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La chica del tren

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Era imposible no mirarla. Era de esas mujeres que despertaban inmediatamente lujuria en los hombres. Y no era solo por cómo lucía. Llevaba un minivestido negro, con las mangas largas y el cuello redondo, sin escote. Una prenda que cubría mucho (al menos en la parte superior), pero al ser tan ceñido, y al dejar las piernas desnudas, resultaba dolorosamente sensual. Pero como dije, no era solo su apariencia. Tenía la piel blanca y brillosa, estaba delicadamente maquillada, con los labios pintados de un color rojo, apenas intenso. Su cabello azabache estaba recogido. Pero creo que la verdadera lascivia la despertaban sus ojos. Sus ojos y su mirada. Eran marrones, grandes. Producían una sensación extraña: parecían increíblemente expresivos, pero, a la vez, le daban a su portadora un indiscutible aire de misterio.

Ambos compartíamos el mismo vagón del tren subterráneo. Era raro ver a una mujer con esa elegancia y esa sensualidad en un lugar así. Imaginé que se dirigía a una fiesta, o a una cita.

Era imposible no mirarla. Pero me percaté de que estaba siendo demasiado evidente, así que desvié la mirada. Entonces noté de que no era el único que había caído bajo su hechizo. Los pocos viajeros que nos acompañaban la violaban con sus ojos. Cuando alguno de ellos caía en la cuenta de que su escrutamiento estaba siendo demasiado obvio, al igual que me había pasado a mí, miraba a otra parte. Pero era inmediatamente reemplazado por otro curioso que quedaba hipnotizado por esa criatura que parecía delicadísima y salvaje a la vez. Esto tenía como consecuencia que no hubiera un solo instante en que aquella diosa estuviera siendo acechada.

Estaba parada, a pesar de que había muchos asientos libres. Supuse que era porque si se sentaba iba a empeorar su situación, pues su entrepierna iba a llevarse toda nuestra atención, ya que esperaríamos el momento en que ese pequeño vestido la dejara expuesta y su ropa interior quedara a la vista de los degenerados que estábamos en ese vagón.

Calculé que la hermosa hembra tenía veintisiete o veintiocho años. Treinta cuanto mucho. Al principio creí que era menor, pero luego decidí que su piel lozana, sin ninguna imperfección, que traslucía suavidad con solo verla, le quitaban unos cuantos años. No obstante, la manera en que parecía llevar su feminidad, la habilidad con que se había maquillado, la seguridad en su actitud, a pesar de estar siendo acosada por un horda de machos desconocidos que en ese instante solo pensaban en cómo se vería sin ese vestidito, me instaron a pensar que ya había pasado sus veinte años hacía tiempo.

Se generó una perversa complicidad entre los seis o siete hombres que estábamos presente. Frente a mí había un gordito calvo que me sonreía, como si con esa sonrisa me transmitiera sus pensamientos libidinosos. No hacía falta tener telepatía para saber lo que pensaba.

Lo que pasó después fue que los acosadores dejamos la prudencia de lado. La mujer miraba al frente, a la ventanilla por la que solo se veían paredes oscuras. Así que ya no nos molestamos en no mirarla por más tiempo del debido; al contrario, todos los ojos se clavaron en ella. Yo la miré, arriba abajo, deleitándome con su perfección.

Llevaba un zapato negro de tacos altos. Las piernas parecían interminables, pues no solo eran largas, sino que su corto atuendo resaltaba esa cualidad, haciendo que parecieran aún más extensas. Eran unas piernas torneadas y ejercitadas, aunque no de manera exagerada. Supuse que se mantenía en forma, aunque no tanto por ir al gimnasio, sino más bien por correr. El vestidito comenzaba en la parte más alta de sus muslos. La tela se ajustaba a ellos, como así también a sus carnosas nalgas. Bastaría con levantarla unos centímetros para poder acceder a ese exuberante cuerpo.

Yo me encontraba en una posición más complicada que la mayoría de mis secuaces, ya que mi asiento estaba alineado con el lugar en donde ella se encontraba parada, agarrada de una travesaño plateado. Así que me veía obligado a torcer el cuello para observarla. Pero esa posición también tenía sus beneficios, pues accedía a su figura de perfil, por lo que no solo podía escrutar su parte trasera, sino que también el frente. Su rostro era precioso, de pómulos marcados, nariz pequeña y respingona. Las tetas no eran enormes, pero tenían un tamaño considerable y que, debido a lo ajustado que era el vestido, los hacían resaltar. Estaban firmes, y sobresalían de su esbelta silueta.

La chica cambió el peso de su cuerpo a la otra pierna. Ahora parecía algo incómoda, pero ninguno de los hombres del vagón iba a tener una actitud caballerosa esa noche. No sé exactamente cuál fue el motivo por el que se selló esa complicidad tácita entre nosotros. En esta época era raro que sucedieran estas cosas. Quizás la impunidad que creíamos tener nos daba alas para sacar la parte más machista y retrógrada de nosotros. Alguno podría decir que en realidad no estábamos haciendo nada malo. Pero lo cierto es que la estábamos acosando. Y ahora que ella parecía ya incapaz de ignorar la lascivia creciente que había en ese reducido espacio, no nos compadecimos con ella.

