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Infiel por mi culpa. Puta por obligación (41)

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Pecado, penitencia y expiación.

—Siempre soñador y entusiasta con tus proyectos, las finanzas no te preocupaban tanto. En cambio, a mí los números se me han dado bien, y al trabajar como asesora comercial, el olfato por el dinero se me agudizó aún más. Por eso, cielo, cuando más próximo parecías estar de lograr tus sueños, después de la fiesta de despedida de año en la constructora, a la que por razones obvias no asistí, primero por cuidar la tos de Mateo, y segundo, para no estropearla si veías como me asediaba José Ignacio, para sacarme a bailar, o alejarme de la multitud, hacia algún espacio escondido, días después tras el almuerzo, tomándonos un café para ella, y mi delicioso cappuccino de vainilla, Carmencita me puso al tanto de la verdadera situación financiera de la compañía.

Camilo presta atención a mis desconcertantes palabras, pues quizás esto no lo esperaba y de inmediato, su mirada de resentimiento hacia mí, pierde su temple y la agudiza, echando a la vez hacia atrás, cabeza, y pecho.

—A ras con apenas, sobrevivía financieramente. Demasiada inversión, y los rendimientos esperados, se postergaban significativamente. Préstamos de aquí y de por allá, no parecían augurar buenos tiempos. Por eso, cielo, te posponían mes tras mes aquella reunión que esperabas con tanta ilusión, para nombrarte socio de ellos, aunque según llegó a escuchar Carmencita, la mayoría de la junta directiva, inicialmente se opuso a la idea. Más para don Octavio, el socio fundador, tu proyecto hotelero y eco sustentable, era revolucionario y con un futuro prometedor a mediano plazo. Pero como no contaban con un flujo de caja libre, para pagarte la suma que les solicitaste por tus diseños, pues la solución más a la mano, era pagarte esa gran idea con acciones, e incorporarte a la junta directiva.

—Ella me ratificó que, en Cartagena, se hallaba la solución para equilibrar las arcas de la constructora, y de paso, atisbé la posibilidad de que ellos cumplieran con tus sueños, si finalmente se conseguían compradores para el último de los Pent House de la primera torre, y en el primer nivel, la de un local suficientemente amplio, como para anclar allí, a una gran cadena de tiendas de ropa.

A Camilo se le desgonzan ambos brazos, y su boca bien abierta, queriendo decir algo que no debe ser otra cosa más que un comprensible… «¡No te lo puedo creer!», permanece a escasos treinta centímetros de mi nariz. Esta actitud suya, tan afligida, quizá se deba a que también por ellos, estaba siendo engañado.

—Por esta razón, mi amor, me dediqué a averiguar con el jefe de ese proyecto en la costa atlántica, los valores de venta máximos y mínimos, las especificaciones de los alrededores para magnificar su exclusividad, así como los planos y las perspectivas, para rotarlos dentro del listado de los clientes que el magistrado me había suministrado, y ofrecerlos en mi perfil falso de Instagram.

—Muy cierto es, que a algunos de ellos los convencí para que adquirieran nuevas casas de descanso en Peñalisa, pero a muchos otros, los paisajes, el clima y las instalaciones, no les llamó la atención. Se les antojaban excesivamente comunes, con demasiada «muchedumbre». Esos pocos, necesitaban ser admirados y envidiados por sus amistades, al vivir en un lugar mucho más exclusivo, privilegiado y más privado. Y mi propósito fue establecer una conexión entre esas personas, algunas con el capital necesario, y el ego encumbrado hasta las nubes, para hacerlo propietario de un hermoso y bastante costoso apartamento con una de las mejores vistas de La Heroica.

—¿Qué tan cierto es lo que me estás diciendo? —Antecediendo a su respuesta, Mariana, se aferra con la mano diestra al borde de la bata que me cubre, elimina la distancia y de medio lado, su cabeza se apoya en mi pecho, para arrullarse con los latidos de mi corazón.

—Al cien por ciento. En cualquier momento puedes verificarlo con Carmencita. Ella, al igual que nosotros, terminó por dejar su trabajo con la constructora. No resistió la presión que recibía, y… Confesó que nos ayudó, y pues… Qué igualmente le ayudó a Eduardo para ocultar nuestra afinidad sentimental, y se prestó para ayudarme a ingresar de forma falaz. Renunció ese mismo día. ¿Tienes su número? Por qué yo sí. Si lo necesitas te lo facilito.

—Por supuesto que lo tengo. —Le respondo y aparto brevemente su cabeza, con el fin de observar en sus ojos, la honestidad de sus palabras. Y Mariana libera por la nariz, el último nubarrón de su agotado cigarrillo, incluso el sobrante que, con seguridad, ahumó sus pulmones.

—Resulta que, a oídos de magistrado Archbold, llegó el comentario y me llamó. Por estar… ¡Puff! Estaba ocupada con María del Pilar, por eso no contesté su llamada y él se puso entonces en contacto con el malparido de Eduardo, y este, que no tenía idea de lo que yo tramaba, me fue a buscar por la noche a nuestra casa. Nos encerramos los dos en el estudio, para tener privacidad y tú, entre tanto jugabas con Mateo en la sala de estar.

—Frente a él, contacté al magistrado, y este me reprochó por no haberle proporcionado la información de primeras, y envidioso porque dos de sus colegas de la corte, habían demostrado su interés en contactarme, manifestó su deseo de ir a conocerlo, aprovechando que una convención de jueces y abogados de toda Latinoamérica, se realizaría próximamente en Cartagena. Planifiqué entonces, junto a Eduardo, un viaje a La Heroica, elevando su interés y engrandeciéndole el ego, al decirle que, de conseguir esa venta, más la del local del primer piso, a la cual, posteriormente, le dedicaría toda mi atención con algunos conocidos de mis hermanos, lograríamos destacarnos tanto en la constructora, que él podría ascender en el organigrama de la misma a la gerencia nacional de ventas y yo, lo reemplazaría en la de Bogotá y la región central.

—Ilusa de mí, no lo vi venir. Yo solo quería ayudarte. ¡Lo juro por lo más sagrado! Pero resulta cielo, que Fadia resultó ser muy amiga de un familiar de la esposa del fundador de la constructora. No obstante, al interior de la junta directiva, existía un cierto recelo por su homosexualidad tan exagerada, más su disoluta vida de solterón empedernido. No les atraía establecer vínculos con él, a pesar de sus buenos contactos en el mundo de la moda, y sobre todo con los inversionistas de una multinacional española. El negocio necesitaba urgentemente de un empujón, o… Un canje, si lo quieres llamar así. Y tanto Fadia, como Eduardo, nuevamente sacaron provecho de su posición y de las circunstancias. —Camilo de inmediato, sin retirar las palmas de sus manos de mis mejillas, sospechando que de nuevo yo hubiese tenido que ofrecerme, me mira fijamente, con inseguridad.

—El culo virginal de un joven vendedor, deseado en secreto por el primo de esa mujer, desde que lo conoció en un concierto al cual asistió Nacho, junto a su querida Grace, era el extra que aquel representante del grupo inversor extranjero tanto deseaba probar. Pero para entregar ese «tesoro», por encima de la excelente comisión, a José Ignacio se le presentó la oportunidad de exigir, –a cambio de ponerse en cuatro– encontrarse allí en Cartagena, con su muy nombrada pero desconocida novia. —Le termino por aclarar.

Mariana me sostiene la mirada, sin parpadear. Segura de lo que dice. No obstante, en su rostro percibo rastros de desconsuelo, aderezados con una profunda tristeza.

— Yo desconocía ese acuerdo. Lo hicieron a mis espaldas mientras intentaba conseguir de forma honesta, algún interesado en el local comercial, pero el elevado costo, impedía a los amigos y conocidos de mis hermanos hacerse con aquel inmueble. No fue, sino al llegar a la torre de apartamentos en Cartagena, acompañada por Eduardo, el magistrado y el gerente de la zona norte, cuando me enteré de aquella otra patraña de Fadia, y que involucraba a José Ignacio, a la esposa de don Octavio, y por supuesto a su familiar gay. Los vi en el parking del edificio y la sorpresa no fue solo mía, sino que también se gestó, en el rostro de José Ignacio al verme allí, tan bien acompañada.

Al parecer, los dos somos conscientes de que la temperatura de esta mañana y de nuestra conversación, va en aumento. En su frente y en mi espalda, en el puente de su nariz y por debajo de mis patillas, el sudor en pequeñas gotas emana, y por esta razón nos separamos. Mariana se me anticipa, y busca frescura dentro de la habitación, encendiendo el aire acondicionado. Me quedo de pie, un paso delante del marco de las puertas ventanas, observándola beber un poco de agua.

