¡Sí, sí! Tuvo que ser un baldado de agua fría para su calenturienta pedantería. —¡Buaghh! Este trago, ya no sabe a nada.

—¿Y sabes porque más, te digo que te mintió y exageró todo? Porque su novia, la tal Grace, nada más ni nada menos, era la esposa del dueño de la constructora y madre de uno de los socios, y tras ser descubiertos, con seguridad ella también, arrepentida u obligada, lo habría desechado. Él se estaba pichando a una mujer casi veinte años mayor. ¡A una vieja que podría ser su madre!

Me fijo en la botella de tequila, qué todavía encierra en su fondo, algunos mililitros del ardor que me urge para proseguir con mi defensa.

—Con seguridad tenia magullado su ego, porque yo igualmente, no lo busqué más. Exactamente eso fue lo que le sucedió, las semanas siguientes, cuando me reclamó que no le prestaba atención por estar pendiente de La Pili, y los otros negocios que había realizado aquel puente festivo. Luego de que llegáramos de trabajar en Peñalisa, me dediqué exclusivamente a finiquitar mis negocios y a él lo dejé aparte. Eso le molestó. —¡Ouchh! En verdad quema.

—Ummm, como te decía. Se enfadó porque no volví a salir con él a solas, o al bar con ellos, los dos viernes siguientes. ¡Y te consta, Camilo!, porque hasta muy tarde, después de dejar dormido a Mateo en su cama, los días de esas dos últimas semanas, tú mismo me colaboraste al organizar y armar los dossieres, con toda la información financiera para presentarlos a los bancos y a la fiduciaria, y de esa manera, conseguir cerrar ese mes como la primera en ventas. —Ni afirma ni lo niega.

—Además yo, a partir de noviembre, me propuse a como diera lugar, cerrar el negocio de María del Pilar, y darle a Diana esa buena noticia cuando regresara de sus vacaciones. —Abandono la habitación y la botella por un momento, para encenderme un cigarrillo.

Con la primera aspirada, reteniendo el humo en los pulmones, me ubico bajo el marco de las puertas ventanas y observo a Camilo, que me escucha y medita con sus ojitos cerrados. Sé que no me creerá tan fácilmente, pero… Le intentaré explicar.

—Ese beso fue otra actuación, una simulación de dócil entrega para ambos. Pero sobre todo para Eduardo. Ese malparido ángel guardián, se encontraba feliz por haber concretado los dos negocios más grandes e importantes para el equilibrio financiero de la constructora. Sí, mi cielo, me viste besarme con él en esa foto, en aquel último viaje a La Heroica. La miraste y te llenaste de odio, decepción y resentimiento, con justa razón. Aquella instantánea tomada por Eduardo, –curiosamente algo embriagado– le confirmaba a tu razonamiento, que todos tus recelos estaban bien fundamentados. —Camilo, apoyándose en ambos antebrazos, despega la espalda del colchón, interesado en escuchar bien, mi defensa.

—Más lo único que debes observar, ahora al recordarlo, es que había conseguido finalmente mi objetivo. El de mantenerlo interesado exclusivamente en mí, hasta enamorarlo con la intención de destrozarlo desde adentro primero, y con suerte, más algo de ayuda extra de parte de Carmencita, unos días después de que nombraran a Eduardo como gerente de ventas a nivel nacional, –mirando los resultados y mi currículum vítae– la junta directiva con seguridad me elegiría como su reemplazo al mando del grupo de ventas de Bogotá y la zona central.

—Pero hubo un flagrante error en tus cálculos, en los de Eduardo y en los de ese Don Juan de vereda. ¿No fue así? —Me replica Camilo, levantándose de la cama.

—Efectivamente, no contaba con… una investigación a nuestras andanzas. –Y aunque Camilo quiere intervenir, no le dejo interrumpirme y prosigo. – Pero por eso mismo quiero que te quede muy claro que no sentí por José Ignacio, nada tan fundamental como para desequilibrar mi amor por ti. Me gustó físicamente cuando lo vi, pero me disgusto su personalidad cuando lo conocí.

—Por mi deseo de salir de casa, para hacer con mi vida algo más que ser únicamente un ama de casa, no caí en cuenta de que, entre mis nuevas obligaciones laborales y tu ascendente carrera en la constructora, nos distanciaríamos sutilmente con el tiempo, poco a poco, y exactamente al contrario de lo que Fadia, me había hecho imaginar. Y entonces permití, que aquella rutina diaria por el dulce sabor al triunfo, se convirtiera en esa toxina, que gota a gota, y descuido tras descuido, –todos míos, pero con culpa de terceros– envenenara nuestra relación, hasta casi matarla.

—Perdóname, mi amor. ¡Perdóname! Antepuse primero, al amor que me ofrecías sin dilaciones, una liberación injustificada. Todo fue culpa mía como ya has escuchado de mi boca. Tú, mi amor, jamás tuviste que ver con mi caída, y mucho menos, nada pudiste hacer para evitar asistir a mi sepelio. Fui una estúpida egoísta, alejándote del manejo en común de mi estilo de vida. Una vil prostituta, que vivió los últimos meses según mis vanidosas creencias, actuando según mis peculiares pensamientos, y con sentimientos contradictorios, pues respetaba las ideas de los demás, siempre y cuando no interfirieran con las mías, incluido tu parecer. —Continua de pie, sin dar otro paso, pegado al borde de la cama y sin… ¡Sin mirarme!

—No involucré sentimientos de cariño, mucho menos de amor por él. ¿Lástima? Efectivamente algo de eso existió. Un sentimiento de pesar y compasión por su situación, pero hasta ahí. El resto fue pura pantomima. Y está bien que no lo creas, y que pienses que te miento por física necesidad de limpiarme algo de este asqueroso fango. Y sí a eso que sentí por él, le quieres poner el rotulo de otro tipo de interés, perfecto, más yo sé muy bien que no fue así. Estabas perdido y totalmente equivocado, mi vida, por la enquistada comparativa, machista y tan viril, de toda la vida.

—Con ese idiota, nunca te fui infiel sentimentalmente, pues no lo deseé como hombre, porque más macho que tú, nunca lo fue. —Ahora sí me mira fumar, estupefacto.

Claudicando, Mariana con los ojos húmedos y sus azules brillos desconsolados, descuelga un brazo sobre su cadera derecha. La otra mano, mantiene el pico de la botella de tequila, apoyada sobre su labio inferior y en el borde de este, la rodada gota cristalina que duda entre despeñarse por ese abismo de carne, o bordearlo por la comisura izquierda y ser bebida junto al siguiente sorbo.

—En su lugar, cielo, y aquí quería llegar, si por alguien pudiste llegar a temer en verdad perderme, obviamente si te hubieses dado cuenta, y a través de todo mi envilecido periplo, llegando a sentir algo más que corpóreo, fue por, y hacia ella.