Por fin el tren se detuvo en la estación terminal. La mujer ya estaba cerca de la puerta, pero ahora se colocó frente a ella, ansiosa por salir de ese lugar. Imaginé que esa noche le contaría a sus amigas, o quizás a su pareja, la anécdota: un grupo de depravados desnudándola con la mirada. Se quejaría del patriarcado, de lo retrasada que estaba aún la sociedad, de las cosas que ya no deberían tolerarse. Pero ahora parecía una cachorrita asustada, rodeada de un montón de perros callejeros, mucho más corpulentos que ella, que solo pensaban en aparearse con esa criatura angelical que milagrosamente se había cruzado en sus monótonas vidas.

El tren empezó a perder velocidad. Todos nos dirigimos a la puerta en donde estaba ella. Algunos teníamos la excusa de que esa puerta era la más cercana, pero otros se habían acercado a ella con el único fin de tenerla cerca.

Sentí el olor de su perfume. Noté que tenía los dientes apretados. Parecía asustada. Y también me di cuenta de que era más pequeña de lo que me había parecido. Le sacaba casi una cabeza. Los hombres se amontonaron a su espalda. El tren frenó con cierta brusquedad. Entonces hubo una sacudida en el vagón. Algunos de los tipos habían terminado pegados a ella, supuestamente debido a la inercia del movimiento. Pero como era de esperar, uno de ellos se había apoyado en ella de manera obscena. Se trataba del gordito pelón. Su pelvis se apretaba con el goloso trasero de la chica. Ella se mostró horrorizada, pero no dijo nada, quizás intuyendo que si se quejaba, el otro simplemente le diría que había sido sin querer.

Así que se limitó a intentar abrir la puerta, pues había tenido la mala suerte de tomar la única línea de subtes que no tenía puertas automáticas. Pero el nerviosismo le jugó en contra. Cuando intentó hacerlo, con ese extraño picaporte que hacía un movimiento semicircular, corrió la puerta antes de lo debido, y esta se abrió apenas unos centímetros.

Escuché que la chica suspiraba, exasperada. Entonces el hombre pelado se apretó más a ella, extendió la mano y la llevó hasta el picaporte.

—Permitime linda, yo te ayudo.

El resto lo miramos con profunda admiración. Todos teníamos ganas de pasar de la mera observación a intentar un contacto físico. La chica aún no atinaba a decir nada, a pesar de que ahora era obvio que la estaban apoyando con intenciones sexuales. Pero la pobre estaba atrapada entre el montón de hombres que se encontraban a su espalda, y esa puerta que no terminaba de abrirse. El gordito pelón fingió que le costaba abrirla, cosa que le sirvió para restregar la verga en el orto de su inocente presa con total impunidad. Ella se alejó de él, poniéndose ahora a un costado, frente a mí.

Parecía que esa perversa aventura colectiva había llegado a su final, pero la osadía del gordo, y el silencio impotente de la chica, me habían envenenado el alma lo suficiente como para decidirme a pasar el límite. Llevé mi mano directo a su trasero. Primero lo acaricié con suavidad, casi como si estuviera intentado que no notara que la estaba tocando. Pero no tardé en hacerlo con más intensidad. La calentura era inmensa y el tiempo apremiaba. Ella giró para mirarme. Parecía furiosa, como si con esa mirada me ordenara que retirara inmediatamente mi mano de su culo. Pero pudo sostener esa mirada apenas unos instantes. Enseguida de desarmó, para dar paso a una expresión de súplica. Me estaba rogando que dejara de molestarla, aunque no decía ni una palabra. Parecía que estaba a punto de largarse a llorar. Pero en lugar de liberarla de mi mano invasora, simplemente apreté la nalga con mayor violencia.

Todo había ocurrido en apenas algunos segundos. Por fin la puerta se abrió. Retiré, con mucha dificultad, mis dedos de ese perfecto glúteo. A mis veinte años jamás había acariciado algo tan hermoso, tan terso, redondo y suave como eso. Y era probable que jamás lo volviera a hacer. La mujer salió antes que nadie, pero en ese instante al menos tres manos desconocidas acariciaron su trasero, como si también quisieran llevarse un recuerdo de esa hembra. La chica se acomodó el vestido, pues uno de los depravados había logrado levantárselo un poco, y se fue dando pasos largos y veloces. Mis compañeros de viaje se dirigieron a la salida opuesta a la que ella se dirigía, seguramente por miedo a que la chica se encontrara con algún policía y decidiera denunciarlos. Algunos me miraban sonriendo, con admiración y envidia, pues había sido más osado que ellos.

Yo en cambio, me dirigí a la misma dirección que ella. Algo me decía que no era de las mujeres que denunciaban ese tipo de situaciones. Su actitud sumisa, y el hecho de que no hubiera pronunciado ni una sola palabra mientras era vejada por unos desconocidos, me hacía pensar así.

Como era de noche la estación estaba casi vacía. Ni siquiera había empleados a la vista. Pero me sorprendió su velocidad. Subió la escalera en un santiamén. No había girado a verme, pero parecía haberse percatado de que alguien la perseguía. Cuando llegaba al último escalón, pude ver su ropa interior negra. Un último recuerdo de esa experiencia tan erótica. Luego salió de la boca del subte y se perdió en la ciudad, la cual sí estaba muy concurrida.

Traté de tranquilizarme. ¿Qué pensaba hacer? ¿Violarla? Sacudí la cabeza, reconociendo que me había comportado como un animal. Cuando salí de la estación, vi sus piernas largas antes de que terminara de meterse en un taxi, para luego cerrar la puerta del vehículo.

—Nunca voy a volver a verla —dije, pensando en voz alta.

...............

—¡Levantate, Nico, que ya llegó tu hermano con su novia!