—Durante la demostración del apartamento, el magistrado comenzó a ponerle trabas al negocio. La distribución de las luces indirectas en el salón y las de la cocina, por ejemplo. Lo pequeño de uno de los baños auxiliares, el que estaba a mano derecha de la entrada. O la tina de masajes en la alcoba principal, que no se le antojaba acorde al color de las cerámicas de las paredes. Y cosas así. Como todo comprador quería un descuento, pero el valor que ofrecía era ridículamente inferior a lo acordado en Bogotá. En serio me sentí frustrada y el mal genio se fue instalando, junto a un molesto dolor, en el medio de mis sienes, pues aquella oportunidad de negocio, por su petulancia, se me estaba yendo al traste. Eduardo lo notó de forma inmediata, e intervino por unos momentos, hablando en privado con el magistrado. Al rato regresaron a la terraza donde los esperaba, ya un poco más calmada. Sonrientes los dos, dijeron al mismo tiempo mi nombre, y con su brazo extendido hacia mí, el magistrado Archbold, estrechando mi mano me dijo…

—Ten paciencia jovencita, y no apures a la vida, pues hay que vivirla con prudencia. No pretendas controlar los granos de arena que se precipitan por el cuello angosto del reloj de los años, y mejor márcale a esos días y a las noches, tu propio tiempo. Marcha a tu ritmo, mujer. Elige bien los caminos que te lleven al éxito, y no deseches las oportunidades que se te presenten. Ilusiónate con el panorama que se abre ante tus hermosos ojos, para conseguir finalmente tus objetivos. Yo, jovencita, puedo guiarte hacia él, si llegamos a un acuerdo adicional que, por supuesto, no está escrito.

—Camilo… —murmura Mariana, encorvada, dándome la espalda y revolviendo el interior de su bolso negro, hasta dar por lo visto con lo que buscaba. Al darse la vuelta, observo que sus finos dedos, se esmeran en destapar por un extremo, una barra de chocolate blanco. Lo desgastante de esta expiación, le ha causado hambre.

—¿Quieres? —Y se acerca caminando lento, atenta a los dos cuadritos blancos con arroz crujiente del extremo, separándolos del resto. Estiro mi mano para recibirlos, más la suya evita la mía y sus dedos llevan la chocolatina directo a mi boca, se sonríe y divide otro dos para ella.

—Le dije…: Estoy vendiéndole un apartamento exclusivo, adecuado para su imagen y su estilo de vida. –Intervine, sospechando la injerencia de Eduardo en el asunto. – ¡Estaría usted mejorando ese aspecto, impactando con seguridad a tanta gente importante que le sigue! La exclusividad que en Peñalisa usted no encontró, aquí en este sector de Cartagena la podrá obtener. —Dentellea una de las esquinas y de inmediato, lo mastica y lo diluye con un sorbo de agua, directamente de la jarra.

—Y por vecinos no se preocupe. Dos expresidentes de la nación, dos pisos más abajo de este Pent House, vienen aquí con cierta regularidad. Un famoso jugador de futbol, que tiene residencia en un país europeo, pasa sus vacaciones con toda su familia, aquí en las fiestas de año nuevo, y sería el más cercano a usted, pues vive justo en el Pent House de al lado. Pero ese, no tiene la preciosa vista hacia la bahía, que como ha podido observar, este que va a ser suyo, si posee.

—Puedes estar en lo cierto, jovencita, –me respondió con su habitual tono de voz, la del hombre acostumbrado a ordenar– pero a esa exclusividad que me ofreces para pagar por estas frías y vacías paredes, podrías agregarle un poco del calor de… ¡Tu intimidad y tu agradable compañía! Si te interesa cerrar el trato, al precio original que pactaste conmigo en Bogotá, sin descuentos ni más objeciones, y con la anuencia de tu jefe, obviamente me encantaría que esta noche, para celebrar, me acompañes a una cena aburridora, junto a unos miembros de la corte, y luego sí, tomarnos alguito por ahí en una discoteca, la que más te apetezca, y luego me dejes disfrutar de ese cuerpazo tuyo en la habitación de mi hotel. —Y así, cielo, este cuerpo de nuevo estuvo en oferta, pues mi nueva apariencia, blanca, rubia y tetona, como le gustaban las mujeres al magistrado, desató la lujuria en él, y su pose de digno representante de las leyes, claudicó ante la solución sexual que Eduardo le esgrimió cuando hablaron a solas.

Lo dulce de su pequeño obsequio, que no mastico, sino que lo dejo deshacerse sobre mi lengua, y bajo el paladar, me sabe amargo ahora, tras escuchar, como se entregó de nuevo a un tipo viejo y desconocido.

—La piel ajada de su mano diestra, me raspó el mentón con el dorso, y se inclinó para besarme en los labios con delicadeza, sellando el trato, pues no me opuse. No esquivé sus rechonchos labios, ya que, pensando en el futuro y en ti, mentalmente me juré que sería la última vez que participaría en lo que tanto me atormentaba. —Y en la zurda de Camilo, extendida y cóncava, la frente por completo recala sudada en su palma, y tan solo alcanzo a escuchar su… ¡Jueputa vida!, por reclamo.

—En la Oficina de Registro de Instrumentos Públicos, sentados frente a una mesa redonda después de desayunar, se firmó el contrato de compra venta, y sentencié de paso mi obligación de servirle de blasón, adornando su corpulencia con mi nueva fisonomía, y al mismo tiempo, iluminando su sombra con mi fingida sonrisa.

Conmocionado, Camilo se deja caer en el sillón y con una sola mano sobre su cabeza, quizás con su imaginación, esté trazando mi recorrido, y por ello, se revuelca desesperado la melena, intentando comprender mi prostitución.

—Ese viernes por la tarde paseé con él, enganchada a su brazo por las calles aledañas, a las plazas de La Independencia y de Los Coches, incluso lo hicimos como una pareja de amantes, dispareja en edades y en el color de las pieles, por la ciudad amurallada. Y en la noche tuvimos una cena con algunos colegas suyos y sus acompañantes femeninas, todas, al igual que yo, alquiladas. Salimos a bailar por Getsemaní, primero en una y al rato visitamos otra, y después de unas copas, manifestó que estaba cansado y me fui con él a su hotel.

—Me prostituí nuevamente, aunque al arrendarle mi cuerpo para conseguir esa venta, lo hiciera con el firme propósito que me había marcado como objetivo, para que, a la postre, tus sueños y los míos, se hicieran realidad. Sí Camilo. Me acosté con ese viejo, obligada externamente, pero interiormente, motivada por qué a la larga, ambos seriamos felices, aunque yo lo padeciera. Sí, mi vida. Lo sufrí, aunque no te lo parezca. ¡Por vez primera, pasé la noche con un hombre, distinto a ti!

Camilo decide ponerse en pie y sus pasos, –con el peso de mis malandanzas lastrándole cada pie– lo encaminan hacia el balcón. De la mesita redonda toma con furia la botella de tequila, y bebe de un solo sorbo, lo poco que en ella quedaba. Me mira, bufa como un toro de lidia, y se me acerca. Con sus labios ya no tan resecos, pero sí, con sus ojos marrones, enormemente redondos y brillantes, como echando chispas, enrabietado aprieta el puño, levanta su brazo diestro y lo blande en el aire, en frente de mi cara. Aprieta sus mandíbulas y… Se contiene. Más, sin embargo, me demuestra con este gesto, todo su rencor y la decepción, ante mí severa pero necesaria honestidad.

—¿Qué es lo que te acabo de escuchar? Pasaste toda la noche con ese vejestorio embaucador… ¿Por mi culpa? ¡Maldita embustera! —Mariana se asusta ante mi inusitado rencor, adornado con mis palabras vociferadas, y tras la equis de sus brazos por escudo, frente a su rostro, creyendo que la voy a lastimar, entre lloros me termina por decir…

—¡Te llamé! Que…, quería hablar contigo. Necesitaba escuchar tu voz, para…, me urgía encontrar en tus palabras, la conveniente fortaleza para…, para afrontar la perfidia de mis acciones, pero no tenías señal o lo mantenías apagado. Tres veces o más, marqué a tu número, y como no respondiste, hablé con Naty, pues Iryna tampoco me aceptaba las llamadas. Estabas enfermo, constipado y con escalofríos.

—¡Nada grave, Meli! –Me comentó Naty, aliviando un poco mi preocupación. – Ya sabes cómo son de consentidos los hombres, y más él. Estará bien, bajo el cuidado de mi madre. Y por Mateo no te preocupes, pues junto a la nana, lo llevaremos al parque en un rato. ¡Pásala rico y envíame muchas fotos!

—Tres noches y dos días perdida de ti, más cuando podía, averiguaba por tu salud, con Iryna o con Naty, y de paso escuchaba a nuestro hijo, relatarme sus aventuras, pues hacía camping en la sala de nuestra casa, acompañado por sus peluches y las historias de miedo que Naty le contaba mientras comían papas fritas, palomitas de maíz, salchichas fritas con queso, y la prohibida gaseosa antes de dormir.

—Lo que quieres decir, obviamente, es que por conseguir que la constructora recuperara algo de lo que invirtió, para que yo pudiera avanzar con mi proyecto, ¿te tuviste que revolcar con ese viejo «cacreco», allá en Cartagena? Qué ese polvo que te echaste con ese vejestorio, ¿lo hiciste para favorecerme? ¿Al final quieres descargar sobre mis hombros, el peso de tu absurda decisión? ¡Por Dios, Mariana! ¿En cuál cabeza cabe semejante idea tan estúpida? ¡Mierda! Ese cuento no se lo cree nadie más que tú.

—¡Nooo! No. Claro que no. Pero sí te hubiera puesto al tanto de la situación, si yo te hubiese preguntado antes de… Comprometerme… Honestamente, Camilo… Respóndeme algo. Estando tú en mi lugar, y estoy segura de ello, tú, mi amor, –sin pensártelo dos veces– por hacer realidad mis metas, hubieras mandado al carajo tu sensatez, e igualmente te habrías sacrificado por mi bienestar.

