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La madre de un amigo

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Shelley es como un sol que inicia el crepúsculo, de un dorado claro y transparente. Su cabello es liso y mono, y sus ojos cafés son diáfanos y puros. Sus cuarenta años no se le notan en absoluto; parece de treinta y cinco años o un poco menos. Es casi imposible que pase desapercibida a la vista de cualquier hombre. Por supuesto, a mí tampoco me ha sido indiferente. De hecho, durante mucho tiempo estuve enamorado de ella en secreto. Nunca una mujer me había inspirado los sentimientos más puros ni los deseos más fuertes y salvajes que ella me inspiró. Hasta me masturbaba pensando en ella, yo que no tengo costumbre de hacerlo. Hablábamos mucho y me convertí para ella en una especie de confidente de sus penas. Cuando la veía o estaba cerca de ella me daban ganas de abrazarla y decirle que todo estaría bien, que no se preocupara por nada, yo me haría cargo de todo. Pero, por ser la madre de un amigo, y por ser testigo de algunas locuras mías me abstuve de revelarle mis sentimientos.

Conozco a Shelley hace ya varios años, desde cuando empecé a entablar amistad con su hijo. Siempre me ha parecido una mujer ejemplar, digna de toda mi admiración, pues ha luchado mucho para salir adelante. Además de Keiner, tiene una hija menor llamada Leila; y a los dos ella los ha criado sola y sin la ayuda del que fue el primer amor de su vida, el padre de sus hijos, con el que compartió momentos de mucha tristeza. Fueron tantas las desdichas, los maltratos y las humillaciones, que un día casi fatal decidió separarse de él, y lo echó definitivamente de su vida.

Pasado un tiempo conoció a Sebastián, un tipo claro, alto y delgado, que ahora tiene treinta y dos años, la misma edad mía, y comenzó a enamorarla. Al principio Shelley no había querido darle la oportunidad. No quería abrir su corazón ni a él ni a nadie, primero, por miedo a descuidar a sus hijos y al rechazo que ellos pudieran sentir hacia alguien que no fuera su papá, y segundo porque no quería sufrir como con el padre de sus hijos. Pero al cabo de un tiempo comenzó a gustarle Sebas y se dijo que tenía derecho de darse otra oportunidad. Lo aceptó como novio, pese a que era diez años mayor que él. Keiner no se opuso a la relación; Leila, en cambio, que era en ese entonces más pequeña, sí, porque guardaba la esperanza de que Shelley volviera un día con su padre. Ese día, sin embargo, nunca llegaría. Al final terminó entendiéndolo.

Shelley, más que para llenar esa especie de vacío emocional que en muchas personas causa la ausencia del amor sentimental, o para saciar los deseos de la carne, necesitaba un hombre que la apoyara y la asistiera en sus momentos más difíciles. Sebas ha sido quien por años ha llenado ese vacío, quien ha saciado sus deseos carnales, quien la ha apoyado materialmente.

Pero no todo es color de rosa. Desde hace un tiempo para acá, a Shelley la tiene aburrida la monotonía, la falta de visión de Sebas, su pobreza de espíritu. Me dice que por estar con él, por serle fiel a él, ha desperdiciado oportunidades con hombres que la tendrían muchísimo mejor, económicamente hablando. Él trabaja como mecánico, pero es desorganizado, con sus cosas y consigo mismo. Eso la tiene bastante aburrida y decepcionada. Hace poco Sebas tuvo un accidente en su taller, se golpeó un testículo y se le hinchó, eso le ha impedido trabajar y por ahora está incapacitado. Shelley ha ido a su casa con el fin de acompañarlo a las citas médicas y velar, en la medida de lo posible, por algo que necesite, pero él le ha dicho que no se preocupe, que esperará a la madre, la cual vive en otro lugar. No comprende por qué se comporta así. Dice que se deja dominar por la mamá.

-Shelley, tú mereces a alguien maduro, que tenga autonomía y esté para ti -le digo-. Es en esos momentos cuando se conoce a la otra persona.

-Ya yo hablé con mi hijos -dice ella-. Si se me presenta otro hombre mejor, dejo a Sebas.

Shelley me ha contado de sujetos que la pretenden y de alguien, bastante mayor, que le hace regalos. Mas no ve firmeza en ninguno. No sé por qué me da cierta tranquilidad interior. O esperanza... sí, es esperanza. Es como si, al saber que no hay en sus pretendientes intenciones serias, más adelante podría llegar a ella con estas palabras: Shelley, me muero de ganas por estar contigo el resto de mi vida. Pero yo sé que eso es imposible.