Mamá gritaba innecesariamente al otro lado de la puerta de mi dormitorio. Había golpeado con mucha fuerza, y en repetidas ocasiones, por lo que ya me estaba desperezando.

—Ya voy, ya voy —dije.

Entonces mamá abrió la puerta.

—No se te ocurra aparecer con esa cara de muerto. Date una ducha rápida, y ponete ropa limpia. Ayer te dejé una muda en el ropero.

Cerró la puerta, dejándome solo. Le hice caso, pues necesitaba espabilarme. Me fui directo a la ducha. Había llegado a casa a las siete de la mañana, pues me había ido a un boliche con algunos amigos. Era el mediodía, así que para mí eso equivalía a madrugar. No entendía por qué le daban tanta importancia a la visita de mi hermano con su novia.

Sergio era un soltero empedernido, y por lo visto, a sus treinta años acababa de encontrar el amor. Supuse que para nuestros padres eso habría de ser más importante de lo que yo podía llegar a imaginar. En mi caso, no podía importarme menos.

Mi hermano mayor era el hijo que todo padre quería tener. Tenía una aguda inteligencia. Se había recibido de abogado hacía ya unos cuantos años. Tenía una situación económica sólida. Hasta se había comprado un pequeño departamento, lo que era toda una proeza teniendo en cuenta la Argentina en que vivimos.

Yo me llevaba bien con él. Como tenía casi una década más que yo, nuestra relación nunca fue simétrica. Él era el hermano mayor al que acudía cuando tenía problemas. Fue el que me enseñó los primeros secretos del sexo, y hasta algunos trucos para relacionarme con el sexo opuesto. Lo admiraba, claro. Aunque a veces también me picaba el bicho de la envidia, porque la predilección de nuestros padres para con él era más que evidente.

Lo peor era que no podía culparlos por eso. Yo era un chico que a sus veintiún años no parecía tener un futuro prometedor. No había hecho ninguna carrera, y los pocos cursos que había hecho, terminé por abandonarlos. Tampoco tenía un trabajo fijo, y realmente no me entusiasmaba mucho la idea. Tenía en cambio empleos esporádicos, generalmente en el rubro de pintura, con lo que ganaba suficiente dinero como para salir todos los fines de semana a emborracharme y a olvidarme de mi miserable vida.

Era un desastre. Mis padres apenas me toleraban. Y si aún lo hacían era solo porque había tenido la astucia de empezar a ganar mi propio dinero para mis vicios. Pero esos ingresos estaban lejos de ser suficientes como para no ser un dolor de cabeza para ellos. Si bien ya casi no les pedía dinero, tampoco aportaba nada para la casa. desde hacía meses que me preguntaban cuándo iba a tener un trabajo de verdad. Estaba consciente de que no tenía mucho margen para ser un adulto de provecho, pero tampoco veía una solución a corto plazo. Y es que era un vago de alma.

Terminé de ducharme, algo exasperado. Las visitas de Sergio solían tener como efecto resaltar esas diferencias que había entre nosotros ante los ojos de nuestros padres. Seguramente vendría bien vestido, con un corte de pelo prolijo, con su andar elegante de caballero inglés. Era un hombre alto, y por algún motivo que desconocía, las mujeres lo encontraban irresistible. Era en todos sentidos, lo opuesto a mí. Yo era vago, poco inteligente, carente del atractivo suficiente como para acostarme con una mujer salvo que tenga unos cuantos tragos encima. Era un looser en toda regla.

Traté de apartar los pensamientos negativos que me embargaban. Sergio era un buen tipo, y siempre había sido el mejor hermano mayor que alguien pudiera tener. Cualquier resentimiento que me generara, no era culpa suya, sino mía, y, en todo caso, de mis padres.

Bajé para almorzar con la familia.

—Este es mi hermanito, Nico —dijo mi hermano apenas aparecí en el comedor.

La mesa ya estaba servida, por lo que la chica que había venido de visita estaba sentada. Durante un instante solo vi su cabellera negra. El pelo lacio estaba suelto. Entonces ella corrió la silla hacia atrás, se puso de pie y giró hacia mí.

—Jessica, mucho gusto —dijo.

Se quedó un instante mirándome con el ceño fruncido. Le di un beso en la mejilla. Traté de no mostrar mi sorpresa. Rodeé la masa para luego sentarme frente a ella, que a su vez estaba al lado de Sergio.

"No es ella, no es ella", me repetía una y otra vez.

—¿Estás bien, Nico? —dijo papá—. Estás pálido.

—Sí, todo bien —dije.

Me llené el vaso de agua y tomé casi todo de un solo trago.

—Me parece que alguien está con resaca —comentó mi hermano, bromeando.

Escuché la tímida sonrisa de Jessica. Hasta el momento no me había atrevido a mirarla de nuevo. Pero esa risa me animó. Quizás de verdad me había equivocado. Aunque ese rostro era difícil de confundir.

Sentía que las manos me transpiraban, y que el estómago se me revolvía. Sí, tenía resaca. Pero la mayor parte de todas esas sensaciones eran producto de la presencia de mi nueva cuñada.

Hice un esfuerzo enorme para mirarla nuevamente. Todo el optimismo del último momento se vino abajo. Esa piel blanca y brillosa, como si fuera una muñeca; esos ojos penetrantes e indescifrables; ese pelo negrísimo; esa boquita de labios finos y sensuales. No podía haber otra mujer como esa. Era la chica del tren.

Nunca había sido muy hablador en las reuniones familiares, así que no fue raro que casi no dijera palabra. De hecho, escuché cómo en un momento Sergio le decía al oído que yo era bastante tímido y callado, tirándome un salvavidas sin siquiera saberlo.