—Te equivocas, Mariana. De cabo a rabo. Hallaría la manera o buscaría otros caminos. Intentaría hallarle al problema otra solución, y no haría nada de lo que tú hicis… ¡De eso! No te traicionaría ni vendería al mejor postor mi honorabilidad, mi dignidad, mi amor propio por nada del mundo; porque si no has caído en cuenta, nada conseguiste, porque todo, como puedes verlo ahora, lo perdiste.

—¿Nada? ¿No harías nada? Ok, ok. Pues déjame decirte qué yo en ese momento, sentí que la oportunidad de librarme de Eduardo y de paso, conseguirle a la constructora los beneficios para pagarte por tus diseños, se me estaba escapando de las manos. Dejarme besar, sobar y coger por otro tipo más, estando tan sucia y untada de mierda hasta el cogote, como ya lo estaba, sabiendo que sería la última vez como lo tenía planeado, era la opción más viable, aunque siguiera siendo deshonesta contigo.

—¿La última vez? Mariana, por favor. Después de todo lo que has vivido, ¿te creías capaz de cerrar las piernas, para no cagarme más la vida con tus mierdas? —Con su mirada perdida, decide obviar mi inquietud, para continuar relatándome enojada, su postrera experiencia.

—¿Crees que para mí eso no fue nada? ¿Te escuchas bien? ¿Sugieres que para mí fue muy fácil, y que todo ello lo hice por gusto? Lo hice porque me importas demasiado, me sacrifiqué por tu futuro, intentando que te cumplieran con esas propuestas. ¡Si no querían hacerte socio, al menos que te pagaran bien por tus ideas! Así que cuatro cócteles Margaritas consumidos por mí, y una botella de Old Parr a medio terminar para él, que fueron la antesala de ese único y amargo polvo que me tuve que echar con el magistrado, aparte de escucharlo roncar toda la noche como un oso hibernando en su cueva, no eran nada para mí. Si lo había hecho antes por hacer felices a otros…, ¿por qué carajos no iba a entregar mi cuerpo una última vez, a cambio del bienestar de mi marido?

—Muchas gracias Sor Mariana, por ser tan desprendida y entregada a los demás. –Le respondo con ironía y sí, con algo de amargura. – ¡No debiste hacerlo, y punto! Estaríamos bien. Me buscaría otro lugar para trabajar, o haría algo diferente. No lo sé, Mariana, pero hubiera preferido mil veces, mendigar en la calle por unas cuantas monedas, para llevar la comida a casa, a que tuvieras que pasar por todo eso que tú llamas, tormento, arrastrando de paso nuestro amor, hacía las catacumbas de este infierno, por el que estamos pasando.

Mariana emite un sonido nasal. Un audible silbido tras la inhalación profunda que requiere para tranquilizarse. De hecho, camina por el pasillo hasta toparse con la puerta y se gira lentamente; me ausculta de pies a cabeza y se devuelve, blandiendo su mano derecha, con el dedo medio extendido y doblados, los dos de al lado, en clara señal de su ofuscamiento. De su boca entreabierta, no solo se le escapa el cálido aliento, sino que intentan surgir de allí, sus «justificadas» razones.

—Y fue un infierno como dices. Tuve que someterme a ser su acompañante de cama esa noche y, al otro día, dejar de ser su rubia asesora comercial para convertirme en la amante prepagada que contrató con el fin de exhibir; sí, para pasearme a su lado y fanfarronearle en privado y por videollamada, a sus amigotes de la sala constitucional. Pero al avanzar la tarde, fui… ¡Puff! Otra. ¿O la misma? Me convertí en la peor de las rameras que se pudieran contratar en las esquinas del centro histórico. Eduardo llamó al magistrado para invitarlo en el lounge bar del edificio a una fiesta especial, la que había montado la dichosa novia de José Ignacio, para celebrar que ambos negocios se habían concretado, y con aquellos ingresos, el futuro de tu proyecto pronto se convertiría en realidad, y mi pendiente liberación final, la veía ya muy cerca.

—A llegar, la música de una parranda vallenata campeaba por todo el lounge bar, gracias a un grupo musical que lideraba una mujer gordita, pero con bonita voz. No éramos muchos, el gerente de ventas de la costa acompañado por una mujer, el primo de la señora Graciela, José Ignacio, Eduardo, el magistrado y yo. El Dj, bastante joven, acomodaba una consola y sus cachivaches. Yo al verlo pensé de inmediato que era tal vez menor de edad. Y una chica, con el cabello tinturado la mitad de rojo cereza, y la otra de azul glacial, servía los tragos en el bar y se los alcanzaba a un mesero enjuto y canoso. No había nadie más.

Camilo vuelve a sumergirse en las abisales simas de su mente, cavilando en todo lo que acaba de escuchar, jugando con la argolla matrimonial, estirando la cadena dorada, balanceándola ligeramente, hasta volvérsela a acomodar sobre el centro de su pecho.

—Bailamos con el magistrado algunos temas, –continúo relatándole– bebí algunos cocteles, y en un momento dado, cuando el Dj cambió de música por algo más moderno, Nacho me invitó a bailar, y eso pareció disgustarle al comprador del local, pero fue calmado por la contagiosa risa de Graciela, y el ofrecimiento en una bandeja cromada, de una montañita de polvo blanco, y una delgada hoja de afeitar. Justo al lado, en una mesita baja, varias latas de bebidas energizantes y…, varias tiras de preservativos. Hablamos, por supuesto que lo hicimos mientras bailábamos, sobre nuestro sorpresivo encuentro allí en Cartagena, los motivos de cada uno, y obviamente, lo extraño de viajar sin que Eduardo nos hubiera puesto al corriente.

—Y allí, sin echarle la culpa al alcohol, aunque en algo aportó, al poco rato comprendí mi lugar en aquella función. José Ignacio se trababa con krippy junto a esa mujer y el comprador del local, mientras Eduardo esnifaba cocaína junto al magistrado, y yo pasé de las copas flautas, colmadas con champagne Dom Perignon, al aguardiente antioqueño que bebía el primo de la Grace, y de mis cigarrillos blancos a un cacho de marihuana, al que me convidó José Ignacio.

—Luego todo se desmadró. En un descuido observé qué dentro de la piscina, ya desnudos estaban Nacho, su famosa novia y el primo de ésta. Abrazados los tres, besándose entre ellos. Eduardo se mantenía algo apartado, recostado en una silla asoleadora y el magistrado Archbold se llevaba a la boca una pastillita azul, y la pasaba con un trago de esas bebidas cafeinadas. En el salón el gerente de ventas y la mujer que le acompañaba, amacizados bailaban una canción romántica de la finada Celia Cruz.

—El olor demasiado intenso a marihuana, agredió mis fosas nasales, y las bocanadas de humo espeso, arañaron mi garganta. Y de mi espectacular vestido magenta y lentejuelas doradas, alquilado en un almacén de Boca Grande, –para esa noche de gala– pasé a quedarme en ropa interior en medio de ellos. Con…, consumí unas rayas de coca y…, a partir de allí tengo recuerdos vagos, pero…, sé qué me perdí. Me perdí del todo. Me olvidé de ti.

—¡Pero no corras, que igual te vamos a culear! —Me gritó de manera bastante soez pero efusiva, con su mirada perdida y su caminar embriagado, cuando salió ella de la piscina y con su piel brillante, escurriendo flujos de aguas hacia el suelo, se vino hacia mí, con malas intenciones y yo, caminando de para atrás, fui tomada por los brazos morenos del magistrado, y luego... Reíamos todos por igual, hasta que… ¡Sucedió!

—Esa boca suya tan grande se aproximó a la mía, y sus labios rollizos, como ventosas absorbieron de inmediato los míos, con fuerza y deseo. En un momento dado, –superando las chillonas quejas del acordeón, y el «currambero» ritmo de la guacharaca, un crisol de emociones y gruñidos de placer salieron de otras gargantas. Dos metros más lejanos, dos cuerpos se entrelazaban ya, al borde de la piscina y sus gemidos y quejidos extendidos, expulsados hacia nosotros dos, lograron el cometido de calentarme y le dejé que me desapuntara el broche de mi brassier.

Como errantes relámpagos, alumbrando en la oscuridad de mi mente, las imágenes a full color del informe, se apiñan y posteriormente se desenredan, iluminando mi desdicha al confirmar Mariana con aquellas palabras, su última y extravagante entrega, que por supuesto, según sus palabras, lo hacía por mí.

—Excitados por la desnudez de tantos cuerpos, embriagados y drogados, se me acercaron varios, y me acariciaron… ¡Demasiadas manos! Entre ellas, las de Grace, la señora de don Octavio, la dichosa novia de José Ignacio. Aledañas mis tetas a sus no tan caídos pechos, y casi arrastrada, besándome el cuello me acercó a una silla playera. Pero no fui yo quien la usó primero. Le ordenó al magistrado que fuera él quien se acomodara primero. Con nerviosismo y menos retador, obediente acató su deseo. De espaldas a él, levanté un pie, y afirmé el otro en el borde de la silla plástica, y luego me senté sobre… Sobre la panza del magistrado Archbold, extendiendo mi espalda sobre su pecho.

