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La fiesta de disfraces

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Ya tenía yo unos 30 años cuando mi cuñado, dos años menor, hizo una fiesta de disfraces con motivo de “Hallowin”.  Nuestras casas estaban un frente a la otra, sólo era cosa de cruzar la acera, allí vivían mis suegros, pero en esa fecha se fueron una semana a un estado del norte del país, de donde eran originarios, a festejar varios cumpleaños de los hermanos de mi suegra y el de ella misma, todos de octubre, incluidos sus padres. Seguramente el frío de enero tuvo que ver en sus costumbres. El caso es que la casa enorme, con seis recámaras, dos cuartos para las mucamas, a quienes también les dieron vacaciones, una sala enorme, comedor, cocina y cinco baños, quedó para el fiestero de mi cuñado. Varios de sus amigos y yo le ayudamos a limpiar, hacer los bocadillos, etcétera.

Mi cuñado, hasta donde yo sabía, era bisexual y entre sus amistades había de todo. Seguramente una buena muestra de lo que hoy se conoce como la comunidad lésbico gay y anexas. Durante el día trabajamos mucho y me pegaba muy duro en las feromonas el olor del sudor de los demás. Me di cuenta que de vez en cuando se perdían algunos en las recámaras de la planta alta. Sólo la de mis suegros estaba con llave.

El asunto es que en la noche acudimos Saúl y yo a la fiesta. Él, quien ni disfraz llevó, se retiró pronto, cruzó la calle dejándome allí, al cabo era la casa de sus padres y la fiesta de su hermano. Yo me hice un disfraz de diabla o súcubo o como se llamen, era un traje completamente rojo de, entonces, una nueva tela elástica y brillante. Incluí unas botas, una diadema con cuernos rojos, el pelo largo y suelto, una pequeña cola que no llegaba al piso, pero que, además, como toque de coquetería podía traerla sobre el brazo o darle vueltas con la mano. Aunque mis nalgas no eran grandes, sí tenían redondez, como mis piernas. La tela daba muy buena cuenta de ello, más en la parte superior donde estaba muy escotado por atrás (jalando la cola se podía ver la línea conde empieza el culito) y lo suficiente por delante para que el canal de las tetas resultara la entrada a lo caliente del promisorio Paraíso que quisiera asomarse por allí. Ya en la fiesta, me dediqué a apoyar a mi cuñado con el servicio, aunque cada quien podía servirse por sí solo.

Mi marido estuvo junto a mí todo el tiempo que permaneció en la reunión y ni quién se me acercara. Sí se molestó un poco conmigo por lo atrevido del disfraz, pero ni modo, lo caliente (o lo puta, decía él) siempre se me notaba, aunque me vistiera de monja.

Apenas pasaron diez minutos de que se retiró Saúl, ya era yo la chica más popular de la fiesta. No fueron pocos los que, desde atrás, me jalaron la cola y me susurraron alguna guarrada; ni qué decir de quienes platicaban de frente conmigo y, también en el baile, no podían levantar el rostro por estar ocupados viendo hacia abajo. Ja, ja, ja, sólo me acuerdo de ellos y me río.

Lo bueno de la fiesta, para mí, fue cuando llegó un adonis disfrazado de minotauro, solo traía un tocado con cornamenta, un short dorado que parecía biquini y unas botas cafés pintadas como pesuña. Cuando pasó a mi lado nos quedamos viendo muy impresionados ambos. Sentimos el llamado instantáneo. No obstante me hizo una seña de que lo esperara y entró a saludar a todos los presentes. Era muy conocido este chico de 25 años y, tanto a las damas como a los “caballeros” se les iban los ojos, y las manos a algunos, admirando lo marcado de ese cuerpo. Cuando se desafanó de todos, mi cuñado le dijo “busca a tu Ariadna” y él contestó “Sí, creo que ya encontré el hilo” y vino directamente hacia mí. No pude evitar saludarlo con un beso, mientras le acariciaba los vellos del pecho. “Soy Tita” le dije por saludo. “Yo soy Mauricio”, contestó acariciando mi pecho sin sombra de contención o recato. “¿Bailamos?” fue todo lo que dijo, tomándome de la cintura y las manos, sin esperar respuesta. Yo le recargué mi cola del disfraz en el brazo y dándole una vuelta la enrosqué como nudo. “Es para que no te me vayas a perder en el laberinto”, le dije. “Ya sé cómo entrar y no quiero salirme”, fue su respuesta y yo junté mi rostro al suyo. Bailamos y nos acariciamos. Lo invité a la cocina y de allí pasamos a un pequeño y solitario jardín trasero de la casa que comunicaba con el cuarto de servicio y las habitaciones de las mucamas. Cuando nos sentamos le acaricié las piernas y se las apreté para confirmar la misma dureza que la de sus brazos y abdomen.