Traté de analizar el comportamiento de Jessica. Parecía levemente nerviosa, pero eso podría deberse al hecho de que estuviera conociendo por primera vez a la familia de su pareja. ¿Me recordaría? Había pasado casi un año del suceso del tren subterráneo. Quizás ni siquiera me había reconocido. No obstante, no podía olvidarme de que había girado y me había mirado a la cara mientras yo le palpaba el culo. Tampoco era un detalle menor el hecho de que mi aspecto no era para nada diferente al que tenía en esa época. Si bien tuve mis etapas de experimentar con colores en mi pelo y usar aros o piercings, esta última etapa tenía un estilo muy básico, de pelo cortado al ras, sin ningún adorno. Así que, sí, me veía exactamente igual a cuando la había conocido.

Concluí que a lo máximo que podía aspirar era a que pensara que yo era simplemente alguien parecido al degenerado del tren. Era posible que el tiempo que había pasado no hubiera sido suficiente para que se olvidara de mis facciones, pero quizás sí bastaba para que no estuviera segura de que era yo. Así que procuré actuar con la mayor normalidad posible, aunque las manos me seguían transpirando y el corazón parecía querer salirse de mi pecho.

Al final fue la actitud de la propia Jessica lo que me hizo quedarme levemente tranquilo. Hablaba con desenvolvimiento con mis padres. Nos contó que era cardióloga, y que había conocido a Sergio cuando él estaba haciéndose unos estudios de rutina. "Qué hijo de puta este Sergio. Levantándose a preciosuras como esa incluso cuando iba al médico", pensé yo, entre admirado y resentido, como de costumbre.

Por la tarde estuve todo el día pensando en ella. Había tenido su hermoso orto entre mis manos, y eso me llenaba de lujuria. Pero no podía evitar pensar que eso era todo lo que tendría de ella, mientras mi hermano tendría acceso a todas las obscenidades que le brindaría una hembra de ese calibre. Por la noche me tuve que hacer una paja pensando en ella, pues si no, me sería imposible conciliar el sueño.

Durante los días y semanas siguientes estuve con cierto temor a que se destapara la olla. Quizás Jesica había mantenido la compostura por respeto a nuestros padres; pero tal vez luego lo meditó mejor y le contó todo a mi hermano. Le mandé unos mensajes a Sergio, simplemente saludándolo o preguntándole alguna tontería, para tantear el terreno. Parecía que todo estaba perfectamente normal.

Me planteé las posibilidades. La primera era que ella ni siquiera me recordara, lo que seria la mejor opción, por lejos. Seguramente recordaría el suceso, pero habiendo tantos hombres acosándola, quizás había quedado en su mente de manera borrosa. Pero eso era mucho esperar, pues no podía olvidarme de que me había mirado de frente mientras abusaba de ella. La segunda opción era la que ya había pensado: me encontraba parecido al chico del tren, solo que no podía estar segura de que yo era el mismo, por lo que dejaba el tema de lado. La tercera opción era la que más temía: me había reconocido.

Y de esta última alternativa se desprendían muchas posibilidades. ¿Se guardaría el secreto? Me resultaba difícil creer que eso pudiera pasar, pero no podía descartarlo. Al tener esa belleza y esa sensualidad tan sobresalientes, probablemente estaba acostumbrada a ese tipo de situaciones. Quizás ni siquiera me reprendía por haber actuado de esa manera. Pero otra vez estaba fantaseando. La otra opción era que le contaría todo a Sergio. Y de aquí había otras tantas opciones. ¿Cómo reaccionaría mi hermano? Él siempre me había dicho que a las mujeres había que tratarlas bien. Probablemente ni siquiera podría asimilar la idea de que su hermanito era un abusador. ¿Esto podría hacer que no le creyera a su novia? Podría ser. Quizás, incluso si ella estuviera segura de que había sido yo el que la manoseó en el tren, él la convencería de que estaba equivocada.

Mi cabeza estaba hecha un lío. Lo único que quedaba era dejar que pasara el tiempo y ver cómo evolucionaban las cosas.

En efecto, a medida que pasaron días y semanas, y que no parecía haber ninguna consecuencia por mis actos, me fui sintiendo más aliviado. Sergio no parecía haberse enterado de nada. Al menos a través de los mensajes esporádicos que intercambiábamos, no notaba nada inusual.

Durante ese tiempo me replanteé mi actitud durante aquel viaje. Nunca me había comportado de esa manera. ¿Por qué había cruzado la línea? Es cierto que muchas veces se me iban los ojos cuando veía a mujeres de cuerpos voluptuosos. Pero nunca había ido más allá de eso. ¿Qué había de diferente en lo que sucedió con Jesica? Me dije que probablemente tenía que ver con la impunidad. Verme con otros tipos igual de degenerados que yo; notar la impotencia de ella, incapaz de defenderse de tantos machos alzados; su sumisión, probablemente producto del miedo; el peculiar contexto en el que me encontraba, con una hermosa mujer a merced de la lascivia de tantos extraños. Y finalmente aquel gordito pelado, que se había animado a restregar su verga en el respingón trasero de mi cuñada. Todo eso junto me había motivado a hacer algo que en cualquier otra circunstancia no hubiera hecho. Todo eso y su silencio, su inmovilidad, su aspecto de animalito acorralado.