—Se balanceó bastante, y renegó por no haber tenido tiempo suficiente para que su pastilla de sildenafilo, le hiciera efecto. Pero riéndose, se sostuvo la verga con sus dedos y me la clavó. Y ella, esa mujer riéndose, se abalanzó a lamerme, a chuparme allí, en mi cuquita, mientras veía de cerca, en primera fila, cómo me pichaban. Me… Aquella sensación de su lengua paseándose alrededor, me excitó bastante, más de lo que en aquel momento pudiera imaginar, pero también disfruté al ver como Nacho se acomodaba por detrás de ella y… Y creo que sin miramientos se la comenzó a culear. Luego sucedieron más besos, mas caricias, mas entregas y ofrecimientos, de los cuales todos… Todos, los probé. ¡Me arrepentiré por el resto de mis días, contigo alejado de mis brazos, y conmigo, aun profundamente enamorada de ti!

—Con sobreactuados ayayais de ligero dolor tras cada embestida, y quejumbrosas suplicas para que no se contuviera, y termináramos los dos al tiempo en un clímax, –real para el magistrado– un tanto fingido para mí, la mentirosa experta, tu mujer infiel, logré que, para él, se terminara la fiesta, una hora y media después de haberla comenzado.

—A media noche, concluyó todo, y para Eduardo, eternizar el momento de nuestro triunfo, se le convirtió en una estúpida obsesión. Y mientras los demás, se terminaban de vestir, allí junto a la piscina, nos indujo a ese abrazo que te pareció tan romántico y que, por otra estupidez de mi parte, acabé por besar a José Ignacio delante de Eduardo, precisamente en el momento en el cual mi ángel guardián, tomaba otra maldita fotografía, falso reflejo de lo que estaba viviendo. Regresé a mi hotel, sola y en taxi, después de dejar al magistrado en el lobby de su hotel, tras rechazar su solicitud de quedarme también esa noche con él.

—Al otro día, por la tarde en el aeropuerto para tomar el vuelo de regreso a Bogotá, coincidí con José Ignacio en la sala de abordaje. Su vuelo estaba por salir, el mío lo haría una hora más tarde. Con cierta vergüenza y timidez, tratamos el tema de la orgiástica fiesta. Me preguntó por mi cliente, con algo de celos en la composición de sus oraciones. Yo le respondí someramente sobre él y sus actividades. Ambos, José Ignacio y yo, teníamos la certeza de haber realizado el negocio de nuestras vidas. Su comisión superaba un poco el monto de la mía, pero eso era lo de menos, pues para mí, lo primordial se había cumplido. Con las utilidades de aquellas ventas, muy seguramente la junta directiva podría tomar la decisión de hacerte finalmente socio o, por el contrario, cancelarte los derechos por tus diseños.

—¿Entonces todo terminó así? ¿Tan fácil fue para ti? Te bañaste, te vestiste, y regresaste a mis brazos ese domingo por la tarde… ¿Así como si nada hubiera ocurrido, como si todo formara parte ya de la cotidianidad de tu vida? ¿En serio, Mariana? ¿No te sentiste mal conmigo? Ja, ja, ja, obviamente que no, pues tuviste la grandiosa idea de llamarme el domingo a la hora de las medias nueves, saludar primero que todo a Mateo, y luego sí, comentarme, –completamente dichosa– tu exitosa negociación, sin aquellos pelos ni las otras señales, solicitándome eso sí, que el bobito te fuera a recoger al aeropuerto, dándome el número de tu vuelo y la hora aproximada de tu llegada, para posteriormente salir a comer crepes y waffles en el centro comercial, y así celebrar en familia tu nuevo triunfo. ¡Wow! Qué cachaza la tuya, en serio.

Camilo está enojadísimo, con justa razón, más sin una total comprensión, resopla y quiere intervenir, para recriminarme o para maldecirme, más no lo dejo y decido implorarle por una nueva tregua.

—Espera, cielo. Aún no termino. Déjame hablar y escúchame con calma. —Y obediente, decide sentarse en la silla, para con los brazos cruzados, darme los minutos necesarios para terminar de explicarme.

—Pues ni tan sencillo fue actuar frente a ti como si nada malo ni terrible hubiera sucedido en Cartagena. Aquella noche encerrada en el baño de nuestra habitación, me desnudé con ganas de darme una buena ducha con agua caliente. Te escuché. ¡Claro que te escuché! Golpeaste con los nudillos la puerta que nunca habíamos cerrado, y por eso me preguntaste angustiado… «¿Estas bien? ¿Qué tienes? ¿Te sientes enferma, mi amor?». Siempre tan amoroso conmigo, tan preocupado y pendiente por mí.

—Y con el agua cayendo sobre mi cabeza, deslizándose por mi espalda, no te respondí, ni lo intenté. No podía hablarte, pues lloraba como una plañidera. ¡Esa es la verdad, cielo! Pues en mis oídos, solo escuchaba los ecos de aquellas voces, de sus gemidos, de los sonidos de ultratumba y sus risas depravadas. Rememoraba las imágenes de todas esas manos, estrujándome los senos, o reptando por mis costillas, además de esas bocas absorbiéndome las tetas, babeándome las areolas, mientras dedos y lenguas se turnaban para lamer mi sexo, perseverando incontables minutos para encenderme sexualmente. No quería ser consciente de cómo me entregaba así, de esa manera, pero si sentí placer y eso me revolvió las tripas y bastante más, mi alterada conciencia.

—¡Asco y repulsión! De mí, de él, de todos ellos. Ni siquiera las palmadas en mis nalgas hasta enrojecérmelas, por parte del magistrado, o las groseras palabras con las que se refería a ciertas partes de mi cuerpo, lograron motivarme a llegar a un buen orgasmo. Su cuerpo sobre mí, tan pesado hasta sentir que me asfixiaba, oprimiendo con su barrigota mi vientre y mi deseo de respirar… Me torturaba y al verlo retorcer con sus callosas manos, mis tetas y de paso sin saberlo, mis entrañas, vi en sus gestos de placer y en el brillo de sus morbosas miradas, el reflejo de mi propio infierno.

—En esos momentos de soledad, –en los que creí que no estabas cerca para evaluarme con esa mirada tuya, tan penetrante– tan solo pensaba en buscar una manera de alejarme de Eduardo. Me encontraba ansiosa por bloquearlo y alejarlo de nuestras vidas… Sin que llegaras a sospechar la causa y descubrir las verdaderas razones… Quería hasta matarlo. ¡A los dos! Por supuesto que a Fadia también. Pero no la hallaba. ¿Irnos nuevamente? Imposible, pues tu sueño estaba a punto de concretarse y yo no iba a ser la piedra en tu camino para hacerte tropezar y así evitar que se hiciera realidad. Aunque… ¡Maldita sea! Lo fui, finalmente.

—Debería esperar a que mi idea de promocionarlo ante los directivos, por intermedio de Carmencita, cuajara, al igual que mi nombramiento como nueva jefa de ventas. Así que mientras tanto, debería callar y hacerte parecer que no ocurría nada malo conmigo y seguir adelante con mí… ¡Actuación! Por ello, simulaba estar bien, pero lo que nadie sabía era el temor que se había instalado dentro de mí. Y es que adolecía de amigas de confianza en quien apoyarme. Salvo Iryna, no existía ninguna persona en quien descargar sobre sus hombros el peso de este tormento. ¡Y no, cielo, no me mires así! Tú, aunque ciertamente y por mucho, el más confiable, igualmente eras el menos indicado. Por eso cuando regresaba casa, me entregaba por completo a hacerlos felices todo el tiempo y cuando podía quedarme a solas en algún momento, meditaba… ¡Pensando en todo!

—Y en nuestra alcoba, estando tú ya dormido de medio lado, a mí, por el contrario, me costaba conciliar el sueño. Me abrazaba a ti, a tu espalda desnuda, rodeando con mis brazos a tu humanidad reposada e inocente, y yo culpable… ¡Me separaba! Daba la vuelta y ajustaba la almohada. Acalorada, sacaba mis piernas de debajo de las sabanas, y muy ansiosa hasta pensaba en cambiar el colchón, –echándole la culpa de mis desvelos– y me giraba de nuevo, mirando la silueta de tu cuerpo, respirando muy tranquilo del lado derecho y me sentía indecente, como si con mi presencia allí, tan cercana a tu izquierda, manchara con el color de mi piel nuestro pulcro lecho matrimonial.

—Intentaba mantener cerrados los ojos, pensar en otras cosas, y contar ovejas… No me servía para nada. Las noticias relevantes del día, los chismes de la farándula o en la subida del dólar que beneficiaba las exportaciones, y hasta memorizaba las fechas que se aproximaban para pagar los servicios públicos; vi de nuevo en mi mente el consejo de una youtuber –famosa, pero soltera– donde desvirtuaba la monogamia y avalaba la mescolanza sexual. ¿Sin amor existe placer? Pensaba en todas esas tonterías porque al cerrar los ojos, no dormía recordando que debido a mi insensatez fui obligada a fallarte.

—Así que ni tú ni nadie, se daban cuenta de la hazaña que era levantarme sin dormir apenas nada, y salir del enredo de aquellas sabanas, ilesa y con una sonrisa cuando me saludabas con un mañanero beso y tras él, tu acostumbrado te amo, preguntándome un poco extrañado… ¿Dormiste bien? Y yo, con otro beso, una sonrisa y mi apretado abrazo, te respondía… ¡Perfectamente! Todo para tranquilizarte.