Mauricio veía con pasión mi pecho. “Entonces tu disfraz es de becerro hambriento, y yo que creía que eras el becerro de oro”, le dije tomando su barba para que me mirara a los ojos. “Sí, se nota que estoy hambriento, pero no sabía que había vacas rojas”, contestó antes de darme un beso que correspondí febrilmente mientras él me sacaba una teta. “Yo era una diabla, pero ahora soy vaca. Mama, becerrito”. Estuvimos manoseándonos buen tiempo, hasta que le saqué el pene, o no recuerdo si él se lo sacó. El tamaño de su miembro no era descomunal, pero lo traía bien hinchado. No aguanté más y se lo chupé. Él no dejaba de acariciar mis nalgas, metiendo su mano por el escote. No había manera de desnudarme allí para realizar lo que nuestros cuerpos estaban exigiendo. Me puse de pie y, tomándolo de sus grandes huevos, que yo esperaba que estuvieran bien cargados, lo jalé de allí para llevarlo a una de las recámaras de las sirvientas. Cerré la puerta con seguro, no prendí la luz, pero entraba por la pequeña ventana superior la luz del jardín trasero, donde también se escuchaba música, risas y conversaciones. Cada quien nos desnudamos, sin perder la vista del otro para admirar el banquete que nos daríamos. Sin ropa nos acercamos de frente para darnos un beso y fundirnos en un abrazo. Mis chiches cubrieron su pecho, su verga me embadurnó de presemen el ombligo y con nuestras manos recorríamos las nalgas del otro, o de la otra, según el caso.

Caímos en la cama, que resistió muy bien el golpe y el ajetreo posterior. Sin dejar de besarnos, me metí su falo que se deslizó hasta el fondo, lo abracé con manos y piernas. Se movió tanto que cuando tuvo la primera eyaculación, yo ya tenía varios orgasmos. Sin salir de mí descansó y me preguntó si me gustaría ser madre, “porque no me puse condón”, justificó y me dio un tierno beso, antes de decir “a mí sí me gustaría ser padre”. “¿Eso es una declaración de matrimonio?”, pregunté. “Sí, quiero vivir a tu lado” dijo sin mayor dimensión de lo que ignoraba.

Al concluir el beso, empezándome a mover, le dije “A ver, ensaya otra vez”. Me monté en él y nos vinimos juntos. “¿Lo hice bien?”, preguntó. Lo apreté con mi perrito y su cara delató el placer que sentía. “¿Cómo lo hace esta vaca, señor semental?”, le dije antes de llenarle la boca con una teta, la cual mamó a la vez que acariciaba desde mi espalda hacia mis nalgas. “¡Divino, estoy en la Gloria!”, contestó cuando desocupó la boca. “Lléname otra vez la vagina y te cuento sobre mis posibilidades contigo”, le dije melosa. Sin más respuesta que colocarme en cuatro, me penetró, se movió como cinco minutos, bañando mi espalda del abundante sudor que le escurría de la cara. Me lo imaginaba tratando de cumplir alguna de sus rutinas de ejercicio para estar en forma, hasta que sentí dos oleadas de calor en mi interior, seguramente correspondientes a dos potentes chorros de esperma y se dobló sobre mi espalda, agarrando firmemente mis tetas y soporté su peso hasta que se percató de que estaba recargando gran parte de su anatomía sobre la mía y se tiró en la cama.

“¿Ya puedes contarme?” fue lo primero que dijo cuando abrió los ojos. Ni qué decir que se molestó mucho cuando supo que yo era casada y quién era mi cuñado. “Te juro que lo disfruté tanto o más que tú, por favor, si de verdad sientes algo por mí, no me busques, ni comentes con alguien lo que hicimos esta noche tú y yo”, le dije al terminar de vestirnos y, discretamente, nos volvimos a integrar separadamente a la fiesta. A los pocos minutos, me despedí de mi cuñado, quien dijo “Quédate otro poco más, esto se está poniendo muy bien”. “Gracias, ya me divertí mucho. Adiós”, contesté dándole un beso de despedida.

Al entrar a mi casa, vi que Saúl estaba leyendo y escuchando música a bajo volumen.

–¿Cómo está la fiesta, Nena? –preguntó mirándome de arriba a abajo.

–En su mero auge, por si quieres ir. Yo ya no aguanto esta ropa tan apretada, ni el humo de los cigarros, quedé toda olorosa –expliqué tomando mi cabello para olerlo– ¡Púchala, que feo huelo!, voy a bañarme –dije haciendo un mohín de asco y me metí al baño.

No olía feo, olía a Mauricio y lo disfrutaba oliendo cada prenda que me quitaba. Al salir, Saúl me dijo “Te veías hermosa con tu disfraz de súcubo, has de haber llenado de malos pensamientos a más de un santo. Aunque a mí me parecía de puta, y me vine porque hubiera sido capaz de cogerte allá”. Me tomó en sus brazos y cargada me llevó a la cama. Sí, al chuparme la vagina supo que alguien me hizo el amor, “Sí, disfraz de puta” dijo metiendo su lengua una vez más en mi vagina… y otra vez me tocaron tres eyaculaciones. Terminé hecha polvo de tanto polvo. ¡Qué hermosos recuerdos!

Para concluir, pondré como resumen, algo que escribí entonces:

Ella escogió un disfraz de diabla; él, de minotauro. Coincidieron en la fiesta, él la vio como a una vaca roja y ella lo sintió como un becerro, por lo que tuvieron que abandonar el lugar. En pocos minutos el calor del infierno era poco para ese momento: él quería ascender a la Gloria y ella supo que el becerro había prosperado en semental.

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