De solo pensar en eso me ponía la pija como una roca. Se suponía que meditaba sobre el asunto para recapacitar y mejorar como hombre. Pero lo único que lograba era calentarme tanto que necesitaba urgentemente hacerme una paja, recordando la preciosa sensación de mis dedos hundiéndose en su orto, e imaginando cuántas cosas podría hacerle.

¿Por qué no había hecho nada? Me encontré haciéndome esa pregunta en incontables ocasiones. Quizás simplemente no supo cómo reaccionar, y por eso solo atinó a marcharse rápidamente, como quien huye de un animal salvaje que lo persigue para comérselo. Pero me llamaba la atención el tema de su edad. Ahora sabía que contaba con veintiocho años. Ya tenía una edad suficiente con la que se habría enfrentado a esas situaciones muchas veces. ¿No había aprendido cómo reaccionar? Una teoría morbosa apareció en mi mente: quizás ella sentía cierta excitación en esos momentos. A lo mejor andaba provocando a tipos desconocidos para que sacaran las garras. Después de todo, si todos nos habíamos animado a rodearla y acosarla, había sido porque ella nos había provocado silenciosamente. De pronto, una duda que me había seguido desde ese día encontró por fin una respuesta. Nunca había entendido cómo era que todos los hombres presentes habíamos actuado de la misma manera. Y la respuesta era simple: habíamos hecho exactamente lo que ella esperaba que hiciéramos.

Pensar en esto también hacía que, de un momento a otro, tuviera una potentísima erección. No había caso. Lejos de recapacitar sobre mis actitudes, lo único que lograba cuando me ensimismaba en los recuerdos y en las fantasías, era que mi deseo por mi cuñada se convirtiera en una peligrosa obsesión.

Llegó el día que había previsto que llegaría, pues era obvio: el día en que volvería a ver a Jesica. El nerviosismo me embargó. Pero lo bueno era que después de ese encuentro terminaría por confirmar que mi crimen había quedado impune. Así que necesitaba verla.

Sergio me había pedido que lo ayudara a pintar la casa, pues había decidido cambiar el color de las paredes. Mi hermano mayor no era de molestarme pidiéndome cosas como si mi haraganería le molestara. Pero una de las pocas cosas en las que yo era hábil era en la pintura. Así que fui a su departamento, sabiendo que Jesica estaría ahí.

Pero lo que me encontré fue mejor de lo que esperaba. Porque ella estaba sola.

—Sergio fue a comprar cinco litros más de pintura —musitó.

Mi cuñada se había puesto ropas viejas y desgastadas. Un remera celeste, bastante ceñida, que marcaba sus erguidas tetas. Me sorprendió verla con una pollera color crema. Estaba evidentemente deteriorada por el paso del tiempo; había perdido su color. Pero no dejaba de ser llamativo que no eligiera un pantalón. El pelo estaba recogido. A pesar de lucir como una versión femenina y sexy del chavo del ocho, no dejaba de lucir deslumbrante. Se veía de una forma totalmente opuesta a como la había conocido. No obstante, descubrí que su magia no estaba en su vestido, ni en su maquillaje. Ahora mismo podía ver la misma belleza desbordante que había visto aquella vez.

—¿Qué? —preguntó, cuando notó que la estaba observando con intensidad.

—Nada, perdón. Es que te manchaste con pintura en la mejilla derecha —dije, señalando la diminuta mancha celeste en su piel.

Había actuado con rapidez, pero me reprendí por haber sido tan obvio. Traté de interpretar su actitud. Lo primero que percibí fue que estaba tensa. ¿Sería mi paranoia? Me di un tiempo para decidir si esa impresión había sido acertada.

—Bueno, voy a seguir pintando la cocina. Cuando venga tu hermano pueden empezar con el dormitorio —dijo.

Tenía una voz suave, casi susurrante. Pronunciaba con una claridad perfecta. No tenía un tono en particular. No me sostuvo la mirada. Se perdió en la cocina, casi como si estuviera escapando de mí. Y sus palabras claramente significaban que quería mantener distancia de mi persona. Las implicaciones eran evidentes: Jesica sabía perfectamente quién era yo.

Fui a la cocina. Ella estaba inclinada, metiendo el rodillo en el balde de pintura. Se quedó unos instantes en esa posición. No estaba haciendo nada de otro mundo, y sin embargo se veía irresistible. Su pierna derecha algo flexionada, su torso inclinado hacia adelante, su trasero sobresaliendo, los senos colgados en el aire, unos mechones rebeldes cayendo en su perfecto rostro. Era toda una modelito, y estaba ahí haciendo esa tarea típicamente masculina, solo por mi hermano. Se notaba que lo amaba.

Notó mi presencia, pero no se molestó en dirigirme la mirada, cosa que reforzó mi certeza de que de sí me había reconocido.

—No le conté nada a Sergio —dijo de pronto.

Podría haberme hecho el tonto y decirle que no sabía de qué me estaba hablando. Pero ya estaba cansado de sentirme con tanta incertidumbre. Además, su afirmación me pareció algo positivo.

—Bueno... obviamente no tenía idea de que te ibas a convertir en la novia de mi hermano —dije.

Ahora sí me miró, con el ceño fruncido.

—Se supone que no deberías hacerle eso a ninguna mujer. Independientemente de si se trata de la novia de tu hermano o no —respondió—. Además, te cuento que para entonces ya estaba saliendo con Sergio.

Eso no lo había pensado. De alguna manera había hecho cornudo a mi hermano. No sabía cómo sentirme al respecto. Pero entonces todo lo sucedido tomó dimensiones diferentes. Su inacción en el vagón del tren había sido llamativa, pero si encima estaba en pareja, me hacía pensar que Jesica no era una buena novia para mi hermano.