—Quería frente a ellos, Eduardo y José Ignacio, sentirme poderosa. Liberarme de su obsesivo capricho por sentirse el «number one» de los jefes de ventas del país, y sin que ninguna de sus burlas hacia mis tetas o mi vestuario, me mantuviese atada a la silla en mi escritorio. Si lograba someterlos a mis caprichos, estaba segura de que nadie más en la vida tendría el poder de dominarme y hacerme sentir mal, salvo tú, con esa estricta rectitud. Si lo conseguía con esos dos, podría hacer con los demás lo que se me antojara. Y eso mi vida, solo me concernía a mí.

—No busqué placer en mi estúpida travesía, pues contigo ya lo tenía y multiplicado hasta el infinito, por tu esmerado esfuerzo en ser un buen esposo y padre, un excelente amante, más el desinteresado amor que habitaba siempre en tu mirada, cada vez que lo hacíamos. Pero durante el trayecto, no te puedo negar que lo obtuve en contadas ocasiones. Ni siquiera fue lo mismo con… Con ella. Similar en las formas, pero diferente en su esencia. No sé si puedas comprenderme sin estar metido entre mis fibras. Es que con esas otras personas llegaba siempre prevenida, con los ojos bien abiertos y mis sentidos bien despiertos. A tu lado no. Podía caminar en medio de la oscuridad y dentro de ella, incluso hacerlo con los ojos cerrados. Confianza para mí, es sinónimo de amor y mi amor eres tú, vida mía.

—Nunca dejé de ser tu dama, a pesar de reconocerme frente a los espejos de lugares tan distantes como ajenos a los de mi hogar, como una vil puta, y que aquellos con los que negociaba sellando tratos con mi labia y abriéndome de piernas bajo distintas sabanas, me vieran como a una asesora comercial, patisuelta e interesada, o que también transmitiera la imagen de una puta fina, para sellar un buen trato.

—Todos ellos, más unos cuantos enamorados de mí, por las redes sociales, perdían conmigo la batalla de la conquista, por más que se esforzaran. Ni con obsequios o flores, palabras bonitas o promesas de viajes a lugares paradisiacos, ninguno podía vencer la consistencia del amor que sentía por ti y por mi hijo, por mi hogar y permanecer dentro de nuestro tablero, sintiéndome tu dama. Yo decidía finalmente que entregar y cuando, hasta donde permitir y que pedir a cambio. Aunque fuera ese hijueputa de Eduardo, el que al comienzo me ofreciera como colorido empaque de un regalo.

—En la cama, en un sillón o tirada sobre una mullida alfombra, yo seguía sintiéndome una dama y de hecho fui tratada como tal. Tantas palabras bonitas, dichas por otras bocas, intentaban seducirme sin descanso, pero las dichas por ti a mi oído, lograban mantenerme conquistada sin tanto esfuerzo, y con tus múltiples demostraciones de respeto y de cariño, hacia mi pequeño y otras solo para mí, me hacían sentir completamente tuya, e inmensamente feliz de compartir mis días a tu lado.

—¿Qué me pasó? ¿Por qué insistí en torcer mi destino, si era tan bonito? Yo no lo sé en realidad. «¡Mucho dulce empalaga, y una pizca de sal, da sabor a la vida!». —Me dijo una tarde Fadia, mientras me ayudaba a maquillarme para cumplir con otra cita de negocios. No comprendo todavía por qué al empezar no me detuve. Porque motivo decidí avanzar, sin apenas rechistar. O tal vez, puede que me faltara algo y me sobraran tus mimos y tu protección, pues así, andando sola, aprendí a vivirme plena, con ofensas, por heridas y con burlas, por golpes a mi autoestima.

—Experimenté como sentirme bella y deseada, con cada pasó que daba fuera de mi casa, y atraer con la perversión inscrita en una mirada, la aceptación para firmar un contrato, y a dominar con un simple cruce de piernas o un pícaro aleteo de mis pestañas, el regateo de los clientes que se hacían los difíciles. Nada atrae más a un hombre, o a una mujer, que aparentar inocencia, pero mezclada con un toque de lujuria, en un abrir y cerrar de ojos o de piernas, convertir un posible no, en una sumisa afirmación.

—Eres un amor de hombre, y tan esmerado en tus cuidados para Mateo y para mí, como no creo hallar nunca jamás en otra persona. Agradezco tu esfuerzo, tu valor y la paciencia por escucharme. Noto claramente que tu intención inicialmente era la de otorgarme tu perdón, pero comprendo que con todo esto que has escuchado y que ha salido honestamente por mi boca, no lo conseguiré y tendré que regresarme a Bogotá, sola, e incumpliéndole la promesa a nuestro hijo. Ahora, Camilo, solo espero que me digas tu frase favorita: ¡Lo que no sirve, que no estorbe!

—¿Has terminado? —Y Mariana, se acomoda de medio lado, en la esquina izquierda de la cama, asintiendo con la cabeza.

—Bien sabes lo que pienso sobre eso. Nada se acaba, no se termina y, por el contrario, continua el ciclo. Obviamente, no volveremos a lo mismo, a sentir igual, a vivir de manera similar. Habíamos hablado desde el comienzo de nuestro noviazgo, y repetido poco antes de nuestra boda, que si llegado el momento, entre los dos surgiera un delicado conflicto, una discusión aparentemente insalvable, hablaríamos primero, escucharíamos con atención y luego de admitir nuestras fallas, –dándole la justa razón al otro– terminaríamos por darnos un tierno beso y un amoroso abrazo, pues jamás las discusiones serían más importantes que el amor que nos profesábamos.

—Por todo lo que has relatado, no estoy seguro de si fuiste consciente de lo que en verdad añorabas. Tenías en tu interior, y tal vez aún permanezca incrustado en tu psiquis, las ganas de sentirte dominante con tus amantes y sometida ante mí para equilibrar tu balance. A mi modo de ver, disfrazaste esa fantasía con una lucha de poderes y de géneros. La mujer equilibrada y tolerante, enfrentada a la insensatez del hombre. Y a pesar de que llevabas a mi lado una vida satisfactoria, muy en lo profundo de tu ser, añorabas vivir de manera más aventurera y desquiciada.

—Lo sé, Camilo, lo sé. Me esmeré en mejorar mis talentos, cuidar mi físico y adornarlo en cada encuentro con algo diferente, no solo con la ropa o los peinados, sino con nuevas técnicas sexuales y ofreciéndome como una agradable dama de compañía, no tanto por el dinero de las comisiones, también por mi deseo de ser reconocida como la mejor vendedora de la constructora, por encima de José Ignacio, rompiendo sus marcas y que con mi esfuerzo, le otorgaran a Eduardo la dirección general de la comercialización de todos los proyectos de la constructora a nivel nacional. Para quitármelo de encima, para que me dejara en paz, y así finalmente, consiguiera la libertad de estar contigo, permanentemente en exclusiva y alegrarme por tu nueva posición en la constructora, como socio, finiquitando tu sueño, haciendo realidad el complejo hotelero, reutilizando esos containers usados y bajo tu buen juicio, con tus propias manos, darle al trajinado material una nueva oportunidad para lucir, alojando los sueños y los amores de cientos de seres que buscarían un descanso merecido.

—Me parece que a pesar de escuchar todo lo anterior, exculpando en algo tu proceder por la obligada presión que ejerció Eduardo y su mujer sobre ti, y escucharte tan arrepentida, ahora sí que me preocupa tu estado mental. Si ya está todo dicho, me parece entonces, que es momento de marcharme. —Me acerco hasta el mueble, y dándole la espalda, a su mirada curiosa por naturaleza, le digo…

—Bueno, pues, si ya no tienes más sorpresas guardadas por ahí, creo que esto es tuyo. Ya no me pertenece. Haz con esto lo que mejor creas. —Y del interior de mi mochila, extraigo el folder rojo con el cual, sorprendido en un principio, me informé de la real situación por la que atravesaba mí, aparentemente, ordenado universo.

Absorta, se endereza, para recibirme la carpeta, sin poder cerrar su boca. La mira primero, y me observa ahora. De nuevo, su llanto aparece y en su cara de asombro, percibo igualmente su angustia y el quebranto.

—Co… Como es que la… No es posible, Camilo. Quién… ¿Quién te la dio? —Le pregunto, y entre mi angustia y mi rabia, primero con la persona que se la entregó, –incumpliendo aquella promesa– y segundo con mi esposo, por hacerme sufrir al relatarle con pelos y señales todas las miserias de mi pasado, teniendo en su poder la certeza de mi deshonestidad, rebobino la película de aquel despido en mi cabeza, pues no tengo idea de quien me traicionó.

—¡¿Quién fue?! Dime camilo. ¿Quién carajos me delató?

—Resulta Mariana, que unos minutos después de que te marcharas para tu reunión con la junta directiva, mientras terminaba de afeitarme, recibí una llamada de don Octavio.

—¿Camilo? Hijo, me encantaría que me acompañaras a desayunar, y así, de paso, podemos tratar un tema de suma importancia para los dos. ¿Conoces el restaurante del centro financiero? ¿El que está ubicado en la última planta de la torre «C»?

—Nunca he estado allí, pero sí sé dónde está ubicado. Deme unos cuarenta minutos y le llego allá. ¿Le parece, don Octavio?

—Perfecto hijo, lo espero. —Me respondió con total naturalidad, y enseguida me cortó. No pensé en nada raro. Tal vez quería comentarme en privado algo con respecto a los trámites que él estaba efectuando en la gobernación para la licencia de construcción, o algo por el estilo.