En su mirada derrotada, y dentro de su garganta seguramente llena todavía de más palabras, que pugnan por salir de su boca con otras explicaciones que no ha querido darme, detecto con bastante claridad, el enrevesado camino por donde ella desea continuar. Racional para ella, incongruente para mí. ¡También me han entrado las ganas de fumar!

—Mi prioridad era sentirme a gusto con esa mujer interior, que era tan admirada exteriormente por mi belleza y por mis éxitos laborales. Y tu… Tú, mi vida, nunca hubieses compartido el ataúd que me fabriqué, para seguirme por tu amor hasta esa maldita eternidad, cumpliendo con todos mis caprichos, como siempre lo hacías. Jamás estuviste de acuerdo con mi estúpido desvarío laboral, y ni hablar de mi rezagada quimera sentimental los últimos meses que estuvimos juntos.

—Pues a ver, Mariana. A mí sí me gustaría saber... ¿Cuál fue esa necia utopía que no llevé a cabo contigo? Por qué yo, lo hice todo contigo. Lo que te propuse, y hasta donde quisiste llegar o dejarme hacerte. ¿O no? —Le consulto mientras me encamino hacia el balcón.

—¡Intercambiar parejas, Camilo!

—¡¿Queee?! ¡Eso jamás! Nunca se me cruzó por la mente… Cederte y… Verte… Escucharte, o… ¡No! Simplemente no. —Le respondo completamente asombrado, y con el cigarrillo entre mis dedos, aún sin encender.

—¿Lo ves? Y aunque yo lo presentía, también veía en ti una necesidad de aventura, una adicional fantasía, para excitarte mucho más, cielo. Cuando veíamos esas pelis porno, tú… Se te veía el fuego en la mirada, y entonces creí que a ti… Es que te ponías tan cachondo, Camilo, al ver como a la protagonista se la cogían entre dos o con otra mujer, y explotabas con tanta pasión dentro mío, que yo... Llegué a pensar que te gustaría probarlo algún día. —La llamarada de su encendedor, flashea sus labios y tras una humareda blanca y espesa, su mirada contrita y la boca abierta, me advierten que ha pensado en algo y está por intervenir.

—Obviamente era lujuriosamente lúdico, verlas contigo. Probamos ciertas poses viendo en la pantalla, o después de ver a esos actores en acción, utilicé contigo como complemento de la escena, uno de esos juguetes que te compraste, pero solo hasta ahí. Jugábamos a ser tres, y a tener una fantasiosa inclusión, más nunca tuve la… ¡No tenía la intención de permitir que otro hombre te pusiera las manos encima! Yo, Mariana, estaba feliz con nuestra monógama relación. Me bastabas tú y nuestros eróticos juegos. Contigo a medio desnudar, era más que suficiente para mi diversión. Por eso te entregué todo mi amor, con deseo y, sobre todo, con respeto. Te fui fiel hasta… ¡Hasta donde más pude!

—¿Acaso llegaste a pensar, que me hubiera gustado compartirte con ese Playboy de playa? ¡Mierda, que puta locura! ¿Y yo con quien lo haría? ¿Con su dichosa novia, la esposa de don Octavio? ¡Por favor, Mariana! Parece que perdiste el tiempo conmigo, psicoanalizando mi gusto sexual, y yo el mío contigo, durmiendo con una mujer que internamente era tan extraña. Creí que nos conocíamos.

—A ver, cielo. Con ese estúpido, ¡Jamás de los jamases! Pero… Fue con esa otra persona, con la que sí llegué a fantasear, pensando seriamente en cómo, cuándo y en donde hacerlo, los tres. Pero varias veces en nuestra cama, mientras me hacías el amor, al insinuártelo, rechazaste de plano si quiera intentarlo.

—No me vas a culpar por eso. Fantasear no es lo mismo que actuarlo en la realidad. Disfrutar esas escenas de vez en cuando, no son un inconveniente, mientras las mantengas reguardadas en tu cabeza. Todo se valía, mientras las manejáramos entre nosotros, dentro de nuestros íntimos espacios, en la privacidad de nuestro mundo. Pero Mariana, al volverlas realidad, haciendo esas entregas tan tangibles, existiría el peligro de que aquello que nos gustaba imaginariamente, al ver cómo, efectivamente se cumpliría con otras personas, en verdad nos harían sentir terriblemente mal, al menos en mi caso. Porque eso me llevaría inevitablemente a evaluar mi desempeño y preguntarme… ¿Qué me hace falta para que mi mujer lo busque en otros?

—Y la única respuesta a ese intento de placer egoísta tuyo, pero compartido por mí para darte el gusto, seria sentirme, como me sucedió contigo sin verte, –aunque sospechándolo los últimos días de febrero– castrado emocionalmente. —Termino por aclárale mi posición al respecto.

—Ok. A ver. José Ignacio me gustó, físicamente, sí. Pero detesté siempre su manera de ser tan presumido, y a pesar de equilibrar un poco la balanza debido a su conmovedora historia de vida, nunca se me pasó por la mente que fuera con él. ¡Ni loca! Esa persona, la que sí me llamó poderosamente la atención fue… Esa otr…

—Déjame adivinar. ¿Te movió el piso ella? —La interrumpo, y la observo asentir con firmeza.

—María del Pilar, es a sus 40 y tantos años, una mujer especial y única. Amada por cientos de seguidores en sus redes sociales y odiada por los detractores que objetan sus puntos de vista, bastante socialistas eso sí. Aparte de llamar la atención por los rizos apretados de sus cabellos, su cara ovalada y de tez blanca como la mía, con algunas arrugas visibles en el cuello y las patas de gallina apenas notorias al final de sus párpados, por encima de eso, es más atrayente por su personalidad arrolladora y su carácter afable pero decidido frente a las cámaras y los micrófonos.

—¿Te estas escuchado Mariana? Eres igualita a ese malparido siete mujeres. Esa diva tan famosa, tiene la edad suficiente para ser tu madre. ¡Por favor!

—Pues sí, tienes razón. ¡Podría ser, más no lo es! Muy pocas mujeres ostentan esa gracia suya tan enigmática, al hablar tan claro solicitando algo sin amedrentarse. Lo que le llama la atención, lo qué le gusta y lo que no, lo va soltando sin preocuparse del que dirán. Las opiniones le resbalan, –como si estuviese toda ella recubierta de teflón– gracias a sus años siendo la vedette de los programas de televisión.

—Desde que nos conocimos, nos sobraron las palabras para expresar la amigable sororidad que entre las dos surgía. Al observarla detalladamente, escondidos entre sus alocados pensamientos, tras los rizos apretados sobre la frente, flojos y ondulantes por debajo de los hombros, sus ojos inmensos y grises, destacando sobre uno de ellos, un leve corte en su ceja izquierda, su personalidad emancipada, liberal, curiosa, e impetuosa me fue envolviendo y ella… ¡Me cautivó!

—Increíble. ¡¿Que puta locura es esta?!