—En realidad, nunca lo había hecho con ninguna mujer —dije sin embargo, guardándome mis especulaciones por el momento.

—¿Y por qué lo hiciste esta vez? —preguntó ella.

Me hablaba dándome la espalda. Pasaba con torpeza el rodillo en la pared.

—Porque... —dije—. Como no te quejaste del otro tipo, pensé que no te ibas a molestar porque yo también lo hiciera.

Pensé que mi iba a mirar con indignación, o cuanto menos con estupefacción. Pero siguió pasando el rodillo.

—Pero cuando me tocaste creo que fui bastante clara en que me sentía incómoda —dijo. Y luego agregó—: Además, ¿de verdad pensás que una mujer puede disfrutar de ser abusada por siete hombres a la vez?

Vaya, pensé, ni siquiera yo tenía en claro cuántos éramos en ese vagón, y ella parecía estar segura del número.

—Por eso después te solté —dije—. Y con respecto a tu pregunta. Bueno... mi primera impresión fue que nos estabas provocando, y que te dejaste manosear. Solo recién cuando llegamos a la estación te mostraste arisca.

—¡Ustedes me estaban reteniendo! —dijo.

Obviamente tenía razón. Yo estaba transformando la anécdota, para que al menos pensara que estaba convencido de que había estado buscando ser abusada. Esa era una conclusión a la que había llegado a posteriori, pero en ese momento simplemente me dejé llevar por el poder que ejercíamos en ella, al ser tantos lobos para una sola caperucita.

—Bueno, no es lo que yo recuerdo —dije.

Me pregunté cuánto tiempo tardaría mi hermano. La pinturería quedaba a solo cinco cuadras. El clima se había tornado muy tenso. Aunque ella no le hubiera dicho nada, estaba jugado. Seguro Sergio notaría el cambio de humor de su novia, y la llenaría de preguntas hasta que le dijera la verdad. Estaba perdido. Pero eso, reconocer que no tenía salvación, me dio un nuevo impulso.

—Lo estás haciendo mal —dije—. Tenés que dejar que el rodillo absorba más pintura, y tenés que hacer movimientos más largos, y ejercer más presión en la pared.

Ella se detuvo, y siguió mi consejo. Se inclinó de nuevo, con una sensualidad que comprendí que era totalmente natural para mi cuñada. Cuando se irguió, una enorme cantidad de pintura cayó al piso. Aunque estaba empapelado con diario, era probable que lo traspasara.

—Bueno, quizás exageraste un poco con la cantidad —le dije, riendo.

Pero eso no sirvió para distender el ambiente. Jesica seguía tensa. Me acerqué a ella, por detrás. Tomé su mano.

—Así —dije.

Manipulé su mano con la mía, para indicarle la manera correcta en que tenía que pasar el rodillo. Al hacerlo, me apoyé en su espalda. Mi entrepierna apoyada en su trasero, el cual ella tiraba levemente para atrás, debido a la posición en que se había parado. Hicimos el movimiento una, dos, tres veces. Jesica se encogió, evidentemente contrariada, pero no se apartó hasta después de un rato.

Sentir ese pulposo orto apretándose sumisamente en mi verga hizo que esta engordara.

—Bueno, gracias por enseñarme. Ahora puedo hacerlo sola —dijo.

Sonreí. Tuve el fuerte presentimiento de que me había encontrado con una mina de oro. Me acerqué a ella antes de que retirara la mano con el rodillo del balde. La tomé de esa mano. Ella soltó el rodillo y se dejó llevar por la presión que le estaba ejerciendo, hasta que se irguió, y se encontró de nuevo cara a cara conmigo.

Su semblante tomó una expresión muy parecida a la que había tenido cuando acaricié su trasero en el subte. Parecía estar suplicándome.

Metí mi mano en mi boca y mojé algunos dedos con saliva. Luego la llevé a su mejilla y la froté, ahí en donde se había manchado con pintura, hasta que esta desapareció. Jesica solo había atinado a retroceder un poco, encontrándose con la pared que había estado pintando, manchándose la pollera en el acto.

—Por favor, dejame en paz —dijo, en un susurro.

Pensé que se iba a apartar, pero se quedó ahí, esperando a que yo fuera el que me alejara. Cosa que evidentemente no hice. Apoyé mi mano en su rodilla, y fui subiéndola lentamente, penetrando por adentro de su pollera.

No estaba seguro de qué clase de mujer era Jesica. No es que pareciera sentir un poderoso deseo hacia mí, cosa que yo sí sentía por ella. Pero por algún motivo se quedó ahí, completamente inmóvil, mientras mis dedos se frotaban en su muslo.

Le corrí la bombacha a un costado y hundí dos de mis dedos en su jugosa concha. Ella suspiró profundamente. Su cuerpo se estremeció. Sus senos parecieron hincharse. Me sorprendió la amplitud de su sexo. Ella cerró los muslos, para evitar que siguiera hurgando en su interior, pero ya era demasiado tarde, pues ya me encontraba adentro. La penetré a mayor profundidad, hasta que los dedos que estaban cerrados se encontraron con la vulva. Mi cuñada gimió. Su expresión de goce se interrumpió inmediatamente por uno de rabia. Comprendí que lo que la molestaba no era que la estuviera penetrando con mis dedos, sino el placer de su propio cuerpo.

No podía verse más sensual, con sus labios separándose contra su voluntad mientras yo le encastraba mis falanges sin piedad; con la tela de la pollera cayendo en mi brazo, que se perdía en su entrepierna.