—Terminé de vestirme apurado, aunque cambié antes, la chaqueta ovejera de jean azul, por uno de mis abrigos largos, ya que me pareció más formal, y acorde con la camisa a cuadros de algodón, con sus colores claros, mi jean negro y mis botines azul petróleo.

—Al entrar al restaurante, me recibió el hostess, a quien informé la razón de mi presencia allí, y este de inmediato me llevó hasta su mesa. Estaba solo, tomando jugo de melón, calmado. Insistió en que lo acompañara tomándome un vaso también, pues según él, era excelente beberlo en ayunas para neutralizar la acidez estomacal.

—Desayunábamos en calma, y a medio terminar su ensalada césar, y yo, mis anillos de calamar apanados, sin darme pistas ni alarmarme, comenzó por alabarme.

—Camilo, hijo. Eres un buen hombre y un grandioso arquitecto. Soñador como todos los que amamos construir con nuestros sueños, los de los demás. Con frecuencia, a hombres como tú o como yo, acostumbrados a ganarnos la vida, con el arte de visionar un cosmos mejor, nos toca batallar contra las poderosas razones y nuestras hambrientas pasiones.

—Recién comenzaba a cucharear su caldereta de cangrejo, y yo a trocear mi «Pirarucú Acevichado», cuando dio inicio a una filosófica charla sobre nuestras labores como arquitectos y diseñadores.

—Y luchamos sin descanso, sin dormir, a veces varias noches seguidas, con tal de conseguir unir, de la mejor manera, la más adecuada y honesta, lo artificial con lo natural. Es el fundamento que considero más importante para nosotros los constructores. Soñamos con mejorar la belleza de este mundo, sin lastimarla ni menospreciarla.

—De hecho, te consta que nuestras almas constructoras y pacificadoras, lo único que desean es aprovecharnos de sus paisajes, para decorar con ellos nuestros ambientes creados, y darle un poco más de comodidad y felicidad a… A lo que más nos importa, como a nuestros esmerados diseños. ¿Estoy en lo cierto Camilo? —Sin decir nada por tener la boca llena, tan solo asentí y el prosiguió.

—No obstante, por más que lo intentamos, muchas veces no logramos equilibrar con nuestra razón y todo nuestro esfuerzo, las necesidades ocultas de los demás. Ese estilo de vida apasionado y aventurero, que algunos de nuestros clientes, por lo general los más cercanos y selectos, no hallan en todo aquello tan bello y acomodado que les hemos construido, y que, a pesar de ello, aburridos desean cambiar. Y no podemos con todo, a pesar de nuestros esfuerzos.

—Y ya en los postres, finalizando tanto él como yo, nuestros Pralinés de almendras, terminó por decirme…

—Para beneficio propio, es fundamental, que la calidad de nuestras obras, pero sobre todo en nuestros proyectos de vida, no decaiga y se mantenga, alejando, eso sí, las tentaciones de las cantidades que nos ofrecen esos pequeños logros, que, aunque suman, no contemplan toda la grandeza de nuestros esfuerzos.

—Ciertamente, mariana, no era la primera vez que desayunaba con él. Pero esa mañana, al hacerlo solo, y escuchándolo con atención, sospeché que sucedía algo. Pero no nada malo, simplemente creí que, con aquel desayuno, él me daría la noticia de que finalmente me haría socio de su constructora.

Iluso, idiota. Cuando el camarero se apareció con la cuenta, me dijo sin cambiar el semblante…

—Sin embargo, y con todo el aprecio que le tengo por la labor tan admirable con la que ha ejecutado su trabajo, y su denodada entrega a esta empresa, debo despedirlo, no sin antes entregarle esto. Y de su portafolio, tomo un sobre blanco y al entregármelo me notificó su decisión.

—Internamente, por motivos que no le incumben a usted conocer, hemos realizado una investigación al área comercial, y se ha descubierto que nos mintieron, usted y su esposa, la señora Melissa Mariana López, según consta en este registro civil de matrimonio. Ella se vinculó a la constructora transgrediendo las normas establecidas, las que usted también conoció cuando firmó el contrato laboral, y que, en uno de sus apartes, estipula que no se permiten relaciones amorosas entre los empleados. Y usted, mi apreciado arquitecto, ya se encontraba realizando su trabajo para nosotros. ¿Estoy en lo cierto, Camilo? —Me quedé boquiabierto, seguramente pálido y en total fuera de lugar, Mariana.

—¿Es correcto, Camilo Andrés? —Volvió a insistirme, pero esta vez usando un tono más autoritario en su voz.

—Efectivamente. Sí señor. —Le respondí. Muy nervioso, no te lo voy a negar, pero a la vez, intentando poner en orden todas tus últimas actividades, buscando la falla en ti, por la cual ellos hubieran iniciado una investigación. Falta de ventas no eran la razón. ¿Dineros recaudados que no ingresaron debidamente a tesorería? Tú no tendrías necesidad de involucrarte con algún robo o desfalco. ¿Qué otra cosa podría ser? ¿Cuál la causa de que finalmente nos descubrieran el pastel? Y no lo hallaba, Mariana. Pero no me dio más tiempo de pensar, pues terminó por decirme…

—Sus conceptos arquitectónicos se realizarán, pero no bajo su supervisión. Otras manos se encargarán de ejecutarlo. Puede que, como yo, sea culpable en poco o en mucho de lo sucedido, y a pesar de que me he opuesto a su despido, no puedo ni debo cambiar las normas, que yo mismo ayude a establecer, torciéndolas para favorecerlo. Por ello, la junta directiva ha decidido pagarle la suma de dinero que nos solicitó inicialmente para quedarnos con su proyecto hotelero. Ese acuerdo, firmado por usted con anterioridad y que dejamos en standby, guardado en un cajón de mi escritorio, mientras sopesábamos la viabilidad del proyecto y su probable inclusión dentro de la sociedad, lo ratificaremos en la notaria, la próxima semana. Y obviamente en la oficina de personal, Carmencita le hará entrega de sus prestaciones sociales, y de una carta de recomendación por su dedicación y excelente desempeño.

—Revisé el sobre y efectivamente allí se encontraban las copias del precontrato que habíamos acordado por mis diseños, cediéndoselos por la suma de dinero que calculé, sería el pago justo a mis noches en vela, y con la cual, el futuro educativo de nuestro hijo, estaría más que asegurado hasta que decidiera, ya mayorcito, qué carrera le gustaría estudiar en la universidad.

—No tenía mucho más por decir o hacer ante la evidencia presentada por don Octavio, y me fui de aquel restaurante, pensativo e intranquilo, por saber de ti y cómo te lo habrías tomado. Igualmente, con ganas de encontrarme a Eduardo para pedirle explicaciones.

—Cuando salí de la oficina de personal, escoltado por el jefe de seguridad, y despidiéndome afectuosamente de una Carmencita, llorosa y afligida, pasé a recoger todas mis cosas, excepto los planos digitalizados, las perspectivas, los esquemas de distribución, la lista de materiales requeridos, el estudio de color que me ayudaste a realizar para ambientar el exterior y los acabados de los contenedores, entregándoselos a una desconcertada Elizabeth, en la que fue mi oficina en el piso once. La pobre no sabía qué estaba pasando y miraba para todas direcciones, donde los ojos de los ingenieros y sus secretarias, igualmente, se mostraban extrañados por mi silenciosa manera de alejarme de allí.

—Al llegar al ascensor fui llamado por esa persona que, con su grave voz, reclamaba mi atención.

—¿Arquitecto?… ¡Señor!… ¡Por favor, don Camilo, espere! —Y aquel grito, consiguió que pisara el pedal del freno de mis pasos, y le prestara atención. Se plantó en frente de mí, interponiéndose entre el elevador y yo, sujetándome por un brazo, para inmovilizar mis ganas de bajar a tu piso, y salir los dos de allí, despedidos pero juntos. No muy feliz, pero con la tranquilidad interior de volverte a tener, en exclusiva para mí.

—Don Camilo, disculpe que lo detenga de esta forma, pero me gustaría que me escuche antes de… Señor, creo que es mejor que no busque a su esposa ahora. —No comprendía por qué me animaba a que no oprimiera el botón del ascensor, todavía.

—Igual, ella ya dejó las instalaciones, sola y por sus propios medios.

—Mejor dicho, don Camilo, lo que sucede es que… Yo sé una cosa que usted desconoce y es… Es que… Es mejor que usted sepa algo antes de ir a buscarla. Permítame lo acompaño hasta el sótano, y allá le cuento.

—Pero… ¿¡Qué sucede Milton!? Déjeme seguir que tengo afán. Necesito ir a buscar a mi mujer, debe estar destrozada con todo esto. —Y en esas se abrieron las puertas del elevador y entre los dos se mantuvieron las miradas. La mía con evidentes signos de interrogación. La de él, con la frialdad de siempre.

—Ok, Milton, ya estamos acá, dígame que está sucediendo, pero rápido porque me tiene intrigado y para antier es tarde. Además, debo buscar a alguien más.

—Ya tendrá tiempo para eso, créame. Pero antes, arquitecto, pienso que debe darle una ojeada a este informe. —Me respondió y después de revisar con la mirada para todos lados, recargándose contra una de las anchas columnas de cemento, de debajo de su saco, llevándose amabas manos hacia su espalda, se sacó una carpeta roja y me la entregó. Esa que tienes ahora en tus manos. Y del bolsillo posterior del pantalón, extrajo algo adicional y me dijo…

—Su esposa, la señora Melissa, no fue despedida únicamente por su vínculo matrimonial. Ella no solo engañó a la compañía, sino también a usted. Lo lamento mucho arquitecto, créame. Sé bien el calvario por el que pasará, después de leer y ver esto, pues yo lo he vivido. Su señora… Ella mantenía una relación secreta con un compañero de trabajo. El pedante ese, que se cree la última Coca-Cola del desierto, entre otras cosas. Aquí está todo. Lo podrá observar con mayor… ¡Claridad!

