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La panadera

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Hay momentos en la vida que tienes que trabajar de lo que salga. A todos nos gusta el poder tener un sueldo alto, unos horarios fantásticos y un trabajo que nos guste. Pero otras, simplemente, aceptas lo primero que encuentras. Fue así como terminé trabajando en una panadería. Fueron pocos meses, pero guardo aquella experiencia como una de las mejores de mi vida. Y fue por culpa de Héctor.

Héctor era un cliente habitual en aquella panadería. Trabajaba en la seguridad privada y su jornada terminaba a las cuatro de la madrugada. Un horario bastante raro, que provocaba que se cruzara conmigo cuando abría el local sin que hubiera nadie más.

Mi labor era de comenzar a esa hora, pero el horario de la tienda no comenzaba hasta las cinco. En ese rato, debía montar la panadería con todo el pan que nos traían durante la noche y hacer la bollería. Ambas cosas era lo que más se vendía de cinco a seis, ya que muchos trabajadores buscaban una pasta para acompañar el café o el pan para hacerse el bocadillo de media mañana. Eran clientes que hacían compras rápidas y se trabajaba bastante.

Yo no era tonta. Me di cuenta desde el primer día que Héctor venía corriendo para ver como abría. Desde lejos notaba como sus ojos repasaban mi culo y mis muslos y, ya de cerca, de reojo, intentaba adivinar si se me marcaban los labios a través de las mallas.

¿Me molestaba? No, para nada. Era tremendamente guapo, ojos verdes, alto, en buena forma, buen cuerpo, buen culo, buen paquete y una sonrisa que me volvía loca. Además, su conversación pícara asaltaba mis defensas con facilidad. No nos habíamos visto más de seis veces y, en el fondo, ya deseaba acostarme con él.

Aquel día, todo parecía normal, salvo porque era un día festivo y muchas personas irían más tarde. Subí la persiana ante su atenta mirada y entré a encender las luces mientras él esperaba pacientemente hasta que yo le diera permiso.

Una vez dentro, nos pusimos a hablar. Le vi con ganas de invitarme a salir y yo deseaba que lo hiciera. Quería tener compañía aquella noche. Su compañía. Deseaba que se lanzase y que todo fuera bien.

Vi como se apoyaba en una de las mesas de metal mientras precalentaba uno de los hornos. Todavía quedaba algo de harina del día anterior, por lo que seguro se mancharía. Le avisé y, al mirarse las manos, descubrió que, efectivamente, las tenía completamente blancas. Le indiqué donde se las podía lavar, pero al pasar al lado suyo, me tocó el culo.

–¿Y eso?

–Es un experimento.

–¿Experimentas con tocarme el culo? –dije sonriendo.

–Sí. Correcto –su sonrisa escondía algún tipo de juego que desconocía.

–¿Y de qué se trata?

–Hoy has vuelto a venir con las mallas negras. Me gusta mucho cuando vienes con las blancas. Las negras dan juego. Tenía mi mano llena de harina y quería saber si, de una palmada, se quedaba marcada la forma perfecta de mi mano.

Me giré para intentar mirarme, pero me hizo falta acercarme al espejo para verme. No se había marcado como él quería, pero sí lo suficiente. Cualquiera que me viera el culo en ese momento, sabría que me habían metido mano.

–Mira que eres malo. ¿Y si me pillan?

–Hoy es fiesta. Nadie te verá.

–Puede que a ti sí.

Me acerqué a él y tras pasar mi mano por la mesa y llenármela de harina, le toqué la entrepierna, donde ya había adivinado que, si bien no estaba empalmado, sí que estaba bastante contento.

–Me lo merezco. Eso me pasa por ser original. Aunque estoy preocupado.

–¿Preocupado? Explícate.

–Te toqué una nalga. Pero la otra puede tener envidia.

Pasó su otra mano por la mesa y aprovechó la cercanía que teníamos en ese momento y me tocó el culo en el lado opuesto al de la primera vez. Esta vez no fue un gesto rápido. Se quedó agarrándome el culo con fuerza. Al ser delgada, su mano cubría gran parte de mi nalga, apretando mientras me miraba a los ojos, sabiendo que, esta vez sí, me iba a dejar bien marcada su mano.

No pude resistirme y le besé. Con mi mano derecha, le agarré el cuello para atraerlo hacia mí y evitar que se apartara, aun sabiendo que no se apartaría. Con la otra, le acaricié la cara, orientándole para que nuestros labios se unieran.

Dejé de notar una de sus manos agarrándome el culo para comenzar a notar las dos. Con fuerza, me atrajo hacia él, pegándome a su cuerpo. Las mallas, esa tela tan fina, hicieron que no tardase en notar lo dura que la tenía. Movía mi cuerpo hacia él de lado a lado, para restregarse contra la zona de mi pubis. Deseaba sacársela, deseaba que me desnudara, que me follara, entregada a él, pero no teníamos condones.

A pesar de eso, se la sacó. Aflojó su cinturón y se bajó el pantalón y los boxers, liberando su enorme pene, duro como una piedra. Me volvió a acercar a él, notándola más, frotándose contra mí. Nuestra excitación era tal, que hasta noté como le palpitaba.

El ruido de la puerta nos impidió continuar. Era un cliente y tuve que salir rápido para atenderle, intentando disimular mi forma de hablar jadeosa, donde mi corazón palpitaba a mil por hora.

Intenté no girarme, para que no vieran las marcas de harina de sus manos sobre mi culo. Le despedí con una sonrisa mientras me miraba atónito.

Miré a Héctor de reojo. No pudimos evitar reírnos. Yo le miraba la polla mientras él me miraba mi entrepierna.

Fue de las primeras veces que descubrí que los hombres, al estar muy excitados, pueden humedecerse. El líquido preseminal comienza pronto, en forma de gotas que salen hacia el exterior y, en este caso, mojan la licra de mis leggins.

Allí, en ese momento, averigüé que aquel cliente no se dio cuenta de la harina de mi culo. Pero sí, seguro, se dio cuenta de la mancha de humedad a la altura de mi chocho.

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