Entonces escuchamos que la puerta principal estaba siendo abierta. Retiré la mano inmediatamente. La pollera de Jesica cayó, y se acomodó por sí sola.

—¿Todo bien, cabezón? —me dijo mi hermano.

Lo saludé con un movimiento de cabeza. No podía darle la mano, ya que mis dedos estaban impregnados por los fluidos vaginales de mi cuñada. La había puesto en mi bolsillo, lo que también ayudaba a esconder la erección que me había provocado la putita de mi cuñada.

—Todo bien, permiso, me voy al baño un toque —dije.

No tenía ganas de orinar, obviamente. Iba a lavarme la mano, pero tuve una tentación. Olí mis dedos. La muy puta estaba mojada. Por fin lo entendía. Su expresión de súplica no significaba que estaba pidiendo que dejara de abusar de ella; se debía a que se conocía muy bien, y sabía que terminaría por acceder a tener sexo conmigo. ¡Si hasta se había dejado penetrar mientras su novio volvía de hacer unas compras!

Nunca había conocido a alguien como ella. ¿Mi hermano sabría de sus debilidades carnales? El pobre ya debía ser todo un cornudo. Me compadecí de él. Pero lo cierto era que la vida había sido muy generosa con Sergio. Yo tenía derecho de gozar un poco también. Podía ser que solo estuviera recibiendo sus sobras, pues debía que conformarme con atacar a Jesica cuando se presentara la ocasión oportuna. Pero la adrenalina que me producía ese juego tan peligroso era un bonus que me embriagaba de placer.

Salí del baño, quizás con demasiada tranquilidad después de lo que había pasado. Los escuché discutiendo. Luego Jesica se marchó sin saludarme.

—¿Qué pasó? —pregunté, tratando de controlar mi temor.

¿Qué debía hacer si ella le había contado que le había metido los dedos en su sexo? Habiendo presenciado su discusión, me dije que lo iba a negar a muerte, pues era probable que la pelea había sido porque él no le creyó cuando me denunció.

—Nada, dice que la llamaron del trabajo y tiene que cubrir un turno de urgencia. Siempre es lo mismo con esta piba —dijo él.

El alma me regresó al cuerpo. No le había contado nada. Aunque igual eso no garantizaba que luego lo hiciera. En todo caso, ya estaba hecho. No había podido controlarme, ni ella tampoco.

—¿Se llevan mal? —le pregunté.

—No. La verdad es que la adoro. Puede ser que por eso me choquen estas cosas que parecen insignificantes —explicó.

—Bueno. Ella se comprometió con ayudarte a pintar, pero por lo visto tiene otras prioridades. Así que es entendible que te molestes. Supongo —dije.

La verdad era que ninguno de los dos tenía experiencia con las relaciones. Yo porque había tenido muy pocas relaciones, y todas esporádicas. Y él porque jamás había tenido una relación seria. Pero me pareció lo correcto apoyarlo, más aún después de estar a punto de cogerme a su novia.

—¡Uy, esta piba se olvidó su mochila! Tiene las cosas del trabajo ahí —dijo de pronto Sergio.

—Tranquilo, yo se la llevo —dije—. Salvo que quieras ir vos, para decirle que la perdonás.

—No. Me voy a hacer el ofendido durante todo el día. No hay nada mejor que un polvo de reconciliación —dijo él—. Andá, llevásela. Debe estar en la cochera. Espero que se de cuenta antes de sacar el auto.

Agarré la mochila y salí del departamento. Tomé el ascensor y marqué el subsuelo. Estaba increíblemente ansioso. Esperaba que no estuviera subiendo mientras yo bajaba. Cuando se fue, pensé que jamás iba a volver a tener una oportunidad tan clara de cogerme a Jesica. Pero ahora se me presentaba la revancha apenas unos minutos después.

Cuando abrí la puerta corrediza para salir hacia la cochera, me encontré con Jesica, quien justamente pretendía subir por el ascensor.

Le entregué la mochila, pero cuando ella la tomó, no la solté. Jesica tironeó pero yo seguía aferrado a ella.

—Basta —dijo—. Si seguís molestándome, le voy a contar a tu hermano.

Me dio gracia lo que me decía. Lo lógico hubiera sido que ya se lo hubiera contado hacía rato. Definitivamente había algo que no estaba bien en esa chica. Y como yo no era ningún caballero, pensaba explotar esa debilidad.

La cochera estaba vacía. Era bastante grande, pero había pocos autos. Probablemente la mayoría de los propietarios se habían ido por el fin de semana. De todas formas, solo uno de los ascensores bajaba hasta ahí, así que si bajaba alguien más, me enteraría con tiempo de sobra, pues en principio deberían llamar al ascensor.

Finalmente le entregué la mochila. Pero la seguía hasta el auto. Antes de que pudiera abrir la puerta del vehículo, me abalancé sobre ella, y rodeé su cintura con los brazos, inmovilizándola.

—No —dijo ella, con debilidad, casi como si no se creyera su propia negativa—. Por favor, ya basta. Soy tu cuñada.

—Una cuñada muy loca, y muy puta.

Torció el cuello para poder mirarme. No dijo nada, pero en sus ojos pude ver que había dado en el clavo. Jesica tenía serios problemas psicológicos. Quizás hasta era una paciente psiquiátrica. Me pregunté si ambas cosas estaban relacionadas. Es decir, si su locura estaba directamente vinculada con su actitud sumisa y provocadora. Era lo más probable. ¿Sería una ninfómana?

