Me acuerdo como si fuera ayer de la primera vez que vi a Mónica. La mañana era lluviosa y soplaba un viento desagradablemente frío. El despertador, impertinente, me sacó abruptamente del mundo de los sueños.
Mi cuerpo, perezoso, disfrutaba del calorcillo que proporcionaba el edredón nórdico bajo el que me encontraba. Por un instante, pensé en dejarlo para otro día y seguir allí, tumbado, mirando el mal tiempo desde la barrera. Pero aquello no podía ser, tenía una cita en la consulta médica. "Cinco minutos más" me dije mientras bajo la ropa de cama mi mano buscaba mi pene. Lo encontré caliente, todavía pequeño. Con ayuda del pulgar y el índice apreté la punta como si fuese el tubo de pasta de dientes. Lo acaricié, rasqué los huevos durante unos segundos maravillosos y volví a encargarme del miembro.
En mi cerebro dibujé la imagen de una compañera de trabajo dándome la espalda, inclinada sobre su mesa de trabajo, enfundada en unos pantalones blancos que dejaban pasar la luz. Su voluminoso trasero en pompa, sus bragas devoradas por la hambrienta raja del culo. Mi pene reaccionó. Lo agarré con la mano y comencé a masturbarme.
Tenía prisa, no había tiempo que perder para alcanzar el clímax. Intensifiqué mis pensamientos eróticos añadiendo una nueva chica a la ecuación, compañera de trabajo también que, por alguna razón que escapa a la lógica, tenía los pechos al aire en aquel lugar público. Una pequeña cantidad de semen se acumuló y subió por mi miembro, forcé la situación, contraje los glúteos y lo dejé salir. El placer fue escaso, pero no tenía tiempo para más. Limpié mis dedos pringosos en mi propio muslo, aparté el edredón y quitándome toda la ropa, en cueros, caminé al baño para ducharme.
La sala de espera se encontraba en un tercer piso. Varias sillas de plástico pegadas a la pared, un tubo de neón que apenas iluminaba las paredes blancas y una ventana que daba a un jardín poco cuidado. Observé a los presentes. Una chica de cabello rojo y amarillo que mascaba chicle, un matrimonio de mediana edad, un hombre de mi edad con ojos saltones y cara de susto, y una mujer delgada y menuda con gafas que pasaría con creces los treinta.
Aguardé de pie unos minutos. Estaba nervioso. Finalmente opté por sentarme al lado de la mujer delgada. Saqué el móvil y nada más encenderlo, la puerta se abrió y salió una joven vestida con vaqueros. Su rostro serio y sus pasos algo dubitativos.
– Marcos García.
Al oír mi nombre dirigí la mirada de nuevo hacia la puerta y me levanté de la silla.
– Yo. – dije.
– Perfecto. – Respondió una joven de ojos grandes y cabello castaño que llevaba bata blanca.
– Siéntate por favor.
Obedecí observando la habitación mientras la joven buscaba mi ficha en el ordenador.
– Estás algo bajo de vitaminas. Voy a ponerte una inyección.
– ¿Perdona? – dije
– No me digas que te dan miedo las agujas. – respondió con una sonrisa burlona.
– No, no es eso.
– Entonces te da vergüenza.
– ¿vergüenza? Por qué me iba a dar vergüenza.
– Por nada… ¿prefieres estar de pie o tumbarte en la camilla?
– ¿por si me desmayo? – añadí de manera estúpida.
– Bueno, también, pero es más por comodidad… y por cierto, vete bajándote los pantalones.
El rubor coloreó de rojo mis mejillas.
Un minuto después, la chica armada con una jeringa con aguja y un algodón empapado en alcohol se acercó a la camilla donde estaba tumbado.
– Relaja ese culete.
– Eso es fácil de decir para la que no está sobre la camilla. – dije sin pensar.
Ella se río.
Luego noté el algodón empapado en mi nalga derecha, seguido de un azotito y un pinchazo. Lo peor llegó mientras el líquido se abría camino en el músculo. Por fortuna duró menos de lo que esperaba.
– Ya puedes vestirte corazón.
– Gracias. – dije reincorporándome.
– Por cierto, ¿tu tocas el piano?
– El piano… sí, ¿cómo lo sabes?
– Eres mi vecino de arriba, te vi la semana pasada cuando venías de correr.
– Ah, tú eres la nueva.
La chica sonrió y añadió.
– Mónica, me llamo Mónica. Y me gusta correr.
(Continuará)