—Más, sin embargo, esa sonrisa de ficticia felicidad, ocultaba a los flashes de las cámaras y al calor de las luminarias en el set del telediario, o en las portadas de las revistas donde la entrevistaban, un alma rota. Y a pesar de aparentar en las pantallas, ser tan fácil de amar y, por lo tanto, hacerse desear, realmente en su intimidad era otra. Complicada y difícil de comprender para aquellos que no la tenían tan de cerca.

—De figura esbelta, carne firme, boca besable, piel blanca ligeramente bronceada desde la base del cuello hacia abajo, con sus pechos pequeños pero muy firmes, como los tenía yo antes; pezones de un rosa oscuro, duros, erectos al instante de sentir un leve roce, y el vientre plano, ligeramente marcado, indicando a la visión de quien se lo observara, el camino hacia un pubis aniñado, depilado por completo, y con los labios mayores de su vagina, floreciendo como pétalos de un bello tulipán, destacando en medio del arco que se le forma en la parte alta de sus muslos. Todas esas características la convirtieron tras varios encuentros furtivos, en una de mis fantasías sexuales favoritas. Y allí, donde tú no tenías cabida al principio, con esos comienzos egoístas, me llegué a asustar.

—Fue tan avasallador el sentimiento por querer estar continuamente a su lado, que necesité urgentemente hablarlo con alguien más. Pensé confesarme con una de mis amigas de la universidad, pero la cercanía y amabilidad de Iryna, me hicieron decantarme por ella y, confesarle esas ultimas sensaciones; por supuesto, revelarle mis comienzos de puta obligada e infiel esposa por mi estúpida idea de venganza y protección, así que una tarde al comenzar diciembre, sentadas en el parque, mientras Mateo jugaba con sus amiguitos, le hice un resumen de todo y en parte descansé.

—Entonces, nuestra vecina rusa, ya lo sabía todo… ¿Cuando pasó lo nuestro?

—Sí, Camilo. Creo que, por eso mismo, Iryna se tomó la licencia de meterse contigo. La enteré de buena parte de mi agonía pasada y luego de cómo, La Pili, se convertía con el pasar de los días en una de mis clientas preferidas, aunque su compra no la tuviera muy definida. Le confesé que me gustaba estar cerca de ella y compartir sus charlas hablando sobre el arte contemporáneo, escucharla cantar baladas románticas en portugués, y pasar tiempo admirando su hermosura, respetando sus silencios mientras se fumaba varios porros, repasándose con la punta de la lengua los labios, al tomarse dos copas seguidas de vino tinto, porque la relajaba y de paso, le llegaban a su mente imágenes con ideas que la ponían muy cachonda.

—Fueron varios los momentos inicialmente, en que mi mente, –estando las dos rodeadas de muchas personas– la imaginaba sola para mí… Para el deleite de mi boca y las manos, deseando recorrer sin premura esas piernas largas y llamativas, vigorosas y encantadoras, sin llegar a ser muy membrudas, que la destacaban en la pantalla chica. Dejé que mis deseos dominaran mi racionalidad, solo por ella, aceptando pasar ratos largos sometida a sus caprichos, y que usara mi cuerpo para su placer. En verdad, para nuestro común gozo.

—¿Desde cuándo sucedió? ¿Fue cuando viajaron a Villa de Leyva?

—No. Ese viaje, inicialmente no tuvo nada que ver. El primero y el segundo fueron estrictamente laborales. Sin embargo, esos dos, reafirmaron la atracción inicial que nos conectó. Fue en La Candelaria, donde me sedujo al mostrarme otro mundo. El suyo tan oculto. Y para el tercer viaje a su casa, todo se concretó. —La expresión de asombro en Camilo, lo dice todo. No se imaginaba algo así.

—Una llave antigua, –continúo aclarándole– de aquellas tan clásicas, consistente de una pieza cilíndrica perforada, en forma de tubo, con una paleta acanalada al final, con tres únicos dientes al costado como clave, y al otro extremo la parte ancha en forma de trébol, esmeradamente tatuada en el foso de su codo izquierdo, fue la entrada que me ofreció a la intimidad de su mundo. Bueno, no solo a mí, también a Félix, el gerente del banco, y permitirle atisbar un poco, por puro morbo, al malparido de Eduardo.

—¿Cómo así? ¿Un tatuaje para qué?

—Su negocio se me estaba complicando, y una tarde en la oficina, estábamos Félix, Eduardo y yo analizando su perfil crediticio, buscándole una salida. Ella llegó sola, sin su pareja, y sin esperar a ser anunciada, ingresó y saludándonos de mano, se sentó a mi lado. Escuchó todos los impedimentos, y por supuesto renegó de la opción de hipotecar su propiedad en Villa de Leyva para subsanarlos. Sin llegar a un acuerdo, se levantó y guiñándome un ojo, inicialmente me invitó exclusivamente para ver junto a ella, una obra de teatro. Pero como ellos estaban atentos y los dos la escucharon, les extendió por igual la invitación.

—¿Cuando fue eso?

—Las noches de los miércoles eran tuyos. ¿No? Los jueves y los viernes, los míos. ¿Recuerdas? Un miércoles a mitad de noviembre, Eduardo te llamo, se disculpó y te dijo que iría conmigo a un evento al que nos habían invitado. Luego hablamos tu y yo, para confirmarte la versión.

—¡No tengas miedo, preciosa! —Me dijo cuándo al terminar la función teatral, dejando a su pareja disfrutar junto a los actores, de los aplausos y los brindis, me dejé arrastrar por ella hacia las calles empedradas del añejo barrio, escoltadas dos pasos más atrás, por el gerente y por supuesto, por mi pervertido ángel guardián.

—De hecho, aunque ahora te parezca que andamos solas, hay suficientes ojos, pendientes de cuidar nuestros movimientos. No te preocupes, existe bastante seguridad privada, pues mucho turista viene por acá. Por eso, a los que, a estas horas de la noche veas recorrer estas laberínticas vías, –como nosotras– no son tan despistados como tal vez lo llegues a pensar, mi hermosa Blanca Nieves. —Le «cuchilleaba» a mi oreja derecha y los vellos de mi nuca erizados, respondían a su calurosa voz.

—Lo matutinos rubiecitos ojiazules, tan longilíneos con sus mochilas a cuestas, tal vez sí. O quizás sean los mismos, «muñequita», solo que aprovechan la luz del día para hacer los contactos necesarios, y beneficiarse de las sombras nocturnas, con la secuaz estrechez de las calles, para ubicar con tranquilidad a quien les dispense la droga que ansían desde temprano, y algo de la extrema acción sexual que desean ver y practicar. —Enfatizó.

—La Pili, se esmeró en guiarnos, mientras yo, debido a los altos tacones de mis zapatos, hacia equilibrio con ellos, caminando sobre las piedras romas y humedecidas de las ceñidas calles. —Camilo toma el cenicero y al estar recostado sobre la baranda de madera, lentamente se deja caer al suelo, escuchándome con atención, mientras de sus labios no se quiere apartar, el tramo amarillo de su cigarrillo.