—Y, me entregó esto también. Una pequeña unidad flash, qué nunca fui capaz de insertarla en el puerto USB de mi computador, para husmear lo que había en ella. Supongo que… Con más evidencias visuales, de todo lo que me has dicho. ¡De aquello que no deseaba ver de ti! Es toda tuya también, Mariana. Tendrás que decidir qué hacer con ella.

—¿De quién me habla? ¿Cuál relación? —Intrigado le pregunté, aunque en mi mente ya tenía grabado el nombre de tu amante.

—Su mujer lleva meses en una relación sentimental, con el presumido de José Ignacio Cifuentes. Pero no se preocupe por él, ni por el jefe de ellos dos, su amigo Eduardo, el mismo que recomendó su proyecto a don Octavio, pero no para ayudarlo como usted o su señora pensaban, sino para alejarlo de acá. A ellos dos, igualmente, les pidieron la renuncia, aunque si por mí fuera, don camilo, le juro que, si hubiera estado en mis manos, a ese par les hubiese dado algo más que una carta y la liquidación. Yo los hubiera sacado a patadas y trompadas, echándolos sin nada. Por malparidos y pervertidos. Sobre todo, a ese hijo de puta cari bonito, que le encanta inmiscuirse con las mujeres de los demás, seduciéndolas y destrozando relaciones, como lo ha hecho con la suya. ¡Cómo lo hizo ya con la que yo sostenía, culeándose a mi María!

—¿María? María, la señora de la caf…

—Sshhh, sí. ¡Esa misma! Los pillé en la cocina y… Bueno, eso ya no importa. Tenga, arquitecto, y léalo antes de verse con su esposa, creo que por más doloroso que pueda ser, le abrirá los ojos y con eso, usted podrá tomar una buena decisión para el resto de su vida, y si me necesita para algo más, al final del informe encontrará mi número telefónico. A mí sí me gustaría colaborarle, con una que otra trompada a ese payaso siete mujeres. Mucha suerte don Camilo, y créame que lamento mucho enterarlo hasta ahora de esa situación, pero tenía mis manos atadas.

—Lo sabía, maldición, lo sabía. Desde que lo vi allí, de pie contra la puerta cerrada de la sala de juntas… Yo lo presentí. —Al instante Mariana despega sus nalgas de la cama, y con el dorso de su mano derecha se retira la humedad en ambas mejillas, mirándome con dolor y frustración.

—Y también adivinaste, ¿que tu adiestrado amante, te desobedeció y te ponía los cachos con la señora de servicios generales? ¿La compañera sentimental del jefe de seguridad?

—Pues no me extraña para nada, ya que ese era un rumor que se corría de voz a voz, por los pasillos de esa oficina, desde que llegué a trabajar. Para él cualquier hueco era trinchera. —Le contesto a su malintencionada pregunta y me acerco a él para promulgarle unas últimas palabras.

—Desde siempre aprendimos a decirnos con miradas cuanto nos amábamos, a solas, o rodeados por multitudes. Sentíamos que nos faltaban horas, minutos y segundos, para postergar las despedidas bajo el marco de la puerta, al acompañarme hasta mi casa. Ahora, solo quisiera echar atrás el tiempo, y que los besos sinceros que nos dimos, los que dieron vida a nuestra relación, renazcan entre los dos, que le vuelvan a surgir desde su corazón y que, en el tuyo, no desfallezcan los latidos por los míos. —Y sacando valor de dónde no parece haberlo, desato el nudo de esta bata, para abrir los pliegues de la tela y mostrarle mi cuerpo desnudo. Para…

—No es muy tarde, cielo. Aún podríamos… ¡Podemos hacernos el amor, una última vez! Ven dame tu mano. ¡Tócame aquí! —Y coloco su mano en mi pecho, al ladito de mi seno izquierdo, y enseguida su otro brazo me rodea, me aprieta contra él, pero… ¿Duda?

Y en su abrazo me hace sentir a salvo. Mi corazón aliviado, en parte, acompasa el tamborilear del suyo. Entre la musculatura de sus brazos me calmo, pero quisiera estar con él una vez más, sentirlo dentro mío, retenerlo saboreando nuestro placer. Pero Camilo no quiere… ¿O sí? Tal vez igualmente le gustaría, más su razonado orgullo herido, le dictamina que se me resista. Por eso apartándolo un poco le digo…

—Solo cuando deje de latir este corazón con fuerza, cada vez que estés cerca de mí, sabré que ya no me haces falta… Y aquí en mi cabeza, –y le tomó su otra mano y la llevo a mi frente– tu rostro ya no aparezca con asiduidad…

—O en este lugar, –y le bajo la mano hasta hacer que me cubra con su palma mi pubis– ya no anhele acariciarme pensando en ti… Yo sabré, Camilo Andrés, que… Que he dejado de amarte. Y ten la seguridad que cara a cara, como lo hago ahora, te lo diré. Pero en este instante, como en todos nuestros momentos pasados, te aseguro que te sigo amando.

—Comprendo qué no volveremos a ser… Qué no seremos tan confiados como antes, pues hemos mudado de piel. A nuestra historia juntos, ya le hemos agregado otros capítulos, y no quiero imaginar que hasta acá hayamos llegado, y en esta habitación de hotel indolente, y sin nuestra habitual intimidad, quede escrita la despedida de lo que no alcanzamos a realizar.

—Por supuesto que me hago responsable de todos mis actos. Soy consciente del daño que le causé a nuestra relación. Lo que has escuchado, lo que has llegado a visualizar en tu mente, todas esas sensaciones de abatimiento, desolación, rabia, tristeza, decepción y dolor, son todas culpa mía. Y te agradezco por permitirme venir a verte, y sobre todo por escucharme nuevamente como al principio, desde que nos conocimos, cuando éramos simplemente amigos. Necesitaba descargar en ti, todas mis verdades. ¡Me has liberado!

—Seguiré con mi tratamiento, para limpiar mi alma y salir de esa ansiedad que me estaba consumiendo a solas, cuando me di cuenta de que, estando tan perdida, se me escapaba de mis manos la felicidad que llegué a tener contigo. Me he dado cuenta de las estupideces que hice, por ayudar a otras personas, sin avisarte, sin tenerte en cuenta. Trabajaré duro para educar bien a nuestro hijo, pero cielo, te necesito. Te juro que te necesito para que me ayudes con eso. Me urge que tus valores morales y éticos, se los enseñes y se los transmitas, mientras restauro con el tiempo, los míos. ¡Te amo! Te amo mucho, Camilo Andrés García Romero. Te adoro, vida mía. Estoy muy segura de ello, así como… No dejaré de amarte por siempre.

—Mariana, sabes bien que yo te he amado desde el mismo momento en que te vi, de rodillas, abofeteada por el cobarde de tu exnovio. Pero ahora, a pesar de que te sigo amando, no puedo, esta vez, cumplir con tus deseos. Hacerte el amor, adorarte como lo hacía, ya es imposible después de que confirmaras con tu propia voz, todo lo que en ese maldito informe constaba y yo… Yo me negaba a creer.

—Tendremos que contentarnos con recordar la última vez que estuvimos juntos, esa noche que hicimos el amor.

—¿Te refieres a esa noche después de mi regreso de La Heroica? ¿Esa noche que después de un largo rato, al salir del baño, me entregaste una infusión de manzanilla, esperando que, al beberla, se calmara mi malestar? ¿Esa última vez, cuando lentamente abriste los costados de mi bata, y al verlos todavía cubiertos por las ajustadas copas del sostén, soltaste un suspiro de satisfacción y apresurado con tus dedos, me levantaste el brassier tomándolo por los aros, dejándolo arremangado bajo mi cuello? —Siento las palpitaciones de su corazón a través de su mano. Tiembla igualmente, pero no la retira de mi pecho.

—Desnudos, los miraste extasiado, no como lo haces ahora, pero aquella vez y sin previo aviso, encaramaste con desespero tus labios por las cumbres de mis senos, absorbiendo mis pezones, como si te estuvieses alimentando. Los globos de mis senos operados, bajo tus caricias, me ardían, y te suplicaba que me las humedecieras con tu saliva, o que me las succionaras con más ganas. Quería que me las mordieras, lento y duro, y me sorprendieras de nuevo, al volver a golpeármelas con tus palmas. Necesitaba sufrir, sentir dolor, para limpiar con mi padecimiento, aquella última falta. Así, con tus dientes aprisionando mis pezones, comencé a excitarme y lograste que, sin tocarla, mi cuquita se humedeciera y chorreara flujos por mis piernas, abiertas para ti, exponiéndome a voluntad para recibir la visita de tu boca o de tus dedos, y me penetraras con ellos o con tu lengua, preparándome para qué finalmente tu deseada verga, me horad…

—¡Esa noche no! –La interrumpo. – Aquella vez solo tuve ganas de ti. Simple y llanamente fue sexo. Ese que últimamente tanto deseabas sentir. Me refiero a la del día anterior a tu intempestivo viaje. Esa sí fue la última vez que te hice el amor y sentí que tú te entregabas a mí, con tu acostumbrada ternura. Con esa es qué nos debemos quedar en la memoria.

