Nuevos relatos publicados: 26

La novicia que no llegó a profesar al probarme

  • 7
  • 26.734
  • 9,86 (29 Val.)
  • 0

En 1992 todavía existía la mili. Las únicas formas de librarte de ella eran: hacerte insumiso y pasarte una buena temporada a la sombra, como un vulgar delincuente; hacerte objetor de conciencia y trabajar gratis para una ONG católica como la Cruz Roja, mientras observas los coches de alta gama que manejan sus directivos; o alegar una enfermedad que te excluya del servicio militar. Esta última opción fue la mía.

Tuve que ir a Madrid a un hospital militar a hacerme unas pruebas médicas. Estuve allí ingresado 15 días. Coincidió con las Navidades y en la capilla del hospital había un grupo de novicias dirigidas por una monja. Estaban ensayando unos villancicos para la gran misa del 23 de diciembre en la que asistirían casi todos los médicos y médicas militares, vestidos de gala.

Cada vez que bajaba de planta a otro lugar del hospital para hacerme alguna prueba, como me quedaba de camino la capilla, pues entraba a observar los ensayos.

Había una novicia, a la que llamaremos Ángeles para no violentar su intimidad, que se sonrojaba y bajaba la vista al suelo cada vez que yo le decía algo. Era muy hermosa y muy cándida.

La directora me comentó que harían el concierto a capela, pues la organista que tenía que llegar para el día señalado al final no podría venir. Yo al ser músico, no lo pensé dos veces y me ofrecí para tocar la guitarra y hacer más ameno el recital.

Yo, un punk, ateo y ácrata, tocando con unas monjitas en un concierto navideño en un hospital militar. ¡Quién me lo iba a decir! Pero es que tiran más dos tetas que dos carretas y para pasar más tiempo al lado de Ángeles, los ensayos eran la excusa perfecta.

Los caminos de Lucifer son inescrutables y si para pervertir y descarriar a una futura esposa del Señor había que fingir ser católico, monárquico y amante de la vida castrense, pues se fingía. Pensar que le iba a asir una esposa al polígamo de Dios, me causaba una gran satisfacción y mucho morbo.

En la planta del hospital dedicada a los soldados había poco que rascar. Se podía intentar algo con una médica muy despótica que no hacía más que decirme:

–Tú no te libras de la mili. Por mis santos ovarios que te vas a tragar los 9 meses de servicio militar. Ya me encargaré yo de que en el Tribunal Militar echen para atrás tu solicitud y estas pruebas médicas que estás haciendo.

Daba un buen perfil para dómina esta facultativa. Pero me centré más en desflorar a mi novicia virginal.

En uno de los ensayos le escribí una nota a Ángeles para dársela en un momento en el que pillara despistada a la monja directora y a sus compañeras. No era fácil, pues había dos novicias que eran muy chafarderas y chismosas y si hacías algo que levantara una mínima sospecha podía montarse una buena en aquel hospital de mojigatos y pacatos.

En la nota puse algo similar a esto:

“Mi querida Ángeles. Me gustaría verte a solas esta tarde para poder charlar tranquilos. ¿Qué tal en la sala de estar de la planta 12 a las 17 h? Si no te va bien elige lugar y hora y me lo escribes en una nota. Me la entregas mañana”.

Ángeles pidió permiso para ir al lavabo (seguro que como excusa para poder leer la nota), y cuando volvió, me hizo un gesto de asentimiento.

Después de almorzar me eché en la cama para descansar un poco. La habitación la compartía con cinco soldados más. Uno de ellos estaba bastante pachucho y a veces lo ayudaba en algunas faenas, ya que las enfermeras estaban desbordadas.

Mucha intimidad en la habitación para masturbarme, la verdad es que no había.

Pasé con ansiedad el resto del tiempo que quedaba para encontrarme con mi monjita.

Por fin llegaron las 16:45 h y me fui arreglando un poco (dentro de los márgenes que te permite el tener que estar todo el día en pijama), para ir veloz a mi encuentro amoroso.

Llego a la salita de estar de la planta 12 y me la encuentro allí. Ya me estaba esperando la pobre. Se me acerca y me dice entre susurros:

–En el hospital no hay rincón en el que no me conozcan. Aquí corro un gran peligro. No me hables y sígueme a unos metros de distancia.

Le hice caso y con disimulo le seguía los pasos.