—Hay mucho «pirobito» homosexual dispuesto, querida, y «combos» de muchachitas menores de edad, que ofrecen sus servicios de compañía mediante tarjetas de presentación. La mayoría son administradas por gente adinerada, que también alquila las habitaciones de estas casas, para consumar la perdición. Y otras edificaciones, son prestadas para organizar fiestas y eventos como al que vamos a asistir, sin mayores reparos, pues son herencias familiares casi abandonadas, salvo los fines de semana. Fachadas de casas viejas, pero por dentro corazón, sus estructuras se utilizan para otros cuentos.

—Lloviznaba todavía, cuando se detuvo frente a un portal de madera, totalmente pintado de verde manzana. Félix y Eduardo nos flanquearon, y escucharon con claridad el final de su descripción.

—Pero también viven personas muy cultas y bastante intelectuales, sibaritas refinados, escritores bohemios, músicos y artistas, sin distinguir sin son los más famosos en la Tv, o los influyentes miembros de las redes sociales. También concurren los anónimos maestros, en el callejero arte de divertir a los transeúntes, y sobrevivir a la inclemencia del día, mendigando sus monedas. Con todos ellos, hemos formado una especie de club privado, para conversar de arte y poesía, intercambiar conceptos filosóficos, y discutir tesis sobre la ética o las costumbres de culturas lejanas, con varios amigos extranjeros. Incluso hemos llegado a sorprendernos con algunas prácticas que han estado perdidas. Y ya entrada la madrugada, en ocasiones muy puntuales, tratamos de satisfacer otros temas de nuestro interés. —Y al concluir su explicación, con tres golpes dio a conocer al interior de aquella casa, su llegada.

—Una pequeña ventana se abrió, y ella arremangándose la esquina del chal y luego la manga de su blusa tejida en lana, frente a ella colocó aquel tatuaje, y los goznes de la puerta chirriaron macabramente, cediéndonos el paso. Ya dentro en una circular estancia, el hombre y la mujer que nos dieron la muda bienvenida, recogieron los abrigos y los sacos, su bolso y el mío. Sin cedernos el paso, ni decir ni una sola palabra, nos indicaron que, sobre una bandeja de plata, dejáramos nuestros teléfonos celulares.

—La privacidad es un derecho fundamental, y más en este lugar, mi pequeña Blanca Nieves. —Asentí sonriente, y todos acatamos la orden.

—El frío de la calle, allá dentro ya no se sentía. Yo la seguí primero, y detrás de mí, ellos dos. La minifalda con la que exhibía sus piernas, era tan corta que, por momentos, al caminar delante mío, podía verle la raya divisoria en sus nalgas, y hacerme imaginar su «fundillo».

—Al fondo de un luengo pasillo, cruzando el patio central, con su antiquísimo pozo de piedra caliza, –de al menos metro y medio de diámetro, rodeado por un bosque de frondosos cedros y arrayanes– ambarinas luces y estruendosas risas, parecían darnos la bienvenida, mientras en el ambiente aledaño, el aroma a Palo Santo y una niebla bastante espesa pero baja, como la que se usa en las discotecas, nos aguardaba, tres o cuatro metros más adelante.

Mariana hace una pausa en su relato, y en frente mío, contra el vidrio de la puerta ventana, igualmente deja resbalar su espalda y termina por acomodar sus piernas, semi dobladas, en medio de las mías. Estira su brazo y en el cenicero con delicadeza, deja que se apague sola la colilla. Se frota las manos. Observa con detenimiento las caricias que las yemas de los dedos de su mano diestra, realizan sobre la palma y las falanges de la izquierda. No se cubre la entrepierna y se la veo, tan suave y lisa, con los pliegues bien cerrados, como asumiendo desde ya, nuestra triste despedida.

—En el solar de aquella casa, ya estaba armado un toldo, o quizás para aclárate mejor, debo decirte que era una gran carpa usada, como la de un circo ambulante. Incluso estaba remendada con parches rojos y amarillos, en la cumbre y en el costado, cerca de la entrada. Por dentro estaba tenuemente iluminada, pero eso sí muy bien decorada. —Ladea la cabeza hacia su derecha y con los ojos cerrados, continúa relatándome, sobre aquello que no tenía idea.

—Sillas de espaldares altos, ataviadas todas con telas blancas muy ajustadas por detrás con cintas negras cruzadas, semejando un delicado corsé. Y al frente de estas, lo que me parecieron mesas largas, pero demasiado bajas. Toda la mantelería era negra con impresas flores de Liz purpuras y los cubiertos, así como la vajilla, donde se habían alimentado los otros invitados más temprano, –con sobras en algunos de ellos– permanecían desordenados sobre cada una de ellas, todo de estricto color dorado. Por colgantes festones, pendían gruesas cadenas, fustas de cuero, máscaras adornadas con plumas de colores, y varias cuerdas de fique gruesas.

Su cabeza gira nuevamente y al regresarla, abre los ojos y me mira brevemente. Mariana pliega los párpados, y lleva ambas manos hasta sus mejillas, oprimiéndoselas, en un gesto de ansiedad.

—En una de las esquinas alrededor de una mesa de billar, varias personas reunidas observaban, bebiendo lo que parecía ser un costoso whiskey irlandés. Algunas comentaban emocionadas las analizadas tacadas, y otras en completo silencio, se besaban y acariciaban sin pena por debajo de las ropas, restándole importancia al resultado del juego. Varios hombres, y casi todas las mujeres, lo hacían a medio vestir; pero los dos maduros billaristas, se encontraban concentrados en la partida, completamente desnudos, salvo por collares anchos y con remaches, alrededor de sus cuellos, y con cromadas cadenas, que caían libres por sus espaldas, hasta media nalga.

—Y en el otro extremo, vi de rodillas a un hombre y una mujer, ante un gran tablero de ajedrez, fabricado en reluciente vidrio templado y cada una de las treinta y dos fichas, eran figuras fálicas delicadamente talladas. Los reyes, grandes consoladores, al igual que las reinas más bajas y los extremos eran ligeramente curvados. Succionadores de clítoris por alfiles, «plugs» anales hacían las veces de estilizados caballos, y torres esbeltas con esféricas protuberancias. Todos los peones eran tapones anales de idéntico tamaño y forma. Los dos jugadores ataviados con trajes de látex de un brillante negro, y cubiertos con máscaras los rostros. En sus bocas, mordazas con bolas rojas que les impedían emitir sonidos comprensibles, debatían en sus mentes, la siguiente movida.

—Y un poco alejada del centro, una jaula de al menos metro y medio de alto. En ella, una mujer morena, tan delgada como hermosa, con grilletes en sus manos y varias cuerdas enrolladas alrededor de sus senos, la cintura y ambas piernas separadas, era obligada a mantener sus nalgas pegadas a las rejas y por entre estas, era penetrada desde afuera, por un grandulón velludo, canoso, y flacuchento viejo calvo. La chica sollozaba mucho, pero no adolorida como supuse, sino complacida por el esclavo trato al que era sometida.