Cuando son demasiado fuertes las ganas de decirle que la quiero, dejo de ir adonde Keiner. Es más, ahora que lo pienso, creo que las cortas aventuras amorosas que he tenido en todo este tiempo han sido con el único fin de sacarla de mis pensamientos y desviar el intenso deseo que siento por ella. Sin embargo, no sé qué es lo que me pasa. Últimamente he estado yendo a visitar a Keiner con la sola intención de ver a Shelley, sin ponerme a pensar en que no está bien. Ayer en la noche fui, ella estaba en el cuarto con Keiner viendo películas por Prime Vídeo en la televisión. Keiner hacía poco había llegado de la calle de hacer domicilios de Rappi en la moto. Me senté en la cama junto a Keiner y Shelley en una silla. Había puesta una película de ciencia ficción llamada Aventuras de un pirata espacial, con muchas naves disparándose rayos laser. Al rato dije que tenía hambre y que iba a buscar algo de comer a mi apartamento, así que me paré y salí para allá. Cuando llegué, saqué de la nevera una kola román comenzada, una pony malta vacía hasta la mitad, una botella de ron Tres Esquinas vacía también hasta la mitad y un sixpack de cerveza águila, luego bajé hasta la estación de gasolina Terpel, compré cuatro hamburguesas y regresé. Al verme preguntaron a qué se debía el convite.

-Es que ayer cumplí años -dije.

-Caramba ¡feliz cumpleaños! Atrasado, pero más vale tarde que nunca -dijo Shelley.

-Gracias, gracias.

-Él es así. Siempre que cumple viene y se presenta con algo -dijo Keiner.

Leila salió del otro cuarto y le di una hamburguesa. Keiner se comió la suya, yo la mía y Shelley la suya; después ella, en vista de que yo había dicho que quería bajar para comprar más hamburguesas porque esas estaban pequeñas, me dio parte de la suya y yo se la acepté a regañadientes. Le eché el ron a la Kola Román y me la tomé. Keiner, Leila y Shelley se tomaron la poca Pony Malta que había.

Antes de acabarse la película Keiner ya se había dormido. Iban a ser las dos de la madrugada. Salí del cuarto con Shelley y nos sentamos en la sala a hablar mientras me acababa las cervezas que había traído. Hablamos de todo un poco: la rebeldía de Keiner, la dejadez de Sebas, la irresponsabilidad del papá de los hijos, del futuro, de mí, de ella... Y éramos sólo ella y yo en medio de la quietud de la madrugada. Para mí no existía nadie más. Cuando la escuchaba referir sus cuitas yo la miraba y sentía unas incontenibles ganas agarrarle la mano y besarla, pero me aguanté. Al ratico Keiner salió del cuarto y se metió en el baño. Cuando salió, Shelley y yo nos levantamos de las mecedoras.

-Bueno, me voy -dije-. Hasta mañana.

-Hasta mañana, Carlera.

Es más de mediodía. Me acabo de despertar. Trato de leer uno de los libros que he agarrado del nochero, pero el sofocante calor del cuarto me hace levantar de la cama. Salgo para la sala, me siento en el sillón a leer. Las letras se me pierden de vista, tengo que volver a ellas a cada rato. El pensamiento de Shelley penetra en mi mente como un relámpago intermitente. Es inútil. Me paro del sillón. Camino al baño, me quito la ropa y abro el grifo de la regadera. El agua está tibia: empapa todo mi cuerpo, es como un sauna. Pongo el chorro en los genitales. Me agarro el pene, pelo el glande, cae abundante líquido espeso de color amarillo que huele a desinfectante. Semen. ¿Será que eyaculé cuando dormía? Qué raro, no me di cuenta. Me froto el pene con bastante jabón, masajeo los testículos. El glande queda reluciente como la porcelana. Me unto jabón por todo el cuerpo, restriego bien. Me saco el jabón, cierro la regadera y salgo del baño. Entro al cuarto y abro el escaparate, agarro una pantaloneta deportiva y un suéter. Me visto. Me unto desodorante, salgo del cuarto y de la repisa blanca saco el cepillo de dientes, le echo pasta dental y me limpio la boca. En seguida cojo la llave del apartamento y salgo.

Bajo la escalera y camino hasta el bloque de al lado. Entro por la parte de atrás. Voy por el pasillo, llego hasta la primera escalera. Subo al tercer piso y me dirijo al apartamento de Keiner. Veo la puerta abierta, pero la reja está cerrada con llave. Miro al interior, no parece haber nadie, todo está en silencio; aun así toco, chiflando con la boca. De pronto escucho pasos. Del cuarto de Keiner sale Shelley, descalza, con esa licra morada que tanto me calienta y una blusa estampada blanca. La saludo:

-Shelley, ¿qué?

-Ajá Carlera.

-¿Está Keiner?

-Nada. Está haciendo domicilios. ¿Vas a entrar? -pregunta, mirándome a través de los fondos de botella de sus gafas.