Ángeles llamó a un ascensor. Al entrar, aprovechando que estábamos solos le di un beso en la mejilla. Después un pico en los labios, y al ver que se dejaba, me lancé a darle un morreo de película de Hollywood.

Cuando el ascensor se paraba en una planta, nos separábamos y guardábamos la compostura. A veces entraba alguien que la conocía. Se saludaban y tenían una pequeña charla. Otras veces entraba gente desconocida, visitas de pacientes, y le hacían una reverencia y le besaban la mano. Cuando volvimos a quedar solos, otra vez nos abrazamos y besamos con locura.

Besar, acariciar y sobar el cuerpo de una chica vestida de novicia en aquella situación tan arriesgada me estaba poniendo a mil. Pero no solo a mí. Ángeles respiraba de forma entrecortada y con inspiraciones profundas.

Cuando por fin llegamos a la planta deseada por ella, nos dirigimos a unos vestuarios que solo se usan por las mañanas, pues las taquillas estaban reservadas para las estudiantes de enfermería en prácticas y estas se iban a las 15 h. ¡Teníamos todo el vestuario para nosotros solos!

Sin muchos preámbulos, pues Ángeles estaba tan cachonda como yo, comenzamos a quitarnos la ropa. Yo no hacía más que besarla y lamerle las orejitas. Fui bajando por el cuello y sus pezones. Después el ombligo. Ella entre gemidos decía:

–¡Lo que me estaba perdiendo! Iba a renunciar a los placeres de la vida por una existencia monacal insulsa! ¡Qué locura! Me has abierto los ojos, Jonathan. Mañana mismo cuelgo los hábitos.

Yo, después de muchos esfuerzos, la convencí para que esperara por lo menos hasta pasar las Navidades.

–Yo accedí a tocar villancicos en la misa porque me prendí de ti, si no, ni loco me tragaba tantas horas de ensayo. Si te vas mañana, yo qué hago.

–Pero eso sería muy hipócrita e inmoral. Seguir como si nada pasara y vestida de monja después de lo que está ocurriendo –me dijo la muy ingenua.

–Ángeles. La hipocresía, la doble moral y el cinismo son la salsa, el picante que le da a la vida ese morbo especial que nos inflama la libido. El amor y el sexo serían muy sosos y aburridos si no se les echara una pizca de algún ingrediente prohibido –le comento.

Ella se dejó guiar por mí al descubrir que soy un gran maestro de la depravación moral y de la perversión sexual, y me besa con sus labios inexpertos dejándome todo el rostro lleno de babas.

Me comenta que es virgen, que se lo haga con delicadeza. A mis 19 años de entonces, Ángeles era la primera mujer que iba a desflorar. Hasta entonces, solo había conocido a chicas muy golfas y guarras que ya tenían el coño bien abierto desde la pubertad. No me desagradan este tipo de chicas, ¡ojo!, pero de vez en cuando echarse a la boca un caramelito sin desenvolver y ser el primero en chuparlo, pues se le agradece a la vida.

Pusimos en el suelo unas mantas, colchas y sábanas. Ángeles se acostó sobre ellas con las piernas dobladas y bien abiertas. Yo acerqué mi cara a su cueva todavía sin explorar por ningún Livingstone, y se la comienzo a lamer. Con mis dedos le separo sus labios vaginales y le meto bien adentro mi lengua. Noto que no tiene himen. Al fin y al cabo, ya era mayor de edad. Montando en bici o con sus propios dedos se lo habrá roto. Mejor, así no tengo que rompérselo con mi lengua y tragarme los correspondientes fluidos sanguinolentos.

Ángeles gime y se retuerce sobre las sábanas. Estaba experimentando el éxtasis verdadero, el carnal y no el místico.

Le martilleaba el clítoris con mi lengua. Me tragaba con gran devoción todos los caldos que iba soltando ¡Cómo lubricaba aquella monja! Por supuesto, me soltó un buen orgasmo en toda la cara. Mi nariz, boca, barbilla y hasta mofletes fueron testigos privilegiados de sus espasmos, contracciones y chorros incesantes de líquido viscoso.

Llegó la hora de meterle mi cipote, entero hasta los huevos, hasta el mismísimo útero si fuera posible. Pero eso sí, con mucha suavidad. Su virginal almeja estaba abierta y receptiva para mí.