—¡Pobrecita! Vaya espectáculo presenciaste. ¿Y a todas estas, tu diva que te decía? Y… ¿Qué cara hacían el gerente y el malparido de Eduardo?

—La Pili, plácidamente sonriente. Sin habla yo, y estupefacto el gerente, más el malparido ese, se encontraba dichoso. Se hallaba en su salsa, el infeliz. Ella me miraba, atenta a mi reacción ante aquella escena, y tomándome de la mano, me hacía sentir cada una de las embestidas del anciano a la muchacha, apretándomela con fortaleza, soltándomela con suavidad, repetitivamente.

Recoge sus piernas, hasta que aprieta las pantorrillas con la parte posterior de sus agraciados muslos, y utiliza las rodillas como apoyos para sus codos, y al final de la rampa de sus brazos, una mano se monta sobre la otra, ladea su cabeza hacia la derecha, e inexpresiva me mira de soslayo. Luego, lentamente cierra los ojos y continúa sosegada recordando.

—Y así, agarrada a ella, le seguí los pasos hasta salir de aquella carpa por el otro lado, y nos dirigió hasta el ala oriental de aquella antigua casona, hasta que llegamos a un corredor con varias habitaciones, a lado y lado; ninguna enfrentada, todas sin puertas, y cada uno de esos claroscuros cuartos, con ambientes similares. ¡Te lo podrás imaginar! Demasiadas veladoras amarillas sobre estantes de madera y velones altos en el suelo; manilas y sogas desenrolladas, cuerdas que tensaban la piel de alguna mujer, decorando el ambiente con ella suspendida en el aire, en una posición extrañamente ofrecida. Cadenas y esposas, inmovilizando a un hombre desnudo a una equis de madera oscurecida y de espaldas a nosotros los espectadores, una mujer entrada en años y algo obesa, le plantaba en las nalgas y en la espalda, varios latigazos.

—¡Más duro! —Le solicitaba a la mujer, un fornido hombre vestido de frac y con una máscara de piel marrón, cubriéndole el rostro.

—¡Son marido y mujer! No te preocupes, muñequita. Por lo visto esta semana él esposo, no se ha portado muy bien y el corneador lo quiere reprender. —Me comentó.

—Rollos de terciopelos carmesíes, cubrían las paredes de otra de aquellas habitaciones. Personas de diferentes edades y colores de piel, entraban, permanecían un tiempo y salían. Diversas escenas orgiásticas, pero en cada una de ellas, mucho de castigo por gusto, y dolorosas humillaciones por placer y lujuria. ¡Puff! Demasiados golpes secos, algunos gritos desgarradores, y bastantes gemidos placenteros. Todo un mundo desconocido, presentado en vivo y en directo, con mucho sadismo, expuesto ante mis ojos.

—¿Te gustó? —le indago a Mariana, pues quiero sonsacarle, si por eso o por esa otra mujer, su actitud y apetencia sexual, cambió nuestra intimidad.

—Eso mismo me preguntó María del Pilar, pero a tu inquietud, ella le agregó una proposición a futuro.

—¿Cuándo practicamos, Blanca Nieves? —Indagó con suspicacia, y dejé que mi cordura se envileciera bajo la apasionada tonalidad de su voz.

—¡Un día de estos, bruja malvada! Cuando me le pueda perder a este par de enanos. —Le susurré a su oído, y le planté un sonoro beso en la mejilla.

—¿No hicieron nada más? ¿No te obligaron a hacer algo raro esa vez? —Le pregunto, pues recuerdo un aparte de los mensajes que constaban en el informe, donde Eduardo y ella, intercambiaban opiniones y nombraban a la famosa presentadora, comentando entre ellos, sus extravagantes gustos. Eduardo le insinuaba probar, y Mariana sencillamente admitía que le gustaría experimentar.

—Sí, cielo. De hecho, salimos los tres en dirección al costado derecho, hacia el costado occidental de la casona. Allí en medio de un salón muy amplio, estaban otras personas, todas glamorosamente vestidas, sentadas en cómodos sofás y sillones de piel de lagarto, algunos hombres fumando puros cubanos, y las mujeres, no todas, cigarrillos normales, dialogando entre sí, ajenos al parecer de lo que ocurría en las otras estancias de la casa. Se saludaron afectuosamente con María del Pilar y ella nos fue presentando, uno a uno.

—Recuerdo a un francés muy alto y flaco, elegante, fumando pipa, y con algún cargo importante en la embajada de su país. También a una chica rubia de cabello corto semi ondulado, que reconocí de inmediato, actriz y presentadora de noticias, al parecer muy amiga de La Pili, y que disfrutaba de la conversación con aquel francés junto a su novio, otro famoso artista de cine y televisión. Me presentó igualmente con otras personas, periodistas, un petulante abogado casi calvo, una cirujana plástica que curiosamente conocía al médico qué, para esa época, estaba por realizarme la operación del busto, y varias más con las que apenas cruce el saludo. —Camilo frunce el ceño, recordando seguramente aquellos días, cuando regresó de su viaje al Chocó y se encontró con la sorpresa de verme en nuestra cama, acostada boca arriba y en compañía de mi madre, su hermana menor, y por supuesto de nuestra vecina. No le gustó mucho que me hubiese aumentado el busto, lo noté en el brillo de sus ojitos marrones, pero como siempre, por su inmenso amor hacia mí, acató mi parecer y no me armó pataleta.

La botella de tequila, está sobre la mesa. Un trago es lo que requiero ahora, directo de ella, puro, sin nada que lo suavice. Estiro mi brazo, el izquierdo, pero no la alcanzó. Mariana se sonríe levemente al notar mi intención y es ella quien, ajustándose los costados de la bata, se arrodilla y la destapa. Bebe primero un trago, se agacha y me la alcanza, con el sabor de sus labios humectando el pico de la botella.

—Y para hablar de lo que acabábamos de observar nos invitó a sentarnos frente a una preciosa chimenea, –le explicó a Camilo, mientras lleva el pico de la botella a su boca–, en las paredes, muchos estantes de cedro con cientos de libros, y alrededor una exposición de cuadros de paisajes amazónicos vividos y coloridos, realizados por aquel pintor cuyo apellido no he sido capaz de memorizarme nunca. Él no se encontraba allí, pero sí estaba una mujer, la esposa según me instruyó La Pili, charlando risueña con las personas que admiraban esas obras, intentando seguramente conseguir compradores.

Mariana decide incorporarse, pero no para alejarse, sino para recostar su espalda contra la superficie acristalada, y seguir rememorando sus aventuras con aquella mujer qué la impactó tanto. Se lleva las manos al rostro, juntándolas por las palmas sobre su nariz, y dentro de ellas, suspira voluntariamente.

—Una copa de champaña rosada en su mano y otra en la mía. Whiskey sin hielo en la diestra de Eduardo, y una copita de coñac en la de Félix, despersonificaron nuestras impresiones. Mi supuesto ángel guardián, fascinado por lo que había visto, esbozando su maquiavélica sonrisa. Espantado el gerente, palidecido sin articular palabras, parecía querer marcharse lo más pronto posible. E intrigada yo, le pedía algunas explicaciones a La Pili, quien someramente me aclaró algunas, las otras… Esas quedamos en hablarlo luego, privadamente.

