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La calentura es mucha

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Cuando estaba en mis 30 años, Saúl y yo pensábamos divorciarnos y vivimos separados algunos meses.  En esa época, mi pareja habitual era Eduardo, pero también había otros dos o tres más con quienes hacía el amor desde años atrás. Mi ninfomanía estaba al tope. (Aclaro para que no haya sorpresas, que al escribir esto, también he copiado algunos párrafos de otros relatos que ya escribí.)

Algunas veces, me visitaban en casa y desde que recibía la visita había ido al baño a quitarme las pantaletas para estar más a gusto. Mi pareja de turno, y algunas de las otras, sabían que me gustaba que él no trajera ropa interior para que las caricias fuesen más directas. Generalmente nos sentábamos en la mesa donde platicábamos, es un decir, pues yo abría las piernas y él se bajaba el cierre de la bragueta donde yo sacaba ese tesoro del que ya fluía de líquido preseminal. Nos acariciábamos los genitales, ocultos por el mantel a la visión de mis hijos que a veces, en sus juegos, pasaban por el lugar. Nuestros dedos se mojaban de nuestras respectivas viscosidades, nos chupábamos los dedos y compartíamos en ellos los sabores. Cuando la calentura exigía más, les prendía la tele en el estudio a mis hijos y les pedía que se quedaran ahí mientras “platicaba” con mi amigo. Cerraba la puerta y a él lo agarraba de la verga para llevármelo así a la recámara, cualquiera era buena: la mía, la de mi hermana o la de mis hijos. Allí lo besaba y las caricias estallaban. Era frecuente que cuando él ya tenía mis tetas afuera y las mamaba, me subía la falda, ¡de inmediato ascendía el olor de mi vagina, ya mojada y caliente! Yo le desataba el cinturón y él se bajaba de inmediato los pantalones, me ensartaba y caíamos en la cama. Se movía frenéticamente provocándome dos o más orgasmos y se vaciaba en mí. Quedábamos quietos disfrutando la calma del amor consumado. Si por alguna razón, escuchaba que se abría la puerta del estudio, a la cual le rechinaban las bisagras, me levantaba de inmediato cerrándome la blusa para salir antes de que llegaran a donde estábamos y cerraba la puerta para que no vieran algo más mientras mi amante se levantaba el pantalón. A veces alcanzábamos a tener otro orgasmo más o yo le limpiaba el pene con la boca y le ofrecía mi vagina para hacer un rico 69.

Cuando andábamos fuera, acompañados de mis hijos, obviamente no era fácil, fueron escasísimas las veces que tuve una penetración en esta situación. Recuerdo dos. Una de ellas con Roberto. Sólo nos acompañaba mi niña, entonces de tres años; habíamos ido al bosque a juntar piñas para adornos navideños. Al terminar la recolección de piñas, arribamos a una ciudad turística y comimos en el restaurante de un hotel, donde mi pareja solicitó un cuarto mientras comíamos. La niña estaba muy cansada y le dijimos que descansaríamos allí. Más tardó en acomodarse sobre la cama king size que en quedar dormida. Abrí la puerta y entró mi Roberto. Lo que siguió fueron besos, caricias y fornicación desenfrenada provocada por el morbo de que ella pudiera despertarse con el movimiento y nos descubriera en pleno clinch amoroso. Cuando se despertó la niña, tapé a Roberto con la cobija y me llevé a la niña al baño. Roberto se vistió, salió y nos esperó afuera, así que mi hija no se enteró más allá de lo que la mecimos en la cama.

La otra fue con Eduardo y tuvo más sicalipsis. Te recuerdo que mis parejas y yo no usábamos ropa interior en nuestros encuentros, preferentemente yo traía falda o algún pantalón holgado al cual le descosía un poco la zona de la entrepierna. Fuimos a una función de títeres para niños que se presentaba en un teatro pequeño. Estaba lleno y logramos dos lugares en la última fila donde se sentaron los niños y nosotros nos acomodamos en la parte trasera de esa fila, a un lado de la cabina de proyección y control de luces. Cuando inició la función y se apagaron las luces, Eduardo se colocó detrás de mí, se sacó el pene y me levantó la falda. ¡Rico…! Toda la función estuvimos de pie cogiendo de cucharita o bajando uno para chupar el sexo del otro. Si alguien con buena vista hubiera volteado hacia atrás, se hubiese dado cuenta que la función estaba mejor colocándose de espaldas a los actores.