—Ya es tarde, son más de la diez. Voy a vestirme, y tú debes descansar un poco. Tu vuelo es por la tarde, supongo. —Con cuidado retiro mi mano de su pecho, pues debo dirigirme hasta el balcón para recoger del espaldar de una de las sillas, mi bóxer que ya deben estar secos.

Mientras me dirijo hacia allí voy recordando unas frases, un pensamiento que leí, aunque ahora no recuerdo exactamente, ni el libro ni el momento.

"El amor no se exige, no se suplica y mucho menos se mendiga, el amor se regala en miradas, en caricias, en tiempo inventado, en paciencia que se aprende, en consuelo compartido, en risas que secan lágrimas y en abrazos que te reconstruyen y en besos que te dan vida". ¡Perdóname, mi amor!

Le escucho hablar, a pesar de hacerlo a un volumen tan bajo, como si se lo estuviese diciendo a él mismo. Susurrándole a su corazón.

—¿Camilo? Cielo… ¿Me pides perdón tú a mí? No, mi vida, soy yo la que tropecé con la misma piedra más de una vez, y por ello caí en sus manos.

—Pues sí, Mariana. También debo pedirte perdón, pues al escucharte y verte sufrir, me he sentido fatal. Fui un estúpido al no darme cuenta de nada por lo que estabas pasando, pero es que…, yo te veía normal como siempre, a pesar del exceso de cariños y mimos hacia Mateo. O en las noches más comprensiva, si me veías cansado, y más «arrecha» de lo normal, cuando con solo mirarte, entendía que me tenías muchas ganas.

—Sin embargo, cuando creías estar a solas y sin que te dieras cuenta, yo te observaba a veces y me extrañaba sentirte tan lejana y pensativa. Asumí que era, por cuestiones laborales, una normal preocupación por tus negocios. Jamás se me pasó por la mente el que estuvieras afrontando sola, esa situación. Lo siento y en verdad lo lamento mucho. Perdóname. ¡Debí estar más atento!

—No tienes por qué culparte, cielo. Yo no tengo nada para perdonarte. Fui yo exclusivamente la culpable. Desde un inicio debí confiar en ti. Ahora… Por supuesto que, al venir acá, pretendí que regresáramos juntos. Así imaginara temerosa, que podríamos volver, sin que nuestros pasos marcharan lado a lado, aceptando que, por mi culpa, ya te habría perdido como hombre, como esposo, pero jamás como el padre amoroso que eres y que tanto necesita Mateo. Sí, mi vida, por supuesto que pretendo, –en medio de este inmenso dolor–, que nos demos la oportunidad de reconstruir lo nuestro, conquistarnos de nuevo, dejando todo atrás y echando raíces en otro sitio, para amarnos. ¡Para amarte y respetarte por siempre!

Camilo termina de subirse las bermudas, y al escucharme, voltea su cabeza para mirarme, con asombro. Y aunque su gesto observo que quiere decirme algo, me anticipo a su cuestionamiento.

—Lo sé, comprendo que te perdí. Solo hablaba de un sueño, de una ilusión.

—El querer trabajar no fue el problema, Mariana. Fue por acatar una ridícula solicitud, por una demostración de poderío precoz y casi adolescente, que cometiste ese desliz posterior y que, fue convenientemente filmado por un Judas Iscariote, que nos engañó a los dos, y que se convirtió en tu obligada perdición y en el calvario de nuestra relación. —Me habla mientras abotona el tercer botón de su camisa.

—Quiero que sepas que a pesar de todo no te odio y que jamás he tenido la intención de hacerte daño. Solo tuve miedo Mariana. Temor de explotar como un energúmeno al saber de tu engaño, y hacer estupideces, lastimándote y de paso, perjudicando la imagen de padre amoroso que tiene Mateo de mí. —Ahora va por el cuarto, pero me mira a los ojos.

—Al principio claro que pensé, imagine y te visualice teniendo sexo con ese malparido. Me asqueé. Pero luego eso pasó a un segundo plano cuando… Recordé las últimas semanas, ¿sabes? Tus viajes tan seguidos y tus llegadas tarde. Las apresuradas caricias para calmar mi enojo y las frases… Tu frase favorita para minimizar mis reclamos. Tu cuerpo «compartido» como dices, –y entrecomillo la palabra para dejárselo bien claro– pasó a un segundo plano. Lo importante para mí era el sentimiento, tu amor y mi confianza. Y eso fue lo que me impulso a marcharme. Ya te había perdido físicamente, así que pensé, que sentimentalmente también había sucedido. Sobraba claramente en tu vida, necesitabas un espacio para entregárselo a él. Y me fui. —Termina con el quinto, se sacude las mangas y se revisa el bolsillo donde se alcanza a ver todavía la mancha.

—Interiormente, algo se venía desprendiendo, dividiéndose desde hacía varios días en mi alma con tus comportamientos, –y ese viaje tan de repente, con un cliente especial a Cartagena– como si tuviera una emisora de radio dentro de mi cerebro, pero que, al girar el dial, sin encontrar la frecuencia deseada, solo podía escuchar entre el ruido de fondo, una especie de susurros, como advirtiéndome sobre mis desdichas. —Recoge su gorra y se la coloca. El bolso igualmente se lo tercia sobre el pecho.

—¿Y sabes? Ni siquiera me sentí abatido por tener que dejar que otros construyeran mi sueño de edificar el hotel eco sustentable, y más bien me empecé a angustiar por ti y por cómo te lo habrías tomado. Te llamé varias veces, pero no contestaste. Tampoco lo hizo Eduardo y me preocupé en verdad. Con mi idea dibujada en mis planos enrollados en tres tubos, el portátil bajo el brazo y la buena indemnización firmada y guardada en el bolsillo interior de mi camisa, me despedí agradecido, pero con rapidez, de la gente que trabajó a mi lado y con Liz llorando desconsolada. Y salí corriendo hacia el ascensor para bajar al sótano, salir como volador sin palo en la camioneta, y empezar a buscarte para consolarnos mutuamente.

—«¡Yo soy la verdad, que permanece en los labios que dicen a los cuatro vientos que me han olvidado! ¡Yo soy la mentira, que se dibuja en la sonrisa de los que se ufanan de no hacerlo!».

—¿Qué? No te comprendo. Le pregunto, pues, en verdad no sé qué quiere decir.

—¿Ahh? Nada, nada. Solo un pensamiento de Rodrigo, sobre la sinceridad de las personas. Aquellas que dicen querernos tanto y las que, sin hablarlo, lo demuestran más.

—¿Entonces, te vas? ¿Ya no represento nada para ti?

—Sí, Mariana, me voy. Pero quiero que comprendas que sentí mucha rabia y dolor, y por eso me alejé. Los mantuve estancados, escondidos tan calmos en el lodo de mi vida sin ti en esta isla. Sé que esperas con resignación, mi veredicto. Un perdón es lo que más quisieras de mí. Yo solo puedo otorgarte más de mil. Por qué eres la mujer que más he amado, y has tenido la valentía y los suficientes ovarios, para venir a darme la cara. Ese perdón que esperas de mí, y el que varios amigos me han pedido que te conceda, te lo entrego desde aquí, –me señalo la sien derecha– hasta aquí en lo profundo de este corazón, que no ha dejado de palpitar por ti, ni un solo momento desde que te vi por primera vez, desde que me diste aquel, ¡Si, quiero!, tan sonriente, y por supuesto, desde que me entregaste con sufrimiento y amor, esa vida que tanto amo, y por el cual te sentía respirar, junto a mí, velando por su sueño y por los míos.

—Y el olvido que yo requiero, o el poder volver atrás el tiempo, que estoy casi seguro no lograr conseguir, no lo hallaré si continuo a tu lado. Eso tomará bastante tiempo, y tal vez nunca lo consiga. No sé cómo seguiré sin ti en mi vida, si mi vida te la entregué el día que me rendí ante tus ojos, estos mismos que llorosos me miran ahora y qué años atrás, en la habitación de un motel, me la pintaron de su precioso azul. Te amo, con toda mi alma, pero debemos continuar separados. Adiós.

—¡Espera! —Me detiene su grito y al girarme, la veo esculcando dentro de su bolso monogram.

—Este sobre me lo hizo llegar a la casa, don Gonzalo. Es para ti. No tengo ni idea de lo que dice, porque todo está escrito en japonés, menos tu nombre y la dirección. —Y en sus manos se lo entrego. Lo toma y lo repasa con su mirada. Se sonríe y me dice…

—Jajaja, Mariana, es mandarín. Gracias. Luego miro con calma de que se trata.

No puedo reprimir este sentimiento y la abrazo. Le tomo la barbilla con mis dos dedos y deposito en sus labios un casto beso, el mismo que alimentará por un tiempo mi soledad, las brumas de un futuro incierto, la ausencia permanente de su voz y de la mirada de ese par de cielos que me enamoraron y aun hoy, continúan enloqueciéndome.

—Ahora si me marcho, Mariana. Te amaré por siempre. Hasta el infinito…

—¡Y más allá!, cuando nuestras almas vuelvan a encontrarse! —Concluyo su frase favorita, y cierro mis ojos, pues por nada del mundo deseo que lo último que recuerde, sea a Camilo alejándose para siempre.

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