Otro trago le permite a Mariana, tomar aliento para proseguir.

—Recuerdo que, al regresar a casa, todavía permanecías despierto, trabajando sobre unos planos topográficos, concentrado por completo en ellos. Y en el suelo un reguero de bocetos con tus contenedores dispuestos de varias maneras, en medio selváticos paisajes. Te sorprendí con un beso y mis brazos rodearon tu pecho desde atrás y...

—Y nos fuimos para la cama y allí, mientras te desmaquillabas, me relataste tu aburridora experiencia. La verdadera, con la obra de teatro que no comprendiste por sus diálogos bizantinos. La maquillada, con tu visión de ese mundo tan «intelectual» –con el movimiento de mis dedos entrecomillo esa irónica palabra– que, por lo visto, causó esa revolución en las semanas venideras. —Dejo en el cenicero, al igual que Mariana, que agonice mi colilla, sin comprimirla.

—No solo de vestuario, –le recalco– mucho menos de tus cotidianos hábitos, pero al cambiar de peluquería, mudaste el hermoso color natural de tus cabellos, y al dejar de asistir al gimnasio del club, para inscribirte en otro, más al nororiente, varió tu mentalidad y con ello, en tu cuerpo tatuaste en tu espalda, ese mensaje tan diciente, y tras el paso de los días, por las noches, tu manera de actuar conmigo en nuestra alcoba. —Mariana extiende su mano y se apodera de la botella. Un trago corto por lo poco que nos resta por consumir, le permite calmar su sed, mientras se derrumba nuevamente frente a mí.

—¿Más dominante, dices? Con mandatos imperiosos y en ocasiones… ¿Usando un tono despectivo? Sí, eso pretendí, pero te rebelaste a mis gustos por amarrarte al cabecero de la cama, y con el cinturón de seda de mis batas, o con tus propias corbatas, si yo las tenía más a mano, involucrarte en esas nuevas aficiones mías. Y para lograr que perdieras tus miedos a mi oscuridad, vendé tus ojos con mis pañoletas satinadas, y apagué tus gemidos o tus suplicas, con mis tangas atarugadas dentro de tu boca.

—Se limpia el alcohol de ambos labios, con el dorso del dedo índice, y alarga su discurso.

—Pero como vi que no te gustó, cambié de táctica al poco tiempo. Decidí ser para ti, como lo era para ella. ¡Dócil, sumisa y entregada! Pero mi parte dominante, que también pugnaba por salir a flote, la utilicé con José Ignacio, para acercarlo cuando necesitaba alejarlo de K-Mena, y, por último, con el apocado gerente del banco, para que hiciera lo que fuera necesario, con tal de conseguir la aprobación del préstamo para la casa de María del Pilar.

—¡¿Que?! Con ese tipo también… ¿Tu?

—Dos veces coincidí con él, en la misma habitación, con ellos. Juntos, pero no revueltos, cielo. Digamos que le fuimos perdiendo el miedo, hasta que le cogimos el gusto. María del Pilar y yo, exclusivas en nuestro espacio, para hacer nuestras cosas. Félix, repartiendo su descubierta afición por recibir dentro suyo a Bruno, la pareja de La Pili, y de darle azotes con gusto, a la secretaria del gerente general de su banco. Compartí con él, espacios en su mundo oculto, con desnudas vistas, pero sin derecho a roces. Y al final de diciembre, para mí una comisión por la venta de la casa en Peñalisa y para él, un aumento significativo de salario.

—Por lo visto te saliste con la tuya. ¡Que pervertida eficiencia!

—Comprendo que imagines ver, lo que no tienes a la vista. Pero, lo que no alcanzas a imaginar ni a observar, fue el calvario en mi interior. Experimentar fue la motivación inicial. Tras su dominación y mi entrega, con sus golpes y las vejaciones a mi cuerpo, comprendí después, que eso era lo que precisaba, y casualmente lo encontré en ella. Necesitaba de alguien que me sometiera, porque yo, mi vida, requería ser castigada por no haberte hecho caso, para terminar después, traicionando tu amor y subastando mi fidelidad. Quería sufrir, me urgía ser castigada, y bajo tus amorosas manos, no lo encontraría fácilmente. Me das candela, ¿Por favor?

—Me fuiste abandonando mientras ella te iba enseñando un nuevo camino, ese donde el descontrol de tus actos, –saltan chispas, nace la flama y Mariana aspira con su elegancia acostumbrada– disciplinaron nuestros posteriores encuentros en nuestra alcoba. Tú, pretendiendo que te palmoteara con fuerzas en las nalgas y en las plantas de tus pies, y yo, arrepentido tras la lujuria, besando, lamiendo y adecentando con ungüentos, el enrojecimiento de las marcas que te causé por obedecerte. —Mariana expulsa el humo por entre la abertura de rosa de su boca, y al frotarse la nariz, se dentellea inconsciente el labio inferior, perforándose el lunar.

—Dices que necesitabas ser reprendida por mis manos, pero al mismo tiempo mantenías luego esa actitud lejana y displicente hacia mí, durante el día. Creí que te comprendía, pero te habías vuelto tan incomprensible, que decidí dejarte libre, aunque las cuatro paredes de nuestra casa, te mantuvieran apresada a nuestro matrimonio. Cambiaste tanto que estaba decidiendo abandonarte, solo que entre Mateo y mi nostalgia, me amedrenté para ponerle hora y fecha a la propuesta de divorcio. —Mirándome fijamente, el sol brilla diminuto en la esquina inferior del topacio de sus iris, y en el borde de su parpado inferior, se exhibe ante los míos, la marea de su quebranto.

—Una noche, o dos, después de echar por tierra mis sueños de pasar vacaciones antes de año nuevo, los tres fuera del país, llegaste de nuevo tarde, y al quedarte fundida a mi lado en la cama, por el cansancio de tus citas de negocios, me percaté de un llamativo cárdeno en tu piel, semi oculto en el lateral del comienzo de tu cuello. —Mariana se despeina la onda elevada sobre su frente, con la mano libre, mientras con la diestra, ocupada en el medio de sus dedos por el filtro blanco, recolecta con la palma, las lágrimas que fluyen sobre su mejilla izquierda.

—Y a pesar de que usabas esos pijamas algodonados que te causaban tantos acaloramientos, el final de tu espalda descubierto por tu pose acurrucada, me permitió observar varios arañazos naciendo desde un extremo del rombo que forman tus pozos de Venus, hacia abajo hasta el nacimiento de tus nalgas. Obviamente al no ser yo el causante, imaginé que ese culo tuyo había sido profanado horas antes, por un extraño. Y ese otro, no podía ser más que aquel odioso compañero tuyo. ¡Que equivocadas estaban mis sospechas!