La postura del misionero es la mejor en estos casos y poco a poco se la voy introduciendo. Ángeles reprimió algún pequeño chillido de dolor, pero gracias al cunnilingus que previamente le hice, estaba tan lubricada que le entró bien. Mis 18 cm de rabo se acoplaron en aquel chumino sin mucha dificultad. Y eso que de perímetro tiene casi 14 cm., le faltan 2 milímetros. Pero se la endosé bien adentro, hasta hacer tope con mi pubis. Empecé con un mete-saca muy lento y utilizando solo 4 cm de mi tranca. Poco a poco, sin acelerar el ritmo, fui metiendo y sacando más cacho de carne, unos 8 cm.

Ángeles estaba como ida. Tenía el rostro desencajado. Le caía la babilla y todo. Babilla que yo recogía con mi lengua, por supuesto, y me la iba tragando.

Tuvo un segundo orgasmo incluso follándomela a fuego lento. ¡La muy beata era multiorgásmica! Aceleré el ritmo, ahora sí a tres embestidas por segundo, sacando y metiendo el máximo de cantidad de carne que podía sacar y meter sin que se me saliera el nabo, y aún no pasados ni 10 minutos Ángeles vuelve a tener otro orgasmo. El tercero.

Le sugerí que se pusiera a cuatro patas. La polla en esta postura entra rascando más las paredes vaginales, y sobre todo, el clítoris. Es la postura preferida por la mayoría de las mujeres.

La cogí por la cintura y le di caña, sin contemplación. Con cada arremetida nuestras entrepiernas chasqueaban. Ángeles tenía tan caliente y húmedo el chumino y para colmo mi polla entraba tan apretada en ese coño recién desflorado, que no pude aguantar mucho más y me corrí en sus entrañas. Ella también consiguió el cuarto orgasmo.

Nos tomamos un respiro. Nos acurrucamos mientras hablábamos de diversos temas. Del interior de su vagina comenzaba a salir mi lefa. Ángeles se quedó sorprendida, pensaba que se quedaba dentro y se echó a reír. Yo entonces le propuse que se colocara en cuclillas. Ella así lo hizo. Empezaron a salirle unos chorros de lechada que acabaron formando un pequeño charco en las sábanas. Le dije que mojara unos dedos y se los llevara a la boca para comprobar el sabor. No tardó ni un segundo en ponerlo en práctica. Le encantó. Volvió a mojar los dedos en varias ocasiones en el charco de esperma, hasta dejar las sábanas sin restos prácticamente. Se chupeteaba los dedos con gran entusiasmo.

–Está riquísimo. Sabe como a clara de huevo. En el convento tomamos muchos huevos crudos. Yo sorbo la clara y la yema con auténtica veneración. Me encanta. Y tu semen sabe casi igual –me decía mientras metía los dedos, esta vez en el chocho, buscando algunos restos de mi descarga para llevárselos a la boca. Rebuscaba por todos los rincones de su almeja con ansiedad.

Esa visión de una chica tan recatada buscando y rebañando semen con gran fervor por cualquier parte, como si fueran pepitas de oro, me la estaba poniendo dura otra vez.

No pude reprimir más mi lujuria y le dije:

–Súbete a mi polla y cabalga un buen rato a buen ritmo hasta que te corras otras dos o tres veces y yo también te vuelva a llenar el chumino con mi leche calentita.

Ángeles, para ser su primera vez, cabalgaba bastante bien. Era una buena jinete. Se notaba que alguna película porno había visto. Ella ponía cara de estar en el Séptimo Cielo. Por fin había descubierto el verdadero clímax sobrenatural, el Paraíso. Yo le pedí que me escupiera en la cara de vez en cuando. No se lo pensó dos veces. Cada poco tiempo me soltaba un buen salivazo en la cara. Esto la excitó aún más. Tuvo unos orgasmos que la volvían literalmente una poseída. Yo no pude aguantar más y apretándole mi nabo bien adentro le descargué mi segundo viaje.

Ángeles volvió a hacer el numerito de “Tragar lefa de un charco”. Estaba aprendiendo rápido a ser una buena golfa.

Volvimos en varias ocasiones más a nuestro particular nidito de amor. Hasta que por fin llegó el día del concierto.

Verla en el coro vestida de forma recatada y con un comportamiento modoso (cantando estrofas que decían “Yo soy la esclava del Señor. Hágase en mí su voluntad”), me excitaba hasta límites inconcebibles.

Unos días después, Ángeles colgó los hábitos negándose a profesar para monja y yo me libré de la mili. ¡Dos magníficos premios de Navidad!

(9,86)