Cuando salíamos con los niños, ellos iban en la parte trasera del vehículo y nosotros nos manoseábamos a gusto. Ellos no veían desde atrás, o si se asomaban hacia adelante, casi siempre traíamos un suéter o una chamarra cubriendo los sexos que traíamos uno a disposición del otro.

Quien primero durmió una noche conmigo, fue Eduardo. Una noche, después de haber dejado a mis hijos durmiendo en su recámara le dije “Ya llevamos casi un año de hacer el amor, pero nunca hemos pasado una noche juntos, quédate hoy a dormir conmigo”. Eduardo, en principio se negó: “Aún no estás divorciada, tu marido anda de viaje, pero tus vecinos se darían cuenta”.

Me molesté y le retobé “¡Qué me importa lo que digan los vecinos! Ya nos vamos a divorciar, él sabe que ando contigo y no me importa lo que él diga, ¡menos lo que diga el resto del mundo! Pero me preguntó “¿Qué les dirás a tus hijos en la mañana cuando despierten? o si alguno despierta en la noche y viene a tu recámara”. Eso no me preocupaba, pues los niños no acostumbraban levantarse en la noche y se lo aclaré “Le ponemos seguro a la puerta por si las dudas y te vas antes de que ellos despierten. Quédate”, le supliqué al tiempo que le sacaba el pene y lo besé como yo sabía que se excitaba mucho.

Sin dejar de besarlo, lo abrace para que sintiera mi pecho sólo cubierto por la blusa, sin el sostén que ya me habías quitado junto con las pantaletas desde que él llegó. Ninguno usaba ropa interior cuando alguno me visitaba, así que mi mano fue dentro de su bragueta, tomé su miembro y lo froté en los vellos mojados de mi vulva para que creciera de tamaño rápidamente.

Eduardo metió el glande en mi raja y yo lo tomé de las nalgas para meterme todo su miembro. Lo empujé hacia el sofá del estudio de mi marido, donde estábamos despidiéndonos. Moví lentamente mis caderas y el olor a amor inundó el ambiente… “¿Verdad que sí te quedas?”, le dije separándolo de mí, evitando que eyaculara. “Vamos a la cama a encuerarnos”, le ordené agarrándolo del pene para llevármelo al lecho marital.

Yo lo desnudé en la recámara, y le pusiste seguro a la puerta. Pegué mi cuerpo al suyo restregando mis frondosas tetas en su pecho, sin despegarlas de su piel lo rodeé para tallarlas en su espalda, lo abracé en el pecho con una mano y con la otra lo masturbé suavemente e inicié con mi vello púbico caricias circulares en sus nalgas. “¡No sé si fue tu esposo, o tu primero o segundo amantes, con quien lo habías aprendido y practicado, pero debo agradecer la dicha!”, exclamó, y pleno de felicidad concluyó “Bonita, caliente y golfa, ¡qué más puedo pedir!”, al ritmo de los chasquidos in crescendo que yo provocaba jalándole la verga.

Le solté el tronco cuando ya iba a iniciar la eyaculación. Me hinqué y le mamé el falo para limpiar el presemen que le escurría. Suspendí para levantarte, me metí su crecidísima verga y me colgué de su cuello asiendo su cintura con mis piernas enganchando mis pies. Tuvo que cargarme de las nalgas para no perder el equilibrio y ayudarme a mover de abajo hacia arriba. Me vine antes que él y me solté para caer en el colchón, dejándolo otra vez sin eyacular.

Vio mi mueca de evidente satisfacción y sonreí al ver su pito parado y reluciente de mis jugos que escurrían hacia su escroto. Al minuto, ya reestablecida mi respiración, palmeé en la cama para indicarle que se acostara.

Tomé su tronco para seguir masturbándolo y evitar que decayera la turgencia. Otra vez más se quedó a punto de soltar el chorro de semen pues me acomodé para cabalgarlo hasta hacerlo venir y tener yo dos orgasmos más que culminaron en gritos. Quedamos acostados, desguanzados y sudorosos: yo sobre él, sin salir aún su verga de mi cueva.