Finalmente deja de observarme y baja la cabeza, resignada. Endereza la espalda y con ese movimiento la vuelve a elevar. Se le tensa el cuello, y el hoyuelo en su mentón apunta directamente hacia mí. Tras limpiarse la nariz, matizando ese absorbente sonido con el carraspeo, dos veces consecutivas en su garganta, Mariana me da a entender que está a punto de aclárame algo… ¡Algo más!

—En su cabello enmarañado y decolorado, en porciones rubios por delante de mechones más oscuros, y otros naturalmente canosos, parecía radicar su temperamento rebelde, dominante y autoritario. Pero en el plenilunio de sus redondos ojos, taciturna, sus impulsos reflejados en ellos, cedían ante mi firme decisión.

—Ella también lo deseó desde un principio, pero respetó mi decisión de no «utilizarlo», porque era privativo de mi marido. ¡Puff!

—Esas propiedades tan exclusivas del matrimonio, –y por eso lo detesto tanto– son las que precisamente hacen más divertido el arte del engaño, y al mismo tiempo, más deseable pecar, para ambas partes. La fidelidad para mí, pequeña Blanca Nieves, nada tiene que ver con el «hacer», sino con el «no sentir». Nada tiene que ver, lo que con nuestros cuerpos hacemos o nos dejamos hacer, con lo que justamente se siente en el corazón, al regresar de donde partimos, y nos invade la felicidad ante el palpitante renacer nuestro, en un simple abrazo, de esa única persona a la que si amamos. —A La Pili, le encantaba filosofar, en algún descanso de nuestras vespertinas y esporádicas sesiones de obediencia y dominación.

—En un momento del atardecer, con ella aspirando su cacho de marihuana, observando las arboladas colinas de su propiedad, donde la convencí finalmente de aprovechar ese paisaje para colocar unos glampings, lucrándose del creciente turismo en la región, y yo aspirando la venenosa nicotina de mi cigarrillo, por broma más que por deseo, utilicé para provocarla, la expresiva frase que usabas conmigo para sentenciarme el futuro de una de nuestras noches de sexo, con una leve modificación en el pronombre y su provocadora posesión. «Este culo será tuyo algún día, claro que sí, pues solo a ti, este asterisco te guiña el ojo y te coquetea».

A Camilo le noto afligido, tras revelarle haber formado parte de mi engaño, estando ausente, pero siempre presente cuando necesitaba con urgencia, uno de sus abrazos al volver junto a él. ¿Le cuento o no le cuento, como sucedió? Ya lo destrocé. ¿Qué importa ya, untarme más de mierda, sino me voy a salvar?

—Una tarde, estando ella encimo mío, abrazándome después de hacerle un buen sexo oral que la desgonzó sobre mi rostro, me besaba el cuello y la clavícula vecina, noté que abría con sus piernas las mías, intentando posicionar aquel miembro artificial más abajo de mi vagina encharcada, pero sin preparación no me sentí capaz de dejarle avanzar más. Logré evitarla, moviendo mi cadera hacia un lado, bastantes veces, pero después ella abrió mis piernas con ambas manos, con suficiente fuerza, y yo vencida, ya no opuse resistencia. Me ató por los tobillos al camastro y yo… ¡No le dije nada!

—Jugó con la cabezota de su siliconado dildo negro entre los pliegues de mi cuquita, durante muchos minutos y en esos mismos instantes, volvió su boca a mi cuello para morder y succionar mi piel a su antojo. Escurrí entre mis palabras un ruego simple. «¡No me dejes marcas!», pero le restó importancia a mi suplica y me mordió varias veces, la parte más baja de mi cuello y clavó sus uñas en mis nalgas a la vez. Por supuesto que me dolió, me enfadé, pero me gustó.

—Muerde también mis tetas, le dije con mi vocecita de niña, tan aguda como la de una soprano sometida. «¡Te los morderé, solo cuando me apetezca! ¡Tú aquí no das las ordenes, mi pequeña Blanca Nieves!». —Esa respuesta, obviando mi querer, indicándome quien mandaba cuando estaba con ella, no hizo más que excitarme con el dolor que me causaban las punzadas de sus uñas incrustándose en mi culo, y sus dentelladas en el lóbulo de mi oreja derecha. Lo estaba disfrutando en verdad, pensando justamente en ti, y en la posibilidad de que te dieras cuenta del morado aspecto en ciertas zonas de mi piel, y celoso me preguntaras que me había ocurrido, para poder responderte sin vergüenza alguna, que la causante era una mujer.

Mariana ha decidido levantarse y caminar, cigarrillo en mano hasta el otro extremo del balcón. Necesita un tiempo para proseguir y oxígeno para revelarme lo placentero que fue para ella, estar con esa mujer.

—Ummm, aferrada a mis caderas la última vez, con aquel consolador aceitado, atado a su cintura, ella empezó a enterrármelo, desesperada por hacerme gritar ante el inaugural dolor, gemir posteriormente mientras alcanzaba un veloz orgasmo. Yo la dejé moverse detrás mío, como oculta María del Pilar quería o estaba acostumbrada tras su capucha de látex, doblando mis piernas y levantándome por la cintura con su brazo izquierdo, un poco, apoyándose con la otra mano sobre la manta. Igualmente me incorporé a medias para ofrecerle a su palma uno de mis senos, luego ella con su cabeza en medio de mis tetas, resopló por el esfuerzo y absorbiendo un pezón, con enjundia percutió dentro de mí.

—Con mis ojos cerrados, sintiendo como me penetraba y lo sacaba, a veces a medias y otras por completo de mí ano, utilicé aquellas sensaciones físicas para serle desleal mentalmente, e imaginarme que eras tú, sensorialmente, quien me lo introducía. A su desvestido ímpetu, le coloqué el smoking de tu dedicación, pues a pesar de sentir rico, ese placer no era suficiente para mí. Precisaba del tuyo, tan particularmente mío. Indescriptible por tu entrega, distinto en esencia y motivación. Nuestros tiempos compaginados y prudentes en la mayoría de las ocasiones, cuando nos hacíamos el amor, contrastaban con sus excesivas y fieras maneras de poseerme, solo parecidas a las nuestras, cuando solo sexualmente batallábamos por ganar el bendito relax tras obtener nuestros orgasmos.

—La querencia en ella, por el contrario, al parecer era inagotable. Concentrada en hacerme sentir dolor y placer consecutivamente, utilizaba interludios para cambiar mi postura tras sus desaforados golpes, y pequeñas pausas luego, para restaurar mi pulso, nuestras frecuencias cardíacas, y consentirme con sus mimos. Más los dos, ella y tú, anteponiendo al propio, ese común interés por satisfacer mi placer. Amoroso el tuyo, pervertido el de ella.

Sobre el puño izquierdo, posa su mentón, abre su par de cielos, pero no me mira. Tan solo observa la emanación danzante del humo de su cigarrillo, sostenido entre sus falanges medias. No sé valorar exactamente la razón. ¿Será por pena? O porque al recordarlo, ¿lo estará anhelando?