—No quiero hacerlo. No quiero —dijo, esta vez levantando la voz.

Trató de zafarse. Pero mis brazos estaban cerrados como tenazas, inmovilizándola a pesar de sus estériles intentos. Como dije, no soy ningún caballero, y a pesar de su negativa, no me olvidaba de que tenía el sexo empapado.

La liberé de un brazo, pero con el que aún la tenía atrapada, apliqué mucha más fuerza, por los que sus intentos de librarse de mí seguían siendo infructuosos. Le levanté la pollera y bajé su ropa interior. Me bajé el cierre del pantalón, y la penetré.

Me sorprendió la puntería que tuve, considerando que ella aún se movía. Pero una vez que tuvo mi pija adentro, se quedó quieta. Parecía que estaba reconociendo que acababa de perder una batalla. Puso sus ojos en blanco, y su cuerpo desistió de todo forcejeo. Su cuerpo se sentía liviano, suave y caliente.

La penetré una vez más. La verga entraba con increíble facilidad. Jesica empezó a gemir.

—¿No era que no querías? —dije yo, y la penetré con más fuerza.

Sentía su suave trasero cada vez que le hundía mi falo por completo. Ahí estábamos, en el subsuelo del edificio en donde vivía mi hermano, en esa cochera oscura, apareándonos sin poder controlarnos. Jesica había apoyado las manos en el techo del coche. Había separado las piernas y había dejado que yo hiciera lo que quisiera, totalmente resignada. No tenía un papel activo en la traición. De hecho, parecía una muñeca inerte, simplemente dejándose ultrajar. Pero su cuerpo la traicionaba a cada rato, pues sus continuos gemidos no hacían más que reflejar el goce que estaba experimentando.

Acabé adentro de ella. No me había molestado en ponerme un preservativo, y mucho menos me iba a molestar en eyacular fuera de su cuerpo.

Jesica se subió la bombacha y se acomodó la pollera. Parecía abrumada. No quiso mirarme a los ojos. Pero yo la vi de perfil. Otra vez tenía esa expresión de ira con la que parecía reflejar la indignación que sentía hacia su propia excitación, hacia su propia debilidad. Entró al auto, y se fue.

Mis padres se sorprendieron cuando se enteraron de que Jesica había abandonado a Sergio. Y mi hermano era el más sorprendido. Durante un tiempo el temor volvió a atormentarme. Era obvio que la loca de mi excuñada había querido que la cogiera. Pero nada me quitaba que se inventara que la había obligado. Pero nuevamente el paso del tiempo me hizo apaciguar mis miedos.

Otro pecado había quedado sepultado, y solo viviría en los recuerdos de Jesica y míos.

Estaba convencido de que ella desaparecería de nuestras vidas. Pero un día Sergio vino con la noticia de que la había dejado embarazada.

—Estamos intentando volver —comentó.

Me dio mucha pena. Era obvio que seguía enamorado de ella, y también era obvio que Jesica solo regresaba con él para no criar a su hijo sola. Era patético. Sin embargo, la posibilidad de volver a verla, yo por ende, de volver a cogérmela, me resultaba muy tentadora.

En una ocasión, cuando ya estaba de ocho meses, encontré la oportunidad de estar a solas con ella, cosa que había sucedido muy pocas veces. Ella se había mostrado esquiva, y las ocasiones en las que volvimos a vernos siempre estaba mi hermano o mis padres en el medio.

Suele decirse que cuando las mujeres están embarazadas, se ven más hermosas que nunca. Esto realmente no es cierto, ya que a algunas mujeres el embarazo les sienta terriblemente mal. Pero mi cuñada sí cumplía con esa máxima. Era todo redondeces y sinuosidades. Los senos y el trasero parecían querer desgarrar las prendas con las que apenas podía cubrirse. La piel, siempre perfecta, ahora gozaba de una luminosidad y una suavidad que superaba a la que siempre tenía. El pelo negro estaba suelto. Un pelo oscurísimo y brilloso contrastando la hermosa palidez de su cuerpo.

Nos encontrábamos en el departamento de Sergio, que ahora era de ambos. Él había salido a comprar unos medicamentos. Pobre Sergio, jamás sabría las cosas que esa mujer hacía cada vez que él iba a hacer algún mandado.

No parecía incómoda con mi presencia. Hasta el momento había creído que simplemente sabía disimular muy bien. Pero ahora que estábamos solos no se veía afectada por el hecho de estar a solas conmigo. Me incliné, y apoyé la mano en su barriga.

—Es tuyo —dijo.

No me sorprendió. Sergio me había contado que, supuestamente, había engendrado esa criatura en una noche en la que se le rompió el preservativo. Pero era demasiada casualidad, y las fechas coincidían con el día en el que la poseí en la cochera. Lo más probable era que Jesica haya pinchado los profilácticos, para que, en caso de quedar embarazada, pudiera endilgarle la responsabilidad al hermano más responsable.

Se me cruzó por la cabeza preguntarle por qué no había tomado las medidas necesarias para evitar que eso sucediera. Pero con esa enorme panza que evidenciaba su inminente maternidad, me pareció imprudente. Además, yo mismo no me había cuidado cuando tuvimos sexo.

Me incliné, y le di un beso en la voluminosa barriga.

Después me bajé el pantalón, y le metí la pija en la boca, esperando a que mi hermano me diera tiempo suficiente para acabar. Pobre Sergio, pensé, mientras su mujer me comía la pija, con nuestro hijo secreto en su panza.

Fin

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