De pronto escuchamos que querían entrar a la recámara, nos levantamos de inmediato. Escurrieron nuestros fluidos en la colcha de la cama, en mis piernas y en sus huevos. Tiré la colcha de la cama en el piso, entre la cama y las cortinas del ventanal, y a señas le ordené acostarse allí, quedando oculto a la vista con medio cuerpo bajo la cama y el resto por la colcha.

Me puse una bata cortita mientras preguntaba quién era y apagaba la luz. “Yo”, se escuchó como respuesta la voz de mi hijo de ocho años. “¿Qué pasa?”, pregunté abriendo la puerta. “Oí que gritaste”, me dijo el nene. “No fue nada, iba a ir al baño y me tropecé”, contesté.

“¿A qué huele?”, preguntó prendiendo la luz, “¿Te hiciste pipí?”, dijo aspirando el penetrante olor a sexo y viendo en mis piernas que escurría un hilillo de semen que había bajado del nivel que cubría la batita. Seguramente mi hijo reconoció, en una escena similar con mi esposo, quien le explicó en su momento que “mami se había hecho pipí”, al ver exactamente lo mismo que ocurría ahora, tres años después. Lo cierto es que ya no se le podía engañar fácilmente. Fue hacia el baño, pensando en que allí estaría su padre u otra persona.

Lo dejé que inspeccionara, prendí la lámpara de luz tenue del buró y apagué la del techo. Cuando salió, lo llevé a acostar a su cama, me quedé un rato acariciándolo hasta que se quedó dormido. Regresé y volví a poner el seguro a la puerta.

“Sube acá, mi garañón”, le dije a Eduardo haciendo a un lado la cobija que lo cubría. Él subió y lo obligué a hacer un 69 que me hizo tener otros pequeños orgasmos soltando más líquido de mi vagina. La verga de mi pareja se empezó a parar hasta que eyaculó en mi boca. Tragúe un poco del esperma que le salió y me enderecé para darle el resto de su semilla en un beso. “¡Furcia!”, musitó mientras yo metía mi lengua en su boca.

Nos metimos bajo las cobijas, nos abrazamos para dormir. Tomé una teta y se la ofrecí mientras jugaba jalando su escroto. Mamando como bebé se quedó dormido.

“Despierta, mi amor, ya se escuchan los pajaritos”, le dije a Eduardo en voz baja moviéndole la verga y los huevos. Mis caricias hicieron reaccionar al “pájaro madrugador”. Me monté en él y me moví hasta hacerlo venir. “Ya no hay tiempo para que te bañes, vístete antes de que despierte a los niños” dije y allí no pasó nada...

En otra ocasión, varios amigos nos quedamos cantando y tomando el viernes en la noche. Ya de madrugada se retiraron todos, menos uno, Nemesio, a quien le pedí que se quedara porque “quería escuchar cómo cantaba al amor en el amanecer”, nunca habíamos pasado una noche juntos, pero sí nos habíamos amado varias veces en el hotel. Esa noche sólo hubo besos y caricias, pero estábamos rendidos y quedamos dormidos al poco rato de que me penetró “de cucharita” y sólo fornicamos cuando sonó el despertador. Me puse a preparar el desayuno para los niños, porque en poco tiempo llegaría Saúl, mi marido, por ellos, pero, mientras Nemesio estaba en el baño, los niños se levantaron y lo vieron cuando salió. El amigo tomó su guitarra y se despidió de nosotros.

En el desayuno, me preguntaron mis hijos dónde había dormido él. “En el estudio”, contesté. Saúl llegó y se llevó a los niños. Al rato regresó Nemesio, cuando vio que pasaba el auto de Saúl. La pasamos desnudos, cantando y cogiendo hasta la tarde del domingo. En la noche, la cama olía a semen y flujo, el olor del amor desenfrenado.

Resumiendo, al parecer, mis hijos no registraron que yo estuviese cogiendo con otro que no fuera Saúl, su padre (bueno, padre de uno, pero oficialmente de ambos).

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