—Distintas a las tuyas, sentí sus manos aglutinar las carnes de mis nalgas y separarlas por la hendidura, dándome a entender que estaba próxima su quietud por el cansancio en sus caderas. Los dedos de las tuyas, hubiesen dibujado las iniciales de nuestros nombres, o un corazón inmenso para desde la zona sacra, hasta el surco de mi nalga derecha, avanzar con deleite hasta el hoyito que había sido tu objetivo y ascender de nuevo. Ella no hacia esa clase de distinciones, y lo quería todo de golpe, penetrarme una última vez a la brava, urgida de hacerme sufrir y, por lo tanto, hacerme sentir particularmente suya.

—Comprendí que debería apurarme, llegar antes que ella a mi cúspide y aminoré aquel bombeo retrasándome. Aflojé la tensión con la que mi esfínter, le aprisionaba la verga de silicona, y ya izada y liberada, se la agarré con la mano para introducírmela de nuevo, lo suficiente y a mi ritmo, para que La Pili tomara un respiro y no se diera por vencida todavía. Me clavé con precisión y agrado sobre aquel arnés, pero en mi mente lo hacía sobre la tuya, una y otra vez. Y otra y en seguida… Enseguida, una tonada de eróticos jadeos, con suspiros y grititos intercalados, se escaparon de mi garganta, y anhelando por la tuya, –también por un beso profundo de tu boca– me senté entera sobre la suya, magreando sus pequeñas tetas, y al frotar los labios hinchados de mi vulva contra su mano enguantada, exploté con fuerza mojando su pene falso, sus correas negras y la frazada de lana.

Con el cigarrillo apretado entre sus dientes, su par de topacios clavados en los míos, Mariana extiende sus brazos hacia lo alto, se estira por completo y resopla con potencia, –espantando la fumarola– y los descarga luego por detrás de su cabeza, donde entrelaza sus dedos sobre la nuca y suspira aliviada, al parecer ya, más desahogada.

¿Cuánto de realidad y veracidad hay en su historia? Hay personas que se enganchan a la verdad, en las narrativas que cuentan de sus propias mentiras. ¿Todavía Mariana, estará sumida en su mitomanía? Su honestidad al revelarme este escondido amorío con su diva, me ha sorprendido. ¿Debo comprender su situación y verlo todo desde un ángulo de más realismo y menos ilusión?

—Haciendo memoria, fue precisamente después de que te vi al llegar a casa luciendo tu nuevo look. Cabello ondulado, unos centímetros más cortos de lo habitual, pero con un color rubio que, si bien te sentaba bien, para mí acostumbrada cotidianidad, supuso un toque de intriga, al verte tan diferente físicamente, y que cuadraba muy bien con tus recientes cambios de actitud hacia mí. Y aunque de manera amorosa te alabé, muy dentro de mí se encendieron las alarmas de la infidelidad.

—Por ello estuve más pendiente de tus cambios de humor, ¿sabes? También de los pequeños detalles que antes pasaba por alto, por descuidado o por confiado, como aquellas nuevas palabras incorporadas a tu léxico, o esos nuevos gestos decididamente más coquetos en tu mirada, y en la forma desafiante de colocar tus manos sobre las caderas, después de tener los brazos cruzados frente a tu pecho escuchando mis quejas por tus frecuentes retrasos, para acentuar tu desagrado por mis reclamos. E incluso me percaté de que exagerabas el vaivén de tus caderas al caminar por los pasillos de la constructora.

—Pero no solamente me fijé en tu parte estética, si no que curiosamente, utilicé sentidos que estaban allí, pero mantenía descuidados. ¿O acostumbrados? –En la frente, Mariana exhibe marcadas las arrugas por la inquietud. – Por ejemplo, mi olfato. —Le esclarezco y de paso, me pongo en pie.

—Para intentar descubrir si habías mantenido relaciones sexuales antes de llegar a la casa, frotando la punta de mi nariz contra el lineal tapete de tus vellos púbicos, –mientras existieron– y desde allí utilizando mis fosas nasales zigzagueando entre los pliegues de tu vulva hasta merodear, con la ayuda de tu mano presionando mi coronilla, la entrada de tu gruta. —Avanzo dos pasos, balanceando mi mano diestra con el índice extendido, acercándome a su esquina.

—Y el del gusto, al saborear con cierta prevención los pliegues alrededor de tu abertura vaginal, pues debido al alcohol, últimamente llegabas muy «arrecha» y mojada, después de rumbear con tus compañeros, o departir con tus posibles clientes en cenas inaplazables, que convenientemente eran confirmadas los miércoles míos, –entre jarras de cerveza y tragos de whiskey– por tu ángel guardián, y que según tú, la causa era que durante todo el día me extrañabas montones, y solo deseabas arribar a nuestra alcoba, para con la calentura de tu sexo y esos ¡Te Amo! maullados, solventar las horas en las que resignado debía en silencio frente a nuestro hijo, acallar mis objeciones y olvidarme de ti, las horas que tu necesitabas. No porque no sintiera ya nada, sino porque todo en la casa me gritaba que la noche estaba incompleta, porque al igual que a mí, le faltabas tú. —Mariana en silencio, agacha la cabeza.

—A veces olías a la mujer de siempre, y mantenías el inconfundible aroma que mi olfato memorizó de ti. En otras varias, esa fragancia era tenue, imperceptible tras una anticipada acicalada a tu intimidad, a pesar de tus aguantadas ganas; y el obstáculo inicial, por la resequedad en tu vagina, era un claro síntoma de que no llegabas tan necesitada o dispuesta, dándome a entender, –sin expresadas objeciones por mi parte– que me buscabas simplemente por cumplir nuestro establecido compromiso marital.

—Tenía la leve idea de que tu amante era uno solo, y por supuesto qué su físico y el género, inscrito en mi cabeza, para nada me indicaba que estando cerca en parte, lo estaba tan lejos al mismo tiempo, de tus nuevas apetencias sexuales.

—Camilo, cielo. Yo no pretendí lastimarte de esa manera. Hacerte sentir apartado de mí y, sobre todo, minimizarte y acostumbrarte a mis horarios, al parecer felices para esa mujer vanidosa y callejera. Obligados, cansinos o hasta rutinarios, para la mujer de entrecasa. Es verdad mi vida, que no era posible para tu imaginación, proyectar otro escenario, en donde mi deslealtad sucediera a tus espaldas con una mujer. No tenías manera de intuirlo, amor mío.

Mi marido sacude su cabeza, en un lógico intento de querer comprenderme. Estando cerca, no se ha atrevido a avanzar un paso más. Yo si lo daré, porque quiero y… Necesito ofrecerle a su imaginación, algunos apuntes de esa realidad que, por lo visto, también pasó por alto.

Mi mano izquierda la poso sobre su hombro derecho, y doblando mi brazo, recorto la distancia que él no se atrevió a dar, para decirle…

—Pero hay algo más, que por lo visto tú no sabes. —Camilo de inmediato arruga la frente y achina suspicaces sus ojitos, intrigado y sorprendido.

(9,00)