-Sí -digo. En seguida ella coge las llaves de encima del mesón recibidor que divide la sala de la cocina y viene a abrirme. Se estira un poco para meter la llave en el candado. Bajo la mirada a su entrepierna, le veo los dos labiecitos de la vulva bien marcados. Siento dentro de mí una excitación creciente como una ola gigantesca, como un tsunami. Mi pene se para de inmediato; trato de disimular la erección, pero es complicado, siento que se me va a reventar. Entro. Shelley me hace pasar al cuarto y nos ponemos a ver una película.

-¿Y Leila? -pregunto.

-Está donde una tía en San Fernando.

La película no la entiendo. Shelley trata de explicarme el argumento, pero ella tampoco entiende muy bien de qué va la cosa. Me recuesto en la cama. Shelley está al lado sentada en una silla. Por el rabillo del ojo veo que mira el bulto parado.

-Bueno y ¿a ti qué te pasa? -me dice.

-¿Por qué? -digo, haciéndome el desentendido.

-Porque tienes el pene parao.

-Erda Shelley, a veces se me para y no me doy cuenta. Me pasa a menudo.

-Sí -dice ella-. Te lo he visto así varias veces. ¿Acaso tu novia no viene a visitarte?

-Venía... -le digo-. Ella me dejó. Se fue para su pueblo y no ha venido más.

-Bueno, vas a tener que ir a buscarla.

-¿Será, Shelley?

-Claro. O por lo menos mastúrbate, pa' que se te baje la calentura.

-No tengo costumbre de masturbarme, Shelley.

-Entonces vas a tener que echarte agua fría.

-Sí...

-Abre el ojo -continúa Shelley-, que por ahí dicen que el esperma se les sube a ustedes a la cabeza si no descargan.

No sé cómo lo tomará; ¿será que le digo? Mmm... Qué carajos, a la de Dios.

-¿Por qué no me ayudas, Shelley?

Más que una pregunta, es una invitación. Ella entiende lo que quiero decirle. Se echa a reír. Dice:

-¿Cómo se te ocurre, ah?, ¿cómo se te ocurre que me voy a acostar con el amigo de mi hijo? Y más aún, ¡cómo voy a engañar a Sebas, tan bien que se ha portado conmigo?

Shelley se levanta y va al otro cuarto. Ércole, ¿será que la embarré? Voy a esperar un ratico para ver si viene. Espero. Nada. Se demora. Nada. No viene. Voy a ver qué hace. Salgo del cuarto y me dirijo al otro. Está la puerta cerrada. Toco y llamo:

-Shelley.

-¡Eu! -contesta ella, abriendo la puerta.

-¿Qué haces? -pregunto. Y, sin quitar los ojos de mi erección, dice:

-Me voy a cambiar para vender mis obleas.

-Shelley, por favor. No te lo pediría si no tuviera la urgente necesidad -entro despacio al cuarto-. Además, nadie se va a enterar, te lo aseguro. Esto va a quedar sólo entre nosotros dos.

Ella lo piensa unos segundos, sin levantar la cabeza.

-Bueno, pues -dice-. Pero que sea rápido.

Veo que se monta en la cama y se pone en cuatro patas, de perrito. Me ofrece la estampa redonda de sus nalgas. Le bajo la licra y el panty. Tiene el nudillo del ano limpio. La vulva es una bomba rosada a punto de explotar. Poso mi mano en ella, se la aprieto: está mojada. Sin decir palabra, gira la cabeza un poco para verme. Saco mi miembro erecto y le restriego la cabeza por toda la raja, en medio de los labios vaginales, arriba y abajo, amagando para introducirlo.

-¡Ay!, ¡mételo rápido que puede llegar alguien!-dice.

Se lo voy metiendo suave hasta tocar el fondo. Ella estira un brazo hacia atrás y me agarra el costado de la nalga para atraerme, para que le de más rápido. La cojo por la cintura y le meto el pene lo más rápido que puedo, con mucha fuerza. Se lo meto y se lo saco repetidamente en todos los tiempos y modalidades, lento, rápido, suave, duro. Estoy sintiendo algo que me aprieta el cuello de la verga. Un chorro tan potente sale ahora disparado de entre sus piernas que mojó el borde de la cama. Me quedo extasiado.

-Ay, dios mío, ¿esto qué es?, dice Shelley. Cree que se ha meado, lo cual la asusta y avergüenza a la vez.

-Cálmate -le digo-, eso no es orín, es un orgasmo.

Se queda callada. Pasan unos segundos.

-Nunca había tenido un orgasmo -comenta, bajándose de la cama-. Sí he visto por internet esas escenas donde actrices porno disparan desde sus vaginas potentes chorros de líquido, pero eso me había parecido una exageración.

-¿Nunca habías experimentado la explosión de un orgasmo? -pregunto.

-Jamás en mi vida -dice, subiéndose la ropa-. Ni con Sebas ni con el papá de los hijos míos. ¿Dónde aprendiste a hacer venir a una mujer?

-En ningún lado. Eso nace.

-Bueno, te agradezco la experiencia, pero tengo que ir a vender mis obleas. Vamos.

-Vamos.

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